Noté una oleada brutal de poder que llenaba todos y cada uno de los espacios de mi ser. Mi vello se erizó, mis ojos brillaron en ámbar, mis músculos se tensaron. Veía más lejos. Oía mejor, lo olía con más intensidad. Y tuve que contenerme para no sacar los cuernos por la excitación, o los dientes, o las garras, o cualquier otro de mis atributos súcubo mejorados.

Lo logré a duras penas. No era cuestión de enseñarle de golpe todas mis cartas. Quería jugar un poco con Casio. Quería atormentarlo hasta volverlo loco de deseo. Quería oírle gritar exigiendo el sabor de mi sangre y de mi cuerpo. Por mi seguridad. Y, sobre todo, por puro y duro rencor. Demasiados años de no poder hacer nada ante sus insinuaciones y de inclinar la cabeza ante su poder.

Observé cómo el triunviro y su aura iban hacía mí a una velocidad que, aunque yo sabía que no habría sido capaz de detectar antes, ahora me parecía incluso lenta. Permanecí inmóvil, como si no lo viera venir, para que no notara nada. Y jadeé de sorpresa (de aquí al Oscar. Y yo que pensaba que, excepto en la cama, fingía fatal) cuando me estrechó entre sus brazos. Todo mi cuerpo contra el suyo, vibrante. Y sus labios, cálidos, pegados a mí cuello.

Bien querido, iba a ser un gran placer aguarte la fiesta.

—Me perece, Violeta —me susurró con un tono de voz tan acariciador que lo sentí retumbar en mis huesos—, que primero probaré tu sangre y firmaremos el contrato. Lo siento, pequeña, ya lucharemos otro día.

«¿Pequeña?», pensé. Y aproveché que estaba sacando los colmillos para darle un buen rodillazo en los testículos y soltarme de su abrazo. «¿Qué pasa, Casio?, ¿he sido tan rápida que no me has sentido moverme? ¡Sorpresa!, se acabó lo de ser el jodido correcaminos. Mala suerte, amigo».

—¿Duele? Uy, perdona, creo que has llegado tarde —le contesté, sonando todo lo inocente y puñetera que pude.

Lo había dejado atónito al haber sido capaz de moverme a tal velocidad. Aproveché para escaparme corriendo hacía la pared opuesta del salón, sorteando un par de butacas.

Agarre dos sables colgados en la pared, que como había supuesto eran de verdad, y le lancé uno a Casio.

—¿Violeta? ¿Desde cuándo eres tan rápida?

Lo atrapó en el aire forzando sus reflejos con evidente esfuerzo. Buen tiro. La primera vez que veía sudar a un vampiro. Sobre todo a uno milenario.

Dejé que mis nuevos cuernos crecieran, se estiraran mis colmillos y salieran mis espolones. Y le sonreí con deleite y malicia.

—¿Tú qué crees? Desde que fue ayer el día en el que me conecté al poder del diezmo de las almas. Buen intento, chupasangre. Pero no pienso firmar ese contrato.

Lo oí reír. Con esa risa suave, masculina y profunda que me resultaba tan erótica. Mis ojos se volvieron aún más ambarinos. Si no fuera porque estaba pletórica de almas se habría abierto el apetito.

Y esa brevísima distracción me costó que su sable casi me diera un tajo. Por suerte me sobraba energía para quemar. No tanta como el día de mi mayoría de edad, pero más que suficiente. Moví los brazos a una velocidad imposible y paré con mi arma su ataque. El golpe resultante fue tan brutal, tan inesperado, que el sable casi se me fue de las manos. Muy interesante esta nueva fuerza mía. Y la de Casio, porque estaba empleándose a fondo, como nunca le había visto. Y se las ingeniaba para contrarrestar cada uno de ataque. Claro que, a mí me pasaba lo mismo con los suyos. Estaba siendo una delicia luchar sin ningún otro objetivo en mente que desnudarlo.

El primer corte fue accidental. Iba por su brazo (los vampiros de su nivel regeneran enseguida), pero se echó para atrás y corté parte de la manga. Quedó al descubierto un poco de su fascinante antebrazo. Y no pude evitar preguntarme si sus bíceps y hombros tendrían unos músculos igual de delineados. Mi siguiente golpe fue a propósito contra su ropa, y conseguí develar unos abdominales que quitaban el aliento y te hacían desear recorrerlos hacia abajo, muy hacía abajo. Y él se dio cuenta, porque atacó con renovado ímpetu mi vestido, y consiguió abrirle una enorme raja entre el medio de las piernas.

