Cubierta de sangre y todavía recordando el fiasco de la esposa, llegué a casa deseando meterme bajo la ducha (ciertas comidas la dejaba a una con ganas de lavarse). Me dirigía hacia mi cuarto de baño, espacioso y de tonos azules, cuando lo vi.
Estaba apoyado contra el marco de la puerta, en actitud indolente, su pelo oscuro peinado hacia atrás con un corte moderno que para nada pegaba con la austeridad del traje negro que llevaba. Y hablando de trajes, había hombres que parecían haber sido diseñados para rellenar cada pliegue de tela con un cuerpo masculino y poderoso. Tuve que cortar mis pensamientos, por muy buenos hombros que tuviera, no era un hombre, sino un vampiro. Y yo odiaba a los vampiros. Aunque con este en concreto a veces fuera difícil recordarlo.
—Hola, Casio —lo saludé como si nada, impidiendo que se notase en mi voz la alegría irracional que una parte de mí sentía al verlo. Yo también sabía jugar ese juego.
—Qué poca efusividad. ¿Es que no te gusta la moda de saludar con dos besos de esta época?
—No cuando a quien saludo le gustaría dármelos en el cuello.
—Ah. Violeta. Siempre tan atrevida.
Se separó de la pared y avanzó un paso hacia mí. Contuve el aliento.
—¿Qué quieres? —lo interrumpí, entre anhelante, molesta y asustada.
Para que luego dijeran que las mujeres no éramos complicadas. Y, por cierto, ¿qué coño estaba haciendo ese romano de más de dos mil años en mi casa?
—Nada que no pueda esperar.
Por un momento creí que podía leerme la mente. Que yo supiera, la habilidad telepática de los vampiros se limitaba a introducir pensamientos en tu cabeza, algo así como una ayuda a la hora de cazarte. Pero con alguien tan viejo como Casio una nunca podía estar segura. Tonterías mías, que pasaron a un segundo plano de importancia cuando él ignoró mi actitud defensiva y me quitó la toalla plegada que llevaba entre las manos.
—¿Ibas a ducharte?
—Era la idea.
¿Iba a ofrecerse a ayudarme? ¿Quizás a secarme y frotarme con esa toalla? La única manera de impedir que mi corazón impulsara demasiado deprisa la sangre, lo cual seguro que él notaría, fue pensar que acaba de comer y que además el chupasangre ni siquiera tenía alma.
—Adelante, no te preocupes por mí —me sonrió, engreído, como si me hubiera leído la mente («Joder, ¿otra vez?»), y en un instante dejó de estar a mi lado para aparecer junto a la puerta del baño que ya no estaba cerrada. Poderes vampíricos… Apestaban.
—Claro, ¿te traigo también una silla y palomitas?
Me arrepentí nada más decirlo. Yo era la única comida que había ahí.
—Me parece… —capturó mi mirada, que intentaba ser cínica, con la suya, roja, brillante, y se acercó—… que prefiero… —me rodeó con sus brazos, que no estaban fríos.
¿Es que ni la naturaleza sentía el más mínimo respeto por sus leyes? Los muertos deberían estar fríos. Y muy desagradables al tacto. No como al suave cosquilleo que me provocaba su poder o la calidez que emanaba de su cuerpo, su caricia, aun a través de la ropa.
—… algo más fluido —acabó de susurrar con sus labios a pocos milímetros de los míos, su aroma saturando mi boca, que se estaba haciendo agua.
De algún modo, las insinuantes caricias de sus dedos en mi cuello consiguieron que mi cabeza traidora se ladease, la yugular al descubierto. Y si algo no me gustaba era sentirme vulnerable.
—No te confundas —tragué saliva y conseguí dar a mi voz un tono despreocupado—, no estaba haciendo de anfitriona. Y, si no te importa, déjate de jueguecitos y dime a qué has venido.
Esto era sin duda un billete de ida al infierno. Un vampiro miembro del Consejo y tan antiguo como él no iba a permitir que nadie lo tratara así. Pero si no hacía nada, considerando el brillo escarlata de sus ojos, yo era presa segura. Así que, si alguien tan importante había venido a mi casa a por algo que no fuera un tentempié, había que recordárselo antes de que dejara que sus instintos animales lo dominaran.
