La sala era en realidad una pequeña habitación con una mesa rectangular rodeada de sillas en el centro, sofás pegados a las paredes y un armario en frente de la puerta. En las paredes, además de carteles relacionados con la tuna, había también algunos pósteres sobre juegos de mesa.

—Compartimos el sitio con la ludoteca —me aclaró.

Asentí con la cabeza y me senté en uno de los sofás, indicándole que se acomodara a mi lado.

—Cuéntame, tu madre es mi hermana, ¿verdad?

Eso explicaba la sensación de familiaridad que experimentaba a su lado. Aquella que sólo había compartido antes con mi madre, pero mucho más profunda. Tanto que aunque no la recordaba a ella, sí a ese sentimiento y esa necesidad de respirar su aroma y acunarme con su corazón. Y eso explicaba también aquella salida de Marcos tan rarita sobre que su progenitora y yo teníamos los mismos ojos.

—Entonces es verdad.

—¿Por qué no me has buscado antes? O ella.

—Podría preguntarte lo mismo, tía —me sonrió.

—Yo no sabía que mi madre tenía otra hija. Ella fue ase… Murió al poco de nacer yo.

—¿Ibas a decir que la mataron?

—Los vampiros.

Debió de notar mi rabia y mi pena, porque apretó mi brazo con delicadeza. Ah, familia no demoníaca. Que nueva era en esto de tenerla.

—Lo siento.

—Es agua pasada.

Intenté quitarle importancia sin conseguirlo. No creía que esta empatía fuera así en las familias normales. Es decir, sentíamos una familiaridad que se suponía que se forjaba a base del roce diario. Pero de algún modo, con seguridad por mi peculiar naturaleza, él y yo estábamos conectados a un nivel distinto. Por eso no tuvo ningún problema en ver más allá de la capa exterior que yo proyectaba y darse cuenta de cuánto me dolía todavía. De que la muerte de mi madre era, más que una herida abierta, un enorme pozo que evitaba mirar para no caer en él.

—No, no es agua pasada. Cuéntame qué pasó.

Y así lo hice, al principio con el recelo de que, sí ponía palabras al valor y al amor de mi madre, volvería a joderme la vida mi parte humana. Pero de algún modo, mientras las lágrimas bañaban sin tregua mis mejillas y ese pozo vertiginoso revolvía mi estómago y se abría bajo mis pies, me centre en él. Mi sobrino, que me escuchaba sereno y empático. Y cuando acabé, me abrazó y palmeó la espalda (sí, a mí, la vieja y terrible demonio Violeta) como si fuera una niña. Me decía que ella eligió salvarme, que eligió de manera voluntaria protegerme, aunque para ello tuviera que dar su vida, porque me amaba, y que eso estaba bien. Porque era lo que hacían las madres, lo que yo misma habría hecho de haber estado en su lugar. Y que tenía que dejarla ir, dejar pasar ese día que de algún modo me marcó, pese a que no lo recordaba, y dejar que mi madre fuera una hermosa memoria y un aliciente para ser mejor cada día. Y yo, en lugar de reírme en su cara por semejante sarta de gilipolleces, me vi más como mi madre, sin que por ser algo humana fuera débil o vulnerable. Comprendí que esa parte de mí no tenía por qué ser un lastre. Que sentir algo por mi madre no tenía por qué matarme, como hizo con mi padre. Que quizás, en vez de renegar de mi herencia mestiza, debería aceptar lo que heredé de ella. Y eso de que yo no la maté. Sólo era capaz de oírlo si es otra persona quién me lo contaba. Y nunca había permitido a nadie acercarse lo suficiente como para hacerlo.

Poco a poco, entre los brazos de mi primo, encontré el consuelo que mi padre nunca supo darme. Supongo que comencé a evitar un poco menos el recuerdo de mi madre y lo que por ella sentía. Fue todo muy raro. Y cuando se terminaron las lágrimas, me separé de mi primo con la sensación de haber aliviado buena parte del dolor.

—Gracias —le susurré, todavía con la voz quebrada.

—No pasa nada, para eso está la familia —me tendió un pañuelo limpio.

—¿Para quejarte? —medio bromeé.

—Para confiar. Una de las mejores cosas que me han enseñado mis padres es que el mundo puede ser duro, pero tu familia siempre va a estar allí para apoyarte. Son los únicos que seguro que nunca te fallarán.

—Será en las familias humanas, porque en las de demonios.

—Pues ahora la mía es la tuya. Y por eso te buscaba. Te necesitamos.

—Sigue, soy toda oídos.