—Gracias —estaba excitada y entregada por completo a nuestra pelea—, con un vestido tan estrecho no podía hacer, ¡esto!

Y adelantando una pierna y flexionándola, me coloqué en Gunnun Sogi. Postura que, con mis nuevas y bien torneadas extremidades de adulta (medio reveladas por el vestido), hacia más por romper la concentración del vampiro que cualquier ataque.

—¿Ves? —me comentó sugerente sin dejar de devorarme con la vista—. Si quieres inventar el strip-sable, por mí de acuerdo. No está mal para una primera cita.

Sus ojos estaban al rojo vivo. Dudaba mucho que pudiera mantener el control sobre sí mismo mucho tiempo más.

—¿Primera cita? ¿Eso es lo que es, Casio?

Le lancé un ataque frontal en estocada sintiendo el poder de mis músculos, aumentados por la energía de las almas.

Se apartó y yo continué, esta vez con un giro tanto de mi cuerpo como del arma. Adivinó mí trayectoria y volvió a esquivarme. Aprovechó para lanzarme una patada baja. A duras penas la evité. Casio, una vez reevaluada la situación, se estaba entregando a tope y era más duro de lo que pensaba. Incluso con este nivel de poder, él era tan bueno que yo podía pelear sin contenerme. Mi compañero de cama ideal.

La lucha, una rápida sucesión de golpes y contragolpes que cada vez revelaban más de nuestros cuerpos, nos fue dirigiendo de vuelta hacía la zona de la estancia donde habíamos comido. Y aunque la cantidad de tajos en nuestra ropa era brutal, apenas había trascurrido unos segundos. Cuando él ya no pudo continuar retrocediendo porque tenía la mesa a su espalda, saltó, se agarró a la lámpara del techo que estaba cerca de su cabeza y aterrizo de pie sobre la mesa. Entonces curvó sus labios, esos deliciosos e irreverentes labios en una mueca burlona.

—¿Qué pasa, Violeta?, ¿te has quedado en mala posición para atacar? —Lo cierto era que, más de medio metro por debajo de su altura, yo estaba en clara desventaja.

—¿Te has cansado ya de jugar como una niña? —Se volvió a burlar.

Uy, eso pretendía provocarme. Llena por las almas y su impronta que, mal que me pesara, algo me afectaba, piqué como una tonta. Y con una fiera sonrisa salte hacía él, orientando mediante un amplio movimiento de brazos la hoja de mi sable para que le diera un tajo en pleno torso.

Pero él, que se lo esperaba, se tumbó de espaldas dejándose caer. Recogió sus piernas doblando las rodillas hacía mí mientras caía y colocó las plantas de sus pies en mí estómago, aprovechando que yo estaba en pleno saltó. Y con su espalda firmemente apoyada en la mesa, estiró las piernas. Me vi impulsada contra las cortinas. Que ocultaban una ventana. Cerrada. Por suerte no tenía persiana.

¡¡¡La madre que lo parió!!!

Atravesé de cabeza el puto cristal y aterricé en un jardín de tamaño medio que tenía el vampiro detrás del edificio. Encima de gravilla, para acabar de hacerme cortes y contusiones superficiales con las malditas piedras.

Bueno, superficiales, superficiales. Gracias a las cortinas, que me habían protegido de lo peor de los cristales, no tenía nada demasiado profundo. Pero eso de superficiales. Porque si bien me dolían un montón de zonas de mí cuerpo, mi hombro derecho se había llevado el premio. Como me las había ingeniado para caer rodando, aproveché el impulso para levantarme y colocarme mirando hacía la ventana. Que por cierto no era tal, sino una puerta de cristal. Parte de las cortinas salían a través de ella, salpicadas de rojo. Sería medio demonio, pero el color de mi sangre era el de la parte humana. Y las cortinas dejaban un hueco por el que se veía a Casio sentado con comodidad encima de la mesa. Me observaba burlón. Este se iba a enterar. Puede que estuviera deleitada por su manera de pelear, pero también furiosa. Así que, arrancando un trozo de cristal nada desdeñable de mí hombro y haciendo una cura improvisada con un retal de mi vestido, lo fulmine con la mirada.