Oí un ruido característico, el del hueso saliendo fuera de su funda de carne. Había juzgado mal a Casio. Me preparé para luchar con todas mis fuerzas. No tenía ninguna oportunidad contra él, pero no por ello pensaba dejarme matar con una sonrisa de boba en boca.
Y entonces nada.
Se oyó su voz desde mi salón.
—¿Jueguecitos? Eso es ofensivo para alguien de mi posición. Yo nunca juego.
«Claro —pensé—, para qué, si siempre ganas».
Entre mi bonito baño azul, en cuya puerta acaba de estar a punto de desangrarme. Mi casa estaría en mala zona, pero me había gastado un pastón en remodelarla. Me lavé la cara. Joder, necesitaba unos minutos. Que se fuera a la mierda el chupasangre. Si no me había matado, bien podía esperarme un poco. Además, había visto a la Parca en sus ojos, seguro que él también necesitaba calmarse. Levanté la mirada al espejo. Maldije. Estaba despeinada y tenía las mejillas tan pálidas que parecía yo la muerta. Y todavía quedaba algo de sangre de la pelea del callejón. Bebí un sorbito de agua del lavado y me arreglé el cabello de modo mecánico. No era que me importara, pero algo tan familiar me ayudó a recuperarme.
Había estado a punto de morir por descuidada. A este chupasangres en concreto yo lo odiaba, no por ser lo que era, sino por cómo me trataba. Como si yo fuera más que una cría o un bocadito con el que jugar. Y era el único hombre capaz de excitarme así. Pero él, por mucho que fuera viejo, seguía siendo un vampiro. Y eso quería decir que podía matarme en un arrebato. Y aunque yo no tuviera nada que perder, prefería morir en una buena pelea, no así. A los de su clase, el autocontrol es algo que les viene con la edad. Un vampiro de menos de cincuenta años ha de estar encerrado o bajo el control mental de su sire, o se dedicará a violar y desangrar a toda falda viviente. Y no hay por qué suponer que el maestro va a poder hacerlo mucho mejor. Además, yo soy medio súcubo, llevo lujuria escrito en la sangre, así que no tendría que haber nombrado la comida. Sobre todo si me había pillado de camino a la ducha. Y entonces algo hizo clic en mi cabeza, y me di cuenta. Yo no lo había invitado, ¿cómo demonios había entrado en casa?
Cautelosa, muy cautelosa, me dirigí hacia el salón.
—¿Poniéndote guapa para mí? —estaba sentado en mi sillón.
—Por favor, Casio, ¿qué te ha traído aquí?
—Información. Ha llegado a mis oídos algo que puede interesarte.
—¿Y has venido en persona a comunicármelo? —no pude evitar que sonase escéptica, todavía no estaba al cien por cien. Al menos, el susto me había quitado las ganas de tirármelo.
—¿No te sientas? —miró hacia el escaso espacio que había a su lado.
—Es mi casa, pero gracias —cogí una silla y la coloqué a un metro de distancia. Ja. Como si pudiera pararlo.
—Los que mataron a tu padre persiguen a tu hermana —me soltó de un tirón. Como quien comenta el tiempo que hace.
Yo me quedé helada. ¿Qué pretendía Casio con esas patrañas? (Y ya que estábamos, ¿cómo había entrado a mi casa? Por muy miembro del Triunvirato que fuera, algo así como la sede del poder dentro del Consejo, sin invitación de sus dueños no podía entrar a una vivienda).
—Los maté yo —le recordé—. Lo sabes. Y soy hija única.
—En eso te equivocas, preciosa. Escaparon dos. Y tu madre tenía otra hija.
—Sí, claro —intenté no pensar en cómo me estaba congelando por dentro—. Y ahora me vas a decir que te acabas de enterar.
—En realidad, preciosa, lo cierto es que ya lo sabía.
Necesité de todos y cada uno de los días de mis casis cincuenta y cinco años de edad para no abalanzarme sobre él. Y por una vez no tuvo nada que ver con el sexo. Deseaba golpearle una y otra vez hasta ahogar mi furia en su cara. ¡¡¡Será cabrón!!! Sabía lo que a mí me importaba mi madre, que murió por no separarse de mí. ¿Casio sabía que no la había vengado del todo, que yo tenía una hermana y no me lo había dicho?
