A casa, a la ducha (luego que me pasaban una buena factura de agua), y a las dos de la mañana, lista para mi visita al submundo de las brujas. A ver si podía obtener algo de ayuda.
El samhain era un local en las afueras. Uno más en una serie de lugares de marcha de dudosa reputación que se anunciaban con carteles luminosos por la noche. En contraste con las naves industriales que los rodeaban y anunciaban la compra barata de muebles o azulejos, en horas menos intempestivas.
En la puerta había dos licántropos vigilando. Como siempre había dicho, ¡qué desperdicio de raza! Altos, musculosos, fuertes, con instintos animales, olían a macho por todos sus poros (hum.), y trabajaban de perritos guardianes.
—Dejadme paso, busco al Matriarcado —les espete, autoritaria, mirándolos a los ojos.
Con los lobos, aunque fueras hembra, nunca había que demostrar debilidad, o no eras más que carne fresca.
Y yo de débil no tenía nada. Seguía manteniendo mi rubio platino, mis ojazos azules y mis facciones angelicales. Pero las había endurecido con una coleta alta y tensa, mucho maquillaje oscuro en los ojos, lápiz de labios negro y apenas un toque de colorete en mis pálidas mejillas. Por otra parte, también en la ropa parecía una bruja. Pues vestía como ellas cuando vienen al Samhain. Con mi corpiño negro, escotado, ceñido, adornado con unos lazos rojos y motivos carmesíes de telas de araña, y mi falda negra, larga y pesada. Lucia como una hermana sangrienta más. Así es como se llaman las más duras de la raza, las que han ganado el poder a golpe de sangre y magia negra. Y yo en mi calidad de demonio, cuando venía aquí no lo hacía de otra forma. Tan solo nos diferenciaba, en mi caso, la carencia del collar con una daga plateada que caía justo bajo la garganta. Eso y. que si ellas apestaban a poder oscuro, yo lo hacía a súcubo de la línea real.
Cuando los licántropos me dieron paso, empuje las pesadas puertas (gastando algo de mi reciente comida) y en seguida el ruido atronador de la música gothic rock de Clan of Xymox y el aroma a incienso abrumaron mis sentidos. Estas señoras, cuando se reunían, desconocían el concepto de mesura.
Deje que la puerta se cerrara por si sola a mis espaldas y me interne en un submundo exclusivo para mujeres o, mejor dicho por cómo me miraban con sus ceños fruncidos y amenazadores, exclusivo para brujas. Estaba en lo que era el bar, una fachada a los ojos de los humanos por si había alguna redada policial de drogas. Una larga barra al fondo de la enorme nave industrial y muchas mesas con sillas alrededor dejaban un hueco circular en el centro, en el cual estaba la pista de baile, con focos de luces intermitentes en rojo blanco y violeta.
«Siiiii —pensé deleitada, aspirando el aroma a poder, almizcle, ámbar y madera de oriente—, me encanta este lugar. Si yo fuera Marta, dejaría de tontear con un humano y vendría aquí todas las noches».
Me abrí camino entre las mesas, donde las brujas vestían según su posición social. Todas ellas provenían de un linaje muy antiguo, de la época celta. Las únicas que llevaban sencillos vestidos blancos eran las novicias, que debían de portar el gen de la magia porque alguna hechicera había tenido una hija que le habían arrebatado y no había vuelto a saber de ella. Y, de vez en cuando, las morrigan (uno de los clanes más poderosos, la mayoría de los miembros del matriarcado pertenecían a él) encontraban a una mujer con el don y la reclutaban. Marta nunca me había querido decir cuáles eran las pruebas que debían pasar para dejar de vestir de blanco, pero por su cara al negarse a hablar de ello, yo suponía que no eran nada agradables.
Y allí estaba yo, avanzando hacia un lateral y evitando la pista de baile, donde solían contorsionarse en rituales y trances mágicos que incrementaban sus niveles de poder. Al final, detrás de la barra, había una puerta que daba a un doble fondo de la pared de la nave, donde nacían unas escaleras oscuras que descendían al verdadero santuario de poder, el lugar de reunión de las matriarcas.
—¿A dónde vas, demonio? —me escupió una de las camareras.
Una chica dura, llena de runas y de víboras tatuadas en su piel. Yo la conocía de oídas. Se rumoreaba que las serpientes de su tripa podían cobrar vida y atacar. Pero por muy dora que fuera, se trataba de una humana. Nada que no pudiera manejar.
—Aparta, bonita —le conteste—, tengo que ver al Matriarcado.
—¿Con el permiso de quién?
Me miro con ganas evidentes de aplastarme como a un mosquito molesto.
Desde luego, a la bruja Snake de top negro y mini sobre los pantalones de cuero no le hacía nada de gracia eso de que la llamaran bonita. Quizás fuera por esa raja que le cegaba un ojo y le desfiguraba la cara. Suspire.
—Soy amiga de Marta, del clan de las Moon-Wolf, ¿acaso no ves su marca en mi aura?