En cuanto a lo de mi vestido, no era tan fácil como parecía porque estaba muy desgarrado entre el stripsable y la caída. Pero encontré una tira ancha y larga en la parte de la falda, con lo que lo dejé colgando por apenas un poco más abajo de mis caderas.

«¿Crees que una súcubo con un vestido de noche destrozado y llena de heridas es divertida? —Pensé irritada—. Querido, tú aún no has visto a la muerte en tacones. Y ya es hora de que tome lo que deseo de ti».

Saqué mis alas, las desplegué por completo, más de tres metros de sedosa negrura de punta a punta, y lo llamé con mi dedo índice.

—Vamos. Vampirito, vampirito —vale, no era un gato, pero como si lo fuera—, ven aquí si quieres comer.

Visto y no visto. Para cualquiera que no tuviera mis sentidos aumentados, claro. En una mínima fracción de segundo se colocó a mi lado, sin el sable (bien, porque yo también lo había soltado), con el jersey y los pantalones tan hechos jirones que no ocultaban nada de su poderoso cuerpo. Me observaba a menos de tres dedos de mis labios.

—¿Y esas alas? —Me acarició seductor con la mirada—. No me malinterpretes, no es que antes no estuvieras impresionante, pero ahora pareces una incitante diosa oscura.

No me extrañaba, con las alas extendidas, el rostro encendido por la pelea, el cuerpo firme y curvilíneo y apenas cubierto por cuatro jirones de ropa, y, sobre todo, por los hipnóticos hilillos de sangre que tatuaban mi piel.

—El diezmo. Y gracias por el piropo.

Curiosa conversación para ser mantenida con un vampiro a punto de perder el control, tanto de su lujuria como de su sed. Estaba tan cerca de mí que sentía cómo la noche condensaba su aliento.

—No esperaba este nivel de poder. Y créeme que esperaba mucho. —Su atención estaba fija en mí, pero no precisamente en mi rostro.

—Ni yo que fueras tú el que jugara sucio y me tirara por la ventana.

Entiéndeme, no es que esté demasiado enfadada, es que ese tipo de trucos suelen ser míos. No tuyos.

—Eso es, Klynth’ Atz, porque no suelo enfrentarme a alguien de tu poder. Ya que no tengo reparos en usarlo si los necesito. ¿Duelen? —Supuse que lo de referirse a mí por ese nombre era un modo de mostrarme respeto.

—¿Quieres probar?

Le señale tentadora una de las heridas a las que se había referido, en concreto un profundo arañazo carmesí sobre uno de mis pechos, uno que el vestido destrozado no conseguía ocultar.

Sonrió y se inclinó sobre mí. Y me lamió. Con un barrido lento y sensual de su boca. Sus ojos ardientes se hundían en los míos. Su tacto, húmedo y suave, me provocó escalofríos. Oí cómo expulsaba el aliento contenido. Su mirada enfebrecida me hablaba del sabor de mi sangre. Sus dedos bordearon la zona para acabar sujetando mis pechos. Con ambas manos. Succionó de modo intenso y erótico, en un intento de sacar más jugo de esa herida que, debido al enorme flujo de poder que me recorría, ya se estaba cerrando.

Arqueé la cabeza extasiada en cuanto probó mi sangre. Sabía que los vampiros tenían un efecto sexual en sus víctimas, algo así como atontemos al ganado para que se deje comer. Un salto evolutivo sobre los mosquitos. Pero no me esperaba esto. Sería que, por mi naturaleza, yo no necesitaba demasiados estímulos.

Electrizada por las caricias de sus manos y por la sublime mezcla de dolor y placer que se desplazaba en oleadas por mi torrente sanguíneo, enredé mis garras entre sus cabellos y, viva, feral, grité. Un sonido visceral, cargado de éxtasis. Después solté su cabeza y lo abracé apretándolo contra mí. Y extendiendo mis alas eché a volar con él entre mis brazos permitiendo que la brisa nocturna me ayudara a recuperar la cordura. Subí alrededor de cuarenta metros en vertical. Deposité un beso suave en sus cabellos. Y los solté.

