24

Habían pasado unas tres semanas desde aquella revelación cuando Charles se disponía a encender la chimenea de su salón. El invierno ya había calado en Inglaterra, las temperaturas eran bajas y los días cada vez más cortos. Las calles de Eton habían recobrado su aspecto invernal, casi vacías, sin el gentío de turistas americanos que las llenaban en verano antes o después de visitar el castillo de Windsor, y sin los aristocráticos británicos que llenaban bares y restaurantes en otoño, después de una regata por el Támesis. A mediados de noviembre, alumnos, padres y profesores ya habían vuelto a sus obligaciones, dispuestos a pasar el invierno concentrados cada uno en lo suyo, prácticamente despidiendo la vida social hasta la próxima primavera.

Ese estado de hibernación, que deprimía a la mitad de los ingleses, ese año era una bendición para Charles. El profesor apenas había dejado de pensar en las palabras de Valli desde que su conversación con ella le hiciera regresar a Inglaterra a toda prisa, sin despedirse de nadie. Ni de Isabel. Las palabras de la anciana habían revolucionado su vida, siempre tan ordenada y previsible, creándole un estado de nerviosismo, inestabilidad e incertidumbre hasta ahora desconocido para él. Charles nunca había tenido problemas para conciliar el sueño, pero ahora se levantaba a media noche con la boca seca, a veces interrumpiendo una pesadilla que a menudo incluía bombas y trincheras. Él, que se había pasado la vida en los cuadriláteros limpios y exclusivos de los más selectos colegios y universidades del mundo, que siempre había vivido en las mejores zonas de Londres o Cambridge, ahora se veía atrapado en un pasado repleto de asesinos, lesbianas y pueblos áridos y recónditos.

Después de avivar el fuego, Charles se sentó en su sillón de cuero frente a la chimenea y se llevó las manos a la cara. Solo deseaba que las horas avanzaran rápido y que, sin darse cuenta, fuese lunes por la mañana otra vez. Pero por mal que le pesara, era viernes por la noche, después de cenar, y se enfrentaba a dos días vacíos en los que las palabras de Valli le martillearían la cabeza como habían hecho desde que hablaron.

Normalmente, Charles habría llenado el fin de semana de actividades escolares, pero ahora ni tenía fuerzas para ello ni se sentía próximo a sus alumnos. Era como si, de repente, no fuera uno de ellos —familias que venían de castillos en Escocia o de mansiones tranquilas rodeadas de campiña—. En cambio, él ahora procedía de un pueblo pequeño y pobre, y encima había pasado los primeros meses de su vida escondido en el monte con unos guerrilleros casi comunistas. Él, que siempre se había imaginado a su madre bordando frente a una ventana gótica en algún pueblecito inglés, ahora sabía con certeza que su sangre no estaba tan limpia como suponía. Si ya no era uno de ellos, como siempre había pensado, ¿quién era, pues?

Charles por fin se descubrió la cara y bajó los hombros, tensos todo el día. Estaba cansado. Tenía ojeras y una barba de tres días, algo inusual y nada bien visto en Eton, donde alumnos y profesores debían mostrar siempre una imagen impecable. También había dejado de llevar el elegante uniforme de profesor a todas horas, algo que siempre había hecho sin apenas darse cuenta. Pero ahora su vida incluía una variante nueva y desagradable que le hacía sentirse sucio ante sus compañeros y estudiantes. Esa misma noche, después de la cena, Charles había sacado del fondo del armario un viejo jersey y unos antiguos pantalones de pana que ahora llevaba. El profesor había colgado su uniforme suavemente y con cierta tristeza, pensando que el hombre que había llenado ese traje durante años había desaparecido.

O quizá había cambiado para siempre. Tragando saliva, Charles miró hacia la mesilla que tenía junto al sillón y se sirvió una copa de jerez, que terminó la botella. Antes, una de estas le duraba casi un mes, pero ahora ya había consumido dos desde que llegó de Morella hacía unas tres semanas.

