Vórtices.
Tenía seis años la primera vez que los vi. Y pese a mi hiperactiva imaginación infantil, me quedé completamente satisfecha, maravillada y asombrada. Guau. ¿De verdad mi abuelo tenía en su plano un estanque lleno de puertas?
Mi padre lo sobrevoló hasta un islote, poco más de seis metros cuadrados de tierra irregular, pero suficiente para dejarme en el suelo y posarse a mi lado.
—Papi. ¿Cuándo sea mayor yo también tendré unas alas como las tuyas? —era todo tan emocionante.
—Nena, tú no eres un demonio como yo. Tú eres medio humana, como tu madre. Ya lo sabes.
—¿Y las medio humanas no tienen alas? —todavía me parecía estar saboreando la decepción.
Fue entonces, volando en brazos de mi padre sobre tierras repletas de seres demoníacos donde mi abuelo reinaba, cuando ese viaje mágico, esa aventura fuera del palacio donde vivía confinada dejó de ser atractivo y cargado de promesas.
—No, nena. Nadie con sangre mestiza puede tener tanto poder. Aunque tú y yo somos especiales.
—¿Especiales? —volví a sentir la esperanza—, ¿eso quiere decir que tendré alas?
—Especiales porque somos príncipes. No te ilusiones con lo de volar, yo no apostaría por ello.
—Vaya.
Mi mohín hubiera enternecido a un padre normal. Pero el mío era un demonio. La poca humanidad que le había dado el diezmo de las almas había muerto con su mujer. En fin, hacía mucho que yo, como adulta, había dejado de quejarme. Habíamos pasado poco tiempo juntos, pero por lo menos me había enseñado a luchar.
—Mira, ¿ves ese vórtice de delante?
Miré adonde me señalaba, olvidaba ya su distancia emocional, que si bien por habitual no resultaba menos desalentadora. Sobre el agua, a pocos metros de mí, se formaba un remolino enorme, un fenómeno aterrador que amenazaba con succionar toda el agua del estanque, o al menos toda la que le permitieran los demás remolinos. Los vórtices dimensionales, pues eso eran, estaban separados varias decenas de metros entre sí, lo que creaba un mosaico aterrador y fascinante de bocas abiertas y voraces en medio de las aguas blancas y sin vida del lago artificial.
La magia había conectado las puertas entre planos y la física se encargaba de precipitar el agua, en fuertes corrientes, hacia esos otros lugares. Pero de algún modo, en el espacio entre dimensiones la magia transportaba el agua de vuelta a las profundidades del estanque.
—El vórtice comunica con el plano de la Tierra —me explicó—, donde viven tus abuelos humanos. Te los voy a enseñar para que te calles y dejes de preguntar sobre tu familia materna. Y como vuelvas a insistir en verlos, tendré que cortarte la lengua.
Se acabó la fiesta, tan severo como siempre.
—Pero, padre, yo no regenero ni sé comunicarme mediante la proyección mental.
—Pues entonces obedece. Que las crías súcubo no dan tantos problemas.
Me callé y miré fijamente la puerta dimensional.
Mi padre entonó unas palabras en nuestra lengua y se formaron olas en el remolino, como si la corriente se retorciera contra sí misma y provocase choques. Una espuma blanca lo cubrió todo. Las salpicaduras llegaron hasta el islote y me refrescaron la piel descubierta de la cara y de las manos. Estaba fría. Qué agradable contraste con el calor que hacía allí siempre. Y después, poco a poco, las aguas volvieron a su sitio original y el vórtice volvió a girar como antes. Pero ahora se podía ver una extraña imagen tridimensional proyectada sobre este.
Miré interrogante a mi padre.
—Sí. Son tus abuelos.
Los observé. Estaban en un pequeño jardín de una casa algo destartalada en lo que podría ser una calle de un pueblo. Aunque claro, yo por aquel entonces no había visto el mundo humano más que en algunos dibujos por lo que no podía saberlo. Mi abuela estaba sujetando una jarra llena de un líquido amarillo y le servía a mi abuelo en un vaso. Y se reían. Era una risa muy diferente a las que había escuchado en el castillo donde vivía.
—Adelante, dispara —accedió mi padre al ver cómo me mordía la lengua para no preguntarle.
—¿Por qué se ríen así? ¿Dónde están? ¿Puedo entrar? ¿Por qué su imagen es tan difusa?
—Vale. Los humanos son así. Recuerda que tú debes olvidar y reprimir toda emoción, pues los demonios no somos débiles. Están en su casa. No puedes ir porque no te dejo. Y su imagen es difusa porque es un fenómeno óptico que nos muestra lo que hay más allá del portal. Algo así como un arco iris, pero con más agua y potenciado con magia.
—¿Qué es un arco iris?
—Fin del tema, nena —me tendió los brazos—. Ven y agárrate, que volvemos a casa.
—¿Podré volver a venir?
—Cuando seas mayor y vayamos a la Tierra a que tomes tu primera presa. Y ahora sujétate y calla.
Acostumbrada a obedecer, hice lo que me decía. No me apetecía que los verdugos de mi abuelo (o peor aún, mis tíos) practicaran conmigo. Bastante tenía con ser ignorada en mis habitaciones por mi condición de medio humana. Humana. Memoricé bien lo poco que había aprendido de mis abuelos, escondiéndolo y protegiéndolo junto con la escasa información que había logrado obtener sobre mi madre. Y mientras volaba aferrada al torso de mi padre, me pregunté cómo sería lo de convertirse en un poderoso demonio que surcara los cielos y tuviera libertad para ir más allá del castillo.
Castillo, vórtice. Habían pasado muchas décadas, pero allí estaba yo otra vez, frente a la entrada de mi plano demoníaco. Suspiré. Un poderoso demonio volador, eso era mi padre. Pero yo. Qué inocente era la inocencia.
