Tenía que ser puñetero morirte y descubrir que hasta los vampiros contaban con leyes, ¿no? En fin, yo vivía de eso. En España. Una mercenaria, como mi padre me había enseñado. Algunos no poseíamos el carácter para llevar existencias plácidas recreándonos en el erotismo. O eso o mi padre había decidido evitarme las tentaciones que acabaron con su vida. Y no le fue fácil, pero como era medio humana consiguió que su Señor me permitiera trabajar por libre dedicándome a lo que yo quisiera.
Menos mal, mejor ni imaginarme lo que habría sido mi vida si hubiera tenido que ir por ahí seduciendo humanos para alimentarlo o cualquier otra actividad propia de sus súbditos, como controlar que los demonios-esclavo no corroyeran los muebles de palacio con su baba viscosa mientras limpiaban el polvo. Una ocupación, por cierto, tan absurda como cualquier otra. Para que luego se preguntara Casio por qué yo prefería el mundo humano a mi propio y grotesco plano demoníaco.
En todo caso, súcubo o no, comenzaba a estar cansada. Lo cual era lógico tras un agotador día de buscar la guarida del vampiro malo en vano. Me lo podría haber ahorrado si me hubiera ido de caza desde el principio, pero no me gustaba eso de ser el cebo: me hacía sentir indefensa.
En fin. Ya sólo quedaba lo fácil. Forzar la cerradura, sacar a los niños del sótano o de dondequiera que los escondiese, nublarles la mente con mis poderes y dejarlos en la puerta de una comisaría sin que recordaran qué les había pasado. No era mucho. No me extrañaba que los vampiros prefirieran meterlos entre su corte de complaciente ganado. Pero tampoco era algo que apuntara a la existencia de otros seres en la noche. Siempre había habido un fuerte componente paranormal en Europa. Los vampiros eran simplemente los más organizados, los que nos dirigían a todos.
Así que me acerqué a la casa, un bonito edificio unifamiliar en una urbanización de las afueras, y me apoyé en la verja. Un poco alta para saltarla, no podía con más de metro y medio. Lo mejor sería forzar la puerta. Y cuando me encontraba intentándolo ganzúa en mano, lo noté. El jardín, grande y con varios árboles, estaba demasiado silencioso. Se oían los sonidos propios de la noche procedentes de todas partes menos de allí. Suspiré. No iba a ser tan fácil, estaba vigilado. Mierda. Me veía yendo a casa para armarme mejor. Aunque primero pensaba averiguar a qué me enfrentaba.
—Licántropos —susurró una voz en mi mente—, dos.
Joder… conocía esa voz. Pertenecía al tipo de hombre capaz de volver loca a cualquier súcubo que se preciara: alto, masculino, poderoso. O al menos lo haría si todavía tuviera un alma que poder robarle.
—Hola, Casio —le contesté en voz baja, sin girarme.
Ya era bastante malo tenerlo allí y notar la calidez de su pecho pegado a mi espalda como para encima mirarlo.
—¿Has venido a decirme que hay dos perritos guardianes? —le pregunté, irónica—. Qué amable de tu parte.
—Sí, bueno, el interrogatorio ha sido bastante rápido y he pensado que quizás necesitabas ayuda —esta vez habló, susurrando en la sensible piel de mi nuca.
Me estremecí, mi parte no-humana anhelando el placer que él podría darme. Menos mal que aún me quedaba medio cerebro para contenerme. No me apetecía acabar como una caja de sangría agujereada. Este vampiro era demasiado viejo, demasiado poderoso como para poder con él aun cuando la lujuria lo debilitara. Y considerando el autocontrol que le habían dado los años, dudaba que lo fuera a debilitar mucho, si de verdad le atraía y no sólo se divertía asustándome, claro.
—Gracias pero creo que puedo sola.
—Esta es gratis, cielo.