El inglés tomó un primer sorbo cerrando los ojos, perdiéndose en la soledad de la habitación, en la que solo se escuchaba el tictac del antiguo reloj y, de tanto en tanto, el crujir de la madera antigua. A veces oía ruidos procedentes del piso de abajo, pero los viernes siempre eran menos, ya que la mayoría de estudiantes salía al pub local. Charles podría haber llamado a Robin o haberle visitado en su casa de los Cotswolds, pero no le apetecía. No tenía ganas más que de esconderse e hibernar hasta el año siguiente.

El profesor volvió a mirar el reloj. Los minutos parecían horas. Con desgana, asió la antigua foto de Morella que había encontrado en casa de su padre cerca de Cambridge. Apretó los labios recordando que, en el momento de descubrirla, había pensado que tan solo se trataba de una gran coincidencia. Ahora, en contra de todos sus pronósticos, Charles había confirmado que la presencia de su padre en Morella y esa foto no tenían nada de accidental, y que las palabras de Valli eran ciertas. Nada más llegar a su país, el profesor había llamado a Vicent para comprobar que la historia del detective que este había contratado era cierta. Después de esa confirmación, Charles había contratado a un detective en Londres para ratificar todos los hechos, documentos y pistas, que ciertamente coincidieron con el relato de Valli y de Vicent. El profesor también se había desplazado a las oficinas centrales del MI5, los servicios de inteligencia británicos, para leer él mismo el informe del espía inglés que le llevó del Pirineo hasta Cambridge en 1955. Con gran sorpresa, descubrió que se trataba de Airey Neave, quien conocía bien la ruta desde que se escapara de un campo de prisioneros de guerra en la Francia ocupada durante la Segunda Guerra Mundial. Con los años, Neave se convertiría en un hombre fuerte del Gobierno y, posteriormente, en la mano derecha de Margaret Thatcher, hasta que un atentado del IRA en la Cámara de los Comunes acabó con su vida en 1979.

Las historias increíbles se sucedían en la vida de Charles, apabullado ahora por la cadena de hechos y coincidencias que hilaban su pasado de una manera que él no podía descodificar.

Después de dos largos tragos de jerez, el profesor de nuevo cerró los ojos, apretándolos con fuerza, y descuidando la foto que todavía sostenía en la mano. Esta cayó al suelo y el delicado y viejo cristal que la protegía se rompió. Un largo silencio inundó la estancia, absolutamente quieta, ya que Charles había quedado inmóvil en su sillón. Por primera vez desde su vuelta, una lágrima le resbaló por la mejilla, seguida de otra y de otra. El inglés, que no podía recordar la última vez que había llorado, se inclinó hacia delante y hundió la cabeza en sus fuertes manos.

Así pasó un largo rato, hasta que el ruido del interfono le sobresaltó. Eran casi las diez de la noche, se trataría seguramente de algún alumno que había bebido más de la cuenta y se había equivocado de botón. Durante un minuto tuvo clemencia del posible muchacho, pensando que él también estaba bebiendo un viernes por la noche, porque la vida era así de perra. En verdad, lo mejor que uno podía hacer era sumergirse en los libros durante las horas de trabajo, y en los ratos libres, beber y olvidar. Así recordaba a su padre y así vivía él. Y seguramente así viviría el alumno borracho que ahora volvía a insistir en el interfono. Charles no pensó en levantarse, convencido de que era mejor educación dejar al angelito en la calle, aunque esa noche corriera un viento helado, así aprendería mejor a no olvidarse las llaves.