Frunciendo el ceño me acerqué al árbol. Había dejado mi precioso Lamborghini rojo (ese que guardaba en un garaje del centro para las raras ocasiones en que necesitaba salir de la ciudad) aparcado al final de la carretera local. Y había hundido mis tacones en tierra blanda de campos labrados hasta llegar al árbol. Si no fuera por mi fuerza de semisúcubo, habría tenido que ir descalza y con las botas en la mano. No había nadie al alcance de mi vista, lo cual significaba que ningún paseante ocasional iba a sorprenderme. Y en cuanto a la vuelta, era cuestión de confiar en lo apartado del lugar y en la suerte. Y si no, para algo estaban mis cuernos.
En fin, tenía la oportunidad de hacerlo, pero eso no significaba que me apeteciera abrir el portal. No había vuelto a casa desde que presencié la decapitación de mi padre. Nada agradable. Y mi abuelo, para variar, ignoró mis súplicas. Joder, si las almas humanizaban, no entendía qué coño hacía él con su enorme porcentaje. Tener sentimientos no, desde luego, o nunca habría dejado que mataran a su primogénito. Lo cual me hacía a mí heredera al trono por detrás de mis tres tíos íncubos. De todas formas, dudaba mucho que tuviesen intención de morirse. Y mi abuelo menos, claro, que llevaba vivito y coleando desde hacía más de cuatrocientos mil años. ¿Había dicho ya que fue él quien conquistó el plano demoníaco? Sí, creo que sí. No es que me estuviese haciendo vieja, es que no tenía ninguna gana de volver a ese puto sitio de pesadilla. Por eso lo había estado evitado todos estos años. Puto sitio donde, por cierto, me había pasado la infancia y la juventud siendo tratada como escoria por mis tíos, siendo ignorada por mi abuelo, desconfiando de las miradas serviles de los criados demoníacos y siendo educada a mamporro limpio por mi padre. Menos mal que había contado con los entrenamientos de artes marciales para desahogarme. Si no, creo que habría acabado cargándome a alguien. Y después de haber vivido semejante pesadilla, no era de extrañar que mi libertad fuera de lo más preciado. No quería sellar un contrato de sangre. Me negaba a ser esclava de la voluntad de nadie, aunque se tratara de Casio. Y, sobre todo, no tenía ninguna gana de ver a mis tíos ni a mi abuelo. A los primeros por crueles. Las almas los humanizaron, pero para sentir el rencor y la paranoia. Y al segundo por distante y aterrador. Era un ser antiguo, primigenio, con todo ese poder sobre la vida y la muerte de los demás demonios. El abuelo había presidido gran parte de mis pesadillas infantiles. Pesadillas donde yo cometía algún error y él dejaba que se encargaran de mí los verdugos o el más mezquino de mis tíos, sin más, sin ningún apego ni emoción visible. Y tampoco tenía ganas de volver a las habitaciones en las que me había pasado encerrada toda la niñez, sala de entrenamiento incluida.
Fruncí aún más el ceño. Si seguía así iban a acabar por salirle arrugas a mi carita angelical. Solté un juramento que habría avergonzado a un camionero, cerré la boca y volví a abrirla. Esta vez para pronunciar las palabras de apertura:
«Hekjoa glmaltar emnj».
Pese a todo, qué hermoso era el sonido de mi lengua paterna, la única que hablé hasta que con quince años me vine a la Tierra para cazar mi primera presa. Hekjoa glmaltar emnj. Son palabras que rezuman poder ancestral en cada una de sus sílabas.
Y ante la convocación, el árbol se desdibujó y se formó en su lugar el vórtice. Uno de los muchos que conectaban la Tierra con mi mundo. Si sabías cómo llamarlo, era lo que había allí realmente, en lugar de una encina.
Lo miré. Conectaba con Emnj, el sexto plano. Ante mí, en tres dimensiones, se alzaba el reflejo del estanque. Aguas muertas y blanquecinas salpicadas de remolinos hambrientos y el islote al cual quería llegar.
Me quité el cinturón y las botas, agarré mi sable, herencia de mi padre, y salté dentro.
Al instante me vi rodeada por toneladas de líquido que me presionaban por todos los lados y pretendían hundirme. No, no era tan agobiante como recordaba. Era peor.
Luchando contra las fuerzas mágicas que se desataban en la fisura entre dimensiones, conseguí sacar la cabeza al cálido y apestoso aire del plano. Lo del olor a azufre de los demonios, por desgracia, no era un mito. Estaba en la atmósfera de cada uno de los siete planos. Cuando volviera a mi piso, iba a tener que darme una buena ducha y tirar la ropa, difícilmente se le iba a quitar el pestazo. Y en cuanto a por qué podía respirar aquí, la respuesta era sencilla. He heredado de mi padre algo más que unos cuernos. De hecho, el azufre era uno de los componentes que usaban nuestros hechiceros para sus conjuros. Resultaba asqueroso, inhalaban los metales presentes en nuestra atmósfera y expulsaban una saliva viscosa que poseía la estructura química precisa para obrar su magia.
Yo no haría preguntas. Cuando un humano intentaba averiguar cómo podía usar la ciencia para dominar los recovecos de la magia, para reproducir esas combinaciones químicas y biológicas que nos daban el poder, entonces era cuando surgían seres como los vampiros mutados que habían raptado a mi hermana. Y más humanos intentando lograr la longevidad y la fuerza de una sanguijuela… no, por favor.
