26

Valli había escuchado en la panadería que Isabel y el inglés andaban por Morella… juntos. En el pueblo corrían rumores dispares sobre la dimisión de Vicent, la ausencia de Isabel y el impacto de su ya oficioso noviazgo con Charles en el tema de la escuela. A pesar de la impresionante imaginación popular, ningún cotilleo se había aproximado a los verdaderos motivos que explicaban la ausencia de Charles, quien desde octubre no amanecía por Morella.

Desde esa última vez, Valli apenas había levantado cabeza y su cuerpo, por lo general sano y generoso, había ido a menos. Su vecina Carmen la obligaba a comer lo poco que ingería a diario, apenas unas sopas de verduras, algún caldo y, sobre todo, un buen vaso de aguardiente todas las mañanas para no adormecer la circulación.

Valli había querido llamar o escribir a Charles durante esos dos largos y fríos meses, pero siempre se había contenido pensando que lo que su hijo necesitaba era tiempo. También sabía, porque Amparo se lo había dicho, que Isabel le había ido a ver a Londres y que allí había pasado una semana.

Esa noticia la había alegrado y al menos le había permitido ser capaz de cuidar de sí misma, pero poco más. La antigua maestra apenas cogía el teléfono o abría las pocas cartas que le llegaban, la mayoría del banco o de la eléctrica. Poco a poco había abandonado su vida social para desesperación de su vecina Carmen, que ya no sabía qué más hacer para animarla.

La dinámica cambió tras los cuchicheos de la panadería, ya que la presencia de Charles en el pueblo justo antes de Navidad le abrió una puerta de esperanza. Si no la quisiera ver, seguramente nunca habría vuelto a Morella, ya que con Isabel siempre podía quedar en Castellón, donde vivía la chica, o incluso en Londres. De todos modos, Valli sabía que debía esperar a que él se le acercara, pues ella ya había puesto sus cartas sobre la mesa. La anciana sabía muy bien que las relaciones, todas, si no son en dos direcciones, sencillamente no funcionan.

Esas especulaciones tenía en la cabeza cuando el timbre de su casa sonó de pronto, intensamente, varias veces. Al principio, como de costumbre, Valli lo ignoró. Tranquila, la anciana seguía repasando delicadamente con un dedo el borde de la tacita donde se tomaba el té verde que tanto le gustaba a media mañana. Era sábado y ya había hecho la compra; ahora estaba descansando, bien abrigada en casa, protegiéndose del frío con un chal de lana gruesa, un vestido tupido y sus enormes zapatillas de lana.

El timbre, sin embargo, insistió tanto que, en lugar de salir al balcón, por no abrir las ventanas, se apresuró hacia la entrada para hablar por el interfono.

—¿Quién llama? —preguntó, casi gritando.

¡Hello, hello! —gritaron desde abajo ante la gran sorpresa de Valli, que tuvo que apartar el oído del auricular después del susto que las voces le dieron.

—¿Quién manda? —preguntó de nuevo, aunque en el fondo su corazón empezó a latir rápidamente, pues sospechaba quién era. Aquello sí que era por fin una gran alegría.

—¡Valli! Somos nosotras, Sam y Soledad, ¿estás bien? ¿Podemos subir?

—¡Uh, xiqueta! ¡Qué sorpresa! —dijo Valli, entusiasmada—. ¡Subid, subid!

Valli oyó cómo la joven norteamericana subía las escaleras a saltos, secundada por la directora del Instituto Internacional, que la seguía tan rápidamente como podía, pero sin lograr alcanzarla. Sam Crane se personó en el rellano de Valli en un abrir y cerrar de ojos, abrazando de inmediato a la antigua maestra, que ya las esperaba, puerta en mano, con los brazos bien abiertos.

—¡Qué alegría verte tan bien! —le decían—. Estábamos preocupadas, pues no respondías ni al teléfono, ni a las cartas, ni nada, así que decidimos venir.