Charles por fin se levantó para coger otra botella de jerez del armario, intentando evitar los cristales rotos que ya recogería la señora de la limpieza al día siguiente, pensó. Pero al mirarlos con atención con el fin de evitarlos, el inglés advirtió la punta de lo que parecía un sobre que sobresalía de un extremo del marco, ahora medio roto. Charles lo miró con desconfianza, pero no pudo evitar recogerlo y atraerlo hacia sí. Quitando algunos cristales todavía unidos al marco, el profesor extrajo lentamente un pequeño sobre que llevaba el nombre de su padre escrito al frente, sin ninguna dirección. El profesor cerró los ojos un instante, sin saber qué hacer. En el fondo, solo quería tirar ese papel a la basura y olvidarse para siempre de Morella, de su pasado, de todo. Pero cambió de opinión cuando el interfono sonó de nuevo, quizá por quinta vez. Pensó en sus alumnos y en cómo les repetían a diario que la valentía y el coraje que sus antepasados aprendieron en los campos helados de Eton habían sido uno de los fundamentos del Imperio británico; fueron antiguos alumnos de ese colegio quienes habían cruzado mares, explorado continentes y establecido colonias en las mismas antípodas para riqueza y gloria del país. Hinchando el pecho, Charles dirigió una mirada rápida al interfono, pensando que el alumno borracho no debía de estarlo tanto, ya que no llamaba con insistencia, sino a intervalos más o menos regulares y sin mucha fuerza. Estuvo a punto de contestar, pero pensó que, borracho o no, mejor darle una lección y que pasara un poco más de frío para que esa situación no se repitiera. Una de las principales lecciones de Eton era que los alumnos aprendieran a responsabilizarse de sí mismos.

Con una copa de jerez en la mano, Charles se sentó de nuevo en su sillón y acarició el antiguo sobre, de papel de embalar antiguo, marrón. Nada podía ser peor de lo que ya sabía, así que lentamente abrió la misiva y sacó tres cuartillas escritas nítidamente a mano y firmadas, cómo no, por Valli.

Después de otro largo trago de jerez, Charles leyó:

Maestrazgo, en un día cualquiera de 1955

Querido Tristan:

Espero que el enlace te haya explicado las circunstancias que me han obligado a escribir esta carta. Me hago cargo de la gran sorpresa que debes de tener en estos instantes, seguramente no lo entiendas o me odies. Todo lo comprendería. He pedido al enlace que aguarde hasta que tomes una decisión, pues este asunto no se resuelve en un instante. Por supuesto, Tristan, no tienes ninguna obligación de hacerte cargo de este niño, a quien he llamado Carlos, en memoria de mi padre. Tiene siete semanas, nació el nueve de diciembre de 1954, justo nueve meses después de mi visita a Londres. Eres su padre.

Como te puedes imaginar, no he pensado en otra cosa desde que anunció su llegada, pero créeme que esta es la mejor solución. Yo no puedo dar a este niño, sano y fuerte, un futuro como merece, solo una infancia mísera, llena de persecuciones, supervivencia y hambre en un país rácano, injusto, pobre y ciego como este. De quedarse conmigo, y a pesar de su inocencia, él siempre cargaría con el estigma de ser el hijo de una roja buscada por la Guardia Civil, una cruz que le perseguirá mientras este país no cambie, y esa es una posibilidad que parece cada vez más remota a medida que pasan los años. ¿Qué sería de él si a mí me cogen, me matan o me encarcelan? Yo no tengo padres, ni hermanos, ¿quién se haría cargo?

Respecto a instalarme en Inglaterra, como me propusiste la última vez que te vi, se me parte el corazón asegurarte que eso nos haría infelices a los dos, ya que no hay nada más triste que el amor no correspondido. Este pensamiento me inunda de amargura y solo me consuela pensar que algún día conocerás a otra persona que te amará como mereces y ya nunca más te acordarás de mí. Es lo que más deseo en este mundo, que tú y Carlitos seáis felices. Ya no me importa lo que me ocurra a mí, mi vida se arruinó hace mucho; lo único que me mantiene es el deseo de vengar la muerte de mis padres para así al menos morir tranquila. Pero yo no os puedo dar nada bueno, ni a ti ni a nuestro hijo, créeme. Yo ya dejé de vivir hace mucho tiempo, ahora solo sobrevivo.

Me tiemblan las manos al escribir estas letras, pero pienso que tengo la obligación de ser honesta. Le he dicho al enlace que espere dos días, por si tú no quieres asumir esta responsabilidad, algo que entendería perfectamente. En tal caso, el enlace volvería a la frontera de nuevo con el niño y me advertiría de la situación a través de un código radiofónico. Yo me desplazaría otra vez hasta Prats de Molló y allí reconsideraría la situación. Como ves, no tienes ninguna obligación.

