Pasé de ducharme. Si olía a humano o a sexo me daba igual, ahora mismo eso no era importante. Me cambié de ropa. Y a las 3:30 de la madrugada estaba lista y vestida para matar.
Mis botas. Faltaría más. Una falda negra unos dedos por encima de los tobillos, con cuatro aberturas hasta la cadera. Se las había mandado a hacer a una modista. Si había acción, necesitaba libertad de movimientos. Y como las piezas eran de seda, si intentaban usarlas para agarrarme, se quedarían con la tela en las manos cuando esta se desgarrara por la costura. También llevaba un chaleco antibalas (con dinero podía comprar todo), una camiseta de tirantes negra, una cinta y unas cuantas horquillas que me sujetaban el pelo en un moño y, cómo no, un arnés de cuero para mi sable envainado en la espalda. La funda, como mi arma, procedía de mi padre. Era una especie de tahalí, pero en vez de cruzarme por un hombro y la cintura, la correa me cruzaba ambos hombros y costados, lo que permitía que el sable estuviera bien sujeto en mi espalda y fuera muy fácil de sacar. Abrochado con una cuerdecita a la cintura y a la pierna derecha lucía otro tahalí para mi daga nueva. Solía guardar siempre varios por casa, para cuando me daba por ir a cazar sin mini de medio palmo o vaqueros ajustados. Y por último, llevaba dos puñales más, cada uno en las fundas interiores de mis botas. Las cuales, por cierto, habían sido uno de mis mejores encargos a la modista. Ah, casi me olvidaba: un cinturón repleto de estacas, como quien lleva una cartuchera con balas. No me gustaban las pistolas. Las consideraba demasiado impersonales. O eso o a mi lado oscuro le iba demasiado lo de matar con sus propias manos.
Sonreí a mi imagen en el espejo. Curiosa mezcla; juventud, sabia, y angelical fusionada con negro, madera y acero. ¿Quién había dicho aquello de morir joven y dejar un bonito cadáver? Quizás tuviera poco de frío, pero seguro que no sería por mucho tiempo.
No me costó demasiado encontrar el sitio. La urbanización parecía tranquila, ocho unifamiliares por calle con espaciosos jardines entre ellos y unas pocas farolas que intentaban alejar las sombras de la noche. Pero yo sabía que había todo tipo de ojos, de los que no necesitaban luz, vigilando. Y que me iban a detectar. Los sentidos de los vampiros eran muy agudos. La cuestión era cuándo, así como cuánto tiempo iban a observarme y dejarme meterme de cabeza en su guarida antes de atacar.
Si tuviera un poder ilimitado, habría quemado almas para aumentar mis sentidos y averiguar dónde estaban esos guardias. Pero por desgracia sólo podía tomar un alma cada vez, así que disponía de una para gastar. Súcubos haciendo economía doméstica… Apesta.
Me dirigí sigilosa hacia la casa número once, confiando en que mis oídos y mi vista al menos me alertaran de los humanos, porque eran bastante más ruidosos, y no porque les latiera el corazón. A los vampiros también les latía. ¿Si no cómo iban a impulsar su sangre? Por eso si los querías cadáver, una estaca en el corazón nunca fallaba.
Logré llegar hasta la verja blanca de la casa en cuestión: un edificio de dos plantas en ladrillo cara vista, con garaje anexo y un jardín de varias decenas de metros cuadrados lo rodeaba. Me oculté en las sombras. Había pocas farolas en la calle. Escuché en silencio.
Nada.
Algún insecto ocasional, ronquidos en los chalets cercanos. Qué bien. Posiblemente la casa once estuviera insonorizada, Ahogué un suspiro y salté la verja.
Aterricé con suavidad en el césped bien cuidado del otro lado. Un par de estatuas blancas con forma de mujeres con cestas de flores resaltaban la pálida claridad de la luna a mi derecha. Por lo demás, exceptuando dos o tres árboles ornamentales, el jardín estaba completamente vacío. Y considerando que sus guardias tenían que haberme oído saltar (yo no era tan silenciosa como un vampiro, los cuales tenían además mejor oído que yo), me pregunté qué especie de encerrona me esperaba dentro de la casa. Porque parecía que iban a permitirme llegar hasta allí.
Preparada para tirar de mis reservas de energía en cualquier momento, busqué las sombras del jardín y me dirigí hacia una de las ventanas que había en la planta baja.