El pobre, como no había estado usando sus manos para sujetarse a mí, cayó como una piedra. Sonreí. Cuando llegó al suelo, entre el golpe y el verse arrancado de la cálida sangre y la tersura de mis pechos, perdió todo rastro de control.

«Bienvenido, demonio —pensé complacida—. He disfrutado esperándote».

Y salto hacía mí.

Diez metros, incluso veinte, no suponían problema para un vampiro milenario. Pero cuarenta ya eran demasiados. Porque eso era lo que había ascendido, impulsada por el raudo batir de mis alas. Observé desde lo alto sus intentos. Me gritó, frustrado. Sus rasgos habían perdido ya toda semejanza con la cordura humana. Pobre gatito, qué pena me daba.

Porque en ese estado no era rival para mí. Necesitaba algo más que movimientos instintivos para cazarme. Sonreí tranquila. La escasa iluminación de la calle de al lado hacían difícil que alguien me distinguiera. Me dediqué a acercarme a él de forma tentadora, una y otra vez, para apartarme en el último momento. Como una diosa oscura volando bajo la noche sin luna.

Al cabo de una par de minutos de frenéticos y descontrolados intentos de atraparme, los movimientos de Casio se ralentizaron por el cansancio. Y yo, con mi acceso al pozo abierto de par en par, tan fresca como al principio. Había regenerado del todo los pequeños cortes y las herida del hombro, pero todavía experimentaba esa deliciosa sensación de placer que me había dejado deseando más, deseando encontrarme con los colmillos y las caricias de Casio.

Bajé, segura de que podría controlarlo cuando intentara devorarme. Es decir, si Casio se hubiera dedicado a hacerme el amor y a beber de mí al principio de la noche, además de que me habría quedado con las ganas de una buena pelea, con seguridad me habría matado. Sería milenario, pero la sed y la lujuria eran los rasgos demoníacos que más les costaba controlar. Y a mí no me apetecía acabar como cena, enganchada a una succión mortal de la que no pudiera soltarme por la debilidad propia de la pérdida de sangre. Pero ahora, con él agotado, era diferente. Ni siquiera tenía que temer que perdiera el control; ya lo había hecho. «Y por mi parte estoy deseando perderlo. Tú eres un vampiro, no tienes alma que pueda devorar».

Estremeciéndome en anticipación, me posé en el suelo y abrí los brazos, ofreciéndome ante sus ojos de predador hambriento y desesperado.

Y enseguida me encontré en el suelo (puta gravilla), con él encima y con sus colmillos, que perforaban la piel de mi cuello. La fiebre de tenerlo, de poseerlo, comenzó otra vez. Era Casio, el hombre que llevaba más de una década deseando tirarme, deseando reclamarlo, besarlo, arrancarle la ropa, fundirme con él, memorizarlo. Le permití beber. Por fin me sentí libre, plena, gloriosa. Le dejé hacer. Era increíble cómo alguien podía recorrer cada parte de tu cuerpo con sus manos sin separar sus labios de tu cuello. Cómo podía encenderte en deseo, hacer que lo ansiaras hasta la locura, para entonces desclavar los dientes y deslizarse, y dejar un reguero de tu propia sangre sobre tu cuerpo, hacia el ombligo, hacia el pubis, en busca de donde clavar nuevamente sus electrizantes colmillos. Demasiado. El efecto de sus mordiscos amplificaba mis propios poderes de súcubo. Mi último pensamiento coherente, antes de sucumbir a las oleadas de placer que me recorrían, fue que iba a ser el mejor polvo de nuestras vidas.

(Éxtasis, mareas ininterrumpidas de delirio, sus dientes otra vez en mi cuello, otra vez en mi cuerpo y él dentro de mí. Placer infinito sostenido en una espiral sublime y oscura. Un hombre cuyos deseos más profundos eran tan instintivos y aterradores como mi propio ser).

En lo de que había sido el mejor polvo de mi vida estuve totalmente de acuerdo cinco minutos después. Cinco, no diez como él había pronosticado. Había que tener en cuenta que, considerando nuestras velocidades aumentadas, cinco minutos podían ser una auténtica eternidad. Por eso, saciada por primera vez en mucho tiempo, separé a la fuerza su boca de mi cuello. Me llevé un feo desgarrón. Menos mal que lo regeneraría rápido. El pozo me daba unos poderes curativos dignos de un vampiro.

