—Habla.
Retorcí un poco más el puñal en su pecho como había hecho tantas otras veces. Formaba ya parte de mi rutina como cazarrecompensas.
Era Juan. Uno de mis informadores habituales. Aunque él no lo sabía. Y considerando que no estaba buscado por el Consejo, más me valía no matarlo y nublarle luego la mente. Con vampiros neófitos como este, que apenas llevaba un par de décadas viviendo fuera del tutelaje de su sire la táctica funcionaba la perfección.
—Te repito que no sé nada —me contestó mediante la telepatía. Por el tono de su voz, imagine que estaba apretando los dientes debido al dolor.
Estábamos en su casa. En su cuarto para ser más exactos, donde lo había sorprendido mientras dormía. «Qué pena —ironicé para mí—, pero… la protección de tener que ser invitado sólo se aplica cuando el que quiere entrar es un no muerto».
—Y aunque lo supieras no me lo dirías —acabé por él, aburrida—, ¿es que voy a tener que usar la sierra?
Lo tenía inmovilizado en su cama y yo estaba de pie e inclinada sobre su pecho. Observé cómo sus ojos se ensombrecían al entender. Y luego nada. Tardé una fracción de segundo de más en reaccionar. Lo justo para evitar ser inmovilizada por detrás. Pero no fue suficiente como para impedir que me agarrara. Solté el puñal, todavía clavado en el corazón del vampiro (no era tan tonta: si se lo quitaba iría a por mí al instante) y comencé a lanzar patadas para intentar liberarme.
No tuve suerte.
Otro vampiro, al que no había visto al inspeccionar rápidamente la casa, había venido para ayudar a su amiguito. Y, ¡oh, sorpresa!, era más rápido que yo. Como siempre. Por suerte yo solía ser más perra.
Seguí intentando soltarme en vano, retorciéndome como una serpiente para evitar que me siguiera agarrando por más sitios aparte de por el brazo y el costado. Al conseguirlo (al menos mientras me quedara algo de alma de mi última comida por quemar), supuse que el vampiro debía de ser tan novato como Juan. Porque una cosa era acelerar mi metabolismo de súcubo para aumentar mi velocidad, pero otra que si pudiera competir con un vampiro de más de cien años de edad. En todo caso si me hubiera sujetado del cuello como pretendía en un principio, a estas alturas ya me lo habría partido y yo estaría contándole mis penas a Caronte.
Él debía de saber que yo no era humana, pero dudo mucho supiera exactamente el qué. Si tuviera el mismo control sobre mis cuernos que Logan (el de «X-Men») con sus garras, los sacaría de golpe en cuanto tuviera sus tripas a tiro. El problema era que mis cuernos no eran ni afilados ni retráctiles. Más bien los convocaba con magia cada vez que deseaba usar mi parte demoníaca. (Y otras veces como cuando me alimento, se formaban solos). Maldiciendo entre dientes, seguí intentando liberarme y alcanzarlo con una patada. Pero era inútil: me tenía bien sujeta y no se separaba de mi espalda. Por fin, por lo menos mientras me quedaran fuerzas estábamos en un empate, porque él tampoco iba a conseguir inmovilizarme. Por desgracia, yo me iba a cansar antes.
—No sabes con quién estas tratando —intenté intimidarle.
¿Con mi pinta de niñata y encima la voz entrecortada por el esfuerzo? Buen intento, bonita.
—¿Otra de esas jodidas crías caza vampiros que con un poco de sangre robada se creen el clon de Buffy? —su voz sonó despectiva y ni siquiera un poquito agotada. Y para colmo me emocioné con la referencia.