A mayor nivel del plano, más metales presentes en la atmósfera y más potentes los hechizos. De ahí que esta dimensión, la penúltima en poder, fuera muy codiciada y cada pocos siglos tuviéramos una guerra con los demonios que intentaban arrebatárnosla. En cuanto a la séptima dimensión, mi abuelo era astuto al no intentar conquistarla. Pues de los nueve pueblos demoníacos que existían, el más poderoso era el que dominaba el séptimo plano. Y no iban a ser los íncubos los que se jugaran sus culos inmortales al intentar arrebatárselo.
Una vez logré llenar mis pulmones con ese aire nauseabundo tan familiar, volví a sumergirme para localizar el estrecho pasillo sellado con magia donde el remolino dejaba de intentar arrastrarte y podías nadar para llegar al islote. Me costó mucho conseguirlo sin soltar el sable. Al final, con el glamour de un pájaro remojado, me puse de pie en la minúscula isla y me escurrí el pelo. Tentada de hacer lo mismo con los pantalones (¿podía haber algo más incómodo que unos vaqueros mojados?), no pude evitar preguntarme: ¿y ahora qué?
Porque, claro, era la primera vez que iba a casa solita (como la nena ya no tenía a su papi, pobrecita). Ironías aparte, no sabía volar. Y no pensaba jugarme el tipo intentando nadar por un estanque plagado de remolinos.
«Vamos a ver… —reflexioné—, la única vez que no he cruzado esto con mi padre fue al volver a la Tierra tras su muerte. Y no me llevó nadie. Me prestaron un demonio menor, una especie de wyvern, para llegar a la isla. El lagarto —algo así como un dragoncito de color verdoso con dos patas traseras de feas garras, enormes alas de murciélago y un aguijón por cola—, me dejó en la isla y se marchó en el acto».
No era un bicho muy inteligente, pero yo creía que si lograba recordar su nombre y lo llamaba, igual hasta acudía. Aunque sólo fuese porque yo era una princesa demonio. Porque, lo que era oírme, seguro que me oía. Ningún habitante de este plano podía ignorar su nombre verdadero. Era bastante molesto. Y si te llamaba alguien con la sangre del rey., entonces no te quedaba más remedio que obedecer. Se trataba de uno de los truquitos de magia que mi abuelo y sus hechiceros habían hecho sobre el poder de los nombres. Considerando que yo no estaba muy segura de si funcionaría al ser medio humana, quizás no fuera de lo más acertado llamarlo. Sabía que oírme me oiría, pero otra cosa era que el wyvern decidiera venir, o con qué ánimo lo hiciera. Pero en fin, ¿para qué estaba la vida si no era para divertirse un rato?
—Txhat potch, Txhat potch —elevé mi voz.
No tuve que esperar mucho. Ni que prestar demasiada atención. Un ser de más de diez amenazantes metros de largo y cinco de alto, verde y con escamas se dejaba notar. Así pues, cuando a los pocos minutos se acercó la que había sido mi montura, esbocé una sonrisa de alivio. Me fijé, eso sí, en cómo sus ojillos rojos (pequeños para el enorme tamaño de su cabezota) destilaban un odio cuyo objetivo evidente era yo. Por convocarlo. De su boca escapaba una nube venenosa que se condensaba nada más entrar en contacto con la densa atmósfera. Me maravillé. ¿Aliento condensándose? ¿A estas temperaturas? Porque por lo menos estábamos a cuarenta grados centígrados. Esa respiración emponzoñada debía de estar compuesta por sustancias que necesitaban mucho más calor para continuar en estado gaseoso. También me pregunté a qué temperatura estaba entonces el estómago del wyvern. Interesante. Pero no quería ser yo quien lo comprobara.
Le sonreí, excitada ante la perspectiva de una buena batalla.
Tensé y extendí el brazo de mi sable, y apoyé su punta en el suelo. Separando mis dos pies en paralelo y mirando al frente, alcé la cabeza en señal de desafío y saqué mis cuernos.
El lagarto de pesadilla se paró en el aire a un par de metros de mí. Mi arma, con un mango largo, estaba concebida para ser usada a dos manos. Pero si la agarraba sólo con una tenía mayor alcance. Calculé que más o menos si avanzaba la pierna derecha, cambiaba el punto de equilibrio desplazando mi peso hacia delante y le lanzaba una estocada no lo alcanzaría por poco. Así que seguí expectante.
Noté que él también permanecía a la espera, observándome sin perder detalle. Debía de percibir mi lado humano, pero también quién fue mi padre. Recordé que el animalito no sabía hablar y lo hice yo en su lugar. No dejé traslucir ningún miedo en mi voz. Al fin y al cabo, podía tratarse de un imponente hijo de dragón con aguijón venenoso, pero no impresionaba ni la mitad que yo. Porque, en este plano, mi parte súcubo se acentuaba. Mis cuernos crecían más altos y ásperos, mis dedos se alargaban en garras curvas y se afilaban las puntas de mis cuatro colmillos. Y mi sable, el que había heredado de mi padre, mostraba su verdadera naturaleza: una hoja demoníaca con runas labradas y capaz de alimentarse y hacerse más fuerte con la sangre derramada. Por algo mi abuelo era el ser más peligroso y terrorífico de la sexta dimensión demoníaca.
—Soy la cuarta en la sucesión del rey. Llévame al palacio.
Por un momento pareció que inclinara la cabeza reconociendo mi linaje. Pero enseguida su largo cuello recuperó su posición y se abalanzó sobre mí. Lo estaba esperando. Qué decepcionante que mi olor a humana impidiera que se mostrase el debido respeto. Ensanché mi sonrisa. Tanta gilipollez emocional con Marcos me había dado ganas de acción.
Firmemente asentada en la tierra, alcé el sable pasándolo por delante de mi cuerpo, lo empuñé con ambas manos y lo giré para conseguir la orientación del filo deseada. Y lo levanté con fuerza hacia él. Le provoqué un corte en la mandíbula que lo obligó a desviarse.