Me cogió de la muñeca y me obligó a girarme, sus labios a pocos centímetros de mi boca. El poder que emanaba de su cuerpo me envolvía de un modo más seductor que la cercanía de sus músculos. Y sus ojos. Sus ojos eran de un azul tan intenso como el mío, pero con ese brillo rubí que indicaba que el vampiro estaba excitado, o hambriento. Y desde luego no quería saber cuál era la respuesta. Por suerte no intentó hechizarme. Habría caído como una idiota.
—Aunque si quisieras envejecer unos cuantos años tu aspecto te lo agradecería —continuó acariciándome con su voz—. No soy de los que les gustan las niñas.
¿Envejecer unos años? Fácil, un tiempo sin almas y ya estaba. Pero a diferencia de los súcubos e íncubos de verdad, yo no era inmortal. Cuando envejecía no podía volver atrás. Por eso me había plantado donde me había dejado mi padre, en los quince. Buena edad para comenzar a matar y para quedarme allí por toda la eternidad. Además, así cuando me tiraba a un humano no me sentía propensa a enamorarme ni tampoco demasiado culpable, pues mis presas no eran jovencitos inocentes. Y como cazarrecompensas esta edad era perfecta. Me daba una candidez que, mezclada con mi atractivo de súcubo, era como una bomba sexual capaz de atraer a cualquier vampiro. Incluso a él, por más que dijera.
—Vamos, no me lo pongas tan fácil —se burló—, puedo leer tu cara; estás deseando agradecerme, no te engañes.
Sentí como se tensaba su cuerpo; sus labios se acercaron aún más, como si fuera a besarme.
«Maldito chupasangres —pensé—, debería estar prohibido que alguien tan poderoso jugara sucio. Como si no te bastara con chasquear los dedos para tenerme».
—Solo unos años —continuó susurrándome su boca, que casi rozaba la mía.
Con ese aliento embriagador, quizás hasta pudiera seducirme sin magia. Pensar que eso me convertía en una mierda de súcubo me ayudó a no besarle. Debió de ver la determinación en mi rostro.
—¿No?, otro día será, preciosa. No es que a mi lado no seas una niña de todos modos, pero preferiría que físicamente fueras toda una mujer.
Se apartó como si en realidad no le importara, y dejó correr el aire, doloroso, entre nosotros. Mi corazón se paró un segundo, contrariado.
Eso sí que me dio fuerzas, hasta para moverme. Me alejé dos pasos de su lado. ¡Será chulo! Yo era más mujer de lo que sería nunca ninguna débil humana que hubiera tomado. Mierda. Me estaba cabreando. Casi olvidé que enfadarme se le daba muy bien y le divertía. No iba a permitirle también ese pequeño placer.
—¿Me ayudas gratis? ¿Todo un augusto miembro del Consejo? —ironicé—. ¿No tienes nada mejor que hacer con tu tiempo?
—Créeme —me aseguró mientras me volvía a taladrar con su mirada y disolvía mi seguridad recién recuperada—, es más divertido ver cómo intentas molestarme. Mucho más.
Y tras guiñarme un ojo (¡¡¡un ojo!!! ¿Es que sus más de dos milenios de vida no le habían enseñado algo de seriedad?), se disolvió en un borrón de velocidad que desapareció en el jardín para volver a aparecer casi al instante con dos corazones palpitantes en las manos.
—¿Necesitas algo más?
Odiaba cuando hacía eso.
—No, muchas gracias —debería sentirme abrumada y en vez de eso el disgusto se notaba en mi voz.
—No hay quien entienda a las mujeres —comentó en un tono indolente que no le pegaba—. Antes las damas se sentían agradecidas de verdad cuando las salvaban.
—Época equivocada —sonreí sin poder evitarlo.
Si olvidabas que era un demonio extremadamente poderoso y seguro de sí mismo, y si conseguías que eso no te asustara o te irritara, estaba claro que poseía cierto atractivo.