Volé fuera de su alcance. Me deleite con su impresionante y sudoroso cuerpo desnudo, esperando que no tardara demasiado en volver a ser él mismo. Después de todo, se había alimentado. (Y yo no había tocado su sangre. Del contrato, nada). No pude evitar pensar que, aunque me lo había pasado muy bien provocándolo y cansándolo primero, seguro que si él cooperaba había otros métodos para que pudiéramos acostarnos sin tanto jueguecito previo. ¿He dicho ya que a las súcubos no nos gusta esperar?

Esta vez no tuve que hacerlo demasiado.

—Violeta. —Podía hablar. Eso era que ya estaba bien—. ¿Qué has hecho?

—¿No lo recuerdas? —Le sonreí provocativa.

—Sí que lo recuerdo. Eres.

Vaciló unos instantes. «¿Qué ibas a decir? —Pensé desafiante—, espero que algo del estilo cojonudamente buena».

—Es igual —continuó—. ¿Sabes que podría haberte matado?

—¿Te recuerdo que tú comenzaste a beber de mí antes de perder el control?

—Cierto, pero no pretendía perderlo. Solo sellar el contrato. Por cierto, ya puedes bajar. No voy a hacerte nada.

—¿Nada que no me hayas hecho ya? —ronroneé.

—Violeta, baja.

Odiaba cuando se ponía en ese plan adulto. Como se comportaran así todos los vampiros después del sexo, casi mejor que la mataran a una.

—¿Y bien? —bajé.

—Toma.

Arrancó dos trozos de cortina y me tendió uno. ¿Ahora con timideces? ¿O es que le daba reparo que pudiera verle algún vecino? No es que hubiera ninguno cerca, pero si alguien nos hubiese visto, que estuviéramos desnudos sería lo último en lo que habría fijado.

—¿Y esto?, ¿es que tienes frío?

Enarqué una ceja y procedí a taparme enrollando el trozo de cortina como si fuera una toalla y yo estuviera saliendo de la ducha. Algo parecido a lo que hizo Casio.

—Más bien para evitar repetirlo.

—¿Es qué no te ha gustado? —amagué un mohín pícaro.

—¿Tú no sabes que no es bueno jugar con los muertos?

—Cielo, soy medio súcubo. Tampoco es bueno jugar conmigo.

—Anda, entremos.

Le seguí por la destrozada puerta corredera hasta el salón. ¿Ventana? Hay que ver lo mal que apreciaba una las cosas cuando las estaba atravesando.

Él se sentó en un sofá que estaba apartado en una esquina de la espaciosa sala. No había más muebles cerca. Me quedé de pie con los brazos en jarras. Sí creía que iba a convertirme en una gatita mansa que se acurrucara a su lado, lo llevaba claro.

Me humedecí los labios dejando entrever mi lengua de un modo malicioso, y pasé a la parte final de esta batalla con el hombre más sexy pero exasperante que conocía.

—Casio…, lo tenía todo controlado.

—Claro, descontrolarme incluido.

—¿De verdad crees que te habrías limitado a tomar un poco de mi sangre y ya está? Perdona, pero por cómo me estabas sobando los pechos dudo mucho que eso fuera lo que llevaras en mente. Además, en la cena hablaste de poseerme.

Su actitud me enfadaría si no fuera porque no esperaba de él que, después de haber llegado al éxtasis y haberse alimentado con mi sangre, estuviera comiendo de mi mano.

—Bien. Un punto a mi favor de que no deberíamos haber empezado a luchar.

—Claaaro, sólo aprovéchate de la pobre súcubo, forzándola a un contrato de sangre para robar el poder al que estaba a punto de acceder al hacerse mayor de edad —le sonreí—. ¿He de disculparme por haberte jodido el plan?

Lo que yo decía, este tío estaría buenísimo, pero era insufrible. Si algún día me encontraba a Cupido, pensaba decirle un par de cositas.