Casi le dije «por favor». Si al final me volvía amble me pegaba un tiro. Mi modo de ser era una defensa frente a esos sentimientos humanos que me superaban, pero no pensaba de dejar ser yo por haber entendido mejor a mi progenitora y lo que ocurrió. Y si no, que me explicara alguien cómo iba a descuartizar demonios. ¿Dándoles la sierra y pidiéndoles que por favor se mutilaran?

Bufé. Marcos me miro extrañado, pero siguió contándome.

—Yo creía que mis padres eran hijos únicos. Y que por eso habrían decidido tener mucha descendencia.

—¿Mucha?

¿Tenía más sobrinos? No pude evitar que mi corazón se acelerara, como cuando pensaba en Casio, pero de otra forma. Si estos eran los matices de esas emociones que no solía permitirme, supuse que sí estaba enamorada de Casio.

—Bueno, hoy en día tres hijos es ya una familia numerosa —se encogió de hombros—. Blanca y Clara son mis hermanas mayores. Me llevo entre diez y doce años con cada una de ellas.

—Blanca y Clara. ¿Dónde están?

—A salvo.

—Ahora sí que me he perdido. Un momento —una fría certeza me sacó de mi feliz estado de ensimismamiento—, mi hermana. ¿La han matado?

Joder, ¡qué era su madre! Yo siempre tan bruta.

—No, la han atrapado. Por eso te estaba buscando. Y por cierto, ella se llama Andrea.

Andrea.

—Si está viva, la voy a traer de vuelta. Te lo prometo. Dime todo lo que sepas.

Me enderecé en el asiento y al inclinar así mi tronco hacia detrás me separé unos centímetros de él. Volvía a ser yo, toda fría profesionalidad. Aunque con una paz en el fondo de mi alma donde antes había culpabilidad y rabia.

—Fue hace un par de meses. Mi madre comenzó a decir que la seguían. Cuando le preguntamos si la habían amenazado o si quería que la acompañáramos a la Policía, nos dijo que no tenía pruebas. Nada tangible por lo que fueran a ponerle vigilancia. Y que, además, sospechaba que tenía que ver con su hermana, con algo de ella que quienes la seguían suponían que sabía. O algo así había oído comentar a unos tipos antes de que se dieran cuenta de que no era la primera vez que lo veía.

Asentí para animarlo a continuar.

—Y cuando le preguntamos «Pero ¿qué hermana?», entonces nos lo contó: No era hija única. Y además era adoptada —realizó sin darse cuenta una pausa dramática. El momento se le debió de grabar bien en la memoria—. Fue toda una revelación. Por lo visto, al principio no nos lo había contado porque éramos pequeños, y luego para que no miráramos diferente a nuestros abuelos.

—Vaya.

—Sí. Al parecer —continuó—, mis abuelos la adoptaron cuando era un bebé, debido a que su madre, casi una niña, no había sabido qué hacer con ella. Por lo visto los padres de su madre que la consideraban poco menos que una perdida por haberse quedado embarazada tan joven y sin estar casada, la escondieron diciendo que estaba enferma, y en cuanto dio a luz le quitaron a la niña. Por suerte no se la dieron a las monjas, sino a una pareja de amigos que no podía tener hijos. Por lo menos se libró de apellidarse Expósito o algo peor.

Joder. ¿Fue así? Pobre madre. No me extraña que no quisiera que la separaran de mí.

—¿Cómo se enteró tu madre de todo esto?

—A través de su madre. Un día, cuando ella tenía cuatro años, la fue a ver y le dio un papel.

—¿Así, por las buenas?

—Por lo visto, era el tiempo que le había costado enterarse de quién tenía a su niña. Y por supuesto, lo hizo en un momento en el que sus cuidadores estaban descuidados. Mi madre me dijo que le contó un cuento breve y bonito sobre princesas y tesoros escondidos, que se resumía en que si ella era paciente y esperaba hasta la mayoría de edad sin perder la nota, podría ir a la caja de ahorros y le darían uno de esos tesoros.

—¿Eh?

—Cuando quieras te doy la versión extendida. En la nota le decía que al cumplir los dieciocho fuera a la oficina urbana número diez de la caja. Y junto con la dirección le daba también un número de cuenta.

—No, continúa. Mucha información de golpe, pero te voy siguiendo. Más o menos.

—Verás, mi abuela (la carnal) debía sospechar que quizás no tuviera oportunidad de dársela en persona cuando mi madre fuera mayor de edad. Y supongo que querría conocer a su hija. Así que le habría una cuenta de ahorro en una caja con su nombre (al de mi madre), donde cada vez que podía ingresaba algo de dinero. Y la fue a ver. Ese dinero no se podía tocar hasta que ella cumpliera dieciocho años. Y pidió, como un favor personal, que le dieran una carta sellada la primera vez que accediera a su cuenta.

