—Padre.

Lo miré inmersa en una extraña calma emocional. Si te considerabas muerta, te salvabas, te volvías a considerar fiambre, te salvaban, esta vez sí que ibas a palmarla, te volvían a salvar y aparecía tu padre decapitado con la cabeza intacta, bueno, era razonable estar como en shock.

—Tu abuelo me avisó de que venías. Aunque esperaba que te estuvieran ayudando las brujas. Y me encuentro con esto. Es un poco decepcionante. ¿Cómo pretendes liderar un ejército de demonios si te metes en la boca del lobo sin ninguna estrategia?

¿Qué? ¿Qué? (¿Dónde cojones estaba la cámara oculta?).

—No me mire así, cualquiera diría que los años te han vuelto tonta.

Vale. Se acabó lo del shock. ¡Será hijo de puta (con perdón, abuela, fuera quien fueras)! Sin poderes extra, cansada, despeinada, con las rodillas y antebrazos en carne viva y varias uñas rotas, me adelanté para darle una bofetada.

Como era evidente, me paró la mano. Y la retorció tanto que casi me partió la muñeca.

—¿Y ni siquiera has mejorado tu control emocional? ¿Para esto me mantengo en las sombras estos años? No entiendo como no te mató ayer mi padre.

«Yo tampoco —estuve totalmente de acuerdo—. Pero sí entiendo lo de que te limitaras a decirle al verdugo que se diera prisa porque tenías otras cosas que hacer. Encima estabas siendo sincero».

—Suéltala.

«Calla, pelirrojo —pensé irritada—, que no eras de la familia. O al menos no hasta que no cace a Casio».

—Cállate, vampiro —le ordenó mi padre—. Estos asuntos no te atañen.

—Mi deber es protegerla.

—Mi hija es mía. Lo que haga con ella no te incumbe.

Genial. Habíamos retrocedido a la época Victoriana.

—Suéltala.

—Basta, Lucas. Esto no es asunto tuyo. Yo me apaño.

De algún modo, había conseguido relegar a un segundo plano mi enfado con mi padre, por hacerme creer que estaba muerto, por dejarme sufrir su pérdida todos estos años (y por todas estas cosas tan ridículas que me estaba echando en cara). Ya me deleitaría imaginando su desmembramiento en otra ocasión. Ahora era el momento de sujetarse con fuerza al fabuloso aliado y entrar saco a por mi hermana.

—¿Te apañas? —Enarco una ceja mi progenitor—. ¿Eso es que después de todo si lo has logrado?

—¿El qué?

—El control emocional.

—¿Qué?

«¿Si me sorprendo me vas a matar?».

—Eso.

—Vale. ¿Puedes por favor soltar mi mano?

No es que me gustara quejarme, pero dolía bastante. Además, considerando que había aumentado su tamaño a saber cómo, lo de volver a sentirme como una pequeña a su lado resultaba irritante.

—Bien —me liberó—. Vamos, te ayudaré.

—¿Cómo has logrado sobrevivir? ¿Y de dónde sale ese poder?

—Por favor. Mi muerte fue un truco. ¿De verdad te creíste toda esa basura sobre mi supuesta debilidad y amor por tu madre? Necesitábamos a alguien que pudiera lidiar con el diezmo de almas.

—¿Qué?

—Luego. Y el poder viene del diezmo, ¿de dónde si no?

Me dio la espalda y se encamino hacia la entrada de la casa. Tiró la puerta de una patada. No me extrañaba. Si con esa enorme talla no se podía demoler una puerta. Recuperó su tamaño normal para entrar por el hueco y cuando me disponía a seguirle noté la presencia de varios vampiros de bajo nivel. Se acercaban desde las casas vecinas. Genial. Más compañía. ¿Es que no les valía con un señor demoníaco como perrito guardián?

—Ve —me indico Lucas—, yo me encargo de estos.

Asentí con la cabeza y seguí a mi padre. No creía que Lucas tuviese problemas, él era más poderoso, pero como eran siete (por lo menos), iba a estar ocupado un buen rato.

sep

Entré en la casa detrás del destrozo que mi reencontrado progenitor iba montando. Eso de la integración entre mis dos mitades funcionaba, pues ni mi enfado con él ni la alegría que empezaba a sentir al verlo vivo impedían que mi cabeza estuviera fría. Dejar de considerar una debilidad las emociones era, quizás, lo que mi parte demoníaca llevaba décadas esperando. Y en cuanto al destrozo, impresionaba darse cuenta de que el bulto informe de la derecha era un armario rinconero, y que lo de delante era otra puerta. Y eso que mi padre estaba herido de su batalla con el demonio. En fin, un par de habitaciones, reducidas a pedazos después (la de la tele y otra más), mi padre encontró unas bonitas y amplias escaleras con barandilla de madera y unos peldaños de la misma cerámica blanquecina que el suelo del pasillo. Y debió de pensar que era buena idea bajar. Confiando en que no hubiera nadie peligroso escaleras arriba, lo seguí hacia el sótano, bodega o lo que quiera que hubiese allí abajo.