El wyvern se retiró hacia atrás batiendo sus enormes alas para permanecer suspendido en el aire. El filo de mi sable brillaba al consumir su sangre verdosa. Lo bajé y volví a girarlo. Rápida, sin dar tiempo al demonio menor a reconsiderarme, pasé de lo que, si hubiera estado luchando sin sable, habría llamado Narani Sogi a un Gunnun Sogi, desplazado mi pie derecho y mi peso hacia detrás, al tiempo que levantaba el codo derecho y acercaba el mango del arma hacia dicho costado. Y me lancé hacia delante con la misma pierna y extendiendo los brazos, así tomé impulso para el salto con el que pretendía llegar hasta el lagarto.
Apoyada en mi pie derecho, giré hacia mi izquierda con esta pierna levantada, y despegué del suelo. Salté medio metro, mi fuerza semidemoníaca no me permitía más en esta dimensión. Al mismo tiempo, desde mi abdomen tenso roté omóplatos, y mis brazos hicieron girar el sable, limpio y raudo. Cuando la hoja salió del círculo que yo le había marcado al mover los brazos sobre la cabeza, su filo curvo aceleró siguiendo una línea descendente, y segó la tripa del wyvern. Ah… pura física. Impulso, fuerza, aceleración, masa… qué haría yo sin ellas. Por suerte también funcionaban en casa. Aterricé, primero la pierna izquierda, y después la derecha. Chorros de sangre corrosiva barrieron el estrecho islote a mis espaldas. Las aguas carentes de vida del estanque azotaron mis pies, como en un intento de arrastrarme con ellas. Pero si bien yo había aterrizado cerca de la abrupta orilla, mi postura era estable: espalda recta, pierna de delante flexionada, ambas plantas de los pies apoyadas y sable hacia el suelo. Sonreí complacida. Hacía días que no me divertía tanto.
Dejé que la euforia durara unos segundos más. Deseaba que la bestia viera mi desdén hacia ella al darle la espalda, segura de que no podría dañarme. Conocía a los wyverns y sabía que el profundo tajo que le había dado lo incapacitaría durante al menos cinco minutos.
Arqueé una ceja burlona ante el remolino («otro día será, baby») y me giré. El lagarto había aterrizado también sobre el islote, su cabeza sumisa contra el suelo y su cuello disponible.
Qué encantador. El dominio del más fuerte. No negaría que a mi parte súcubo le entraban ganas de reclamar la montura e ir a reunir un ejército para atacar, atacar, no sabía bien qué. Algo. Y probar la sangre de los caídos, la plenitud de vivir un día más, el éxtasis del poder sin límites que me proporcionarían sus almas.
«Humm —me di cuenta—, frena el carro. Violeta, tampoco es cuestión de girar el interruptor de humana emocionalmente idiota al extremo de demonio malvado en cuestión de minutos. Por lo menos espérate una horas».
Joder, hay que ver cómo influía el clima en los estados de ánimo.
Reprimiendo un escalofrío de placer por la conquista, monté sobre el monstruoso wyvern y le di unos minutos para curarse. Minutos que aproveché para cortar una de las perneras de mis vaqueros y fabricarme con ella una sujeción rudimentaria para el sable, que até a mi espalda. A continuación, clave mis garras en el cuello del wyvern y le di la orden de dirigirse al palacio.
Fue un paseo breve, poco más de veinte minutos para las veloces alas de mi montura. De vez en cuando, alguna de las criaturas que acechaban bajo los árboles achaparrados o en las grietas de roca que sobrevolábamos hacía amago de desafiarnos. Pero la visión de un magnífico wyvern con una princesa súcubo como jinete era suficiente para hacer desistir a cualquiera. Eso suponiendo que hubieran sido capaces de alcanzarnos.
Embriagada por una eufórica sensación de libertad, de que ya no importaba en absoluto que yo fuera un demonio, deseé que el viaje no acabara nunca. Era una maravilla surcar los cielos y saber que no estaba rodeada de humanos débiles a los que herir si daba rienda suelta a mi naturaleza. Nadie iba a juzgar aquí tampoco mi conducta demoníaca. Empezaba a preguntarme por qué me había quedado a vivir en la Tierra. Y la visión del aterrador castillo de torres agonizantes de mi abuelo me lo recordó. En cualquier caso, haber dominado al wyvern y mi paseo triunfal habían cambiado el ánimo con el que me dirigía hacia mi antigua casa. Ya no lo hacía vacilante y temerosa, sin ganas de recordar mi infancia claustrofóbica o el inmenso poder de mi rey. Más bien me presentaba ante él como quien era, la única hija de su difunto hijo primero, que volvía a casa poco antes de cumplir la mayoría de edad.
Tomamos tierra. Mi montura tuvo cuidado de no clavarse ninguna de las lanzas de roca que surgían del tejado plano de la torre. Fácil, si eras hábil en el vuelo y no tenías prisa. Pero en caso de ataque, lo normal era que los asaltantes acabaran empalados. Por eso estaban allí. Era uno de los muchos detallitos que mi abuelo había incluido en el diseño del castillo.
Ordenándole al wyvern que me esperara, me identifiqué como Klynth’ Atz ante el íncubo guerrero que guardaba la puerta de acceso al interior de la torre. Mi nombre era algo así como Flor hija del primogénito. Parte de mí nombre en nuestro idioma. El resto sólo lo conocíamos tres personas, y una de ellas estaba muerta. El verdadero nombre de un demonio daba poder sobre él. Y siendo yo una princesa, tan sólo el rey y mi padre tenían acceso a ese conocimiento. Mis tíos podían odiarme y despreciarme por ser medio humana, pero más que les pesara no podían controlarme, porque no sabían cómo me llamaba.