Lobezno, Buffy. ¿Qué narices había fumado aquel pedófilo antes de que me comiera su alma? En todo caso, lo de sangre robada era un dato de lo más revelador: el vampiro cría que yo era una humana que había bebido la sangre de los suyos. Una práctica habitual entre lo que en efecto eran algunas crías humanas que habían descubierto la cara oscura de la noche e intentaban librar al mundo del mal. Y si para potenciar su fuerza y agilidad tenían que tomar un poco de ese mal, ¡qué más daba! Lo importante era el resultado final. Sobre todo considerando que la sangre de sanguijuela actuaba también como fuerte estimulante. Mal negocio para los camellos.
Entonces, si me consideraba una inofensiva adolescente idealista colocada, puede que aún tuviera alguna oportunidad. Sonreí para mis adentros.
—¡Maldito engendro de Satanás!, vas a pagar por lo que le hicisteis a mi novio —entoné con una pasión desmesurada.
Qué mala actriz se estaba perdiendo el mundo.
—Por lo menos no me ha tocado una puñetera fanática —comentó para sí mismo más que para mí, mientras seguía intentando agarrarme.
Una fanática. Uf, Si no hubiera estado tan ocupada esquivándolo (lo cual cada vez era más difícil por su velocidad sobrehumana), me habría estremecido. Entre lo primero que me enseñó mi padre estaba aquello de «No te metas nunca ni con una monja católica, sobre todo si eres un demonio».
—¡No te atrevas a insultarm…! —seguí gritando enojada, y de repente tropecé con uno de sus pies. Con los cuales, por cierto, intentaba que yo perdiese el equilibrio.
—Mía —resonó, profunda y triunfal, el hambre en su voz mientras tiraba de mi brazo para, aprovechando la inercia de mi caída, apartarme de la cama y golpear mi pecho contra el suelo.
Fue lo último que dijo. Estaba tan convencido de quién era yo y de que me había tropezado que, mientras se abalanzaba sobre mí, no consideró que mis piernas pudieran ser una amenaza; no prestó atención a la contracción de mis músculos femorales. Mis talones se elevaron raudos. Uno de los dos que le clavé en la espalda era metálico, pero el otro era de madera. Y para los vampiros la madera resultaba fatal, en el sentido de que las heridas que infringía eran mortales o muy difíciles —desde luego, no instantáneas— de curar. Excepto en el corazón, claro está. Allí era mortal. Allí era donde apuntaba yo. Erré el golpe, por supuesto, estaba tirada boca abajo contra el suelo ni siquiera lo veía. Pero le causé un gran dolor, El suficiente para que no se moviera mientras contraía esta vez los cuádriceps y lo lanzaba al suelo por detrás de mí, desclavadas mis botas en el movimiento (no, no se fueron con él; estaban demasiado ceñidas). Con rapidez me incorporé y coloqué mi tacón de madera sobre sus costillas. Presioné hasta que cedió el hueso con un sonido similar al de una capa de hielo al quebrarse, y atravesé su corazón. No lo dudé. Si lo hubiera hecho, se habría recuperado y no habría vuelto a subestimarme. ¿Y todavía me pregunta Casio por qué sigo pareciendo una niña?
Agotada —había apurado toda mi reserva de energía en esquivar al vampiro—, desclavé mi bota, me senté al lado del cadáver y descansé mi frente sobre mis manos abiertas, Apenas unos segundos. Detestaba la debilidad, sobre todo la mía. Y si, ni polvo ni huesos antiguos: cadáver. Porque esto no era ni un trozo de papel pintado, y los malos, cuando se morían, no tenían la decencia de eliminar sus restos. Supuse que digerida el alma ya no importaba si el pedófilo era un gran seguidor de Marvel o de Joss Whedon. Odiaba cuando la comida venía impronta.