Valli se echó ligeramente hacia atrás, sorprendida. Miró a las dos mujeres de arriba abajo. Tenían buen aspecto, muy sonrientes y confiadas, totalmente salidas de la capital, con sus pantalones vaqueros de diseño y sus abrigos de marca. Las dos tenían una tez y una dentadura bien cuidadas, de niñas de colegio de pago, y unos ojos brillantes llenos del entusiasmo juvenil que todavía desconoce los aspectos más amargos de la vida. Valli les sonrió. Aquellas mujeres, a pesar del ambiente privilegiado del que procedían, eran decididas y tenían buen corazón. ¿Quién se habría imaginado que algún día dejarían Madrid para desplazarse hasta ese pueblo donde nunca pasaba nada para verla a ella?

Con toda la amabilidad que pudo, Valli las condujo hacia su pequeño salón y les sirvió un café caliente y unos flaons típicos que, a pesar de su línea perfecta, aceptaron con hambre y gusto. Eran una delicia de mujeres, se dijo Valli.

Después de repetir una y otra vez lo maravilladas que estaban ante la belleza de Morella, Sam no tardó en desvelar el mensaje que le traían.

—Hay buenas noticias, querida —le dijo la pelirroja americana, hoy con una coleta discreta que todavía ensalzaba más su cara joven y pecosa. Sus ojos azules brillaban como nunca, reflejando una vida mejor y más rica de la que había percibido en esa muchacha la noche de las manzanillas en La Venencia, en Madrid, justo después de Pascua. Aquella mujer había crecido, se dijo Valli.

—Como te expliqué, después de pelearme unas semanas con la Universidad de Yale por fin conseguí la propiedad del folleto de Lorca dedicado a mi abuela y a Victoria Kent. Gracias a unos contactos de mi madre en Londres, lo subastamos en Sotheby’s y… no te lo creerás —le decía mirándola con los ojos bien abiertos y las manos asidas a la mesa—, ¡conseguimos cuatrocientos mil euros!

—¡Ay, xiqueta! —exclamó Valli, inclinándose hacia atrás y llevándose las manos a la cabeza—. Cuánto dinero, qué barbaridad, ¿pero quién pagaría semejante cantidad?

—Pues la Biblioteca Británica —respondió Soledad, más serena que Sam, pero igualmente rebosante de alegría—. Ya sabes que en Inglaterra y Estados Unidos, o incluso en Alemania, se aprecia a Lorca mucho más que en España, y además son países ricos. La dedicatoria tiene tanta fuerza que la british Library la usará como símbolo de su apoyo a las minorías, como prueba de que representa a una sociedad plural y diversa, y no solo a la élite británica. Todo un golpe para acallar cualquier crítica.

Valli puso los ojos en blanco en señal de incredulidad. Esas demostraciones de intenciones, sobre todo a base de talonario, apenas le decían nada; pero al menos, en esta ocasión, la beneficiaban. No iba a protestar.

—Recordadme, por favor, lo que decía la dedicatoria —dijo, todavía incrédula.

—«Para Louise Crane y Victoria Kent, cuyo amor es más verdadero que las leyes que lo aprisionan» —apuntó enseguida Sam, cuyo castellano había mejorado sustancialmente desde la primavera anterior.

Valli suspiró y reposó la espalda en la silla. Si hubieran dejado prosperar esa sociedad que impulsaban la Residencia de Estudiantes y la de Señoritas, cuán diferente habría sido su vida y la del país entero. Valli respiró hondo y miró a sus nuevas amigas, cuya pose bien enseñada y ropas de calidad contrastaban con su casa pequeña y modesta, libre de posesiones. Sam, al menos, venía de una sociedad libre, cuya fuerza impulsaba su mirada pura y esperanzada. La misma que ella tenía de joven, pero que una guerra maldita desvaneció para siempre, quizá hasta ese preciso momento.