Esto de los clanes era un auténtico lío. Estas tías eran unas auténticas trepas, expertas en traiciones. Había siete por siete casas o clanes, cada una gobernada por una matrona. Y siete matriarcas que las lideraban a todas. Desde hacía muchos siglos su sede de poder era España. Hubo un intento de trasladarse a Salem que se quedó en nada, tras demostrarse que en América también perseguían a las suyas. Y en cuanto a los clanes, en realidad las morrigan eran tan fuertes que muchas de las suyas se habían independizado para conquistar un clan menor. Y lo habían hecho crecer, de tal manera que cuatro de las siete casas con el poder eran suyas. El lema de estas hermanas sangrientas era algo así como mata, asesina, toma el poder…, pero que no te pillen haciéndolo o el Matriarcado intervendrá y te castigara. Así que las morrigan lo habían hecho desde las sombras, asesinando a matronas y sometiendo a las demás brujas de las casas a su control. Las Snake eran algo así como sus fieles seguidoras y hacia muchos siglos que se habían ganado su puesto en el Matriarcado. Y las Moon-Wolf, si bien hacia mil años eran muy fuertes, se habían llevado lo peor de la Inquisición y ahora más que lobas parecían corderitas, siendo uno de los últimos clanes que además convivía con humanos en vez de limitarse a usarlos para su reproducción.
—Si, demonio. Pero una Moon-Wolf no te autoriza a bajar abajo.
Una sonrisa cruel curvaba sus labios.
—¿Y si te digo que ya he bajado otras veces?
—Me da igual. ¿Autorización?
Lleve mi mano hacia mi pecho, como si jugara con los lazos. Pero ambas sabíamos que eso curvado que descansaba en mi escote no era un colgante sino el mango de una cazabrujas. Una de esas pequeñas dagas que eran capaces de crear un campo que repelía la magia. Esperaba que con esta Snake funcionara. Todo dependía de qué hechicera fuera más poderosa, la que creó la pequeña daga o ella.
La camarera hizo el primer movimiento moviendo los labios en un hechizo de ataque. Y de inmediato las botellas del aparador que había tras ella se dirigieron a toda velocidad contra mi cabeza. Me agache y las esquive quemando alma para ser más rápida. Mis sentidos aumentados me permitieron oír la trayectoria parabólica que estaban siguiendo las botellas en su regreso hacia mí, así como el repentino silencio a mi alrededor, roto únicamente por la música. Todas las conversaciones de las brujas se interrumpieron para presenciar nuestra pequeña pelea. Agarre la daga por la empuñadura, me levante y gire apuntando con ella hacia el whisky y la ginebra que cada vez aceleraban más hacia mí. Y espere, confiando que sirviera. Tuve suerte. Nada más entrar en la burbuja de un metro de diámetro que generaba mi arma, cayeron todas al suelo y se rompieron en mil pedazos. Me volví hacia mi adversaria y le sonreí torvamente. Pero ella, sin mostrar el más leve signo de contrariedad, se mantuvo en su sitio. Deje de mirarla a los ojos, su ombligo era mucho más peligroso. Las dos serpientes que lo tatuaban estaban comenzando a proyectarse hacia mí, como si su piel oscura se estirara y cobrara vida propia. Avance para que sus cabezas sibilantes entraran en el campo de antimagia. Y nada. Debería habérselas tatuado alguien más poderoso. Iba a tener que conversar con Marta sobre el nivel del material que me suministraba. Pero otro día. Ahora estaba demasiado ocupada quemando alma y esquiándolas, como si fuera un ladrón que se retorciera entre rayos láser, para aferrar con una mano la garganta de la Snake.
Esta vio venir mi maniobra y se hizo a un lado. Me apoye en las estanterías donde había acabado con mi impulso y lance una patada baja. Logre derribarla. Pero sus serpientes se lanzaron otra vez sobre mí. Y esta vez las deje hacer. Su mordedura era muy dolorosa. Esperaba que no tanto como la garra recién formada con la que había atenazado el cuello de la bruja. Nuevas serpientes se abalanzaron contra mí desde sus antebrazos y su escote. Ignorando el dolor y quemando más alma para que no me inmovilizaran las que se enroscaban en mis brazos, apreté más su garganta y dirigí mi daga hacia su estómago. Si borraba sus tatuajes, aunque fuera con sangre, esas malditas desaparecerían. De repente, el dolor perdió intensidad y las criaturas regresaron a la piel de su dueña. Menos una de las dos originales.
La Snake iba a tener un tatuaje nuevo que lucir. Uno poco profundo que se enroscaba en su ombligo y le recorría todo el lateral derecho del vientre. Aunque si de verdad se enorgullecían de ellos y por eso no se los curaban, aun le había hecho un favor.
Mire sus ojos, estaba a punto de perder el conocimiento por asfixia. Y vi en ellos el reconocimiento de quien era más fuerte. Por eso había llamado de vuelta a sus mascotas. Afloje mi presa. Pero no por ello me levante de su lado.