Todos y cada uno de mis días. Todos. Respiré hondo. Cerré los párpados sobre unos ojos cada vez más ambarinos. Todos. Me centré en imaginar cómo el aire iba llenando mis pulmones expandiéndolos poco a poco, llenándolos de luz y armo.
¡Pero qué cojones!
—Casio —gruñí—, te voy a matar.
—Creí que nunca te lo oiría decir, pero prefiero que esperemos a después de cenar.
No sé qué me supo peor, si sus palabra o el tono flemático de su voz.
—Casio.
Estaba harta del autocontrol y todo ese rollo del guerrero con mente serena que me había vendido mi padre para suplir sus carencias como educador. Me levanté de la silla y me acerqué a él. Que me sujetó por los brazos.
—Contrólate, Klynth’ Atz, estoy seguro de que tu padre te enseño mejor —me había llamado por parte de mi nombre verdadero. No lo conocía entero, pero tampoco me gustaba que lo usara. Sólo me llamaban así en el plano demoníaco—. Al fin y al cabo, fue para educarte por lo que no lo ajusticiaron hasta tus quince años —reflexionó más para sí que para mí—. Todas esas emociones humanas que no sabes cómo tratar. Pobrecita mía. Pero si no te controlas.
A través de la espesa niebla en que se movía mi percepción, focalizada en intentar no matarlo de verdad (porque, pese a mi desproporcionada ira, yo sabía que no podía con él), percibí que su voz se volvía peligrosa y acerada. Y eso fue como un jarro de agua fría para mí. Volví a una situación de alerta, con montones de adrenalina. A veces, lo peor no era carecer de la habilidad de descorporeizarme como las súcubos de verdad; lo que apestaba era tener cuerpo.
—… si no te controlas —me estaba diciendo—, voy a tener que tomar medidas. Y no creo que apetezca tentar mi autocontrol otra vez esta noche.
—Perdona —logré susurrar de manera inteligente, al tiempo que dejaba de forcejear para soltarme.
Casio tenía razón. Los demonios no sufrían emociones. O por lo menos los demonios que no habían sido humanos. Lo cual excluía a vampiros, fantasmas y zombis. Sí también los fantasmas eran demonios. Al menos algunos, los que habían sido traídos desde el más allá con brujería. Pero el caso era que los súcubos no tenían emociones (ni los íncubos, lo de que mi papi amara era algo imposible, al menos si no acumulabas una parte de todas las almas robadas por ser hijo del rey). Pero los humanos sí. Y como me educó mi padre, emocionalmente un cero a la izquierda, tan sólo me enseñó a contenerlas. Y Casio lo sabía. Por algo era mi mentor desde que yo era poco más que una cría. Supuse que le recordaba a un vampiro neófito, donde la nueva parte demoníaca se encontraba con un conjunto de emociones y recuerdos que no sabía cómo manejar. Y con la sed. Muuucha Sed. Por eso Casio eran tan paciente. Por eso seguía viva. Por eso el saber que me había ocultado información —algo que había sido peor que un engaño, más bien como una traición—, había desatado un sentimiento de ira que, por lo repentino, había superado mis barreras mentales y casi me había consumido. ¡Joder, Abuelo, cómo odiaba ser humana!
Cinco eternos minutos después, conseguí aplacar lo suficiente mis emociones como para distanciarme de la situación y pensar con algo de claridad.
—Puedes soltarme, ya no hay peligro de que me suicide atacándote —le dije con amargura, intentando no enfadarme ni siquiera conmigo misma. Por si las moscas.
—Mírame —me ordenó.
—Ya lo estoy haciendo.
—Klynth’ Antz —me reprochó. Su paciencia se consumía—, a los ojos.
Mierda. ¿No me servía su pecho? Total, me quedaba a la altura de la cara y era más sexy y menos peligroso.
—¿Y bien? —su mirada, a menos de un palmo de la mía, amenazadora y roja.
—Tranquila, sólo quiero comprobar que de verdad no vas a intentar suicidarte.
Si no fuera porque estaba agotada, me habría sublevado su tono paternalista.
—Mátame si lo deseas. Al fin y al cabo he intentado agredir a un miembro del Consejo sin provocación.