Resulto ser una especie de comedor con cuadros de motivos grecorromanos en las paredes y una enorme mesa rectangular con una docena de sillas en el medio. Al fondo, había una puerta de madera con un gran cerrojo. Parecía un lugar tan bueno como cualquier otro para retener a mí hermana y a la triunviro. Esperaba que bien inmovilizada la segunda. No era bueno encerrar a un vampiro hambriento con su comida. Ah, sí, casi me olvidaba. También había cuatro vampiros milenarios (o al menos eso indicaba su nivel de poder) que habían estado sentados a las mesa, pero que se acababan de levantar y miraban a mi padre con respeto.

—Apartaos —su voz retumbó cargada del poder de las almas del diezmo que no dejaba de llenarlo.

Guau. Así debió ser como mi abuelo había conquistado el plano, aunque hubiera tenido que alimentarse de criaturas que todavía no eran Homo Sapiens. Ojalá yo también pudiera mantener de modo indefinido los poderes que me daba mi comida. Y potenciados a esos niveles.

—Has matado al señor demoníaco, de una clase superior a la tuya, íncubo.

No era una pregunta, pero mi padre la contestó igual.

—Yo no soy un íncubo cualquiera.

Cierto. Uno normal tendría más poderes que yo, pero en cuanto consumía el alma se le acababa lo de aumentarlos. Comparado con mi padre, yo era una especie de cero a la izquierda. Había demonios mucho más poderosos que nosotros, no sólo los del séptimo plano, pero el poder que le daba el pozo a mi familia hacía que los que se atrevieran a desafiarnos acabaran bastante mal. O como esclavos.

—Pero estás herido. Quizás así no puedas contra nosotros cuatro.

—Quizás —su tono implicaba lo dudo—, pero no estoy solo.

—¿Ella?

La expresión de su cara pasó del respeto a la burla. ¡Qué genial! Cómo me gustaba ser reconocida.

—Es mi hija.

—Muy bien, yo me encargaré de la mocosa.

Esta vez hablo otro de los vampiros, una mujer. Vale. Cuatro sanguijuelas y era la única hembra la que iba por mí. Si lo que yo decía, envidia o mala leche. Quitando a Marta, no había manera de ser amigas. Tendría que volver a llamarla un día de estos para comer o tomar un café.

—Violeta, mi sable. Y usa tu daga nueva —ordenó la voz de mi padre en mi mente. Estupendo. ¿Otra incorporación al club de psíquicos?

Renuente, le lancé el sable. Vale, era suyo. Pero yo pensaba que lo había heredado. Y me había acostumbrado a él. Con resignación, empuñe mi daga y encaré a mi adversaria. Más valía que mi padre acabara pronto con los suyos y me echara una mano. A no ser que eso de que lo había decepcionado y que había que matarme fuera en serio.

—Esto va a ser divertido.

Mientras a nuestro lado mi progenitor y los tres vampiros se disolvían en un borrón de velocidad que mis sentidos ya no podían seguir, ella, una morena vestida de azul que aparentaba unos cuarenta, me sonrió. Y sin abandonar la sonrisa, se tocó lenta y lascivamente los colmillos con la lengua. No, por favor, eso no. Prefería que me odiara por ser más guapa.

—Sí —le contesté una vez logré dejar de mirar su boca—, tú te callas y yo te mato. ¿De dónde has sacado ese trae azul tan basto? ¿Del rastro?

Si la entretenía, a mi padre le daría tiempo de acabar con los suyos y echarme una mano.

—Olvídalo, bonita. No vas a aguarme la fiesta.

Y me llovió el primer golpe de lleno en la nariz. Encima sádica. Por cómo dolía seguro que me la había roto. Vale, ya no era más guapa. No pasaba nada, ahora éramos las dos igual de feas.