Ignorando las miradas asombradas, me dirigí hacia la sala principal del castillo, donde estaba el trono.
Lo de trono sonaba anticuado e incluso infantil. Pero, en primer lugar, mi abuelo era más viejo que el Homo sapiens, y en segundo lugar, para la mente de un demonio no había nada como una ostentación brutal de poder para atajar cualquier intento de rebelión. Y eso lo conseguía muy bien mi abuelo con su salón de los horrores.
Aparté a los guardias de la entrada con un par de palabras. Le estaba cogiendo el punto a eso de ser la nieta del rey. Les enseñé mis cuatro colmillos en una sonrisa feral y entré en la sala. Como siempre había sido, los lamentos de aquellos que lo habían traicionado hacía milenios resonaban por toda la estancia. Lo cual no era de extrañar, dado que sus cuerpos mutilados colgaban de lo alto de las paredes y del techo, lo que manchaba el suelo y a los que pasaban por allí con ocasionales gotas de sangre verde, negra o azulada. Encantador. A mi parte humana le habría horrorizado y le habría mostrado una nueva emoción: la piedad. Pero desde que había entrado en este plano estaba olvidando demasiado rápido todo eso que había aprendido a lo largo de los años que había vivido como una de ellos. Y las viejas lecciones, esas que se grababan de niña y nunca se olvidaban, volvían a dictarme cómo se suponía que un súcubo de mi estatus debía comportarte al entrar ante la presencia de su señor.
—Saludos, abuelo.
Me acerqué mirándolo a los ojos, ignorando a la corte que seguro que estaba observándome con su habitual mezcla de respeto (por ser hija de quien era) y desdén (por mi parte materna). Excepto mis tíos, claro. Ellos ya iban servidos con su odio, su desprecio y una envidia que nunca había entendido.
Una vez estuve a un par de metros, le hice una marcada reverencia. En ningún momento perdí el contacto visual, pues eso se habría considerado debilidad y sumisión, nada digno de una posible sucesora al trono. En cuanto a la reverencia, se trataba de mostrar mi respeto y aceptación de que él era el rey.
—Klynth’ Atz, qué grata sorpresa. ¿Vienes a celebrar tu mayoría de edad?
Me dio la bienvenida en nuestro idioma, con su voz profunda y poderosa. Una voz que cuadraba a la perfección con su imagen de hombre en lo mejor de la juventud, atractivo y musculoso, aunque sin perder sus rasgos faciales decididos y severos, ni sus cuernos, sus garras, los espolones de sus tobillos desnudos y sus aterciopeladas alas negras.
—Aún no la he cumplido.
Con mis viejos vaqueros y mi camiseta estaba ridícula frente a mi abuelo. Aunque este estuviera vestido tan sólo con unos pantalones oscuros de piel que dejaban a la vista sus brazos, pecho y abdominales, que poco tenían que envidiar a los de un culturista. Supuse que debería haberme puesto algo más apropiado, como vestían el resto de súcubos. No las miré, porque no despegaba los ojos de los de mi señor, pero seguro que las de mí alrededor lucían sus decadentes capas de seda transparente que tanto les gustaban. Ah. La corte, una curiosa mezcla de los hermosos súcubos e íncubos, de telas níveas y cuero negro, junto con los más horripilantes y deformados demonios esclavos.
—Quizás venga en dos noches, cuando haga los cincuenta y cinco —continué, pues no me vendría nada mal una fiesta salvaje como sólo aquí sabían darla—, pero lo que ahora deseo es información.
—¿Dos noches?, ¿dos? —matizó divertido—. Bien, me gustará verte entonces. ¿Te dijo algo tu padre?
Y el trono en el que estaba sentado era otro regalito para la vista. Pero en el sentido contrario. Medía más de cuatro metros de alto por tres de ancho y estaba hecho con los cadáveres momificados de sus enemigos, inmovilizados y pegados en posturas imposibles. Y algunos de ellos ni siquiera estaban muertos.
—¿De lo que vengo a preguntarte? No.
Era evidente. Dudaba mucho que mi padre, suponiendo que hubiera conocido la existencia de esos nuevos vampiros, hubiese tenido alguna razón para contármelo.
—Más bien de tu mayoría de edad.
—Abuelo, con el debido respeto, ya sé que las súcubos de verdad son libres de emparejarse con un íncubo y tener hijos al llegar a los cincuenta y cinco. ¿De verdad crees que me preocupa ese tema o que estoy interesada en tener descendencia?
—Espero que no. Aunque deberías. Y no me refería a eso. Pero dejémoslo —cortó mis inminentes protestas con un gesto contundente de su mano—, dime qué deseas saber.
Oí cómo los demonios de la corte, mis tíos y otros elementos similares mascullaban y se reían por lo bajo. Encantadores, como siempre.
—Gracias. ¿Sabes algo sobre el nuevo tipo de vampiros?
Debido al elevado porcentaje de almas que llegaba a mi abuelo, era casi seguro que supiera algo. Si no por lo que le contaban sus súbditos, por lo que sabían esas mismas almas. Por suerte, como yo no tenía sus poderes, únicamente experimentaba vagos recuerdos procedentes de mis víctimas. Y los encerraba bajo el epígrafe de basura inútil en algún lugar olvidado de mi mente. Si me llegaran con tanta nitidez como debían de llegarle a mi abuelo, me volvería loca.
—Veo que te mezclas con gente peligrosa. No creas que no he sabido de ti desde que te fuiste hace casi cuarenta años, Klynth’ Atz. Y sé que el Consejo de vampiros, o más bien uno de sus miembros —sus ojos relucieron peligrosos— te protege. Ten cuidado, nieta mía. No le des lo que quiere.