Pero si te quieres hacer cargo, solo te pido que le quieras como te quiero yo a ti, con toda la admiración, el cariño y la amistad del mundo, y que le enseñes, si puedes, alguna palabra en castellano o que compartas tu amor por este país con él —si todavía te queda algo de ello después de leer estas letras—. Probablemente no te quieras acordar de mí, del olor a espígol que tanto te gustaba, de España o de nada que conocieras o aprendieras en este país, que ahora es la ruina de millones de personas. Es una auténtica desgracia haber nacido en este lugar.

Tú, en cambio, tienes el privilegio de pertenecer a un país libre y democrático, o al menos más democrático que el mío. Sería un sueño que nuestro hijo pudiera disfrutar de buenas oportunidades, las mismas de las que yo un día creí disponer, hasta que el futuro desapareció. Hasta que me lo robaron.

Por eso te digo, con el corazón en la mano, que esto es lo mejor que puedo hacer dadas las circunstancias, aunque se me parta el alma por ello.

Hasta siempre,

VALLI

Charles cerró los ojos con fuerza y dejó caer la carta sobre sus rodillas. De nuevo se llevó las manos a la cara, como si se intentara esconder. Por si le quedaba alguna duda, aquello era la prueba definitiva de una realidad que le abrumaba.

El profesor miró a su alrededor, a su salón tranquilo de maderas suaves y antiguas, a sus estanterías repletas de libros encuadernados en piel, muchos con las iniciales de su padre grabadas en el lomo. El hispanista le había dejado algunas valiosas primeras ediciones de obras de Orwell o Waugh, dedicadas personalmente. Charles cerró los ojos frunciendo el ceño, pues esa vida sosegada y racional le parecía ahora muy distante. La calma que había sentido durante años en los ambientes refinados de Eton, Oxford y Cambridge se había transformado ahora en una impaciencia constante. Su hábitat natural ya no estaba entre los chaqués negros de Eton, sino entre los matorrales espinosos y áridos del Maestrazgo o entre los campos de espliego o, como él prefería llamar, espígol. Ahora lo entendía todo: seguro que fue su padre y no Orwell quien le dio ese nombre al club hispanista del colegio. Charles sabía que, cuando él era pequeño, Tristan y George Orwell participaban a menudo en el club Espígol de Eton, dando charlas o conferencias.

El profesor volvió a hundir la cabeza entre sus manos, incapaz de concentrarse en nada; Charles no dejaba de repetirse una y otra vez que su madre había sido una guerrillera, una lesbiana y, encima, una asesina. Aunque hubiera sido en defensa propia o a través de otros, la realidad era que ella, o sus compañeros, habían matado al padre de Vicent, el abuelo de Isabel. Charles negó una y otra vez con la cabeza; no se lo podía creer.

El interfono volvió a sonar, en esta ocasión dos veces seguidas y con más fuerza. Charles dio una ligera patada en el suelo, irritado. Pensó que el estudiante, además de borracho o descuidado, era encima tonto, pues él a su edad ya habría encontrado la manera o bien de saltar la valla o de comunicarse con algún compañero para entrar por alguna ventana. ¿Quién era el idiota que llevaba allí más de media hora, llamando a intervalos regulares, soportando el gélido frío de noviembre? Solo por satisfacer su curiosidad, y porque tampoco quería que le molestaran más, Charles se levantó de golpe y descolgó el interfono bruscamente.

—¿Se puede saber quién es a estas horas? —dijo, claramente irritado.

Después de un breve silencio, una voz respondió:

—Isabel.

Charles sintió un vuelco en el corazón y asió el auricular con fuerza, pues este estuvo a punto de caérsele de las manos. Era la última respuesta que esperaba.

—¿Quién? —preguntó, ahora en castellano y a pesar de que había reconocido perfectamente la voz.

—Isabel —respondió esta con su dulzura habitual.

Charles sintió como si una ráfaga cálida hubiera entrado de repente en su entorno gélido. Cerró los ojos sin comprender. ¿Por qué había venido a verle? ¿Por qué era todo tan difícil?

—¿Puedes abrir, por favor? —dijo Isabel, sin perder su tono calmado.