Intenté contestar su golpe, pero me bloqueó. Varias veces. Y recibí de premio otro puñetazo. Este me cerró el ojo derecho. Joder. Puta zorra. Esto empezaba a no gustarme nada. A diferencia de ella, que por su expresión se lo estaba pasando en grande.

Considerando que era muchísimo más rápida que yo, decidí que me haría la desmayada con el siguiente golpe. A ver si mientras ella me mordía la garganta (o me quitaba las bragas, ella sabría lo que llevaba en mente), le podía clavar la daga. La cual, que simpática, estaba vibrando en mi mano. Es decir, su primera sangre era la mía, que goteaba desde mi rostro y la mojaba. Y encima vibraba como si le gustara. Qué bien, la zorra sádica y mi propia arma se estaban montando una juerga a mi costa.

No tuve que esperar mucho. El siguiente golpe fue en toda la boca. Adiós a varios de mis blancos dientes. ¿Qué había sido de eso de dejar un bonito cadáver? Simulé perder el conocimiento y caer al suelo. Y no picó. Me pateó con su zapato en todo el estómago. Joder. ¿Dónde estaba lo de no remates al muerto? Aunque supuse que, como ella ya estaba muerta, no debía tener demasiado sentido.

Aguante un par de golpes más sin perder la consciencia a fuerza de voluntad y, en cuanto tuve su pierna cerca, le clavé el puñal. No porque esperara conseguir algo con eso, sino por ganas de hacerla sufrir también, aunque fuera un poco. Fui la primera sorprendida cuando una descarga eléctrica me atravesó pasando de ella a la daga y de la daga a mí. Las runas de su filo brillaron incluso a través de la carne de la vampiresa, drenando su sangre y transmitiéndome parte de su fuerza. Joder. Parecía que, después de todo, si había sitio para mí en la fiesta. Y, por cierto, esto era lo que se suponía que hacía la espada de mi padre, pero conmigo nunca había funcionado. Esto debía haberme indicado que su dueño seguía vivo. Revitalizada por la inyección de energía, conseguí abrir el ojo hinchado y regenerarlo lo suficiente (sí, como los vampiros) para ver también algo por él. Aunque era difícil a través de la sangre que goteaba de las brechas en mi ceja. A la sádica le gustaban los anillos góticos con puntas afiladas.

Y lo que vi me resultó fascinante. La morena estaba como congelada en actitud agónica, y se iba marchitando ante mis ojos. Espero que le doliera tanto como parecía. Y por cierto, si esto era siempre así, iba a comenzar a creerme invencible. Lo de robar temporalmente (supuse) las habilidades era ya el puntazo definitivo. Eché un vistazo a mi padre.

Había decapitado a dos de sus tres adversarios. Por el brillo de las runas de su sable, así como por el ala y el resto de heridas que ya no se notaban, excepto por la sangre reseca y las ropas rasgadas, parecía que había tomado fuerzas del mismo sitio que yo. Esperé a mi daga (¿debería ponerle un nombre?) acabara de alimentarnos a las dos, y la extraje de una cosa arrugada vestida de azul. Para entonces mi padre ya había acabado también con el tercero y, apartándose un mechón de flequillo que le caía por los ojos, me estaba mirando con aprobación.

Genial. Ahora que estaba a punto de cumplir los cincuenta y cinco, casi la tercera edad para los humanos, pero como dieciocho para los míos, mi padre había regresado para tratarme como a una niña. Justo lo que necesitaba.

—Muy bien, Klynth’ Atz. Veo que te has sabido defender y que estos años como mercenaria han asentado lo que te he enseñado. Aunque te ha costado un poco. En fin, puede que si sirvas después de todo.

—¿Perdona?

Pese a estar eufórica con el enorme poder de la mutada, sus palabras me estaban descolocando. Y eso siempre me mosqueaba. ¿Para qué se suponía que yo tenía que servir?

—Esas emociones que mostraste antes. No me gustaron nada. Me hicieron pensar que habías sido un fracaso.

Trinj’At —le llamé por la versión acortada de su nombre (como si yo supiera la verdadera.)—, soy una mujer. No un experimento que pueda fracasar.

—¿Una mujer? Pues sí que reivindicas toda esa demagogia humana.

—¿Crees que mi madre murió por un experimento? Pese a lo que has dicho antes, se supone que la amabas.

Estábamos entrando en aguas pantanosas. Me miró con sus bellos rasgos como considerando si contestarme. Debió decidir que no merecía la pena, porque se dio vuelta y comenzó a dirigirse, no hacia la puerta del cerrojo, sino hacia la salida.