Me masajeé las sienes. Esto cada vez tenía peor pinta. ¿Cómo cojones iba yo a explicar al Consejo que había matado a un vampiro que no tenía un precio puesto por su cabeza? Muchas ideas no se me ocurrían, no. Sería por el cansancio. Así que renuncié a las respuestas que necesitaba y busqué con la mirada por la casa de Juan hasta encontrar algo de madera. El tío no era idiota y a estas alturas ya debía saber que no iba a salir vivo. O tan vivo como pueda estar un no muerto. Me quité la camiseta y la rasgué en dos. Envolví mis manos en ella, para no dejar huellas. Porqué hasta ahora había sido cuidadosa y no había tocado más que mi propia daga. Rompí una silla y clavé una enorme astilla de una de sus patas en el fiambre, allí donde había estado el tacón de mi bota.
A continuación, rebusqué entre las ropas del muerto hasta encontrar un cuchillo. Humm. Lo observé con mentalidad crítica, un poco pesado y basto para mi gusto. Pero serviría. Me acerqué al inmovilizado Juan, le susurré «Mala suerte, no es personal» al oído y levanté el cuchillo. Lo clavé justo al lado de mi puñal (no se me apetecía que se me escapara con su supervelocidad si lo hacía a la inversa), y después retiré el mío. Seguidamente convoqué a mis cuernos.
Joder, no estaba pensando de un modo muy claro. ¡Qué estaba haciendo! Si lo dejaba allí inmovilizado con el arma del otro, aunque lo condicionara y la escena apuntara a una pelea entre los dos, la investigación iba a ser exhaustiva al haber muerto un vampiro. Y cuando fueran a interrogar a Juan, aunque él creyera que se había cargado a su amigo, verían el trabajo de uno de mi raza en su mente. Así que solo me quedaba una salida. Muy pocos vampiros son tan poderosos como para hurgar en la mente de un cadáver.
—Mírame. Él te atacó sin motivos y tú lo mataste. Los del Consejo no te van a creer. Te van a culpar y torturar a ti. Y por cierto, yo nunca he estado aquí.
Y me fui. Tras haber movido el cuchillo del otro chupasangres para que sólo le rozara el corazón, lo cual le daría a Juan cierta movilidad, aunque muy lenta. No me quedé a ver cómo se suicidaba. Supuse que se tiraría sobre los restos de la silla. Al menos es lo que haría yo en su lugar. El sol era demasiado lento y doloroso, y la autodecapitación, mejor no hablar (sobre todo con el cuchillo de filo tan romo que le había clavado). Me estremecí de pensarlo. Al menos, yo seguía de una pieza. Había veces en las que estar en mi piel no era tan malo.
Fracasado el intento de obtener información, decidí llevar la investigación sobre mi madre por derroteros más humanos, después de darme un breve paseo por el geriátrico más cercano para tomar una comida rápida.
A ver, no era una Papá Noel en minifalda deseando alegrarle la vida a alguien pero cuando tenía prisa y no podía ir a un bar para elegir una presa, solía acudir a los geriátricos. Al fin y al cabo, les ofrecía una buena forma de morir, y así no causaba tanto daño como si le quitara la vida al primero que me cruzase por la calle. Cuando alguien estaba aquejado de tantos achaques los médicos solían matarse investigando la casa de su muerte. Era una suerte que como súcubo no le hiciera ascos a nada. Lo cual no quitaba que hubiera preferido acostarme con un bombón de unos treinta y tantos años (y si era moreno, alto y seductor como Casio, ya un dijéramos). Pero eso sería hacerle una putada a alguien cuyo único pecado fuese estar bueno (y en más de un sentido). Y una intentaba compensar su parte demoníaca y todo este rollo. También prefería una mala pelea a un buen asesinato. Más aún si este último era con un ser humano que no se lo merecía o que no estuviera deseando morir por mis besos.
Así que lo primero que hice fue volver a consultar en el registro los datos de mi madre. Y como descendencia únicamente salía yo, con lo que, resignada, volví a su viejo piso de soltera, esperando hallar alguna pista. El edificio construido en un monótono ladrillo y con un portal que habría visto mejores tiempos en el siglo pasado, era uno de los bloques de viviendas de cinco alturas que se podían encontrar en la parte más pobre de cualquier ciudad española.