—¿Y allí le contaba todo?

—Eso es. No te imaginas cómo le afectó a mi madre enterarse.

Me estremecí. Tras la catarsis de antes, era como si estuviera aceptando mi otra mitad a pasos agigantados y beneficiándome de su capacidad de sentir. Controlaba mejor eso de tener sentimientos, porque si que podía imaginármelo. Que tu madre no fuera quien tú crees, sino una desconocida a la que sólo viste una vez, tu mundo puesto del revés en un segundo, la angustia, las mil y una preguntas sin respuesta. Los podía comprender. Mis propias experiencias me permitían establecer similitudes y elucubrar cómo habría sido.

«¿Sorprendida, Violeta? No eres tan original. También debe de apestar estar en la piel de los demás».

—¿Y cómo supiste que luego tuvo otra hija? Una de padre demoníaco —continué preguntándole.

—¿Demoníaco? No. A ver —continuó ante mi caño fruncido—, lo que ocurrió, y lo sé porque ella sacó la carta pasados dos años para meter dentro una nota adicional, fue que estaba embarazada de otra niña, tú; y que por más que su novio asegurara que iba a casarse con ella, nunca fijaban la fecha de la boda. Ella creía que se iba a convertir en madre soltera, porque no pensaba perder a otro hijo. Es decir, estaba embarazada y no sabía si iba a poder contar con el apoyo económico del padre. Y le daba igual convertirse en una perdida a ojos de la gente, no iba a separarse de su bebe. Por ello, iba a dejar de meter lo poco que podía ahorrar en la cuenta de mi madre. De ahí esa nota. Daba también el nombre de su prometido y dos direcciones. La de ella y la de él, por si mi madre la perdonaba por no haber podido evitar que las separaran y deseaba conocerla.

—De allí no se deduce que yo soy un súcubo.

—No, te sigo contando.

Asentí.

—Un día —continuó—, mi madre despareció sin dejar rastro. Excepto por un SMS incompleto que debió de mandar antes de que le quitaran el móvil.

—Déjamelo ver.

Sacó un Nokia como los que daban últimamente al cambiarte de compañía y buscó el mensaje.

—Mira.

Me tendió el teléfono.

«Estoy secuestrada Violeta Arcos hija de mi hermana Es demonio La buscan Pídele ayuda».

—Tiene pinta de que apenas le dio tiempo de dar a la tecla de enviar. Pero no acabo de seguir la historia. Ella se enteró de mi existencia y mi peculiar naturaleza a través de sus captores. Y te lo manda como puede. Entonces, ¿por qué me has buscado tú en vez de la Policía?

Para mí, ser demonio era algo tan normal que ni se me ocurrió preguntarme cómo se lo había creído.

—A ver, claro que la están buscando, pero no les enseñamos el mensaje. Lo de demonio podría hacer que nos tomaran a broma o creyeran que mi madre está loca. Y no sería porque nosotros no pensáramos que igual la habían drogado con algún alucinógeno o algo. Fue una decisión muy dura, pero mi padre y yo consideramos que lo mejor era investigar por nuestra cuenta, antes de arriesgarnos a que la Policía dejara de lado el caso. Teníamos las direcciones de los dos pisos. En el de él vive una señora anciana que nos dio unas cartas que encontró del anterior inquilino. Dice que este era escritor. Y como ella nunca tira nada, las había guardado.

—¿Escritor?

—Eso es lo que la anciana pensó al leerlas (cosa que hizo sin ningún tipo de reparo). Son las cartas donde tu abuelo intentaba sincerarse con tu abuela confesándole que era un íncubo, junto con otras cartas que sí mandó (y que de algún modo volvieron a él) y las contestaciones de ella. No te creas que fue fácil aceptarlo. Pero él daba datos, como nombres de mujeres que había tomado. Investigando en antiguos periódicos, vimos que las muertes, por paradas cardíacas, podrían encajar en toda esa historia. Y como la Policía no la encontraba, decidí buscarte. No perdía nada por creer que fueras real. Te encontré, te seguí y comprobé tu naturaleza no humana.

—¿Me estás diciendo que tienes cartas escritas del puño y letra de mi madre?

Ignoré todo lo demás.

—Sí. Y, ¿sabes?, viéndote tan joven se me hace muy raro lo de que seas hermana de la mía.

—Tengo casi cincuenta y cinco años.

—Ya había hecho las cuentas. Y me parece fascinante.

Me sonrió. Y su expresión me recordó a la del otro día, cuando iba colgado por la sangre del vampiro.