—Espera. Ella murió, ¿verdad? No fue un truco como tu supuesta decapitación.

—No. No lo fue. En eso no te mentimos —me contestó sin girarse, pero aminoró el paso.

—¿Y mi hermana y la triunviro? Hay que rescatarlas.

—Encárgate tú. Dentro de cinco minutos es tu cumpleaños. Feliz mayoría de edad, Klynth’ Atz Vsru Innova. Disfrútala.

Y se fue.

¡Mierda! Las sílabas de mi nombre verdadero resonaron con poder en mi cuerpo, anularon mi voluntad, me obligaban a cumplir eso de disfrutarla. Y no lo entendía. Mi cumpleaños era mañana.

Sentí cómo se difuminaban las resonancias del nombre. Podría haber sido peor. Disfrutar dentro de menos de trescientos segundos iba a ser muy fácil. Abría la puerta y me felicitaba por rescatar a mi hermana. Sencillo, muy sencillo. Pero por si acaso me habría gustado contar con su ayuda.

—No olvides, hija —su voz se formó en mi mente, parecía que quería decirme algo más. Esperaba que no fuera la orden del gato encerrado. Porque en mi infancia sólo había usado mi nombre completo cuando tenía algo desagradable que mandarme—, que Innova significa deseada. Y no fue cosa ni mía ni de tu madre, fue de tu abuelo.

Genial, encima con adivinanzas. ¿Pasamos del DOA al Pictionary? Otra vez a solas con mis pensamientos, antes de decidirme a abrir la puerta, comencé a entenderlo. Yo siempre había creído que esa parte de mi nombre aludía a mi concepción como el producto del amor de mis padres. Pero si como mi progenitor afirmaba yo era una especie de experimento, entonces lo de deseada adquiría un nuevo sentido. Porque, hasta donde había conseguido deducir, mi nacimiento podría haber sido ideado para sumar a las filas de la familia un miembro que fuera capaz de controlar las emociones, que eran el efecto secundario de las almas. Y eso explicaría la envidia de mis tíos. Si yo tenía, al ser medio humana, una capacidad que ellos no poseían, podría absorber mejor la energía del diezmo y ser más poderosa. Más que ellos, pues mi parte materna me daba una clara ventaja. Y eso me hacía una mejor candidata al trono, como incluso me había sugerido mi abuelo.

Entre tanta reflexión, no me había dado cuenta de que ya había pasado más un minuto, 77 segundos para ser exactos. Sacudí la cabeza para borrar de ella todo lo que no tuviera que ver con mi hermana, me peleé con el candado usando tanto la fuerza bruta como mi daga, y agarré la manilla de la puerta. La giré, y empujé, lista para rescatar a Andrea. Al instante, sin siquiera cruzar el umbral, me encontré teleportada al séptimo infierno, 180 segundos. La llanura infinita salpicaba de rocas estiradas hasta alturas y grosores imposibles, el cielo con dos soles rojos enormes y agonizantes y, sobre todo, los tres señores demoníacos, tan grandes como el de antes, que me estaban contemplando con malicia coincidían con la descripción que del séptimo plano me había hecho mi padre hacía muchos años.

En cuanto a lo del infierno, era un modo de hablar. ¿Acaso no era allí dónde se suponía que vivíamos los demonios? (190 segundos). En todo caso, había activado una puta trampa dimensional. Ahora sí que estaba bien muerta, con o sin daga nueva, porque a ver quién era la guapa que se la clavaba a esas bestias. Solté un juramento. Ellos me miraron, mostrándome sus dientes y sus garras en un saludo hambriento.

—Vengo de parte de ellos. Los planes han cambiado —les informé con naturalidad, como si estuviera totalmente convencida de ello.

Conseguí que se mirasen y vacilaran.

—¿Contraseña?

La voz gutural agredió mis oídos con chirridos y chasquidos, como si no hubiera sido hecha para pronunciar nuestro idioma. Conseguí no estremecerme. Era tan antinatural que hasta a un súcubo como yo le ponía los pelos de punta.

—Por favor, no me entretengáis con minucias —les contesté como si todo esto me aburriera. (220 segundos).

—Me parece, semidemonio, que tú no eres de los nuestros.

Y esta vez, en la mueca de su oscura boca, percibí el ansia por la carne que iban a despegar de mis huesos. Mi final sería demasiado lento para mi gusto.

—Vuestro compañero, el que está en la casa, ha muerto. Vengo a hablar de ello.

