Volvía estar en la entrada del Samhain. Esta vez los hombres lobo me permitieron cruzarla nada más echarme un vistazo. Así como la snake de la barra. Que de hecho era una de las pocas ocupantes del local, pues todavía era de día. Debían de tener órdenes de dejarme pasar. Y tras bajar por las oscuras escaleras, entré en el sancta sanctórum. Su puerta de acceso se cerró sola a mi espalda. Y allí estaban, las mismas siete matriarcas. Arianrhod me miraba desde su asiento de calaveras talladas incliné la cabeza en señal de respeto y volví a colocarme bajo la lámpara de telaraña del techo.
—Has venido, súcubo —me saludó la matriarca suprema.
—Ya sé por qué he sido creada. Y va a haber una guerra.
Bueno, se suponía que se podía evitar. Pero… sinceramente, con la ayuda de los clanes estaba segura de que habría guerra, aunque sólo fuera porque así mi abuelo aumentaría sus posibilidades de ganarla.
—Bien. Como supongo que ya habrás imaginado, esos humanos que buscan recombinar su ADN con el de las razas de la noche, nosotras incluidas, nos parece una amenaza que hay que eliminar. Sobre todo si cuentan con la ayuda de los demonios del plano más alto, como algunas de mis hijas me ha informado.
Asentí. Eso era todo cierto.
—Entonces —continuó diciendo con sus labios carmesíes surcados de arrugas—, contad con nosotras. Os mandaremos a nuestras guerreras más cualificadas. Matronas no, por supuesto, pero sí a un montón de jóvenes brujas deseosas de labrarse una reputación para luego luchar por tener una casa propia.
«Es decir —traduje para mí—, deseosas de tener las suficientes seguidoras como para asesinar a la matrona de la casa y a sus descendientes para así tomar el control de ella. Estas chicas no son muy simpáticas, pero no puedo negar que tienen un sistema de ascensión social digno de consideración».
Debí sonreír, porque Arianrhod me dirigió una mirada de aviso. Yo y me imperdonable descuido de la etiqueta. En presencia de la Matriarca estaba mal visto mostrar otras emociones que no fueran de admiración y respeto.
—Se lo comunicaré a mi padre. Le diré que venga a sellar el pacto.
—Oh, no, querida. Lo haremos ahora.
Como se suponía que yo iba a ser un general del ejército de mi abuelo, querían sellarlo conmigo. En caso que ellas desearan romperlo, les iba a resultar menos doloroso que si lo hiciesen con mi progenitor. Porque estos pactos sólo podían destruirse con grave peligro para la vida de la parte más poderosa y la muerte segura para la otra. Todo ello en medio de terribles agonías. Y claro, un demonio ancestral como mi padre podía tener mucho más poder que una bruja. ¿De verdad pensaban que yo no?
—Muy bien.
Me acerque a ella. De inmediato, la matriarca de su derecha, una snake, formuló un conjuro y la mesa desapareció para dar lugar a un pentagrama rodeado por velas. Arianrhod se colocó en el centro y me tendió su mano. Me acerqué y la tomé poniéndome a su lado.
Las otras seis brujas se situaron una en cada una de las cinco puntas, y la sexta salió de la habitación. Comenzó el conjuro. Uno donde se mezclaban las palabras susurradas con acento sibilino con otras gritadas tan alto que mi oído apenas podía distinguirlas, y el olor de las velas al consumirse y el de madera quemada que salía de las llamas en las líneas del pentagrama. Arianrhod, que me tenía agarrada, clavaba sus largas uñas en mi mano y me hacía sangre. Sus ojos, que comenzaban a ver peor a causa del denso y aromático humo, me indicaron que debía hacer lo mismo. Así pues, dejé que brotaran mis cuernos, que mis ojos se tornaran ambarinos y que mis manos acabaran en garras, una de las cuales hinqué en la carne de su palma. Nuestra sangre se mezcló, y un dolor agónico me recorrió desde los dedos en un latigazo de fuego que, voraz, parecía querer consumir mi carne. No desvié mis ojos de los suyos. Y aguanté. No sabría decir cuánto tiempo. El final, el humo se disipó y ella me soltó. Parpadeé y mire alrededor. El fuego y las velas estaban ya apagados, las seis brujas de rodillas en el suelo tenían aspecto de estar agotadas, el pentagrama no era más que una marca de ceniza grabadas en las baldosas, y yo, al igual que Arianrhod, estaba intacta, excepto por unas cinco marcas en forma de media luna en la mano.