—Es increíble, Valli —siguió la joven norteamericana—. ¡Lo hemos conseguido! Ya te dije que mi madre me había dado permiso para vender el Picasso que por herencia me correspondía a mí, y que subastamos en Nueva York por un millón de dólares.

Sam tuvo que hacer una pausa, pues su entusiasmo se desbordaba y se le empezaban a trabar las palabras. Soledad le sirvió un vaso del agua que Valli había dejado sobre la mesa y que Sam bebió, casi de un trago.

—Pues resulta —continuó la joven en cuanto pudo— que mi madre vino por fin a Madrid a verme y, después de unos días visitando museos y la antigua Residencia, se quedó tan prendada del proyecto que decidió colaborar. —Sam volvió a detenerse, ahora continuando en un tono más melancólico—: Ya te dije que ella siempre había ignorado España y preferido Italia. Yo creo que tener dos madres le trajo problemas en el colegio y eso le generó cierto resentimiento hacia Victoria y hacia España, en general. Pero al ver, leer y sobre todo escuchar mis proyectos, por fin me comprendió y accedió a vender el otro Picasso, el que guardaba inútilmente en una caja fuerte en un banco de Nueva York. El caso es que también lo hemos vendido, ¡y por dos millones de dólares!

Valli abrió los ojos tanto como pudo. Con su economía doméstica, de euro en euro, aquellas cantidades no le entraban en la cabeza y le parecía imposible que ella pudiera guardar ninguna relación con aquellos planes.

Sam siguió, como un torbellino.

—Todo se ha hecho con la ayuda del abogado de mi madre, a quien necesitamos para proteger a la familia y sus bienes —dijo, haciendo una breve pausa para tomar aire.

Valli observó en los ojos de la joven el mismo brillo que detectó en aquellos niños masoveros que nunca habían visto una biblioteca o una película de cine hasta que ella y Casona se los proporcionaron, llevándoselos a lomos de burra en plena República. Provocar aquel brillo sí que la llenaba de satisfacción. Por fin su vida volvía a cobrar sentido.

—Hemos establecido una fundación —continuó Sam, ahora más tranquila—. Yo la presidiré, con mi madre como presidenta de honor. Destinaremos los más de tres millones recaudados a comprar la escuela de Morella y establecer aquí la continuación de la Residencia de Señoritas María de Maeztu, que así la podríamos llamar.

A Valli se le empezaban a humedecer los ojos, pero todavía había muchos cabos por atar.

—¿Seguro que estáis conformes en situarla en Morella y no en Madrid?

Sam se levantó y de repente abrió la ventana de par en par, como si no le importara el frío invernal de Morella.

—Este es un lugar perfecto, idílico —dijo, mientras descorría cuantas cortinas encontraba—. Como te dije, ya tenemos un acuerdo con el Vassar y el Smith College para que vengan veinte universitarias americanas al año para estudiar español. Aquí estarán más tranquilas y centradas que en Madrid, que está lleno de ingleses y americanos, y es más fácil distraerse. Este pueblo es maravilloso, aquí se podrán integrar y centrarse en sus estudios. Además, hoy en día se hace todo por Internet, ya casi no importa dónde resida uno, sobre todo en el caso de estudiosos e investigadores.

Soledad y Valli asintieron a la vez.

—Pero ¿quién enseñará? —cuestionó Valli.

—Podemos llegar a algún acuerdo con el colegio local —respondió Sam, rápida—. Las americanas pueden enseñarles inglés y los profesores de la escuela local, a ellas, lengua y literatura españolas. Luego organizaremos cursos y festivales culturales y literarios para aprovechar las instalaciones, recaudar fondos y contratar profesores.

—Por supuesto, desde el Instituto Internacional también aportaremos recursos y esperamos que alguna beca también —apuntó Soledad—. Además de facilitar alojamiento para cuando las residentes de Morella quieran venir a Madrid.

Sam miró fijamente a Valli, cogiéndole las dos manos con determinación.

—¿Qué te parece? —le preguntó la joven, con las lágrimas a punto de saltársele de los ojos.