Charles reaccionó y abrió rápidamente, advirtiéndola de que debía subir hasta el último piso. Abriendo los ojos y prestando gran atención, el profesor oyó cómo se abría y cerraba la puerta de entrada al edificio y esperó a que Isabel subiera las escaleras, escuchando el ruido de sus tacones en la madera. Miró a su alrededor, aliviado de que la estancia no pareciera tan desaliñada como presumía, y se dirigió rápidamente hacia el espejo que había en una de las paredes. Hacía muchos días que no reparaba en su aspecto y casi no se pudo reconocer: la barba descuidada e incipiente, los ojos hundidos, la cara de cansancio, sus hombros caídos y un jersey de lana que debía de tener casi más años que él mismo. Estuvo a punto de correr a cambiarse, pero pensó que no tenía tiempo y, en el fondo, ¿para qué?

Charles había escrito una carta a Isabel hacía una semana, en la que le decía que su aventura había sido maravillosa pero que su lugar estaba en Eton y que sus vidas tenían destinos diferentes. Él sabía que sentía por aquella mujer lo que no había sentido nunca por nadie, pero también era consciente de que su vida había caído en un vacío y lo mejor era olvidarse de Valli y de Morella, lo que, lamentablemente, también incluía a Isabel. Esperaba volver a su vida tranquila de profesor, siendo feliz a su manera, entre estudiantes, viajes y libros.

Antes de que pudiera pensar o hacer más, dos golpes suaves en la puerta le alertaron de que Isabel ya estaba allí. Charles cerró los ojos, suspiró y lentamente se dirigió hacia la puerta. Sin decir nada, la abrió y se encontró con Isabel, más esbelta que nunca, bien abrigada bajo una elegante gabardina, una bufanda y un gorro de lana. Sus ojos verdes parecían ahora apagados. Su sonrisa todavía estaba presente, pero a él le pareció falsa. Tenía un aspecto triste, aunque se esforzaba por esconderlo.

—Hola —le dijo esta, sin más.

Charles la miró a los ojos y no supo qué responder. Creía que con la carta ya se lo había dicho todo, pero por educación ahora debía escuchar lo que aquella mujer le había venido a decir.

—Pasa.

Isabel entró lentamente, sin sacar las manos de los bolsillos. Venía sin maleta, tan solo con un bolso grande. Se detuvo en el momento en que sin querer pisó los cristales que todavía había en el suelo, haciendo reaccionar por fin a Charles, que acudió hacia ella, cogiéndola por el brazo.

—Lo siento, algo se ha caído —le dijo, acompañándola hacia el centro de la estancia.

Isabel observaba la sala con discreción, posando la mirada en el cuadro del Jardín de los Poetas que ella le había regalado y que Charles había colgado encima de la chimenea, el mejor lugar de la casa. Isabel le dirigió una mirada de complicidad, lo que relajó ligeramente a Charles, quizá por primera vez en semanas.

—Siéntate, por favor —dijo el inglés, señalando el sillón que había junto al suyo—. Perdona por el aspecto de la casa, no esperaba visitas.

Isabel no respondió. Su mirada inspeccionaba el aspecto de Charles de arriba abajo y la botella de jerez, abierta y medio vacía, que había sobre la mesa. Sus gruesos labios, sin apenas maquillaje, estaban apretados mientras contemplaba de nuevo los cristales en el suelo y algunas de las cuartillas de la carta de Valli, que también habían caído sobre la alfombra. Nerviosamente, Isabel se quitó el gorro y los guantes y, finalmente, se dirigió a él, mirándole a los ojos.

—Me lo ha contado todo mi madre —le dijo—. Valli habló con ella y, entre las dos, lo han arreglado todo sin que se arme un gran revuelo municipal. Han salvado la escuela y el honor de mi padre, ya que lo contrario nos salpicaría a todos y crearía todavía más problemas.

Charles irguió la espalda de repente, pues no se esperaba esa salida. El tema de la escuela, francamente, le quedaba ahora muy lejos, pero a Charles una vez más le irritó pensar en Vicent: el muy cabrón, se dijo, después de cómo había tratado toda su vida a esas dos mujeres, ahora recibía su ayuda. El inglés quiso remarcar semejante injusticia, pero no lo creyó oportuno, pues Isabel, al fin y al cabo, era su hija y no tenía ninguna culpa. Charles reclinó la espalda hacia atrás y respiró hondo.