Le preguntaría encantada si él sabía qué era eso exactamente. Pero ya que había tenido la inmensa suerte de pillar a mi abuelo receptivo, no iba a estropearlo siendo demasiado inquisitiva.
—Como tú digas, abuelo.
Me miró mal. Un estremecimiento me recorrió la columna. Podía parecer un dios oscuro del sexo, incluso a veces cordial con su familia, pero no por ello dejaba de ser uno de los demonios más antiguos y poderosos del mundo. Me reproché mi falta de sumisión, pero aparentarla nunca había sido lo mío. Ni de pequeña. De ahí que me hubieran tocado tantos castigos. Y no hablaba de irme a la cama sin cenar o de estar un par de horitas arrodillada en un rincón con libros en los brazos. Ojalá.
—Bien —continuó—, son humanos peligrosos que han usado su propia magia, esa que llaman tecnología, para robar y potenciar nuestros poderes. Velocidad, fuerza, visión nocturna, control mental y otras habilidades vampíricas no son nada para ellos.
—Sí, abuelo —esta vez me las apañé para sonar más humilde—. ¿Sabes dónde está la mujer que han raptado?
—De todas ellas, supongo que te referirás a tu hermana.
Mi hermana. Él lo sabía. En fin. En mi forma demoníaca era difícil enfadarme. Al fin y al cabo, en este plano, mi abuelo era mi señor y yo no tenía apenas sentimientos. Mejor. Porque si le montaba el numerito que le había montado a Casio, hija única de su hijo primero o no, era súcubo muerta. O, peor aún, adorno de la sala.
—Así es.
—Está con la triunviro y otros prisioneros. Ten mucho cuidado. Intentan llegar a ti para tomar tus poderes.
¿Mis poderes?, ¡pues sí que tenían que estar desesperados! Cualquier otro súcubo tenía más.
—¿Cuándo vas a ir? ¿La noche de tu cumpleaños, o después? —me preguntó.
—No, una antes. Mañana. Estaré a tiempo para tu fiesta cuando los cumpla.
—Me parece muy bien.
Me sonrió malicioso, enseñándome sus dientes de predador. Supuse que, como era uno de los pocos íncubos que no necesitaban llevar a nadie al éxtasis para alimentarse, cuando estuviera con alguna humana lo haría por su propio placer y no ocultaría sus atributos demoníacos como hacíamos los demás.
—Antes has dicho la triunviro en lugar del triunviro. ¿Es que es una vampiresa?
—¿Tantos años con ese vampiro y no le has sonsacado nada sobre el Consejo? ¿Y tú eres mi nieta?
—Bueno, no suele dar mucha información sobre nada que no sea trabajo. Y ni siquiera de este.
—Mírate —curvó sus labios, burlón—, una hermosísima diosa del placer y eres incapaz de sonsacar información a un vampiro, y eso que estos piensan más con la polla incluso que los humanos.
—Bueno, abuelo, lo reconozco: no lo he intentado. No deseo acabar como un aperitivo.
—Eres mi nieta, nunca te desangraría hasta morir. No se expondría a una guerra. ¿Y tú no sabes que como miembro del sexo débil tu obligación es explotar esa supuesta debilidad y tener a quien quieras comiendo de tu mano?
—Creo que mi padre olvidó mencionarlo durante mi educación.
Y dudaba mucho que si a Casio le dominaba la Sed fuera capaz de pensar en guerras.
—Tú padre. ¡Qué decepción! Por eso no me acuesto con humanas. Bastante tengo ya con la humanidad con la que intentan envenenarme sus almas. Escúchame, Klynth’ Atz, pues sólo lo diré una vez.
—Te escucho, abuelo.
Y yo así de respetuosa, sin protestar, sin sacar punta a sus comentarios. En fin, cosas como estas sólo las dejaba pasar en el plano demoníaco. Quizás por lo fuerte que era aquí mi otra mitad.
—Tú padre no te educó como debía. Eres una princesa súcubo, no una humana caza vampiros. Él estaba demasiado dolido por la muerte de tu madre. Nunca debió enamorarse de ella. Y te inculcó esa mierda de que si te acuestas con un hombre guapo y agradable puede enamorarte de él. Tonterías.
En eso estaba de acuerdo. Casio no era ni hombre, ni agradable ni me lo había tirado. Y por lo visto estaba loca por él.
—¿Tonterías?
—Sí. Tu padre era débil para ser rey algún día. Él nunca supo controlar su cupo de emociones que le trasmitían las almas. Y mis otros hijos —los miró con expresión inescrutable—, tampoco son mucho mejores. Yo suelo decir que las almas humanas, en tantas cantidades como me llegan, me intentan envenenar. ¿Crees que lo digo en sentido figurado? De eso nada.
Asentí porque creí que era lo adecuado.
—Pero tú, hija primera de mi hijo primero —continuó—, tú eres medio humana. Tú ya sabes lo que es tener sentimientos. Y quizás algún día.
Permaneció en silencio unos segundos, como si se hubiera pensado mejor lo de continuar la frase. Me sonrió enigmático, aunque a mí la mueca de sus colmillos me heló la sangre, y cambió de tema.
—Bien, la Consejera amiga de tu vampiro es una celta milenaria. Más o menos tan poderosa como tú Casio.
¿Podía dejar de decir tú? No es que en este plano eso pudiera ponerme nerviosa, pero tampoco quería que todo el mundo, él incluido, me asociara a ese chupasangre.
—¿Y la han capturado?
—Son muy poderosos. Ten cuidado cuando vayas mañana a por ellos. ¿Tienes una amiga bruja, no?
Capté la indirecta.
—Muy bien, lo tendré en cuenta. ¿Dónde están?
