La Navidad se respiraba ya por todo el pueblo, con las tiendas repletas de árboles y guirnaldas horribles, las chimeneas despidiendo humo de leña y la gente mostrándose más amable que de costumbre, aparentemente llena de ese espíritu que Vicent tanto odiaba.
Al exalcalde nunca le habían gustado esas fechas. Hijo único y forastero en un pueblo extraño y hasta hacía poco socialmente inaccesible, sus recuerdos navideños se limitaban a una comida sencilla en un gélido piso únicamente compartida con su madre, ya que su padre solía estar o bien de guardia o con alguna de sus amantes. Su madre, al menos, únicamente le dejó solo una Nochebuena, pues tuvo que volver a Tramacastilla, en el Pirineo aragonés, al enfermar su padre, que al poco tiempo murió. Esa noche Vicent la pasó junto a un gato que había rescatado en la calle ese mismo día, pero que su padre le obligó a abandonar en cuanto volvió a casa. A Vicent eso le partió el corazón, pues los animales siempre habían sido sus mejores aliados.
El antiguo alcalde sintió el frío del amanecer morellano al pasear justo por debajo de la Alameda a lomos de Lo Petit. Su más fiel amigo durante ya casi veinte años recorría lentamente los alrededores del pueblo a su hora preferida, hacia las seis de la mañana, cuando todo estaba tranquilo. Desde su dimisión, Vicent apenas se había dejado ver por las calles de Morella, pues quería evitar las inevitables preguntas y miradas. Pero afortunadamente, su renuncia había quedado más bien discreta, dadas las vacaciones y porque ya se habían convocado nuevas elecciones municipales, desviando la atención. Valli y Eva también habían sido fieles a su palabra y nada acerca de la inversión en el aeropuerto de Castellón había salido a la luz pública. A cambio, siguiendo las órdenes de Valli, Vicent había frenado la venta de la escuela y también había retirado la promesa de aportar otros dos millones al aeropuerto. El antiguo alcalde había podido salvar esos dos millones, ya que tan solo se trataba de un acuerdo verbal con el presidente Roig que no había quedado escrito en ninguna parte. Cómo explicaría el presidente ahora a los inversores de Londres que aquellos dos millones en realidad no existían no era su problema, pensaba Vicent. Además, el antiguo alcalde siempre podría alegar que, gracias a su gestión, Morella sí recibiría los cinco millones para remodelar la antigua escuela que Roig le había prometido a cambio de la inversión en el aeropuerto —esos cinco millones sí se habían aprobado en el parlamento valenciano, por lo que no había vuelta atrás—. Lo que sí se pagó, pero nunca se supo, fue la comisión personal para Roig que Vicent había prometido al presidente a cambio de la remodelación, y que ya se había ejecutado.
En cuanto al millón que Morella ya había abonado al aeropuerto, Amparo, una bendición en su vida, había sacado de sus ahorros personales esa cantidad para devolverla al ayuntamiento. Hasta entonces, él desconocía que su mujer tuviera tal importe de dinero, por lo visto había heredado una buena cantidad de sus padres hacía muchos años. Amparo le había dicho que los morellanos no tenían por qué financiar un proyecto tan poco firme, y que, si el coste del honor era ese dinero, ella lo pagaría, ya que la dignidad no tenía precio. Vicent había rehecho el presupuesto municipal borrando los tres millones del aeropuerto y eliminando el ingreso por la venta de la escuela —partidas que Eva había incluido bajo su presión, antes de contárselo todo a Valli—. Vicent había dejado el consistorio endeudado después de las obras de la Alameda, la nueva escuela y la piscina municipal, pero al menos esas deudas se correspondían con mejoras municipales, por lo que él siempre podría defender su actuación.
Cefe le había obligado a poner en venta la casa para paliar deudas propias y porque, por supuesto, sin el sueldo de alcalde, ya no se podía permitir semejante hipoteca. Además, también tenía que devolver los doscientos cincuenta mil euros de ayuda pública que había recibido para reconvertir la fonda en casa rural. Valli se los había reclamado para devolverlos a la Generalitat, pues no quería engaños en la fonda, que ya estaba en sus manos. Al menos, la vieja había accedido a mantener a Manolo como empleado, algo que en el fondo le agradecía. Todo se había llevado a cabo con la máxima discreción para no despertar ningún rumor en el pueblo.