A Valli le tembló todo el cuerpo, no sabía qué decir. Aquello, si no era el sueño de toda una vida, ¿qué podía ser entonces? Su queridísima y añoradísima Residencia de Señoritas en Morella, activa y funcional, alegre, creativa y eficiente, retomando el relevo de una institución que se perdió para siempre al caer la República. Pero que ahora, siete décadas más tarde y de una manera casi milagrosa, estaba a punto de revivir, en su propio pueblo.

La antigua maestra republicana se echó las manos a la cara sin poder contener la emoción. Le vinieron a la memoria recuerdos de esa tartana junto a Casona, de las caras de hambre y analfabetismo en Las Hurdes, la mirada fija y determinada de Victoria Kent, las conferencias de Lorca en la calle Miguel Ángel ocho, las noches heladas e interminables en el maquis, los cuerpos de sus padres desplomándose, los pitillos compartidos con la Pastora, la carta a Tristan, Charles, el exilio, Natalie, quien ahora también estaría llorando de la emoción en el cielo, o allá donde estuviera.

Valli quería hablar, pero no podía. Se levantó con las piernas temblorosas y dio un fuerte y larguísimo abrazo a Sam Crane, la nieta de esa joven americana a quien conoció en el Madrid de los años treinta.

—Tu abuela —le dijo por fin— estaría muy, muy, muy orgullosa de ti, Sam.

Valli observó su cara pecosa y sus ojos azules de mirada inteligente. Aquella joven había heredado el mismo espíritu emprendedor del que su abuela se impregnó en la Residencia. Valli no pudo contener una tormenta de recuerdos de aquellos años, imágenes de Louise Crane fumando a escondidas, su flirteo público con Victoria, las copas compartidas con Margarita Nelken en La Venencia o las tertulias clandestinas en su habitación a las tantas de la mañana.

Abrumada, la anciana se sentó de nuevo sin dejar de negar con la cabeza, como si no se creyera lo que estaba sucediendo. Valli miraba a Sam y a Soledad, una y otra vez, para demostrarse a sí misma que eran reales y que aquello no era un sueño. Soledad pareció percibirlo y la asió de la mano, apretándola fuerte.

Sam por fin rompió el silencio.

—Por mi parte —dijo—, yo ya he acordado con Soledad que tendré un despacho pequeñito en el instituto, en Miguel Ángel ocho, y desde allí coordinaré la fundación. Vendré, por supuesto, periódicamente a Morella, pero debemos buscar un buen director para el centro que siempre esté aquí.

Aquello encendió la imaginación de Valli, que enseguida respondió:

—Creo que puedo tener a la persona adecuada, pero dejadme hablar primero con él.

—¿Un hombre? —preguntó Soledad, sorprendida.

—Algún día os lo explicaré, pero confiad en mí.

Las dos invitadas asintieron, tras lo que Valli se fue a por la botella de aguardiente y regresó con tres vasos. Los brindis fueron tan divertidos y continuados que las tres mujeres tuvieron que salir de casa al cabo de unas dos horas para tomar aire fresco y pasear por las maravillosas callejuelas del pueblo.

Valli se despertó al día siguiente más descansada que nunca, como si de repente le hubieran quitado dos décadas de encima. Pero el optimismo se esfumó tan solo unos instantes después cuando, camino del comedor, pensó que la visita había sido una alucinación. Presa del pánico, la anciana corrió hacia el salón, donde vio una bufanda de lana fina, finísima, que Soledad se había dejado en el piso antes de regresar a Madrid la noche anterior. La antigua maestra suspiró aliviada.

Enérgica, Valli abrió la ventana y respiró aire fresco, pensando que, por algún sistema cósmico de compensaciones, la vida le devolvía ahora el fruto de sus esfuerzos. Había sacrificado su vida para devolver a España ese espíritu republicano que aprendió en la Residencia, pero solo había conseguido años de miedo, desprestigio y derrotas. Ahora, por fin, y de manera incomprensible, su suerte había cambiado.