—Quizás deberías rescatar a vampiresas que recuerden esos tiempos de damiselas en apuros. A lo mejor también hasta recuerden cómo agradecértelo —le comenté.
—Pero, querida —ronroneó. Y consiguió sonar peligroso—, ellas me temen demasiado o, peor aún, intentan seducirme para influir en el Consejo —amagó un bostezo—. Ninguna es tan divertida como tú. Ni poseen tus ventajas de mestiza.
Y tras encenderse sus ojos en un rojo intenso y sonreírme lo justo como para dejarme entrever el blanco de sus colmillos, desapareció de repente.
«¡Joder! —pensé, todavía vacilante ante su proximidad—. ¿O sea, que ahora soy un divertido tentempié humano con habilidades de puta?».
Si no fuera porque aún me costaba respirar tras haber sobrevivido a otra de sus extrañas visitas, soltaría un juramento.
«¡Será pagado de sí mismo! Y encima pretende que me entregue voluntariamente. ¡Já! Antes se helaría el infierno».
Farfullando por lo bajo, recogí los pedazos de mi vapuleado orgullo femenino y acabé de forzar la cerradura. Por orgullo me refería al heredero de mi madre, porque mi parte súcubo estaba encantada de haber atraído la atención de alguien tan poderoso; la muy idiota, como todos los demonios, aún pensaba que era ella la que iba de caza. Podía jurarlo, si Casio aún tuviera alma no habría podido hacer nada contra mis instintos desde el primer momento. Le habría puesto la comida en la boca. Quién sabe, quizás hubiera sido lo mejor. Con seguridad le habría aburrido y habría pasado de mí. Fruncí los labios en una mueca contrariada y recorrí el jardín. Bonita decoración, por cierto. Si te gustaban los pedazos de hombre lobo, claro.
Forcé la puerta de entrada y busqué la bodega. Allí estaban encerrados los niños. Típico, morir no mejoraba la imaginación. Me acerqué con lentitud a los pequeños, sonriendo con toda la amabilidad que era capaz (que no era mucha) y asegurándoles que todo había pasado. Una vez hube calmado su miedo, comenzaron a llorar. Pobrecitos. Supuse que algún día yo estuve tan indefensa como ellos. «Ah, madre… —pensé—, ¿por eso no quisiste abandonarme?». Suspiré. En fin, divulgando no iba a llegar a ninguna parte. Así que dejé que mis cuernos (grandes, curvados, exóticos) crecieran entre mis rubios cabellos y antes de que pudieran darse cuenta los hechicé. Era una pena que los poderes mentales no sirvieran con la mayoría de los vampiros, harían mi trabajo mucho más sencillo. Siendo otra vez la yo pragmática, nublé sus recuerdos y los dejé a las puertas de una comisaría. Me fui tras comprobar que sus lloros atraían a los guardias.
A continuación volví a casa y puse en marcha la cafetera para que se fuera calentando mientras me daba una ducha. Eran casi las ocho de la mañana. Pronto abrirían los bancos y yo quería comprobar que mi dinero estaba ingresado antes de acostarme. Y sin sueños. Aunque suponía que eso resultaría difícil después de haberlo visto otra vez en persona. A mi puñetero vampiro favorito. Tan magnífico e irritante como aquella primera vez, cuando consiguió que el Consejo me permitiera cazar para ellos en vez de matarme. Contrariada por el estado anhelante y melancólico en el que me sumía pensar en él, recordé dos cosas que siempre decía mi padre: «No confíes nunca en un vampiro (¿o era una humana?) y deja que sea tan sólo el dinero lo que te quite el sueño». Qué pena que se hubiera dado cuenta cuando ya era tarde para él. En fin, a comprobar el ingreso en mi abultada cuenta corriente, que para no tener pesadillas, ni de Casio ni de súcubos tan blandas que se perdían a sí mismas por tener una alma demasiado débil, nada mejor que el dinero. Al fin y al cabo, por eso lo hacía. Era una mercenaria. Nada que ver con mi parte humana.