Sin levantar revuelo, Cefe ya había puesto la casa en venta, esperando encontrar a algún banquero inglés o americano en busca de paz y silencio. Amparo, una vez más, había salvado la situación proponiendo mudarse a una pequeña, pero acogedora masía que su familia había conservado cerca del pueblo. En principio, la masía era propiedad de un hermano, pero este se había trasladado al asilo municipal hacía tiempo y no había dudado en ayudarle y concedérsela. Amparo también le había asegurado que ellos no necesitaban ninguna mansión y que ella, de hecho, prefería vivir más cerca del pueblo y poder caminar todos los días a la plaza para realizar la compra y hablar más con las amigas.
Vicent, sin familia propia ni ahorros, solo podía acceder al plan de su mujer, aunque aquel cambio, en realidad, no le disgustaba. De hecho, él siempre había querido una vida sencilla de masovero, al aire libre, como la de sus amigos del colegio cuando era pequeño. La finca que ahora abandonaba era desde luego fabulosa, pero no tenía la sencillez cálida que él siempre había anhelado. Quizá aquella mansión había sido desproporcionada y ahora veía que, en realidad, tampoco le había hecho feliz. En cambio, la masía de Amparo era más pequeña y acogedora, cálida, y tenía un pequeño terreno en la parte trasera donde él ya se imaginaba labrando la tierra, cultivando verduras o manteniendo un corral. Todo de manera sencilla, sin las grandes complicaciones logísticas o enormes gastos que le suponía la finca y que, en el fondo, le habían llenado de obligaciones.
Animado por esos planes, Vicent condujo a Lo Petit de la Alameda hasta el camino de Xiva, donde el exalcalde dio un ligero golpe en el muslo de su viejo caballo para que siguiera un pequeño sendero a la derecha. Con ganas de estirar las piernas después de dos horas a caballo, Vicent desmontó y anduvo cerca de un kilómetro junto a Lo Petit hasta que llegaron a la masía en ruinas donde los maquis habían matado a su padre.
El hijo del guardia civil no había acudido a ese lugar desde Pascua, justo antes de inaugurar la nueva Alameda junto al presidente Roig. Vicent recordó cómo ese día llegó a ese mismo lugar a lomos de Lo Petit, cabeza en alto, ataviado con su impecable chaqueta Barbour, por la que había pagado más de quinientos euros, y su sombrero Wembley, importado directamente de las tiendas más selectas de Londres. Hoy, en cambio, llevaba un jersey de lana que Amparo le había tejido hacía al menos veinte años, con el que se sentía francamente más cómodo que cuando vestía la indumentaria más apretada tipo Ascot. El exalcalde por fin se detuvo a escasos metros de la construcción, o de lo que quedaba de ella. En ese lugar, hacía más de cincuenta años, el grupo de Valli y la Pastora había acabado con la vida de su padre volando la antigua masía mientras él les esperaba dentro, solo, preparándoles una emboscada. Según le habían contado, cuando él tan solo tenía quince años, la explosión fue tal que la policía apenas encontró los restos del guardia civil. Desde entonces, Vicent siempre había acudido a ese lugar remoto una vez al año para rendir homenaje a su padre.
Esas visitas, de todos modos, eran más por tradición o autoobligación que por respeto o cariño genuino. De hecho, Vicent apenas guardaba buenos recuerdos de su progenitor, más bien solo recordaba azotes, obligaciones y largas ausencias. ¿Qué había aprendido de su padre, más que a vivir como un perro, arrastrándose, dejándose la piel en la Guardia Civil o en la fonda, sin conseguir nada a cambio?
Exactamente como él, se dijo.