Yo vivía en un edificio aún más viejo. Y en una zona mucho peor. No penséis que era por mantener el anonimato, por no existir fiscalmente o por alguna chorrada similar. Lo hacía por culpabilidad. Como si por vivir en un mal barrio pudiera compensar el haber nacido demonio. Una parte de mí, esa que aborrecía por ser tan débil y sentimental, creía que vivir así era lo adecuado para alguien de mi raza mezclada. Y proporcionándole algún pequeño «detalle» como ese o el de mi elección de tentempiés se callaba y me dejaba vivir en paz. Porque desde luego, con mi DNI y el resto de documentación falsa (como ese negocio que heredé de la prima que nunca tuve y que me permitía vivir sin trabajar) no tendría problemas para residir donde me diera la gana. A veces era gilipollas, pero también comodona, y como ya me había acostumbrado al piso donde me había mudado tras la muerte de mi padre, me daba pereza irme, Me limitaba a cambiar mi identidad por la de otra Violeta Loquesea cada cierto tiempo, por aquello de que no envejecía. En fin, por lo menos mi casa, a diferencia de la mi madre, estaba equipada de modo lujoso y no le faltaba nada. Suspiré y armándome de valor, toqué el timbre del portero automático.
—¿Sí? —preguntó una voz femenina al cabo de un minuto.
Mi corazón latió más fuerte. Parecía que después de todo iba a volver a visitar la casa de mi progenitora.
«Ella… la única que he amado», pensé.
«Ya vale», me recriminé. Tampoco era como para que una mujer hecha y derecha como yo sintiera angustia atenazando su garganta. ¡Joder! Ridículo. Y como no pensaba permitir que mi parte humana avanzara hacia uno de eso arrebatos emocionales que me quitaban el control, hice lo único que sabía. Lo que me enseñó mi padre: volví a encerrar esos sentimientos en el fondo de mi mente, imaginé una losa enorme que los clausuraba mientras los vampiros cabrones que la mataron se desangraban encima, impotentes. Venganza. Eso era lo que perseguía. Y para matar había que tener la cabeza fría.
Mis espesas, largas y curvas pestañas ocultaron un destello ambarino.
—Soy de la compañía de luz. Estamos renovando las cajas antiguas. Es por su seguridad —le contesté.
—Oiga a nosotros no nos da problemas.
—No se preocupe. Es gratis. De hecho —presioné—, si no lo hago la compañía puede ponerles una multa.
—No sé yo. Está bien, suba.
Un mal engaño lo sabía, Pero no iba a darle la oportunidad de pensar en ello dos veces.
Me abrió la puerta una mujer joven tapada con una bata. Llevaba un bebé en pelele que colgaba de su brazo, Mierda, un bebé, una criatura inocente de verdad. No pensaba hipnotizarlo y no me hacía gracia la idea de que algo de lo que viera se le pudiera quedar grabado. «En fin, chiquitín —pensé—, espero que esto no te traumatice».
—¿No es usted muy joven para trabajar? —sonó extrañada.
—Ya sabe cómo es esto. Hay que ganarse las lentejas. Y tengo dieciocho, recién salida de la FP de electricidad.
Mostré las palmas de mis manos en señal de honestidad y me encogí de hombros. Ciertamente, yo aparentaba ser poco más que una cría inofensiva. Así que me dejó pasar.
Empujé la puerta para entrar en cuanto quitó la cadena. Y haciendo gala de mi velocidad superior a la humana, la cerré y le arrebaté el bebé de las manos. Ignorando sus lloros de protesta, lo giré hacia la puerta para que no nos viera y saqué los cuernos. Paré con una mano a la mujer que se abalanzaba hacia mí y la mire a los ojos.
—Estás en la cocina alimentando al bebé —si era de teta mejor, así estaría más consolado—, y vas a estar así hasta que tu reloj marque las diez.