—Tienes suerte. Es una información que poseo, pues es un tema que merece mi atención. Están en tu misma ciudad. En una urbanización de las afueras. Son casas grandes, con muchos terrenos propios y bastantes aisladas. Memoriza esto: casa número once, calle Primera, urbanización Los Olivos, carretera nacional tres, kilómetro veintiocho.
—Muchas gracias, abuelo.
—Me ha alegrado verte otra vez, Klynth’ Atz. Espero que vuelvas pronto por aquí. Te haremos esa fiesta, mal que les pese a tus tíos.
No sabía si de pequeña lo veía todo negro o no. Pero en cuanto te relajabas con el rey, porque sus palabras y gestos parecían normales, incluso cordiales, había algo, un brillo en sus ojos, un movimiento de sus colmillos o un cambio en la presión de su mano sobre los cuerpos torturados del trono, que te recordaba por qué debías tenerle miedo. Quizás al crecer las cosas cambiaban de perspectiva, aunque sólo fuera porque medías varios centímetros más. Y en él yo nunca había visto ningún signo de desdén por mi sangre mestiza, a diferencia del resto de habitantes de palacio. Pero no por ello se me dejaba de helar la sangre cada vez que mi abuelo centraba su atención en mí. Su poder ancestral era denso y viscoso, como una nube negra y corrosiva, cargada de muerte, que se pegaba a su piel y se extendía hacia ti.
Volví a hacerle una reverencia, esta vez de despedida.
—¿Tengo tú permiso para irme?
—Ve triunfal, pequeña. En tú wyvern tienes un regalito, una daga que hace juego con la espada que llevas. Digamos que las forjó el mismo herrero.
—Muchas gracias —contesté sorprendida.
Porque no era sólo un arma mágica. Estas hojas con runas grabadas eran objetos poderosos y codiciados que se entregaban a los mejores guerreros. Yo no tenía muy claro cuáles eran esos poderes, pero sería un honor llevarla. Y además, parecía que podía quedarme con el dragón.
—Hasta cuando vuelvas. Ve triunfal.
Volví a inclinarme, me di media vuelta y me dirigí con paso decidido hacia la puerta. No había sido para tanto. Ni mucho menos. Debería haberme atrevido a volver a casa mucho antes. Porque mi abuelo no me había tratado mal, pese a ser medio humana y no tener a mi padre para apoyarme. Ni me habían asaltado los recuerdos del día de la decapitación. En fin, supuse que lo bueno de estar en este plano era que potenciaba mi lado demoníaco. Era agradable, para variar, dejar de sentir esas emociones que pretendían aflorar a cada momento. La de energías que perdía una en intentar ignorarlas. Y, en todo caso, lo más terrible de la muerte de mi padre no fue que lo mataran, sino que no me dirigió ni una mirada desde el cadalso. Ni pronunció con pena mi nombre o el de mi madre. Se limitó a decirle al verdugo que se diera prisa, que tenía otras cosas que hacer.
«Padre —rememoré—. Frío hasta el último momento. Me pregunto cómo fuiste capaz de amar a mi madre. Supongo que cuando ella te rompió el corazón con su muerte, lo hizo muy bien. Porque no quedó para tú hija ni el más pequeño trocito».
«En fin, Klynth’ Atz, mala suerte. Me darías pena si no fuera porque estoy tan cojonudamente en forma de demonio».
Sonriendo para mí y con el paso seductor y seguro que sólo una princesa súcubo podía tener, crucé la puerta de salida del salón del trono y me adentré en el corredor. Y justo entonces unas garras me agarraron del brazo, me taparon la boca y tiraron de mí hacia las sombras.
—Tu tío, medio humana —siseó con desprecio, saboreando mi sorpresa.
El apuesto íncubo me había arrastrado hacia la penumbra de una de las columnas que sostenían la estructura del inmenso pasillo. Y en cuanto a lo de apuesto, lo retiraba. Lo sería si no fuera por la mueca de odio que desfiguraba su cara.
Mordí sus dedos hasta que su sangre oscura dejó un desagradable sabor en mi boca.
«Vaya, no se me había ocurrido —divagué, con mi ego de vuelta a su tamaño normal—. A lo mejor si Casio me prueba y mi sabor es tan malo, se olvida de eso de sellar un contrato».
Quitó la mano de mi boca y la usó para darme una bofetada. Mi cabeza golpeó la pared. Menos mal que no perdí el conocimiento.
—¿Cómo te atreves a leerme la mente y asaltarme así? —le espeté furiosa mientras masajeaba mi dolorida cabeza.
—¿Te has hecho pupita? Estás perdiendo facultades, medio humana. Ninguno de los nuestros se tocaría la cabecita después de un golpe tan flojo.
—No me obligues a defenderme, Tlink’ Bt.
Pero todo mi ser me pedía que sí, que me obligara, para arrancar de una vez la sonrisa despectiva de la boca del mayor de mis tíos. Es decir, del heredero al trono ahora que mi padre no estaba.
—O qué. ¿Llamaras a tu abuelo?
—Ya no soy una niña a la que asustar. Ni torturar, ya que estamos.
Porque el muy capullo había estado encantado de castigarme en persona con cualquier excusa, sobre todo si mi padre no estaba allí para hacerlo él de un modo más suave. Mi progenitor podría no haber sido muy cariñoso, pero por lo menos no era un sádico.
—No, claro —me miró ofensivo de arriba abajo—. Ahora eres poco menos que una puta humana.
—¿Es que los varones no conocéis otra palabra cuando queréis reafirmaros?