—¿Qué te han dicho y por qué? —Charles ya no sabía quién sabía qué.

Isabel agachó la cabeza, pero enseguida le miró de nuevo en silencio y jugando nerviosamente con las manos. Sin saber muy bien qué hacer con ellas, por fin se las puso en los bolsillos de la gabardina, que todavía no se había quitado. Charles tampoco le había ofrecido colgarla, pues no sabía cuánto duraría aquella visita, si unos minutos o toda una vida. Tanto habían cambiado sus circunstancias que ya no tenía el control de nada.

Isabel por fin le respondió lo que más se temía:

—Mi madre también me explicó cómo mi padre descubrió el contacto entre Valli y tu padre, y cómo llegaste hasta Inglaterra.

Charles cerró los ojos. Aquella realidad le dolía demasiado para compartirla, aunque fuera con Isabel.

—¿Por qué te lo dijo? —le preguntó, más bien enojado ante la posibilidad de que su secreto empezara a correr por el pueblo.

Isabel advirtió el tono y se acercó a Charles para reposar su mano suavemente sobre la del inglés.

—Supongo que mi madre quiere lo mejor para mí —le dijo, acariciándole la mano.

El contacto puso a Charles la piel de gallina, y le recordó las sensaciones de felicidad de aquella noche que compartieron en la fonda no hacía ni un mes. Los dos guardaron silencio, mientras Isabel seguía acariciándole la mano, suave y lentamente, una vez detrás de otra. Charles no se atrevía a mirarla, avergonzado y arrepentido como estaba de la carta que le había enviado. Pero a pesar de ello, aquella mujer fuerte y valiente, mucho más que él, se había presentado allí. Como si se acabara de despertar de una pesadilla, Charles levantó la cara y la miró. Allí estaba Isabel, esperándole. El inglés sintió cómo todo su cuerpo se destensaba: los hombros, los músculos de la cara, las manos, todo se iba aflojando lentamente, como si por fin volviera en sí después de mucho tiempo.

—Estarás congelada, pobre —le dijo, rebajando la tensión del momento—. Te he tenido esperando abajo más de media hora.

—¿Siempre tardáis tanto en abrir la puerta? No es que el clima sea tropical… —dijo Isabel, seguramente también con ganas de quitar hierro a la situación.

Charles sonrió.

—Creía que se trataba de un estudiante borracho, le quería dar una lección.

El comentario provocó la risa de Isabel.

—Ay, tú y tus estudiantes, menudos todos —dijo, mirando de nuevo hacia los cristales del suelo y la botella medio vacía—. Menos latín y más fregonas os tendrían que dar. Menudo grupo.

Charles sonrió al recordar a sus alumnos limpiando la fonda con las escobas y fregonas que Isabel les dio. Aquella mujer realmente valía lo que ninguna.

—Ahora mismo recojo esto, perdona —dijo Charles mirando los cristales y empezándose a levantar.

Isabel le detuvo.

—No te preocupes, ya lo harás luego —le dijo—. Imagino que tienes preocupaciones más importantes.

El inglés levantó una ceja y asintió levemente con la cabeza, una sola vez.

—Ya me hago cargo —dijo Isabel, comprensiva—. Yo solo he venido porque, después de lo que me explicó mi madre y al recibir tu carta, quería asegurarme de que estabas bien.

Charles movió la cabeza de un lado a otro.

—Podría estar mejor —dijo, irónico.

Isabel lo miró con sus ojos inteligentes, por supuesto sin creer su fingido buen humor. Aquella mujer, buena observadora de cuanto la rodeaba para plasmarlo en sus maravillosos cuadros, le conocía bien.

—He venido a ofrecerte mi apoyo, si lo necesitas —le dijo.

Charles la miró, ahora sin esconder su mirada perdida, su corazón desorientado.

—Nadie puede hacer nada. Es una desgracia que debo aceptar y ya está —le respondió, suspirando.