Solo durante sus casi dos años en la alcaldía Vicent había saboreado el éxito y la aceptación de los morellanos. A pesar de que ese sueño ahora hubiera terminado, Vicent se negaba a pensar que le tocaba volver a sus míseras andanzas. A sus sesenta y siete años, todavía le quedaba una buena década de salud y vitalidad por delante y no la pensaba desaprovechar, ni vivir con la cabeza baja como su padre, se dijo.
Vicent dejó a Lo Petit a su aire, aunque este, después de un pequeño paseo, volvió junto a él, apoyando el lomo tierno y cálido contra su viejo abrigo. Los animales siempre son los primeros en percibirlo todo, se dijo el antiguo alcalde acariciando suavemente a su caballo.
Vicent avanzó unos metros hacia la antigua masía, agachándose para ajustarse los pantalones dentro de las botas y evitar el barro y los charcos que había por todas partes. La tierra todavía estaba húmeda después de los últimos chubascos, y desprendía el olor a campo mojado que tanto le gustaba. Con paso lento, Vicent llegó a las ruinas, donde el espliego y el romero crecían entre la piedra, inundando el aire con su aroma.
Vicent respiró hondo y miró a su alrededor. En el fondo, él lo único que quería era aquello precisamente. Aire puro, campo, libertad y, sobre todo, cariño.
Amparo le había dicho que ahora, libre de las ataduras de la alcaldía y de la fonda, sin ningún interés que defender ni por el que luchar, había llegado el momento de descansar, relajarse y ver cómo, de manera automática, los morellanos se empezarían a abrir poco a poco a él. Vicent no las tenía todas consigo, aunque era verdad que los pocos abuelos que había encontrado en sus paseos matutinos por la Alameda le habían saludado con mucha amabilidad. Él, que tanto había trabajado para construir la nueva Alameda, tan solo la había utilizado un par de veces como alcalde, una de ellas el día de la inauguración. Desde su dimisión, en cambio, la había disfrutado casi todas las mañanas, ya que desde allí le gustaba contemplar los primeros rayos de sol. Ante su sorpresa, había descubierto que no era el único asiduo a ese espectáculo; otras tres o cuatro personas también acudían todas las mañanas en silencio para inundarse de la paz y la esperanza que siempre traía el amanecer. Como de costumbre, su mujer tenía razón.
Vicent volvió a acariciar a Lo Petit, todavía fiel a su lado, mientras contemplaba ensimismado las ruinas de la masía. Se imaginó a su padre allí, muriendo solo, escopeta en mano. Él no quería acabar igual. Pensó en sus hijos, Manolo e Isabel, ¿qué recuerdo guardarían de él? Se le encogió el corazón al pensar que ellos le podrían recordar de la misma manera que él a su padre: un recuerdo vacío, frío, seco, hasta indiferente. Su padre, que siempre le trató a palos, realmente nunca le quiso ni tampoco le enseñó nada práctico o bonito para ir por la vida. Vicent sintió cómo sus manos se tensaban y enfriaban al recordar la tez morena y desgastada de ese guardia civil que murió solo. Ahora, cincuenta años más tarde, tan solo había una persona que le recordara —él mismo—, y era de un modo casi glacial. Vicent sintió un repentino escalofrío y, sobre todo, miedo. ¿Acabaría él igual?
De repente al exalcalde le flaquearon las piernas y poco a poco se tuvo que agachar, apoyando la mano en una piedra para no perder el equilibrio. Él sabía que no había sido un buen padre con sus hijos, a pesar de haber trabajado toda la vida para sacarlos adelante. Pero eso no era suficiente y él bien lo sabía. Esa era su obligación, pues si no podía mantenerlos, ¿para qué tenerlos? Él sabía perfectamente que el único cariño en su casa para Manolo e Isabel había procedido de su madre. En cambio, él nunca tuvo paciencia con Manolo e incluso le sacó enseguida de la universidad; quizá tendría que haberse personado en Valencia y haberle ayudado a solucionar aquello que le apartó de los estudios, lo que fuera, más que cortarle la carrera de cuajo y obligarle a volver a Morella. Vicent también sabía que con Isabel, quien había osado contestarle a pesar de ser una mujer, tampoco había sido justo. Como a Manolo, le había pegado algunas palizas repetidamente, aunque menos que su padre a él mismo. Pero en el fondo, Vicent sabía que aquello era imperdonable y que inexorablemente le conduciría al olvido y al rechazo, lo mismo que sentía él por su padre. Vicent nunca había cristalizado esos pensamientos, porque en su época querer a los padres era una obligación. Pero en la sociedad más democrática y avanzada de ahora, los padres debían ganarse a los hijos y él sabía demasiado bien que nunca había hecho nada por ello. Era lógico que sus hijos, una vez conscientes de cómo funcionaba la vida, le devolvieran el mismo cariño que habían recibido: ninguno.