Curiosamente, la persiana no estaba bajada del todo y por sus rendijas salía algo de luz. Me acerqué con cuidado y pegué un ojo al cristal. Era lo que parecía. Un salón. Con un televisor encendido al fondo. Las luces estaban apagadas y no se veía a nadie dentro. La luminosidad procedía de la tele. La cual, por cierto, estaba sin sonido o lo tenía muy bajo, porque no lograba oírlo. O la casa estaba insonorizada. En todo caso, qué mal rollo.
Me tiré al suelo y caí sobre mis manos y antebrazos fracciones de segundo antes de que las balas se estrellaran contra la persiana, la penetraran y rompieran el cristal. Por suerte, la persiana detuvo los fragmentos.
Me dedique a rodar sobre mí lejos de la pared a toda la velocidad que me proporcionó quemar parte del alma de mi última comida. Al mismo tiempo, reprimí un juramento por no haber sido capaz de sentir al vampiro. Me había apartado de milagro al presentir que la televisión encendida era un cazabobos perfecto.
Actuando más por instinto que por otra cosa, curvé un poco la dirección de mi vertiginosa y rauda trayectoria hasta que choqué contra uno de los árboles. Me hice daño en el abdomen. Y fueron peores los dos impactos de bala que recibí en plena espalda (casi me hicieron caer) mientras me levantaba y apresuraba a esconderme tras el tronco. Menos mal que los dueños de esta casa por ornamental entendían olivos. Y centenarios, a juzgar por el amplio tronco de este.
Una vez a salvo de las balas (por lo menos de las que provenían de esa dirección), dediqué unos segundos a considerar mi situación.
Uno. Me habían descubierto.
Dos. De no ser por el chaleco antibalas, estaría malherida o muerta.
Tres. Ya basta de obviedades.
Cuatro. A juzgar por los disparos, había dos vampiros en algún lugar por delante del árbol (a los humanos los habría oído acercarse).
Cinco. Como hubiera más a punto de unirse a la fiesta, sobre todo a mis espaldas, lo tenía crudo.
Uf, no se me ocurrían muchas opciones así de repente. Así que me incliné lateralmente para desenvainar una de mis viejas dagas, la de la bota derecha. Saqué con rapidez la cabeza por un lado del árbol, apunté y lancé. Me volví a esconder detrás del tronco antes de que las balas barrieran el espacio donde había estado. Armas de fuego. Se suponía que los vampiros las desdeñaban por ruidosas, aunque llevaran el silenciador porque no las necesitaban con todo el rollo de sus poderes. Como esto siguiera así iba a tener que comprarme unas cuantas granadas.
A juzgar por el sonido de la daga que acababa de lanzar, acertó en algo. Aproveché para volver a asomarme y arrojar la otra. Ya sólo me quedaba la que me había regalado mi abuelo.
Parapetada detrás del árbol, dejé de escuchar los disparos y la vibración en el pobre olivo acribillado. Confiando en que no fuera un truco, volví a asomar la cabeza.
Y la dejé fuera.
Estaban los dos estáticos con los brazos aferrados a sus armas y sendos puñales en el corazón.
Humm. Tenía buena puntería, pero asomándome de maña manera desde detrás de un olivo no tanta.
Me acerqué, recelosa. Si uno de los dos estaba fingiendo, tenía sentido que fuera el segundo, el de la derecha. Con mucho cuidado, fui a golpear con el pie a la figura inmóvil de la derecha. E hice bien al tomar precauciones, pues esta intentó agarrarlo.
Lo esquivé y el vampiro dejó de fingir que mi daga le había atravesado el corazón. Tiró la pistola (¿se habría quedado sin balas?) y se abalanzó sobre mí en plan monstruo torpe de los dibujos animados. Me agaché con la espalda recta, sus brazos barrieron el aire sobre mi cabeza. Lancé un buen puñetazo directo a sus huevos y me hice a un lado para levantarme rauda y colocarme en Gojung Sogi, orientada hacia él con una pierna adelantada y el peso repartido entre ambas, preparada para lo que quisiera lanzarme.