—A mí no me parece ninguna desgracia —apuntó enseguida Isabel—. Valli es una gran mujer; yo solo la he visto querer y ayudar a mucha, mucha gente. Le podrías dar una oportunidad.

—Su presente no es tan glorioso como su pasado —replicó Charles, defensivo.

—Nadie en esta vida está limpio de culpa. Y lo suyo fueron unas circunstancias muy duras.

—Mató a tu abuelo, Isabel —dijo Charles, quien no podía entender tanta compasión por Valli.

—Mi abuelo no era un buen hombre, no lo fue con nadie, y mucho menos con mi padre. Le trató a hostias desde muy pequeño, así de claro.

Charles contuvo la respiración unos instantes. Él siempre había odiado la violencia y se le hacía imposible pensar cómo podía un padre pegar a un hijo. Recordó al suyo, siempre tan educado y racional. A él, nunca nadie le había puesto una mano encima.

—Dale una oportunidad —dijo de nuevo Isabel.

—¿Has venido de mensajera? —le espetó el profesor, arrepintiéndose de inmediato, pues lo último que pretendía era ofender a la única persona con la que quería, o podía, compartir esos momentos difíciles.

Isabel le miró fijamente.

—Yo también tengo un padre que ha hecho barbaridades —le dijo—. Pero eso no quiere decir que me encierre en una habitación y tire por la borda mis proyectos.

Charles la miró en silencio.

—No es fácil.

Isabel de nuevo se acercó hacia él, cogiéndole la mano.

—Lo sé —le dijo—. Pero no te encierres, como en Oxford.

Charles la miró fijamente y apretó los labios. Aquella mujer, la única con quien se había atrevido a compartir la historia de sus pintas solitarias, tenía razón y él lo sabía. Si solo tuviera la mitad de su valentía…, pensó.

—Al menos, ahora recurro al buen jerez; ya no es la cerveza barata del pub —le respondió.

—Celebro tu progreso —replicó Isabel enarcando una ceja.

Charles por fin esbozó una sonrisa, la primera en semanas. El inglés pensó que Isabel era la única persona extranjera, de las muchas que había conocido en sus viajes, que había aprendido el código inglés. No se tomaba las ironías como bromas a destiempo o intentos de desviar la atención, sino como la mejor respuesta por parte de alguien que no podía o no sabía comunicarse mejor, y que al menos tenía la humildad de reconocerlo, aunque fuera de una manera tan sutil.

Isabel le dirigió una sonrisa cargada de complicidad.

—Me alegra comprobar que no has perdido el humor —le dijo.

—El humor, querida, es lo último que un inglés pierde en la vida —apuntó Charles.

Los dos se rieron ligeramente y Charles se levantó, haciendo ademán de ayudar a Isabel a quitarse el abrigo.

—Ni te he ofrecido una taza de té, sorry, sorry —se disculpó—. Deja que cuelgue tu abrigo y acercaré el sillón a la chimenea, estarás helada.

Isabel se levantó, aunque no parecía tener intención de quitarse la gabardina.

—Bueno, no sé cuánto rato me voy a quedar —le dijo, bajando la mirada—. Solo había venido para comprobar que estuvieras bien y por si necesitabas algo.

Isabel se detuvo un par de segundos, alzando sus inmensos ojos, más brillantes y vivos que nunca. Charles no podía dejar de contemplarlos, sintiendo otra vez la paz y seguridad que le transmitían.

—Después de recibir tu carta —continuó Isabel—, también quería saber si realmente era verdad que no quieres tener más contacto con Morella… o conmigo.

Charles se llevó la mano a la boca, como si aquella idea le aterrorizara más de lo que nunca podría expresar. ¿Cómo podía dejar de ver a la única persona que realmente le llenaba de ilusión, a la única persona a la que realmente quería ver en esos momentos difíciles? El inglés sintió el corazón más abierto que nunca ante aquella mujer que era, sin duda, el mejor regalo que la vida le había dado. Solo por haberla conocido, el resto de su pasado —todas esas historias de guerrillas, montes, asesinatos, espías e internados— cobraba ahora sentido.

Sin dejar de contemplarla, Charles por fin le respondió:

—Tengo dos cervezas en la nevera, ¿quieres una?