Vicent respiró hondo y sintió cómo se le humedecían los ojos, aunque el calor del cuerpo de Lo Petit, todavía firme a su lado, le dio fuerzas para levantarse y contener las lágrimas. El exalcalde miró hacia el monte que le rodeaba y se prometió dejar tras de sí un legado mejor que el de su progenitor. Había cometido tantos errores en su vida, con su mujer, sus hijos, las mentiras en el ayuntamiento…, pero al menos, se dijo, él no era ningún ladrón. Su gestión de alcalde no le había enriquecido personalmente, como era el caso de muchos otros, empezando por el mismo Roig. Él no era más que un tonto al que se le había subido el poder a la cabeza; se había endeudado como un idiota y ahora lo tenía que devolver todo, hasta el millón para el aeropuerto que, por decencia, su mujer ya había reembolsado a las arcas municipales. También reintegraría los fondos de la reconversión de la fonda en casa rural para tener la conciencia limpia. No quería que le miraran como a un mangante, o que sus hijos se avergonzaran de él.
Esa misma noche los había convocado en casa, quizá la última vez que la familia se reuniría en la finca. Una mezcla de tristeza y esperanza le inundó. Pena por ver la majestuosa casa deslizarse de su vida, pero ilusión al pensar que podría tratarse de una última oportunidad con Manolo e Isabel. Al menos, los dos chicos se merecían una explicación de lo que había sucedido y de los cambios en la fonda, ya que él todavía no les había dicho nada. El exalcalde miró hacia las ruinas de la masía una última vez. ¿Daría él otra oportunidad a su padre?
Sin saber qué pensar, Vicent volvió a montarse sobre Lo Petit y, tras un ligero golpecito en el muslo, los dos partieron de regreso a casa.
Hacía unos cinco meses que Vicent no veía a Isabel. Padre e hija ni se veían ni se hablaban, más que estrictamente lo justo, desde esa desafortunada noche de julio, cuando su hija le dio el desplante más descarado de su vida, en presencia de Charles, torpedeando la venta de la escuela.
Ahora, apenas dos semanas antes de Navidad, Isabel estaba sentada en el sofá ante la chimenea, junto al inglés. Los dos estaban cogidos de la mano, observó Vicent al bajar las escaleras y entrar en el salón. Manolo estaba en la cocina, con su madre.
Vicent hizo un esfuerzo por sonreír, pero no pudo. Con un ligero temblor en las piernas, el antiguo alcalde avanzó hacia la chimenea, bien encendida y chispeante, lo que provocó un silencio en la sala. Charles fue el primero en advertir su presencia, por lo que se levantó inmediatamente y le tendió la mano como un caballero, pero sin un atisbo de sonrisa en su faz. Desde la cocina, abierta al salón, Manolo y Amparo contemplaban la escena expectantes.
—Encantado de saludarle, Vicent —le dijo el inglés, cada vez con mejor acento español.
—¿Qué hay, Charles? —respondió Vicent, sin apenas mirarle y dirigiéndose a él más como a un yerno que como a un potencial comprador. Pero Vicent no estaba por el inglés, sino que solo podía advertir la presencia de sus hijos, quienes no hacían ninguna intención de dar un paso para saludarle. Vicent entendió que se tenía que tragar todo su orgullo y, por una vez, demostrar humildad. Recordó a los ancianos de la Alameda y las palabras de su mujer: más humildad y menos agendas propias, tratar a las personas al mismo nivel le reportaría mejores resultados.