—No me hables en ese tono. Soy un miembro del Consejo. Y no soy imbécil. Si he esperado hasta ahora es porque se suponía que unas horas antes de tú cumpleaños estarías más receptiva que nunca al contrato. Y lo de poseerte, por si no te ha quedado claro, se refería a después de firmar el contrato. Es más fácil controlarse con alguien de tu propiedad. No preguntes por qué.

Qué amable vampirito. «Pero no, guapo. De tu propiedad, tus vástagos, porque lo que es yo.».

—Y yo soy nieta del rey de los demonios del segundo plano más poderoso y aliado tuyo. Acostúmbrate a que ya no te trate con tantos miramientos, oh, miembro del Consejo —alguien tenía que divertirse bajándole los humos, y con mis nuevos poderes yo era la candidata perfecta—. Y por cierto, quién te dijo lo de las horas de antes, ¿mi abuelo? —me burlé.

Su silencio me confirmó que había acertado. Me eché a reír. Sería inocente. Y por cierto, gracias, abuelo, una fiestecita de mayoría de edad de lo más entretenida, Quitando el atracón de almas, en cuanto a sangre y sexo había sido como las que solías dar en tu plano.

—Bueno, visto que no vamos a llegar a ninguna parte porque eres una cría cabezota, lo mejor será que t…

—¿Cría cabezota? No, cariño —me encantaba ser yo la que lo puteara llamándolo así—. ¡El único cabezota y además arrogante que hay aquí eres tú! Y tener dos mil años más que yo no te da derecho a llamarme cría —me encogí de hombros.

—Dejémoslo. Ya entiendo que no quieres el pacto y ahora no puedo obligarte. Pero esto no va a repetirse más. —Ya empezábamos.

—¿Es que ha sido tan desagradable? —Coloque mis manos en mis caderas y me incliné hacia él. Parte de la cortina se deslizó por mi escote—. Porque no es lo que me ha parecido.

—Es peligroso para ti.

—Como para todas tus amantes.

—No es lo mismo.

—¿Por qué? ¿A las humanas o a las vampiresas las puedes desangrar y a mí no?

—Mis humanas eligen voluntariamente que me alimente de ellas, con la esperanza de que las convierta. Saben a qué se arriesgan si me descontrolo. Y las vampiresas no me dan ninguna pena. Sí se lían con un vampiro más fuerte para aprovecharse de su poder e influencia en el Consejo, deberían saber a lo que se exponen.

—Yo también lo sé.

—Es distinto.

—¿Por qué? —me acerqué unos centímetros más.

—Porque a ellas no las quiero.

No pude evitar iluminarme casi de manera literal. El sentimiento de felicidad que me embargó relegó a un lado el jueguecito que me llevaba con él. El canal, que estaba cerrado en parte, se abrió de golpe. Mi piel relució aún más impoluta y bella con su poder.

—¿Es qué he oído bien? ¿Me quieres?

Exhalo el aíre contrariado. Después se puso aún más serio, se levantó para acercárseme y tomó mi mano. De un modo que era a la vez rudo, suave y firme. Me estremecí al recordar el tacto de esos dedos, ardientes y despiadados, sobre mi piel. ¿Era este su modo de contestarme?

—Porque —continué—, sé que sabes lo que siento por ti. De hecho, creo que lo descubriste antes que yo.

—Por lo del permiso para entrar a tu casa, ¿verdad? —medio sonrío.

—Ajá, Engreído. Como si semejante conocimiento te hubiera hecho falta. Pero da igual —acerqué mis labios a los suyos y me mordí la lengua para que brotara una gota de sangre—, sé que me quieres.

Se estremeció de deseo. Tragó saliva y me contestó.

—Violeta, ese el problema. Si no te quisiera, no me descontrolaría así. Me afectas de tal manera que apenas consigo mantener la cordura que me costó tantos siglos recuperar —y le estaba costando ahora, por cómo temblaba su voz—. No es fácil ser un no muerto y saber lidiar con la sed y la lujuria. Tú lo sabes. Te pasa algo similar. De hecho, estos últimos días que estabas tan irritable era por la cercanía a tu mayoría de edad. De algún modo, el canal del diezmo se estaba formando y te afectaba.

«¿Era por eso? —pensé—. Y yo que lo achacaba a haber removido en los recuerdos de mi madre.».