Contemplando las hermosas vistas de los campos de Morella, Valli se sintió más fuerte que en muchos años. Tenía unas ganas infinitas de ponerse manos a la obra y trabajar en aquel proyecto. Quería involucrar a todo el pueblo, trabajar con Sam y Soledad, con la fonda y hasta con el nuevo alcalde. Aquella aventura llenaría el pueblo de jóvenes y de asistentes a cursos, ciclos y conferencias; podría ser el revulsivo económico que tanto necesitaban, mucho mejor que el dichoso casino que Vicent tenía en mente, pensó Valli no sin displicencia.

Segura de su plan, la anciana se acicaló, vistió y perfumó tanto como pudo. Aunque no había concertado ningún encuentro, no le cabía ninguna duda de que ese sábado realizaría dos visitas de máxima importancia: una, al teniente de alcalde para ponerle al corriente de los acontecimientos; y otra, más trascendente, a la fonda.

El éxito de la primera, en la que el político recibió la noticia con entusiasmo, dio a Valli una mayor confianza de cara a la segunda, que era realmente la única que importaba. De nada servirían aquellos extraordinarios planes sin el apoyo de Charles. Nada valía la pena si no podía rescatar su propia vida, pensó.

Sin prisa, aunque llena de excitación, Valli se personó en la fonda, donde encontró a Manolo ordenando papeles, concentrado por una vez.

—Buenos días, Manolito —le dijo a su antiguo alumno, cariñosamente—. Está esto muy tranquilo hoy, ¿no?

—La crisis, maestra, la crisis —le respondió Manolo en un tono agradable—. Qué alegría verla, ¿qué le trae por aquí, si puedo preguntar?

—Manolito, tú pregunta lo que quieras, hijo —le dijo—. No hay que tener nunca miedo a nada, y mucho menos a preguntar. Pero dime, ¿está Charles por aquí?

A Manolo pareció sorprenderle la pregunta, pero seguramente consciente de que estaba ante la nueva jefa, el joven respondió de manera profesional.

—Pues sí, está por Morella estos días —contestó—, aunque hace un rato precisamente se ha ido a dar un paseo por el campo, con Isabel —apuntó.

Valli pareció decepcionarse un tanto, pero, persistente como era, se dijo que allí esperaría hasta que regresaran. Manolo no puso ningún reparo y la ayudó a acomodarse en el pequeño sillón que había en la salita junto a la entrada, trayéndole algunas revistas para que se distrajera.

Así pasaron el resto de la mañana los dos, escuchando el tictac del reloj y el ruido de las páginas que pasaba Valli, o de las carpetas que abría y cerraba Manolo. Aparte de alguna llamada de teléfono, alguna conversación sobre el tiempo y alguna que otra cabezadita de Valli, poco más sucedió hasta que el reloj de la pared dio las dos y Charles e Isabel por fin subieron por la escalera de la fonda.

El inglés enseguida percibió la presencia de Valli, hacia quien se dirigió después de un cierto titubeo inicial. Isabel se llevó a Manolo a la cocina para dejarles un poco de intimidad.

Charles se sentó en el sofá que había junto al sillón de Valli.

—Hola —le dijo, sin apenas mirarla y quitándose la gorra de paño inglés que le protegía del frío. Charles conservó, sin embargo, su chaqueta Burberrys de un muy elegante azul marino, como si quisiera indicar que aquella conversación sería breve.

—Hola, Charles —dijo Valli, inclinándose hacia delante, consciente de que un abrazo o un apretón de manos todavía quedaban muy lejos. La anciana pensó que, para lo que venía a proponer, un paseo sería más adecuado que un encuentro frío, cara a cara, como aquel.

—Ya sé que acabas de entrar por la puerta, pero ¿te apetece sentarte en un banco del Placet, o en otro lugar, más que aquí? —dijo esperanzada.

—Prefiero quedarme —respondió Charles rápidamente—. Si no te importa.