El exalcalde se ajustó el cuello de la camisa bien planchada que se había puesto para la ocasión y se dirigió hacia Manolo, a quien imaginó más propicio para romper el hielo que Isabel. De manera lenta y pesarosa, Vicent se dirigió hacia la cocina, donde besó a su mujer en la frente y saludó a su hijo.
—Me alegra que hayas podido venir —le dijo—. ¿Ha quedado todo bien atado en la fonda?
—Sí, padre —respondió Manolo con cierto nerviosismo—. No tenemos huéspedes, así que está todo en orden.
Vicent estuvo a punto de hacer algún comentario al respecto, pero se contuvo, pues esa noche tenía asuntos más importantes que tratar. Recordó sus pensamientos de esa misma mañana en la antigua masía, y se repitió que esa reunión era para acercarse a sus hijos y no para resolver negocios.
Mientras su mujer empezaba a servir copas de jerez a cada uno de los presentes, Vicent se dirigió por fin a Isabel, quien le sorprendió por lo guapa que estaba. Sin gafas, visiblemente más delgada y con un vestido azul oscuro elegante y más bien ajustado, Vicent apenas pudo reconocer a su hija. ¿Dónde estaba aquella mujer grande y cabizbaja, escondida detrás de un delantal y unas gafas gruesas? Vicent pensó que esa mujer había empezado a brillar justo después de cortar el lazo que la unía a él. Por un segundo pensó que, igual, a él mismo la vida le habría ido mejor si se hubiera desprendido del legado de su padre mucho antes. Aunque este llevaba muchos años muerto, parecía que solo se hubiera deshecho de su impronta esa misma mañana.
Cabizbajo y casi sin atreverse a mirar los inmensos ojos verdes y las largas pestañas de su hija, Vicent por fin se dirigió a ella:
—Me alegro de que hayáis podido venir —fue cuanto pudo decir.
Isabel asintió, sin decir más.
Casi con la palabra en la boca, Vicent cogió nerviosamente una de las copitas cuidadosamente talladas donde Amparo había servido el jerez. El antiguo alcalde miró a la chimenea y luego alrededor de la casa, sobre todo a esos muros de piedra que él había creído infranqueables. Nada dura, pensó. Ni lo bueno, ni lo malo.
—Queridos todos —empezó, en tono grave, con los ojos tristes, decaídos.
—Empecemos con un brindis, ¿no? —le interrumpió su mujer, en un tono más alegre, algo que Vicent agradeció, porque aquello que él había planeado como una reconciliación parecía más bien un funeral.
—Por supuesto, tú dirás —accedió Vicent, quien percibió la mirada de sorpresa de sus hijos. Quizá no estaban acostumbrados a ver a su madre tomar el liderazgo, o a que su padre accediera. Eso, aunque le entristeció, de repente le hizo sentirse más cómodo, pues pensó que iba por buen camino.
—Por nosotros, que hacía mucho que no estábamos todos juntos, y sobre todo —añadió, mirando a Charles— para dar la bienvenida a Charles y decirle que esperamos que se sienta cómodo y feliz entre nosotros, que desde aquí haremos todo lo posible.
El inglés sonrió, ahora sí, de manera genuina, mostrando los hoyuelos que se le marcaban en la cara, en los que Vicent nunca se había fijado, a pesar de que hacía meses que lo conocía. Por el rabillo del ojo, el exalcalde también vio cómo Isabel apretaba cariñosamente la mano de Charles, un gesto que este correspondió.
—¡Por nosotros y por Charles! —secundó Vicent, alzando su copa, en un tono forzadamente alegre.
Amparo, consciente del mal trago por el que estaba pasando su marido, se dirigió hacia él después de dar un par de sorbitos al jerez. De pie junto a Vicent, lo cogió de la mano y se la apretó.