—Bienvenida, aliada, humana.
Gracias a la vinculación de nuestras vidas, ahora era nada menos que hermana de la matriarca suprema. Estaba segura de que mi padre no esperaría menos. Con tal de que no se sintiera decepcionado por haber tenido que ser yo la vinculada.
—Gracias, Arianrhod. Es un honor.
Las marcas de mi mano desaparecían poco a poco. Supongo que como efecto de su magia, porque también lo hacían las de ellas.
—Tu entrada aquí es ahora libre. Tu estatus es el de miembro del matriarcado. Vuelve cuando vayáis a planear estrategia. Quiero estar presente.
—Por supuesto. Si me disculpáis hermana.
No llegue a ver ni el movimiento de tela de su manga. Me encontré en mi casa, todo un detalle, considerando que hasta ahora me habían dejado en la calle. Comprobé que en mi mano ya no tenía ni el más mínimo rastro de medias lunas y decidí que era el momento de aprender a controlar mi herencia.
Después de practicar varias horas hasta dominar eso del músculo abre compuertas, y de comprobar que podía alcanzar unos noveles de poder nada desdeñables, me duché, comí algo y me fui a recostar en la cama con la caja de las cartas. Estaba genial eso de no tener que ir a cazar. Aunque la impronta era brutal ahora que no estaba bajo la orden de disfrutar. Pero bueno, con mi propia experiencia como mujer que había superado una infancia traumatizada (buf, sonaba a argumento de culebrón), nada con lo que no pudiera lidiar una vez pasada la sorpresa inicial.
Y tras un día largo era hora de descansar un rato. Estaba maravillada de no haber caído exhausta hacía horas por aquello de haber usado tanto poder. Mi cuerpo de mestiza no solía tolerarlo muy bien. Pero me daba la sensación de que no pasaría nada si seguía varias horas más sin dormir. Era un regalo más del pozo de las almas. De todos modos, necesitaba descansar. Porque un agotamiento normal, no inducido por el uso de mis poderes, sí que sentía. Pero no dormí sin saciar antes un poquito la curiosidad sobre mi madre. Sobre mi padre no, ya que sabía que la había engañado de mala manera y fingiendo lo que no sentía. En él no tenía ninguna gana de hondar. Pero en ella sí, estaba deseando saber cómo fue su vida, cómo sintió al saberse amada y al saber que llevaba dentro una vida. La mía. Me recreé en lo bello que debió de ser tener a alguien que lo daría todo por ti. Aunque para mi pobre madre hubiera sido una mentira. Pese a todo, supuse que debió conocer el amor. Me sentía algo anhelante. A ver, que yo no era ninguna blandengue. Pero me apetecía que cierto chupasangres sexy y yo pudiéramos vivir algo similar. Pensaba que me miraba con ternura o de que deslizaba sus dedos por mi piel con suavidad. Absurdo. Me bastaba con tener claro que mi sentimiento era correspondido y que no podía quitar los ojos de mi culo. Y saber, por supuesto, que él era solamente mío. Algo difícil. Y ya no por su sed de sangre. También por mi lista de cuestiones pendientes, donde destacaban la venganza y una guerra sangrienta.
Abrí la caja. La caja estaba empaquetada en tres montones. Los saqué y tras mirar los sobres decidí leer un poco de las cartas que él y ella se enviaron y contestaron. El resto para otro día. Y como de esos dos paquetes seleccionados tampoco iba a leerlas todas, las ojeé por encima y separé la más significativa. Y comencé la lectura:
«Mi querido Samuel, hace demasiado tiempo que no permito soñar con el amor. Como ya sabes, fui engañada de jovencita y su resultado fue más duro que un simple corazón roto. María Andrea… Esa niña que debería haber crecido bajo mis cuidados, es la hija de otros.
Te gusta atormentar mis oídos con bellas y seductoras palabras, prometiéndome matrimonio y fidelidad eterna. Perdona si soy tan desconfiada, pues ya fui una vez engañada de esa manera. Así que, sintiéndolo mucho, te ruego que no vuelvas a esperarme a la salida del trabajo. No voy a ir a pasear contigo. (Además, imagina los rumores si algunos de mis alumnos nos viera…). Y mucho menos a volver a verte bajo la luz de las velas, en una cena romántica. Porque soy débil. No deseo darte la oportunidad de poner en práctica todas esas palabras bellas que parecen disolver mi voluntad como si me hechizaras con ellas. Hace tiempo que decidí que no volvería a entregarme a nadie.