Se acercaron hacia mí con lentitud, la oscuridad monstruosa de sus cuerpos absorbía de tal manera la luz rojiza de sus soles que en el suelo no se proyectaban ni sus sombras. Me mantuve firme. No tenía ningún sitio al que escapar, y retroceder no sería más que una invitación para ellos. (270 segundos).

—¿Es que no sentís su muerte?

Parecía ser que no. Porque seguían acortando distancias. Si yo no fuera también un demonio, me habría caído desmayada, incapaz de racionalizar la maldad que acompañaba cada uno de sus aberrantes movimientos. Era como si el mismo plano se plegara ante ellos y oscilara aterrorizado ante sus pasos. (295 segundos).

En fin, los súcubos tampoco podíamos sentir cuándo se moría uno de los nuestros. Pero no había perdido nada por intentarlo. Ahora me quedaba rezar para que la orden de mi padre hiciera que mis sentidos ignoraran parte del dolor de mi inminente muerte. (299 segundos). Ya casi los tenía encima (300 segundos). Y entonces dieron las 4:43 de la madrugada. Cumplí cincuenta y cinco años. Cerré los ojos dispuesta a lo peor, pero de pronto comprendí de verdad por qué mis tíos demoníacos me tenían tanta envidia. Una enorme oleada de poder, brutal, arrolladora, me sacudió. Literalmente. Y no sucumbí ante ella.

Bienvenidos al diezmo de todas las almas.

¡¡¡SÍ!!!

Había cambiado el argumento de la peli de serie B y yo no iba a morir ni me iban a desgarrar la carne.

Los señores demoníacos se dieron cuenta de mis nuevos poderes y retrasaron su ataque para reconsiderarme. Eso me dio un par de segundos valiosos para asimilar aquello. Mi primera reacción fue la de volverme loca con las emociones que venían con esos hábitos humanos que recolectaban continuamente los íncubos. Si no hubiera resuelto el conflicto emocional con mi madre, no habría podido aguantar ni esos dos segundos. Y entonces mi cuerpo recordó la orden de mi padre; disfrútala. Y no pude evitar hacerlo. Mi parte súcubo no podía ignorar una orden del hijo del rey dada tras su nombre verdadero.

Y sonreí. Dejé que el poder de millones de almas me inundara, ignorando su carga emocional por las palabras de mando. Mis ojos se tornaron de ámbar rabioso. Mis cuernos crecieron más grandes y fuertes que nunca. Mis uñas se endurecieron y curvaron. Unos espolones afilados perforaron la piel de mis piernas y brazos. Mis cuatro colmillos se afilaron y los dos superiores, además, se alargaron como los de un dientes de sable, y se curvaron hacia abajo por delante de mi mandíbula inferior. Y, lo mejor de todo, me crecieron unas alas enormes, negras y de denso y suave pelaje. Todo mi cuerpo estaba cambiando: aumentaban mis pechos, se ensanchaban mis caderas, adquirían profundidad mis rasgos. Alcancé de golpe los veintipocos, como debería haber sido hacia años si no fuera por mi sangre mestiza. No necesité mirarme en un espejo para saber que ahora sí que era toda una princesa súcubo.

«Gracias, padre. De verdad que lo estoy disfrutando».

Cogí mi daga tras sacudirme los restos de camiseta y del chaleco antibalas que habían destrozado mis alas, y me lancé, desnuda de cintura para arriba, a por el primero de los señores demoníacos.

Luchar así embriagada de poder contra semejantes rivales fue el más puro de los gozos. Más que pelear era como bailar una improvisación fluida y mortal donde sólo yo escuchaba la música.

Pese a que la gravedad de este plano era mayor que en la Tierra, me lancé a por el primero de los señores demoníacos en un poderoso salto, impulsada por una fuerza muscular que no sabía que tenía. Mis alas, plegadas a la espalda para no estorbar, hacían cosquillear a los nuevos músculos que, a nivel instintivo, sabía que servían para moverlas. Como un rayo ascendente de luz dorada y negra, la claridad de mi piel desnuda y de mis cabellos color platino, apelmazados por mi propia sangre, contrastaba con las tinieblas aterciopeladas de mis alas. Y mucho antes de que el señor demoníaco pudiera reaccionar y teleportarse fuera de mí alcancé, lo alcancé y le clavé la daga en el medio de su enorme frente escamosa. Y comenzó el drenaje.

Si ya me resultaba increíble ser más veloz que uno de ellos (y ni hablemos de mi fuerza para saltar), no tenía palabras para expresar lo que sentí cuando recibí su energía. Tan distinta a la humana, aberrante, tenebrosa, pero exquisita como el mejor de los vinos gran reserva.