Valli sintió una ligera punzada en el corazón por la distancia de su hijo, amable pero fría. La anciana cruzó las piernas y respiró hondo. Aquella relación, como todas, habría que trabajarla con mucho cuidado, como si de una orquídea se tratase, se dijo.

—Es una alegría verte por Morella otra vez —continuó Valli, suave, intentando reconducir la situación.

—Sí —contestó Charles en un tono muy neutro—. He venido a ver a Isabel y a ultimar los detalles de nuestro viaje a Cuba; nos vamos para Navidad.

A Valli le dio una gran alegría constatar que aquella relación iba viento en popa, pues eso podía facilitar el contacto con su hijo, aunque solo fuera por proximidad geográfica.

—Cuba es un país magnífico —le dijo, con una sonrisa—. Yo estuve una vez, cuando en plenos años sesenta Fidel invitó a un grupo de exiliados españoles para ofrecernos ayuda y enseñarnos su modelo. —Valli hizo una leve pausa—. Qué tiempos.

—Ya me imagino —replicó Charles—, pero me temo que nosotros no tenemos en mente ese tipo de visita.

Valli sonrió. Siempre le había encantado la fina ironía inglesa.

—Charles —empezó a decir—, ya sé que esto es muy difícil para ti…

—Ya lo he aceptado —la interrumpió el inglés.

—¿Cómo dices?

—Como te dije, realicé investigaciones y descubrí que cuanto me dijiste era verdad —apuntó Charles sin apenas brillo en los ojos, con la misma expresión seria que siempre le había visto.

—Yo nunca te mentiría.

Charles no contestó, pero al cabo de unos instantes añadió:

—También encontré, por casualidad, una antigua postal de Morella y la carta que escribiste a mi padre cuando me llevaron a Londres por primera vez. No sé si la recuerdas…

—Por supuesto que la recuerdo —apuntó Valli, veloz—. Esas han sido las palabras más difíciles de mi vida.

Charles bajó la cabeza y clavó la mirada en el suelo. Al cabo de unos segundos, se irguió y, con delicadeza, se dirigió a su madre:

—Dime qué puedo hacer por ti.

Valli le miró con una mezcla de tristeza y esperanza. Le alegraba que al menos hubieran establecido un diálogo, pero se le helaba el corazón al pensar que aquella podía convertirse en una relación superficial y pragmática, como las que seguramente habría tenido en los internados donde creció.

—Por mí, Charles, no te preocupes, que yo estoy muy bien —le dijo—, pero he venido a ofrecerte una oportunidad que igual te interesa.

Valli sintió cómo el pulso se le aceleraba a medida que Charles le lanzaba una mirada cargada de sorpresa, pero también de cierta petulancia, como si ella no fuera capaz de proponerle algo realmente interesante.

—Escucho —fue cuanto dijo, reclinándose en el sofá y cruzando piernas y brazos, una señal que Valli leyó como un rechazo anunciado.

Aun así, la anciana pensó que nada tenía que perder y que aquella era su gran oportunidad. Debía intentarlo.

—No sé si lo recordarás, pero te expliqué algunas cosas de la Residencia de Señoritas y de la de Estudiantes, donde conocí a tu padre.

Charles asintió.

—Desde que se puso la antigua escuela de Morella en venta, yo intenté por mi cuenta conseguir fondos para establecer aquí un centro cultural, una idea muy diferente al casino que quería el alcalde, pero no tan diferente al centro escolar que tú proponías. —Valli hizo una ligera pausa—. Aunque más abierto o, al menos, accesible por mérito y no por clase o condición económica.

Charles alzó una ceja, un gesto que Valli interpretó como una advertencia. Más cautelosa, la anciana prosiguió:

—En Madrid encontré a algunas personas vinculadas a la Residencia, incluyendo a la multimillonaria familia norteamericana propietaria del imperio Crane, fabricantes de papeles, sobres y material de escritorio en general.