Por algún motivo, el vampiro estaba reaccionando de un modo más lento de lo que debiera aun con un puñal cerca del corazón. Desplazando mi peso hacia la pierna adelantada, acerqué y levanté la otra rodilla, la roté y le lancé una patada a la boca del estómago con toda la fuerza que pude imprimir en mi empeine. Lo derribé. Me recoloqué con rapidez, esperando su contestación. Pero fue innecesario. Estaba muerto. A mí que me lo explicaran. Se suponía que un vampiro capaz de acercárseme con semejante sigilo debía ser más duro, y menos aún morirse de un par de golpes.
Pero era un vampiro, no un humano dopado con su sangre. Eso estaba claro para mis sentidos de súcubo. Así pues, si lo de no haberlos sentido antes se debía a esos poderes que por lo viso estaba desarrollando, más me valía andarme con mucho cuidado, En fin, a lo mejor estos eran prototipos defectuosos del nuevo mutado de sanguijuela y humano. O algo así. No debía de ser fácil robar y aumentar los poderes vampíricos.
Llegando a esta deducción tan simplista (ya le daría vueltas cuando estuviera a salvo en mi casa), saqué una estaca para clavarla en el vampiro inmovilizado y recuperé mis dos dagas. Las devolví a su sitio. Si no fuera por mis años de experiencia como cazarrecompensas me habría puesto muy nerviosa al recuperarlas, porque seguro que nos habían oído y yo era un blanco fácil. De todos modos, se trataba de un instante y quería recuperar mis armas. A continuación, me dirigí otra vez hacia la casa, pero esta vez para rodearla. Debía haber un mejor modo de entrar.
—¿Qué tal por la puerta principal? —sugirió una voz en mi mente.
Mierda.
Me paré. Estabilicé mi posición separando los pies, paralelos en narani sogi, y acerqué la mano derecha a ese hombro, a la empuñadura de mi sable.
—No necesitas eso. Beberé tu sangre antes de que puedas desenvainarlo.
Conseguí verlo. Estaba en el tejado de la casa, justo encima de la susodicha puerta principal.
—De acuerdo —le contesté casual.
Y quemé mi energía. Mucha. A este paso pronto iba a quedarme sin ella pero el tipo del tejado hacía crepitar el aire a su alrededor con su poder. Parecía un vampiro de al menos seiscientos años. Y me daba a mí que este no iba a ser un experimento fallido.
—¿De acuerdo? Jovencita, no sabes dónde te has metido.
Y en un visto y no visto había saltado hacia mí. Si no fuera por mis poderes aumentados, ni me habría enterado. Así, tuve el tiempo justo para sacar el sable e iniciar un movimiento circular que le habría acertado en pleno costado si él no se hubiera parado en seco en el aire (¿qué? ¡¿Parado en seco?!), para, en una fracción de milisegundo, aterrizar en el suelo. Y me sonrió, de manera lenta y deliberada, dejando entrever el afilado blanco de sus colmillos.
En cuanto a lo de pararse en seco. Esa capacidad de alterar así su movimiento la tienen algunos demonios inferiores. Y desde luego, no los vampiros, Parecía que los científicos estaban jugando fuerte. Y mezclando su ADN con algo más que meros chupasangres.
Mientras me colocaba en posición defensiva, él transformó sus manos en garras (otra característica no vampírica), se relamió los labios y decidió disfrutar de su superioridad un poco más.
—¿Ves? No lo sabes. No tienes ni idea de qué soy.
—¿Vas a matarme? —me encogí de hombros como si no me importara—. ¿No se supone que me necesitáis viva para experimentar conmigo? Para obtener más poderes demoníacos como esos.
Señalé sus garras de enormes y deformadas manos, como las de algunos demonios. Desde luego no como las finas uñas alargadas de los vampiros. A ver si esto funcionaba y lo desconcertaba, porque si no me veía muy mal.
—¿Crees que no te he reconocido, semísúcubo? Sabíamos que antes o después acabarías viniendo a por tu hermana.
Iba a ser que no. Nada de sorprenderlo y aprovechar para atacarle.
«Joder —pensé—, ¿no podrían al menos haberlos hecho tontos? Para compensar un poco, sólo un poco».
—Muy bien, engendro. Ven a por mí —lo desafíe.
Dejé caer mi sable, no servía para distancias tan cortas. Y me tensé expectante. Después de todo, iba a ser una noche extremadamente breve.
Me hubiera gustado volver a ver a Casio antes de morir.