—Ya. Pues no pienso volver a sacar los cuernos. No soy ningún espectáculo de feria —le advertí—. Lo cierto es que no envejezco desde que cumplí los quince, desde que tomé mi primera alma. Es parte de ser medio súcubo. Y si te preguntas cómo lo hago, te diré que Abós es mi apellido auténtico. Pero cada cierto tiempo lo voy cambiando, por aquello de que no envejezco, y una cosa es contar con buenos falsificadores de documentación, y otra pretender tener más de veintidós con esta cara. Y de la casualidad de que hace unos meses decidí volver a tomar mis apellidos auténticos. Hasta entonces se me conocía como Violeta Arcos Pérez. La cual, por cierto, se ha cambiado de país y ha donado su casa y su negocio a su prima segunda de idéntico nombre. Como ves, no se me da mal esto de vivir entre vosotros.

Siguió mirándome, pero esta vez sorprendido en lugar de fascinado. Menos mal.

—De acuerdo —me dijo cuando salió de su asombro—. A grandes rasgos ya lo sabes todo. Porque no hemos vuelto a saber nada de mi madre ni la Policía ha avanzado en estos días. ¿Ahora qué hacemos?

—Tú te va a tu casa y no te meneas. Y guarda bien esas cartas, que las quiero.

Dejé entrever un fiero mías en la voz. Eran un trozo de la persona que fue mi madre que no pensaba perderme por nada del mundo.

—Yo voy a ir a preguntar a cierto sitio —le informé.

—¿Adónde?

—No, Marcos —sólo de pensar en ese sitio me entraban ganas de echarme atrás, mejor no hablar de ello—. La pregunta es: ¿tienes alguna idea de quiénes son esos hombres que saben de la existencia de las razas de la noche y que me buscaban a través de mi hermana?

—Eh. No.

—Bien, pues te diré lo que sospecho —algo sencillo de deducir después de saber que los vampiros que lo habían seguido me buscaban a mí—. Se trata de una especie de vampiros científicos que pretenden robar poderes que no son suyos. Tu madre está viva porque es su moneda de canje para que yo me entregue. De hecho, aquel vampiro del otro día no intentaba ganar tiempo. Era verdad que tenían a alguien. Y en cuanto a lo de buscarme a mí, supongo que al ser híbrida debo de ser más sencilla de poner en una mesa de operaciones para destriparme los poderes.

—Y mi madre. ¿Crees que te van a decir que o te entregas o la matan? —se horrorizó.

—Ya tardan. Será que aún no me han encontrado. Pero tranquilo —ahora era yo quien le calmaba—, a tu madre no le va a pasar nada. Palabra de semihumana.

Le tendí la mano.

—¿Por qué de semihumana?

Me la tomó extrañado.

—Porque los semidemonios no tienen palabra —bromeé mientras se la estrechaba—. Tranquilo, sobrino, no voy a dejar que os pase nada. ¿Dónde están tus hermanas, padre, abuelos y resto de familia?

—No tengo más familia que la que ya sabes. Excepto mis abuelos paternos. Y están todos con ellos, en una casa de pueblo grande a más de doscientos kilómetros.

—Vale. No quiero saber dónde —me recoloqué tras mi oreja un mechón de pelo que me tapaba los ojos—. Además, mientras tú estés en su punto de mira, ellos estarán más seguros. Ve a tu casa.

—¿Ahora?

—Ahora. Vete a clase a por tus libros o lo que sea, y a casa. Sin entretenerte.

—Violeta —se me acercó, me miró serio y me dio dos besos en las mejillas—, gracias.

La puerta se cerró sola cuando salió. En fin, sobrino, si se trata de matar vampiros, has encontrado a la tía adecuada. Esperé un par de minutos para estar segura de que Marcos no me oiría, y llamé a mi nuevo guardaespaldas. Cualquier diría que estaba hablándole a las paredes.

—Lucas. Por favor. Es importante, ven —dije en voz alta.

—¿Qué ocurre? —la voz masculina se proyectó enseguida en mi mente.

—Vale —susurré a la habitación vacía—, así pues. Da igual. Dile a Casio que tienen a mi hermana. Dile que voy a ir a buscarla y que por favor ponga a alguien que vigile a Marcos, porque ellos pueden volver a atacarlo. Ah —añadí—, y que no se preocupe por la información que quería venderme en la cena.

Dudaba mucho que Lucas pudiera entender esta última referencia, pero la trasmitiría de todos modos.

—Hecho.

Su presencia, poderosa y oscura, se retiró de mi mente. Me estremecí. Hasta para mí era siniestro. ¿De verdad estaba enamorada de uno de ellos?

En fin, no era momento para reflexiones. Era el momento de ir a buscar respuestas al palacio de mi abuelo. Y eso sí que daba miedo.