Atentamente,
MARÍA SANZ
(Posdata: por favor ni siquiera me escribas. No podría soportar saber que te he hecho daño)».
«Mí adoradísima María, ni se te ocurra pensar que puedo abandonarte como hizo aquel jovencito hace tantos años. No puedes culpar a todo el género masculino por errores de uno. Me conoces lo suficiente para, dentro de ti, saber que no voy a traicionarte, jamás. Antes moriría. Soy tu más ferviente admirador y enamorado, y sólo deseo que seas mi esposa. Además tengo un trabajo estable y bien remunerado que me permite formar una familia; por ese aspecto ya sabes que puedes estar tranquila. Así que por favor, mi dulce María, si de verdad sientes algo por mí no me cierres tu corazón así o la vida dejará de tener sentido. No puede ser que te disuelvas en un bonito sueño. Quiero que seas algo más, quiero que seas mi mujer. Te lo ruego, mañana iré a buscarte a tu casa a las ocho. Ven a cenar conmigo, para que pueda poner un anillo en tu dedo y así convencerte de la honorabilidad de mis intenciones. Perdona si mis palabras de la otra noche, quizás demasiadas alocadas por tu belleza, te parecieron inadecuadas.
Tu más ferviente servidor.
SAMUEL ABÓZ».
«Mi querido Samuel, que dichosa de haber accedido a volver a verte, a cenar contigo. Fue una de las noches más mágicas de mi vida y ahora estamos prometidos. Pero eso sí, no esperes que tus palabras, que más que alocadas son ardientes, vuelvan a nublar mis sentidos. (De hecho, es como si hubiera algo de magia en ti que me impidiera pensar con coherencia cada vez que me susurras al oído). Por eso, he dispuesto que una amiga mía, a partir de ahora, nos haga de carabina cada vez que nos veamos. Porque no me fio ni de ti ni de mí misma. Con amor,
MARÍA SANZ».
¿Una amiga? Me pregunté si aún viviría y podría contarme más cosas sobre mi madre. Y lo que estaba claro era cómo mi padre usaba sus poderes de íncubo para seducirla. Dudaba mucho que una mujer que hubiera pasado por lo que pasó ella se comportara de un modo tan meloso.
«Mi querido Samuel, no entiendo el motive de tantas largas a ponerle una fecha a la boda. ¿No te das cuenta que dentro de poco ni la mejor modista del mundo podrá disimular que, de esa noche de pasión en la que nos prometimos, estoy en cinta?
Samuel, mi amado, te lo ruego: dame una fecha. Porque no puedo evitar que los miedos me asalten al recordar la otra vez en la que estuve embarazada y sola, al recordar cómo me quitaron a mi hija, al ser que, tras nueve meses mágicos, más quería. Por el bien del bebé que llevo en mis entrañas, no permitas que el miedo a que nazca sin padre empañe la belleza de esos días en los que compensaré a sentir que se mueve, que crece en vida. Con cariño,
MARÍA SANZ».
«Mi apreciada María, problemas familiares me impiden casarme antes de que nazca el niño. Pero no te preocupes, si algo puedo asegurarte es que no voy a desentenderme de él. Ni aunque en vez de varón fuera una niña. Esta tarde iré a buscarte a la escuela y te llevaré a tiendas, a comprar todo lo que vayas a necesitar para el bebé. Ten paciencia, en cuanto nazca todas estas dudas te parecerán tonterías con cariño,
SAMUEL ABÓZ».
Tonterías, las dudas te parecerán tonterías… Desde luego, mi padre era un cabrón insensible. ¡Y claro que le parecieron tonterías! Como que unos seres de pesadilla, entre los que su amado se incluía, pretendieron robarle a su hija.
En fin, por lo menos en esta carta él había sido sincero. No como en la anterior, donde le había vendido lo necesario para seducirla. Para ser un puto demonio, mentía que daba gusto, ni que supiera lo que era el amor que tanto rogaba. Y desde luego, no me imaginaba a un demonio pasando por la iglesia.