Me sonrío con lentitud otra vez más, para torturarme con la espera, antes de saltar buscando mi garganta con sus garras. Doble las rodillas e incliné mi cuerpo hacia atrás, arqueándome como la más flexible de las bailarinas. Pero yo sabía que era inútil. Aunque con su salto tan similar al de un felino pasara por encima de mí, antes o después me pillaría. Porque apenas me quedaban unos segundos de aguante, al ritmo frenético al que estaba quemando mis reservas de energía.
Tuve suerte y bajé lo suficiente para que el vampiro-demonio ni me tocara. Como si me reincorporaba iba a quedar de espaldas a él, opté por dejarme caer de lado al suelo y me alejé rodando de esa mutación. Otra vez rodando. Si no fuera porque no iba a sobrevivir, acabaría teniendo complejo de pelota.
Tras dos vueltas estaba comenzando a incorporarme cuando oí una serie de golpes muy rápidos y fuertes. En menos de un segundo acabó la cosa. ¿Esto qué era, una batalla para ver quién se me zampaba? Acabé de levantarme al tiempo que sacaba las dagas de las botas, y me di la vuelta. Estaba empezando a cabrearme.
—De nada. —Lucas colocó esas palabras en mi mente mientras me miraba con desaprobación.
—Si, ya sé —le susurré.
Y guardé las dagas. Y el sable. No sé si sabría que era estúpido o arrogante lo de hablarme dentro de la cabeza. Como si pudiera haber algún vampiro, en varios kilómetros a la redonda, que no nos hubiera oído.
—Ya sé —continué diciéndole en voz queda—, tendría que haberos avisado de esto o haberme quedado en casa. ¿En la cocina os habría ido bien? —Seguí, pese a su ceño cada vez más fruncido—. Te ahorraré las preguntas tu triunviro está dentro, con mi hermana. Y no os he avisado porque sé que Casio no me habría permitido venir. Habría alegado algo así como que esta no es mi liga.
—Y no lo es.
Sonaba muy enfadado. No le gustaba que me hubiera venido sin decirle nada. Tenía que admitir que, cabreado estaba casi tan bueno como su padre.
—Bien, ya me dará unas cuantas zurras en el trasero si es lo que desea. Pero allí dentro —señalé la casa— está mi hermana y yo voy a entrar.
—Tú te vas a tu casa.
—¿Y tú vas a llamar a Casio y a todos los demás para que vengan en el acto a ayudar?
Lucas podría estar mosqueado, pero que se enterara de una vez: yo lo estaba más y desde hacía un buen rato. Más o menos desde que los guardianes del unifamiliar parecían querer jugar conmigo a la videoconsola apareciendo de uno en uno.
—No, no va a hacerlo —sonó una voz en mi mente (y a juzgar por la cara que puso Lucas, también en la suya) que rezumaba certeza, poder y muerte.
«Joder, otro más —me harté—. ¿Es que tengo cara de querer jugar un torneo del DOA? Y a todo esto, ¿dónde he sentido yo ese tipo de poder antes?».
—El escudo que han creado mis socios alrededor de la urbanización no se lo permite —continuó informándonos la voz, esa voz.
Miré interrogante a Lucas. Se puso pálido (más aún). Vale, era cierto, no podía pedir ayuda. Giré la cabeza buscando al dueño de esa terrible voz que hacía que todos y cada uno de mis sentidos gritaran ¡peligro!, y quisiera salir corriendo.
Una mancha oscura se perfiló en el tejado, absorbiendo aberrante la luz de luna, repeliendo toda luminosidad con la forma indefinida de su cuerpo. Poco a poco, la esencia de tinieblas que lo ocultaba fue resbalando y una enorme figura cornuda, casi el doble de grande que mi wyvern y que ocupaba gran parte en el tejado, se mostró ante nosotros.
Un señor demoníaco del séptimo plano. Mierda. Ni mi abuelo con todo su poder se atrevía a intentar conquistar un mundo lleno de esos. Y yo, una súcubo medio humana junto con un vampiro poderoso pero que no era ni milenario, volvería a estar acabada. Si por lo menos hubiera avisado a Casio, los tres juntos habríamos podido hacer algo.
El ser se teleportó al suelo. No lo hizo por alardear. Era un demonio ancestral. La única motivación de los suyos era dominarlo todo. Como algún día lo consiguiera se iban a aburrir mucho. Menudo consuelo. En fin, sus ojos implacables no me daban demasiada esperanza.