En esos momentos, en medio de la extenuación emocional en la me había dejado la ira, casi hasta me daba igual. Y parecía que después de todo no podía leerme la mente, porque lo que hizo a continuación no se correspondía para nada con los pensamientos derrotistas que la llenaban.
—Haré algo mejor —me sorprendió con su voz como una caricia.
Me soltó uno de los brazo para recorrer mi mejilla con sus dedos. Me estremecí ante la deliciosa sensación, y volví a ser yo misma, un poco. Al fin y al cabo, estaba acostumbrada a mi naturaleza súcubo.
—Te invito a cenar. La noche en que cumples cincuenta y cinco. Justo al ponerse el sol. En mi casa. No en la oficial —bonito modo de referirse al bloque de apartamento donde tenía a su ganado—, sino en la mía de verdad. Ya te haré llegar la dirección.
Joder, ¡qué autoridad! Me recordó por qué no me gustaba relacionarme con hombres mayores que yo. Lo cual, por cierto, cada día era más difícil.
—Y supongo que no puedo negarme.
¿No había dicho antes algo acerca de esperar a después de cenar? ¿Eso era lo que había venido buscando en realidad? ¿Y por qué? Además, ¿no pensaría que iba a aceptar verdad? Por lo menos, no sin la amenaza que suponía su derecho de tomar mi vida sin consecuencias por este pequeño malentendido. Ninguna chica debería ser tan estúpida como para entrar voluntaria en la guarida de un vampiro.
—No —curvó sus labios mostrándome sus colmillos.
—Excelente —sacudí mi otro brazo y él soltó su presa—. ¿Te diviertes mucho? ¿Está saliendo todo como lo habías planeado?
—¿Te gusta jugar con fuego? —ya no sonaba ni paternalista ni maduro.
Eso me gustaba más. Me humedecí los labios.
—Eso déjalo para tu cena. Y ahora dame nombres y direcciones.
—Eso también tiene un precio.
Lo miré desafiante, le di la espalda y me alejé de él. No era muy sensato, pero ya estaba harta. No me gustaba hacer de ratón, no cuando hacía años que se suponía que el gato era yo.
—Aceptarás ese trabajo de guardaespaldas.
—Casio —ni me volví, la mejor manera de no caer en su hechizo era no mirarlo—, por tercera vez, tú no me necesitas de guardaespaldas.
—Firmarás el contrato en sangre durante la cena. O de lo contrario no te diré quiénes son y llegarás tarde para salvar a tu hermana.
Me di la vuelta. Estaba magnifico: salvaje, desafiante, apuesto. Me miraba con diversión y, para ojos entrenados como los míos, irradiaba de manera inconfundible el gran poder de los vampiros milenarios.
—¿Pero para qué quieres mis poderes si yo no soy nadie? Ni siquiera puedo desvanecerme como los súcubos de verdad.
—¿Quién ha hablado de poderes? —me sonrió mirándome de arriba abajo—, ¿con ese cuerpo y crees que quiero sellar un contrato de sangre por tus poderes?
—¿No decías que no te gustaban las niñas?
En un instante estuvo otra vez tan cerca de mí que sentía vibrar el escaso aire que restaba entre nosotros. Mierda. Otra vez jugando sucio. Se suponía que eso era lo que hacía yo.
—¿Y quién te ha dicho que vas a seguir siéndolo mucho tiempo?
Cerré los ojos.
—No.
—Matarán a tu hermana y tú ni sabrás quién es ella.
—No. Búscate otra —un contrato de guardaespaldas sellado con sangre era algo muy serio. Ni siquiera por él era tan idiota.
—Muy bien, querida —al menos podría haber sonado contrariado—. Nos vemos la noche de tu cumpleaños. Suerte con la caza.
Mi cumpleaños. Ni había pensado en ello. Cuando habías cumplido tantos y no envejecías, uno más no significaba nada.
—Muy bien, Casio. Nos vemos en cuatro noches.
—Es un trato —y me cogió la mano, le dio la vuelta y depositó un beso en la zona más delicada de la muñeca, allí donde latía el pulso. Debería estar de vuelta de todo esto, pero mi cuerpo entero se tensó en expectación. Y cuando se limitó a depositar un beso tan suave que casi ni noté, me recorrió una oleada de deseo. Observé, hambrienta, cómo se iba hacia la puerta de salida. Maldito Casio. Lo había vuelto a hacer.