Charles frunció ligeramente el ceño antes de conceder:

—Conozco la firma, sí.

—Pues yo coincidí en la Residencia, en plenos años treinta, con la heredera de ese imperio, que había ido a Madrid para aprender español. Su nieta, gran admiradora de la institución, ahora ha establecido una fundación para restablecer la Residencia femenina en nuestra escuela de Morella, una vez remodelada. Ha conseguido tres millones de euros para empezar el proyecto cuanto antes y ya tiene firmados unos intercambios con universidades americanas de prestigio, como el Vassar College.

—No está mal —dijo Charles, ahora mirando a Valli con interés—. Conozco el Vassar; Oxford tenía un programa de intercambio con ellas.

La anciana respiró hondo antes de continuar. El comentario le había infundido una ligera dosis de esperanza y tranquilidad.

—Necesitamos un director, una persona fuerte al frente de la institución en Morella —le dijo, mirándole a los ojos, sin miedo—. Alguien capaz de liderar el programa educativo, dirigir algunas tesis doctorales y organizar los cursos y la universidad de verano que estableceríamos para aprovechar las instalaciones y expandir la oferta cultural. En principio, la residencia ocuparía la mitad de la antigua escuela, con unas treinta habitaciones alrededor de un patio interior.

—Me parece una idea fabulosa —dijo Charles, como si a él aquel tema no le afectara en absoluto—. Pero dime, ¿en qué os puedo ayudar yo exactamente?

Valli le miró a los ojos.

—Creo que tú serías la mejor persona para dirigir el proyecto, por si quieres venir a Morella y por si Isabel quiere hacerse cargo de la fonda. Ya sabes que es mía, pero yo ya tengo todo lo que necesito. —Valli hizo una ligera pausa, sentándose en el extremo del sillón, las manos sobre las rodillas, su mirada entregada a Charles—. Yo pienso dejarte la propiedad de la fonda a ti, ¿a quién si no? Isabel y Manolo se podrían hacer cargo, mientras tú diriges la Residencia.

—¿Yo? —preguntó Charles, con las cejas bien altas—. Eso es imposible.

Valli sintió cómo se le encogía el corazón. Con la espalda más curva, la anciana se recostó en el sillón, apoyando la cabeza para descansar. Todavía era muy pronto para rendirse, se dijo.

—¿Por qué lo dices? —preguntó.

—Porque yo tengo mi vida en Eton, una vida y un trabajo muy respetables y, francamente, nunca he tenido a una mujer en clase, siempre he enseñado a chicos, nunca a mujeres —respondió, sin dar margen.

Valli le habría reprochado el comentario machista, pero aquel no era el momento.

—Bueno —le dijo—, no me tienes que contestar ahora. Si quieres, te lo puedes pensar o hablar con Isabel. Creí veros muy felices en Morella y, por un momento, pensé que igual os querríais instalar aquí —dijo Valli, afligida—. Solo quería ofrecerte este proyecto, creía que a un intelectual como tú le interesaría, aparte de todos los puentes de colaboración cultural entre España y el Reino Unido que podrías establecer con tus contactos en Inglaterra y los míos en Madrid. Sería un proyecto muy bonito que podríamos compartir… —Valli no tuvo agallas para continuar la frase. Ella quería apuntar «como una familia», pero no pudo.

Charles desvió la mirada, incómodo.

—Como te digo, no me tienes que responder ahora —insistió la anciana.

—Yo creo que no tengo mucho más que pensar, prefiero ser honesto —respondió Charles con frialdad.

Valli apretó los labios y notó sus manos temblorosas. Con el corazón empequeñecido, miró a Charles, que seguía serio e impasible. La antigua maestra comprendió que había llegado la hora de partir.

La anciana se levantó, lentamente y sin decir palabra, y se dirigió hacia la puerta. Antes de partir, se giró para verle una última vez.

—Que disfrutes en Cuba, hijo —musitó, con un hilo de voz.

—Gracias —fue cuanto Charles respondió.