—Lo siento, Lucas —le susurré—. Espero que cuando Casio venga a vengarnos lo haga más preparado.
Quemé el último pedacito de alma y me preparé para un último asalto. Observé cómo el enorme demonio desaparecía. Y qué podía hacer yo. Cómo iba a defenderme sin saber dónde pensaba materializarse de nuevo. ¿Quizás con una garra atravesándome el corazón? Más por no rendirme que por otra cosa, eché a correr en zigzag hacia la verja. Como si con eso pudiera evitarlo. Los muy perros podrían estar un tiempo indefinido entre dimensiones y no por ello dejaban de saber dónde te encontrabas.
Noté cómo su gran forma se condensaba a mi derecha, por donde estaba escapando Lucas.
«Lo siento, Casio —pensé—, te acabas de quedar sin hijo. Si hubiera ido primero por mí, quizás él hubiera podido saltar la valla y así correr hacia los límites de la urbanización y llamaros a todos».
Si es que la suerte era ciega. Menuda mierda.
En algún momento de mi carrera hacia la verja, me quedé sin energía extra y mi velocidad disminuyó. Enseguida un cuerpo de tamaño ¿humano? Me tiró al suelo y aterrizó sobre mi espalda. Me hice unas feas raspaduras en rodillas y antebrazos.
—No te muevas —me susurró Lucas, su boca pegada a mi oído—. Están luchando dos demonios. Nuestra oportunidad para irnos.
Me quedé sin palabras. ¿Lucas vivo? ¿Qué dos demonios? Porque yo sólo había contado uno.
—Ha salido otro de la nada y están luchando —me aclaró exasperado. A este chico, siempre tan eficiente, no le gustaba tener que dar explicaciones.
—¿Otro?
—Déjalo. Da igual. Hora de irnos.
—¿Irnos? ¿Y mi hermana?
—Seguirá con la triunviro para cuando volvamos con refuerzos. Vamos.
—No. No voy a arriesgarme a que la maten. Es mi hermana.
—Violeta. Míralos, están igualados, pero en cualquier momento ganará uno de los dos. Y no quiero quedarme a ver cuál.
Me permitió levantar lo suficiente la cabeza del suelo como para echar un vistazo. No se veía mucho, dos colosos agarrados que entraban y salían de la realidad demasiado rápido para distinguir la raza del segundo. Supuse que el nuevo demonio lo había agarrado bien y por eso lo seguía cuando se teleportaba. O eso o que también tenía esa habilidad. Me pregunté porque luchaban. ¿Por el placer de desmembrarnos? En todo caso, mejor aprovechar para entrar a la casa. No obstante, ese segundo diablo que parecía tener un cuerpo enorme y alado. Si no fuera por su monstruoso tamaño, diría que me recordaba al de un íncubo en su forma demoníaca.
—Lucas, por favor, suéltame. Es nuestra oportunidad para entrar en la casa. Dudo mucho que con un señor del séptimo plano como guardián hayan puesto más vigilancia.
—Nos vamos.
Y, tan mandón como su padre, me incorporó, me levantó en alto (complejo de pelota, es lo que yo decía) y se dirigió conmigo a saltar la valla. Que rabia me daba cuando alguien abusaba de su fuerza física superior. Y eso que, al ser parte demonio, casi ningún humano me podía.
Habíamos llegado hacia la mitad de la calle (yo retorciéndome, y Lucas amenazando con dejarme inconsciente de un golpe si seguía así) cuando los ruidos de la pelea cesaron de súbito. El chupasangres pelirrojo me dejó en el suelo y se dio la vuelta. Yo también. Y saqué de mi cadera la daga nueva, la que me había regalado mi abuelo. Un momento tan bueno como cualquier otro para estrenarla.
—Guárdala.
Esa voz. La sentí en mis huesos. ¿Pero cómo era posible? Si yo lo había visto morir.
—Espera, Lucas —le avisé antes de que atacara al enorme demonio ensangrentado que se dirigía hacia nosotros con movimientos pausados, sus cuernos reflejaban la luz de la luna, y una de sus negras y aterciopeladas alas colgaba en una postura extraña—. Es mi padre.
¿Videojuego? No. Esto más bien parecía una película de serie B.