Intentó volver a abofetearme. Esta vez le paré la mano y la atravesé con el espolón que tenía en el codo. Le mostré todos mis colmillos en una sonrisa. Me miró con odio y soltó mi otro brazo, el que me había agarrado en un principio. Y no se atrevió a volverme a atacar. No en palacio, donde podrían ajusticiarlo. Porque puede que todavía no fuera mayor de edad, pero desde que cumplí los quince dejé de ser una niña, un cero a la izquierda del que cualquiera podía abusar. Ya no estaba mi padre para protegerme (sin él no habría sobrevivido a mi infancia en este plano) pero tampoco lo necesitaba. Yo sabía que mi tío estaría encantado de demostrarme su fuerza superior y acabar conmigo. Pero no en este castillo. Demasiado arriesgado.
—¿Qué pasa, tío? —me mofé yo esta vez—. ¿Tienes miedo de ser como eres y que se entere tu papá? Esta es mi casa tanto como la tuya. Y con recibimientos así, me entran ganas de volver.
Le guiñé un ojo. Casi conseguí que se lanzara a por mí. Qué pena que no fuera tan emocional. Le faltaban unas cuantas almas humanas más de ese diezmo. A lo mejor era por eso que mis tíos me odiaban de un modo especial, por la humanidad que les daba su porcentaje de almas. Porque los demás demonios se habían limitado a saberse mejores que yo y a aceptar que si sobrevivía a mi infancia estaría por encima de ellos en la jerarquía. Algo mucho más importante que ser en parte humana.
—Algún día te vas a enterar —siseó con rabia.
—Lo sé, yo también te quiero, tío.
Le lancé un beso al aire y comencé a apartarme de su lado.
—No tan rápida, mestiza.
—¿Eh?
—Ni se te ocurra soñar con lo que no es tuyo. O voy a unirme a esos científicos vampiros para convertirte en una rata de laboratorio. Además, serías una rata ideal para que un humano robara los poderes súcubo. Al fin y al cabo tú ya eres medio humana.
Mira, en eso tenía razón.
—Tlink’ Bt, bésame el culo. Ni sé ni me importa de qué cojones estás hablando. Y si te alías con esos vampiros, por muy hijo de mi abuelo que seas, te convertirás en íncubo muerto.
—Eres grosera y maleducada. ¿De verdad crees que me vencerías en un duelo?
—No me hace falta, me protegen algunos vampiros.
—¿Ese consejero y su línea? Inocente, yo tengo más poder que ellos.
—Pues entonces embóscame cuando quieras. Te estaré esperando.
Volví a alejarme, y esta vez no me detuvo. Si pensaba que me amedrentaría lo tenía claro. Los demonios no sabíamos lo que era el miedo. Que podíamos perder una batalla, sí. Que a veces había que retirarse, también. Pero esa sensación humana que te atenazaba la garganta y te paralizaba el corazón impidiéndote moverte hasta que conseguías echar a correr como alma que llevaba el diablo, esa sé la dejaba a Violeta, a la parte humana, porque mi otra parte por fin no era la reprimida y se lo estaba pasando de miedo.
«Ah. Casio —deseé—, si pudieras verme ahora. Te invitaría a bailar esa danza mortal con besos, filos y garras que los estamos deseando».
Cuando llegué, eufórica, reencontrada y poderosa ante mi montura, descubrí que le habían abrochado una rudimentaria silla de montar y que en una de las vainas para armas que llevaba cosidas estaba mi nuevo juguete. Lo saqué con cuidado, deleitándome en el brillo de las runas grabadas en su filo. «Jlork tynmvwa Dlarmm»: Vida o muerte para quien me empuñe. La esgrimí. Me encantaron su peso y su equilibrio, así como el cosquilleo en mi mano con el que parecía anticiparse a toda la sangre que iba a probar. O mejor dicho beber. Porque, según me había contado mi abuelo, era hermana del sable que portaba cruzado a la espalda. Un juguete bonito. Como mi nueva mascota.
—Ahora eres oficialmente mío, Txhat potch —le palmeé el cuello.
Inclinó la cabeza entre servil y desafiante. Buen chico. Sonreí con aprobación y me monté sobre él.
—Vamos, de vuelta al estanque de los vórtices. Y una vez me hayas dejado estate atento a mi llamada. Porque esta vez no voy a tardar cuarenta años en volver.
Mi wyvern emprendió el vuelo. Me pregunté si mi tío me seguiría con la intención de darme muerte sin que mi abuelo se enterara, pero no nos intentó cazar nadie. Así que supuse que lo haría en la Tierra, donde su padre no tuviese ojos en todas partes. O eso o confiaría en que los vampiros científicos que me buscaban hicieran el trabajo sucio. Yo sabía que era una locura ir a esa urbanización. Qué se le iba a hacer: ni en este plano mi parte humana estaba silenciada del todo. Y tampoco lo pretendía. Ya me había dado cuenta de que tenía cosas que aportarme. Y eso de rescatar a mi hermana sonaba genial. Sobre todo si era peligroso. Violeta, Klynth’ Atz, ya iba siendo hora de integrarlas. Pues incluso los dos nombres de mis dos partes siempre habían sido iguales. Klynth’ Atz significaba Flor, hija de Nacido Primero. Así no se parecía en mucho a Violeta. Pero en mi nombre real había dos componentes más. Uno era Vsru, que significaba Morada. ¿Y qué era para mí una flor morada más que una violeta? En cuanto a Atz, At era para Primero (el Bt de mi tío quería decir Segundo), y z para Hija de. Menos mal que le quedaba un componente, o mi nombre verdadero lo adivinaría cualquiera.
Me despedí de mi dragón personal con una palmada, agarré un arma con cada mano, pronuncié las palabras de convocación y salté al remolino. Adiós, parte demoníaca y segura. Hola otra vez, Violeta. Integraciones aparte, la Tierra potenciaba mi lado materno. Suspirando por la libertad perdida cerré el portal. Después me puse las botas y el cinturón que por suerte nadie había tocado. Joder, con lo bien que estaba yo como respetada princesa súcubo (excepto por mis tíos, claro).