Vicent tragó saliva hasta tres veces. Ese calor hogareño era un sentimiento nuevo para él, o quizá ya ni lo recordaba. Se giró levemente y sonrió a su mujer, quien asintió y le apremió a que hablara ya de una vez. Vicent se empezó a sentir cómodo en aquella situación, que a priori se le había presentado como una auténtica tortura.
—Queridos hijos, Charles —empezó, mirando a su público, ahora todos sentados menos él, que permanecía de pie junto a la chimenea—. Solo quería convocaros aquí por última vez, ya que vuestra madre y yo nos mudaremos pronto a la masía del tío Juan, que como sabéis ahora vive en el asilo.
—¿Por qué? —interrumpió Manolo, a quien su madre enseguida le hizo un gesto reclamándole paciencia.
—Porque hemos, bueno —se corrigió Vicent—, he vivido por encima de mis posibilidades, en el ayuntamiento y en casa también. —Vicent hizo una ligera pausa para tomar un sorbito de jerez—. Ya sabéis que he dimitido y dentro de poco supongo que saldrá a la luz que el ayuntamiento tiene más deudas de las que quisiéramos. Es algo de lo que realmente me arrepiento, pero os puedo jurar que yo siempre he pensado en el bien del pueblo, aunque a veces me haya equivocado. Tampoco me he enriquecido personalmente, y todo lo que he gastado sin una obra pública detrás —dijo, mirando al suelo— lo he devuelto. Absolutamente todo.
Charles enseguida alzó una ceja, pero su cara de sorpresa desapareció a medida que Vicent continuó con su pequeño discurso, sin dar más detalles.
—Por eso dimití, pero vosotros siempre podréis ir con la cabeza bien alta, ya que vuestro padre ha devuelto hasta el último céntimo relacionado con acciones que no se correspondían con la responsabilidad de su cargo. —Vicent volvió a detenerse—. En cuanto a la casa, ahora, sin el sueldo mensual de alcalde, esta hipoteca es demasiado para nosotros, por lo que el banco ya la ha puesto a disposición de un posible comprador.
—Después de todo el esfuerzo que habéis puesto aquí… —dijo Isabel mirando a su madre, como si no entendiera la situación.
—Estamos muy contentos, hija —intervino Amparo—. Esta casa siempre ha sido demasiado grande para nosotros, y aislada.
—Eso he dicho yo siempre —apuntó Isabel.
Vicent miró a su hija asintiendo, quizá dándole la razón por primera vez en mucho tiempo.
—El caso es que yo también estoy contento con el cambio —explicó—. Siempre he querido mi pequeña masía para cultivar la tierra, y esto es más un palacio que una masía.
Vicent vio cómo Manolo le dirigía una mirada de sorpresa a Isabel, que esta le devolvió. Sus hijos parecían incrédulos.
—No os sorprendáis —les dijo—. Estos dos años como alcalde han sido trepidantes, pero yo, de pequeño, solo quería cuidar conejos y gallinas y ahora por fin lo haré —dijo, serio.
El comentario, aunque genuino, despertó la carcajada de Manolo e Isabel, que todavía no sabían si creerse o no aquella situación.
—La cuestión —continuó Vicent— es que también he traspasado la fonda a Valli Querol, ya la conocéis.
—Ya era hora —apuntó enseguida Isabel.
Vicent la miró sorprendida.
—¿Y tú qué sabes?
—Sé lo que me ha explicado Charles —aclaró Isabel, mirando a su madre de reojo—. Manolo también lo sabe, porque se lo dije yo; creí que tenía derecho a saberlo.
Vicent guardó un breve silencio.
—Pero me parece una solución justa y adecuada —dijo por fin Isabel.
Vicent relajó los hombros y alzó la cabeza. Por fin una señal de aprobación.
—A mí también —apuntó Manolo.
Vicent miró a su hijo.
—También he acordado con Valli que te mantendrá al frente de la fonda, ella te aprecia mucho.
—Es recíproco —respondió el joven.
Vicent miró a la chimenea antes de dirigirse a su hija.