Fue como la claridad para un pez abisal o la velocidad del sonido para la suave caída de una pluma. Algo que ni suponía que se podía alcanzar.

Eufórica, arranqué la daga de los restos de mi presa y encaré con una sonrisa a los otros dos demonios mayores.

Se miraron unos instantes y uno de ellos se teleportó. Concentrándome durante unos milisegundos, pude sentir la perturbación de la realidad que me indicaba por dónde iba a salir. No era cerca de mí, sino más bien a varios cientos de metros por encima. Me humedecí los labios y extendí las alas. Mis alas… Sí. Quién quería un orgasmo pudiendo poseerlas.

Las batí con fuerza y, permitiéndome el lujo de ignorar al otro demonio que no parecía estar haciendo nada, me dirigí hacia el próximo punto de ruptura del plano. Con mi poder actual podía permitirme cometer errores. Si mis alas tuviesen plumas en vez de un suave pelaje, mi mirada extraviada por la sed de sangre y el éxtasis de poder, así como mis garras y espolones, me habrían asemejado a una hermosa y cruel arpía oscura. Pero sólo en el aspecto, porque dudaba mucho que ninguna de ellas hubiera sido nunca tan poderosa.

A pesar de la rapidez de mi vuelo, el demonio se materializó primero, con una enorme bola de fuego líquido entre sus garras. Me lo arrojó instantes antes de que su compañero hiciera lo mismo. Y yo, borracha de energía, en vez de alterar de manera drástica mi vuelo, seguí impasible hacia mi presa. Las dos bolas impactaron más o menos a la vez, y se consumieron mutuamente en un voraz estallido de magma.

Allí, en el medio de la conflagración, lo único que me molestó fue el inmenso pestazo a azufre que dejaron, como toda la magia demoníaca. Eso y que se llevó toda la energía que le había robado al primer demonio, así como parte de la correspondiente a mi mayoría de edad.

Lástima. Ya no me sentía invencible. Pero no por eso dejé de disfrutarlo cuando le clavé el puñal en todo el pecho. Y otra vez la embriagadora sensación de tomar ese poder. Y ya iban dos. Para cuando me volví, el tercero se había marchado. Bien. Ascendí en espiral hacia los soles para acabar bajando en picado, febril, gritando en mi viejo idioma una alabanza a la muerte, al éxtasis de tomar las vidas de enemigos más fuertes.

Después, recuperé algo de sentido común y volví al punto de entrada para intentar salir antes de que acudieran más habitantes del plano.

No vi nada más que un trocito de tierra desolada. Ni rastro del portal-trampa. Me concentré en mi nuevo poder, tirando de él así como de la energía del señor demoníaco. Y descubrí que mi daga era como yo cuando comía: no podía evitar llevarse parte de los recuerdos. Por eso supe que los demonios estaban aliados con los que en un principio tan sólo eran científicos humanos. Y que les habían ayudado en sus experimentos a cambio de una jugosa parte del mundo mortal cuando lo conquistaran. Y no sólo eso, parecía que también ambicionaban, como los vampiros mutados, dominar el Consejo. Interesante. No creía que a mi abuelo le hubiera hecho mucha gracia cuando se enteró (porque seguro que lo sabía). Ya era bastante malo obedecer a esos chupasangres como para encima hacerlo con otros. Al menos, los vampiros que vivían en la Tierra no sentían ningún deseo de conquistar los planos demoníacos. Además, los vampiros mutados con los que me había encontrado poseían también poderes demoníacos, robados o no. Empezaba a entender eso de si va a haber guerra, avísanos que me había comentado la matriarca de las brujas. Pero ahora daba igual. Encontré lo que buscaba.

La trampa era un portal que habían creado los señores demoníacos con su magia. Yo no era una hechicera, pero con todo ese poder y sus recuerdos sobre cómo se hacía, me atreví a intentarlo. Además, si la daga me había pasado la regeneración de la vampiresa, ¿por qué no la magia del demonio? Inhalé para llenarme bien los pulmones de aire sulfuroso y escupí en el suelo, intentando que mi poder fuera el catalizador que iniciara el conjuro. Tuve suerte. Aparecí de repente en el umbral de la puerta de la bodega. Toda esa oleada de poder se había ido y me había dejado en unos niveles mínimos. No sabía qué había pasado, tendría que consultarlo. Pero había sido cojonudo.