Supuse que pensaba nublarle la mente a mi madre y que me olvidara, claro. Su problema fue que ni con el poder del pozo de todas las almas pudo de hacer que ella me olvidase.
Y claro que iba a cuidar su bebé (qué decepción que no fuera varón. Hay que joderse, hasta los íncubos son patriarcales y machistas). Como que no pensaba dejar que lo hiciera ella. Ella. María. Madre.
Seguí leyendo las cartas.
«Mi querido Samuel, te escribo dudando de mi propia cordura. Supongo que serán esos cambios del humor del embarazo que en mi caso me hacen ver alucinaciones. Porque otra vez he vuelto a tener ese sueño que me persigue desde que entré en el octavo mes. Y es que esta vez me parece haber visto llegar por mi ventana la pasada noche, con unas alas imposibles que se desplegaban tras tus hombros, para acercarte a mi lecho y a obligarme a tomar un líquido de sabor extraño diciéndome que era para darle al bebé la alimentación que necesitaba. Y después, la visión de unos cuernos, y luego nada. Pero la ventana, esa que cierro todas las noches, estaba abierta. Y había restos de un líquido pegajoso en mis labios.
Pensarás que estoy loca… Pero todo se arreglaría si vinieras a verme más a menudo. Estoy ya tan encinta que no puedo ni ir a la escuela. Creen que estoy enferma. Y tú te limitas a pasarte de vez en cuando, acallando mis protestas con un brillo ambarino en tus ojos que me atonta y aprovechas entonces para decirme que te avise cuando esté de parto. Y te vas. ¿Dónde está tu amor? Sin ti me siento extraña y perdida. Y temo por la creatura de mi vientre, que se críe sin padre y entre burlas.
Por favor, ven a decirme que todo son tonterías. Que me amas, que no vas a volver a irte, que cuando nazca el bebé vas, como me prometiste, a casarte conmigo.
Siempre tuya,
MARÍA SANZ».
Aparté las cartas, incapaz de seguir leyendo. Menudo cerdo despiadado, si hubiera sido humano. Porque como íncubo fue tan indiferente al dolor de ella como cualquier otro demonio primigenio. Y yo que pensaba que fue el amor lo que hizo que no le robara el alma para que así yo pudiera nacer. Ja. Inocente. Fue una puta estrategia política. Pero no era culpa mía. Ni de mi padre. Por más que no me gustase, era lo que era: alguien incapaz de sentir empatía, compasión ni amor. Y como medio súcubo, también era mi señor.
Y lo peor de todo era que seguramente había dejado estas cartas en su supuesta casa para que yo las encontrara. Para que no dudara del engaño de que amó a mi madre. A saber qué parte de sus retorcidos planes sobre mi evolución emocional cumplía esta jugada. Así que el tercer montón, ese donde se suponía que le quería confesar que él era íncubo. Ese mejor no tocarlo nunca. Demasiadas patrañas para mis tripas.
Mientras contenía las ganas de pedirle explicaciones a mi progenitor, guardé las cartas en su montón, y este en la caja, y de una de ellas cayó una vieja foto en blanco y negro. Fijé mis ojos en ella al recogerla. Y reconocí a la bella mujer que fue mi madre. Llevaba ropa de hospital y a un recién nacido en brazos. Se trataba de una foto mía y de mi madre. La primera que veía. Antes me habría echado a llorar sin remedio por todo lo que echaba de menos. Ahora me limité a suspirar con tristeza, a sentirme más cansada, a memorizar mis rasgos en lo que quizás fueron los únicos momentos de mi vida donde me había sentido feliz y segura, en sus brazos.
Me dormí con la foto cerca, encima de la almohada. Y desperté mucho mejor. Descansada del todo. Algo increíble, pues sólo habían pasado unas pocas horas (¡gracias, pozo!). Con la pena se habían ido hasta el deseo de rendirle cuentas a mi padre. Mejor. Sólo habría conseguido que decidiera que se había equivocado al juzgarme y me matara. Quizás algún día tuviera con él esa conversación sobre por qué yo sólo seguía viva si podía probar mi valía. Aunque lo de cargarse a un hijo que no era útil pasaba hasta las mejores familias. Por lo menos en los siete planos. Así que archivé el tema y me fui a dar una ducha rápido pensando en algo mucho más interesante: mi inminente cita con el vampiro sexy. Y poco después de salir del baño e ir a prepararme un café, sonó el timbre de la puerta. Me traían un regalo.