—En cuanto a ti, Isabel, como ahora parece que sois dos —le dijo, también mirando a Charles—, he pensado que, si estuvierais dispuestos a haceros con la deuda de esta casa, os la podríais quedar, seguro que Cefe os ayudaría.
Isabel le miró a los ojos y luego a Charles. Parecían no necesitar palabras.
—No, padre, gracias —contestó enseguida su hija—. Esto es demasiado grande para nosotros. Yo tengo un trabajo en Castellón y todavía estamos pensando qué haremos. Pero, desde luego, no necesitamos mansiones como esta ni mucho menos. Y si te ha quedado alguna deuda de esas que dices que estás devolviendo, yo creo que hasta el último céntimo de esta casa o de los objetos que contiene tendrían que destinarse a esos compromisos.
Vicent miró a su hija, que hablaba con determinación, la espalda erguida, los ojos firmes, la voz sin ningún temblor. Aquella mujer había cambiado radicalmente. O igual siempre había sido así, solo que él no se había dado cuenta.
—Como queráis —dijo—. Yo solo quería ayudar.
—Ya nos ayudamos nosotros mismos, gracias —replicó Isabel, correcta pero con una frialdad tan distante que hirió a Vicent. Aquel comentario le hizo sentirse casi redundante, un padre inútil, sin capacidad de ofrecer nada que sus hijos realmente necesitaran. O igual lo único que realmente buscaban era apoyo y compañía, justamente lo que él se había propuesto darles a partir de ese momento.
—Bueno, vuestra madre y yo ya estaremos en la nueva masía en un par de semanas, para Navidad, pero creo que la casa no la empezarán a enseñar hasta Año Nuevo, así que si alguien quiere venir aquí a pasar unos días de descanso, está a vuestra disposición.
—Yo ya estoy bien en la fonda, y habrá trabajo —apuntó Manolo.
—Nosotros nos vamos a Cuba dos semanas, a partir del día veinte —dijo Isabel.
Vicent miró a su esposa, quien le sacó del apuro, una vez más.
—Ya verás qué tranquilos estaremos nosotros dos en la pequeña masía, sin grandes fiestas; ya verás cómo serán unas de las mejores Navidades.
Vicent asintió.
Después de un tenso silencio, Vicent miró a sus hijos, expectantes, y abrió las manos con las palmas extendidas, indicando que no tenía más que decir u ofrecer.
Isabel entendió el mensaje y se levantó, seguida de Charles, que no le soltó la mano en todo momento.
—Pues si eso es todo, nosotros nos vamos —dijo—, que tenemos mucho que preparar para dejarlo todo listo para Cuba.
—Como queráis —dijo Amparo, siempre amable.
Vicent se giró hacia la chimenea, sintiéndose hasta cierto punto humillado por el nuevo control que parecía haber adquirido su hija y, sobre todo, por su aparente pérdida de poder. Parecía que estaba a merced de todos.
Como si leyera sus pensamientos, Amparo se le acercó y le susurró al oído:
—Has estado fenomenal; así, poco a poco y con paciencia.
Vicent no dijo nada y, al ver que Charles e Isabel estaban ya en la puerta con los abrigos en la mano, salió a despedirles.
Después de dudar unos instantes, en voz baja y temblorosa, Vicent le dijo a su hija:
—Espero que esto sea el principio de una mejor relación.
Apretando nerviosamente los puños detrás de la espalda, Vicent sintió como si estuviera traicionando a su padre: ceder y bajar la cabeza era lo contrario de lo que él le había enseñado.
Isabel se giró y le miró sin disimular su sorpresa.
—Yo siempre he sido correcta contigo y lo seguiré siendo, pero no me pidas más —le respondió.
Vicent la miró fijamente y asintió. No podía hacer más de momento, y lo sabía.
Al cerrarse la puerta, Vicent entendió que los últimos años de su vida los tendría que dedicar a su familia y al campo para no dejar un legado tan triste y vacío como el de su padre. Ese pensamiento, aunque angustioso, al menos le llenó de esperanza y le dio un motivo para seguir viviendo.