Veinte minutos eran más que suficientes para lo que pensaba hacer. Y reducía los riesgos de que viniera alguien.
—¿Hay alguien más en la casa?
—No.
—¿Marido, padres, otros hijos?
—Mi marido está trabajando. Mis padres no viven aquí. No tengo más hijos.
Genial. Había habido más suerte. La última vez que me pasé por aquí había una familia de cinco miembros residiendo en el piso y estaban todos en casa.
—Ve a la cocina. Cierra la puerta cuando entres. Y recuerda: dar leche a tu hijo es lo que estás haciendo desde hace cinco minutos —me fijé en la radio de bolsillo de su bata y se la solté para señalarlo—. Y ponla a volumen alto.
Después le pasé a su hijito, el cual se calmó al poco de que se encerraran en la cocina. Pobrecito, tan pequeño e indefenso. Su madre era el mundo para él. Yo no la recordaba, ella era para mí más una sensación soterrada de calor y seguridad que otra cosa, pero, en ese momento no pude evitar preguntarme si me había dado cuenta cuando la mataron.
Me centré en la tarea y me dirigí hacia el dormitorio principal, donde yo sabía por mi padre que ella había ocultado sus tesoros más preciados tras un doble fondo del armario.
De madera de pino y con muchos años, le habían arreglado una puerta que cerraba mal, pero lo demás seguía igual que la última vez que lo abrí. Eso sí, ahora había una variopinta colección de vestidos colgados de cualquier manera en lugar de la ropa apilada de manera pulcra que había guardado la familia anterior. ¿Era por la crianza, o acaso aquella mujer no era muy ordenada? Aunque todo eso me daba igual. Porque lo que estaba comenzando a marearme era lo que había detrás de toda esa ropa. Demasiados años evitando este lugar como la peste. Aparté las prendas ignorando los nervios y busqué el resorte que sólo yo conocía. Era un viejo secreto que mi madre le contó a mi padre antes de morir. Y lo accioné. Se oyó un leve crujido y desplacé el panel, que dejó ver un espacio estrecho que olía a cerrado y a papel viejo. Ahí descansaban los objetos que más deseaba olvidar.
El primero era un colgante en forma de corazón. Grabada en su delicada plata, una fecha, el 16 de febrero de 1955, el día que se conocieron. Lo sostuve con mucho cuidado entre mis manos, sin atreverme a desvelar su diminuto compartimento, donde yo sabía que se entrelazaban para siempre dos mechones de sus cabellos. El de ella, rubio platino, como el mío. Y el de mi padre, negro, oscuro como la naturaleza que de él he heredado. Supuse que, ya que ellos no pudieron estar juntos, por lo menos un fragmento de sus dos cuerpos lo estaría para siempre.
«¿Un fragmento de sus cuerpos para estar juntos por siempre jamás?» —me recriminé—. «¿Estoy idiota o qué?».
Solté un par de juramentos en voz alta.
Mi estómago se estaba revolviendo como si estuviera en alta mar en medio de una terrible tormenta. Y mis ojos, siempre tan serenos, querían humedecerse cuando pensaba en su trágica historia de amor. Como si esas gilipolleces me importaran algo.
Respiré hondo. Volví a jurar. Era un maldito demonio. Con la parte de mi madre como lo único salvable que había en mí, de acuerdo. Pero en una casa que no era la mía con inocentes en la cocina no era el momento para descontrolarme, para darme a mi parte débil uno de sus regalitos en forma de arrebato sentimentaloide. Así que dejé el colgante donde había estado y tomé los objetos que había a continuación.
Dos pulseras de hospital. Las sostuve como si quemaran. «María Sanz», «Violeta Abós», «4’43 del 8 del 4 de 1965». Una mía y la otra de mi madre. Quizá la única prueba todavía existente de mi nacimiento, junto a nuestras altas del hospital. Y sólo porque los vampiros no las habían encontrado. Las pulseras, muy evocadoras —sobre todo ahora que, en mi última identidad, me había decidido a recuperar mis apellidos—, pero no eran lo que estaba buscando.