Boqueo unos minutos. Después hablo.
—Muy bien, demonio. Puedes pasar.
—Un placer haber compartido estos momentos contigo, bruja.
Y yo lo decía en serio. Podía estar llena de dolorosas marcas sangrantes pero me encantaban las buenas peleas. Y ella había sido un rival duro.
Para ser humana.
Me levante. La Snake hizo lo mismo mientras movía sus labios. Como no pasaba nada, guarde mi daga. Si la hoja estaba escondida bajo mi corpiño, el campo antimagia no actuaba. La hermana sangrienta repitió su conjuro y una puerta apareció donde instantes antes había unos aparadores de bebida vacíos. La salude con un cabeceo y cruce. Los cuchicheos de las demás brujas me acompañaron mientras lo hacía. Después. El silencio, y una escalera sin iluminación hacia abajo. Guardando mi garra, la seguí sin vacilar aprovechando la débil luminosidad que procedía del fondo para orientarme. Tras bajar una docena de escalones, me recibió una puerta cerrada por cuyas rendijas se colaba la luz. Llame con los nudillos. Se abrió sola. Entre. Y mientras la oía cerrarse a mis espaldas, incline la cabeza como señal de respeto a las siete matronas que, desde sus sillas en torno a una mesa ovalada, me miraban.
No quería ser una mala invitada, pero ver su sancta sanctórum me hacía compararlo con el salón del trono de mi abuelo. Y, la verdad, tantas calaveras talladas en sus sillas y su mesa me parecían ridículas después de las criaturas aún vivas y torturadas del incubo. Pero eso sí, las telas negras en las paredes, sus vestidos con cierto deje medieval pervertidos al oscuro, eso sí que me gustaba.
—Pasa, demonio, ¿qué te trae por nuestra casa otra vez?
La que me hablaba era la más poderosa y de mayor de edad de la sala, una morrigan cuyos cabellos tendrían más de blanco que negro si no estuvieran teñidos.
—Veo que tienes tan buena memoria como siempre, Arianrhod.
—Y tú el mismo aspecto —me contestó, curvando los labios en lo que parecía un asomo de sonrisa—. Dime que deseas.
Avance un par de pasos, hasta quedar bajo la lámpara con forma de telaraña que colgaba en el techo.
—Los humanos están desarrollando un nuevo tipo de vampiro. Uno más poderoso. Me gustaría saber si puedes prestarme a algunas de tus hijas para el ataque a una de sus bases.
Hijas, si, pues ella era la matriarca suprema.
—¿Y tus aliados los vampiros?
—Trabajo para uno de ellos. No son mis aliados, no me insultes.
Me miro con fijeza con sus ojos rodeados de arrugas.
—De acuerdo. Pero nosotras tampoco lo somos. Veo que tu mentor vampírico se enfadaría si se enterara de lo que vas a hacer y que por eso no buscas allí la ayuda. Y los de tu raza, digamos que han relegado esto sin ti.
Estas matronas y su puñetera habilidad para leer la mente.
—La cuestión no es si sois mis aliadas. Es si vais a ayudarme.
—No, súcubo. Pero este tema que tratas lleva cierto tiempo preocupándonos. No solo han desaparecido vampiros. También otros demonios e incluso brujas. Si bien hasta ahora hemos conseguido rastrear y rescatar a las nuestras. Si va a haber guerra, avísanos. Combatiríamos a tu lado.
—¿A mi lado? ¿Guerra?
—No te asombres tanto. Puedo ver los hilos de tu futuro. Son poderosos y llenos de sangre y gloria. Si sales viva de esta, saldrás mucho más fuerte. Y entonces entenderás lo que de verdad está pasando en el submundo. Así como porque fuiste creada.
Comencé a cambiar el peso de una pierna a otra, incomoda.
—Perdona, Arianrhod, no pretendo cuestionar tu sabiduría, pero yo no fui creada. Nací de mi madre y por accidente.
—Vuelve si hay guerra.
La matrona suprema, en un revuelo morado de la tela de su amplia manga, dibujo unos signos en el aire y me encontré en la calle, delante de la entrada a su local. Genial. Por eso no solía venir por aquí a menudo. No me habían dado su ayuda, y encima me habían dejado con un montón de interrogantes. Pero yo era ante todo una chica práctica. Me dirigí hacia otro de los locales que se anunciaban con letreros luminosos en medio de las naves industriales. Pero esta vez sí que era uno de mala reputación.
Aproveche para tomarme un tentempié en su baño, uno rápido. Y deje allí el cadáver. Tas inyectarle una jeringuilla que vi en el suelo con lo que esperaba pareciera una sobredosis. Seguro que las brujas, teniendo tan cerca su lugar de reunión se encargaban de eso. Y gratis. Cerrando la puerta con energía tras de mí, taconee de vuelta a casa. Porque, para bien o para mal, yo era toda la ayuda que podía esperar.