—Por eso —continuó—, aunque me encantaría ser tu amante, no puedo. Espero que no te sientas ofendida.

—Eres un cabezota —le obsequié con mi mejor sonrisa, mojando mis labios con mi sangre. Si me quería, ya era mío. Daba igual lo que pensara—. Por suerte yo también. A ver, Casio, ¿no crees que si no has podido conmigo esta vez es porque yo puedo contigo? ¿No ves lo fuerte que me han hecho los cincuenta y cinco? Además, seguro que conoces alguna versión vampírica de las cadenas de plata de los hombres lobo.

Sonrió como si se imaginara a sí mismo encadenado para no poder herirme mientras yo lo montaba. O algo así. Y cada vez le costaba más apartar sus ojos rojos de mis labios manchados con el líquido que más lo tentaba.

—Violeta, inventos aparte, ¿qué pasa si no es como tú dices? ¿Crees que podría vivir con eso otra vez?

—¿Otra vez? —Esto era nuevo.

—La madre del último de mis hijos, hace más de quinientos años. La maté.

—¿Era humana?

—Vampiresa. Mi esposa. Desde hacía casi medio siglo. La última mujer a la que amé. Me juré que no volvería a pasar.

—Yo. Lo siento —apoyé mi otra mano sobre la suya—. ¿Era tan fuerte como tú?

Yo siempre tan práctica y poco delicada.

—No.

—¿Ves?

—Me da igual. —Liberó su mano y comenzó a separarse de mí.

—Ah, no —lo sujeté del brazo—. Sí te crees que te vas a distanciar emocionalmente y que cuando vuelvas a verme harás como si no hubiera pasado nada, ¡estas senil!

—¿Senil? ¿Te parezco senil? —se ofendió.

Así que el vampiro sexy era algo creído.

—No. Pero eres un viejo. Admítelo.

—Venerable.

—Viejo —lo provoqué—, más que Matusalén. Pero no porque tengas más de dos mil años. Porque no te atreves a comprometerte conmigo.

Abrió la boca, la cerró sin decir nada y me desafío con la mirada.

—Entérate, vas a ser mi pareja.

Lo de casarnos y tener hijos ya se lo aclararía otro día. Después de la guerra. Total, teníamos todo el tiempo del mundo. Con esto de que las inmortales no teníamos reloj biológico.

—¿Es que quieres morir?

—Mira. Sé que hay una guerra muy probable. Y está lo de esos cabrones que mataron a mi madre. Pero entérate, NADA —remarqué— va a impedir que seas mío ahora que sé que me amas. Y dudo mucho que me mates. Pero si así fuera, no se me ocurre otro modo más agradable de acabar mis días —le guiñe un ojo.

—Tengo razón. Eres una cabezota. No se puede discutir contigo.

Le sonreí mostrando la lengua coloreada de sangre. Pude leer la capitulación en sus ojos. Supongo que mis razones habían acabado por convencerlo.

—Entonces bésame —tiré de él hacía mí.

—Sí te mato —fue lo último que dijo antes de claudicar—, tu abuelo me va a asesinar.

Me besó. Se lo devolví. «TE QUIERO, para siempre», formaron sus palabras en mi mente. Sí. Eso era todo lo que estaba esperando. El amor de un hombre fuerte capaz de seguir mi ritmo y de luchar a mi lado. Y considerando que ya no me daba igual morir joven, más le valía que esas palabras fueran verdad. Porque pesaba vivir varios eones a su lado, y sabiendo lo retorcida que podía llegar a ser, era mejor para los dos que fuera amándonos. Juguetona, mientras él succionaba mi aliento y mi saliva carmesí, usé mis colmillos para sacar otra gota de sangre, esta vez de su lengua. Lo cual disparó una reacción instantánea en él. Mis últimos pensamientos coherentes antes de sucumbir yo también se deleitaron en la conclusión de que, a veces, era una maravilla estar en mi piel. Sobre todo desde que había decidido que las chicas malas también teníamos derecho a labrarnos un buen pedazo de buena suerte. Y cuando más grande mejor.

Dejé que aflorara mi naturaleza de súcubo y ahondé en el beso más allá de sus deseos más profundos.

(Me pregunté si Marta me creería cuando se lo contara).