Las dejé a un lado y cogí la carpeta que con su letra (grande, femenina, bonita), estaba marcada como «Mis documentos». Yo ya sabía lo que contenía: su partida de nacimiento, las altas del hospital, su DNI, algún billete antiguo de cincuenta pesetas y unas cuantas fotos de ella con su familia.
Fotos. Mi padre siempre decía que yo parecía una copia de ella. Y era cierto. Sabía que cuando mirara esas imágenes me vería reflejada en ellas. Y que la mujer de apenas veinticuatro años que murió por protegerme poseía los rasgos que tendría yo si alguna vez me permitía envejecer tanto.
En cuanto a lo de protegerme. ¡Uf! Ella resistió por mí el hechizo de mi padre. Fingió que él había logrado nublar su mente para que me olvidara. Y. lo golpeó en la cabeza y escapó conmigo. Esto me lo contó una vez mi progenitor cuando yo era pequeña, riéndose, admirándose de que el amor de una humana por su cría la hubiese hecho tan fuerte, tanto que habría sido capaz de resistir el hechizo de uno de los príncipes íncubos. Y luego, mi entrañable papá se limitó a comentar con desaprobación que todo eso no le sirvió de nada, que habría sido más inteligente por su parte pensar con la cabeza y seguir fingiendo, porque en muy poco tiempo los vampiros la cazaron.
Pero algo en esa parte débil de mí que tanto odiaba estaba comenzando a meter en mi cabeza palabras como «escasas horas que mamá ganó para nosotras», «debió amarme desesperadamente», «en sus brazos me sentía tan segura, cálida, normal», «segura», «nutrida», «normal». Y eso sí que no. Apreté los dientes. Ignoré el vacío que se abría dentro de mí. Las lágrimas se deslizaban sin pausa por mis ojos, bañaban mis pómulos y me sumían una tristeza que no sabía cómo parar. Solté un juramento. Tanto tiempo reprimiéndome para recordarla ahora, joder. Hay que ver qué sensiblera y melodramática podía ponerme a veces.
Con brusquedad, abrí la carpeta y saqué las fotos. Contemplé unos ojos del mismo azul cielo que los míos. Fui pasando las fotos. Eran otros tiempos, otras costumbres, otras ropas. Pero la misma mirada fuerte que me saludaba todas las mañanas en el espejo. Comencé a ver borroso. Putas lágrimas. En fin, al menos sabía que, por estupenda que fuese, el mérito de que un íncubo se enamorase de ella no pudo ser sólo suyo. Porque los demonios jamás lloraban. Las almas que mi abuelo pasaba a mi padre tuvieron parte de culpa, ese porcentaje de todas las que fluían a él, decenas de miles de súcubos e íncubos pagando diezmo y, de ese diez por ciento, una pequeña parte para los hijos del rey. Se humanizó. No hay otra explicación. Por eso no la mató tras llevarla al éxtasis, Por eso nací yo. Y era única. Ninguno de los hermanos de mi padre cometió su error. Y si bien el esperma demoníaco tenía suficiente fuerza como para fertilizar un óvulo humano, no ocurría al revés. Ninguna hembra súcubo podía quedarse embarazada mientras se alimentaba.
Pensar en algo tan prosaico como la reproducción cortó un poco el patético goteo de mis lagrimales, y me permitió analizar las fotos con objetividad. Como esto siguiera así, iba a tener que darme un paseo y respirar el sulfuro de la atmósfera del plano de mi abuelo, a ver si eso me aclaraba las ideas.
En la primera estaba mi madre junto con mi abuela, recién nacida, con su puñito apretado en torno al dedo meñique de esta. Y detrás estaba escrito. «Mi pequeña María, a los ocho días de edad».
«Mira, un día más de lo que yo estuve con ella. Madre. ¿También yo te cogía el dedo si me lo dabas? ¿Y ponía esa cara de felicidad?».
Debía de ser gilipollas por sentirme así. El interrumpido ritmo de mi llanto se restauró.
Fui viendo las fotos una a una, mis ojos ya sin contención mientras la observaba a lo largo de su breve vida. De bebé, de nenita, de adolescente, de joven mujer. Y pese a que una parte de mí la añoraba (y mucho), me obligué a fijarme en lo que estaba buscando. De todos los que la acompañaban, reconocí a sus padres, pues había ido un día a verlos. Por aquel entonces yo era una niña pesadita de seis años y no paré hasta que pude ver a mis abuelos, aunque fuera una vez y a través de un vórtice dimensional. En todo caso, ellos habían muerto hacía mucho. No podían ayudarme. Mi hermana debía ser bastante mayor. En las fotos de mi madre no había ninguna con niños o bebés, aparte de mí, y se suponía que era soltera cuando conoció a mi padre. En cualquier caso, intentaba encontrar algo en aquellas imágenes en blanco y negro, porque aparte de la intimidación al vampiro y la búsqueda en el registro, ya probados, no se me ocurría otro modo de averiguar si tenía una hermana. En las fotografías salía también a menudo un hombre mayor que poco después del ajusticiamiento de mi padre descubrí que era el hermano de mi abuela. Ya fallecido también. Y un par de mujeres supuse serían parientes lejanas. La familia no era muy numerosa, cosa poco habitual para aquellos años. Si de verdad yo tenía una hermana, mi madre tuvo que haber dado a luz antes de conocer a mi padre. Considerando la época y con toda probabilidad habría estado recluida «enferma» hasta el parto y entonces habría entregado al bebé a las monjas. No eran tiempos donde se estilara ser madre soltera. Y eso explicaría que no hubiera una foto. Con lo que no estaba sacando una mierda de esta visita. Era una pena que las brujas podían viajar al pasado pero no lo hicieran por encargo. Hubiera pagado todo mi dinero por una ojeadita en aquellos años. En fin, normas de las matriarcas. Y a este paso, me veía contratando a un detective humano para investigar los pasos de mi madre. En cualquier otro momento habría estado echando pestes, pero me sentía demasiado triste hasta para jurar. Y no podía dejar de llorar. Esto no tenía remedio, ni aunque volviera a mi plano a darme de tortas con la tierra desolada y agrietada por los barrancos de lava que la recorrían.
Todos tenemos una madre. Yo no conocí a la mía, Y ella era tanto lo bueno como lo débil que había en mí. Así que evitaba pensar en su amor materno, incondicional. Porque si lo hacía, durante varios días me sumiría en una depresión demasiado honda. En una que me empujaría a tumbarme en la cama. A darle su regalito a esa voz interna para que se callara de una puñetera vez y no volvería al menos en una década. Y eso de estar en la cama. Podría ser presa fácil para cualquier chupasangres con un compañero asesinado por mis botas. Y eran muchos. Así que guardé casi todas las cosas de mi madre donde estaban, salí silenciosa de la que fue su vivienda y me volví a la mía. A mi cuarto. A pensar lo que pudo ser, a gritar de rabia por no tenerla, a sentirme culpable por haberla matado, a llorar desesperada por haber nacido, a permanecer en vela cabreada por no ser humana, por existir en un mundo que no era justo, por no poder hacer nada para redimir el pasado. La última vez tardé una semana de salir de ese estado. Era lo malo de no saber controlar mis emociones. Cuando un ánimo nostálgico, anhelante y depresivo se hacía conmigo, no podía hacer otra cosa que tumbarme en la cama y desear no haberme conocido. Hasta que todo pasaba y conseguía enterrarlo en el fondo de mi alma. Otra vez. Quizás algún día lograra hacer otra cosa. Pero, por ahora, seguía siendo un asco estar en mi piel de medio humana.