Los lunes por la tarde eran los días más tristes en Morella, pues el comercio cerraba para descansar del ajetreo del fin de semana, cuando el pueblo se llenaba de turistas y domingueros. El otoño era cada vez más palpable, las hojas de los árboles de la Alameda empezaban a caer y las temperaturas bajaban rápidamente en cuanto se escondía el sol.
Aun así, Valli salió a dar su habitual paseo vespertino para estirar las piernas y respirar un poco de aire fresco. Desde la dimisión del alcalde, la antigua maestra había estado muy ocupada organizando reuniones en el ayuntamiento, pues se quería asegurar de que el relevo en la alcaldía fuera un proceso abierto y participativo. El ayuntamiento estaba a punto de convocar nuevas elecciones, ya que al ser Vicent un candidato independiente, no tenía ningún sucesor inmediato.
Valli estaba exultante con el resultado de sus operaciones, aunque la alegría de la victoria —al menos temporal— en el tema de la escuela se veía mitigada por la incertidumbre ante el último asunto que todavía le quedaba por resolver, el más difícil. Valli le debía una conversación a Charles, pero la había evitado durante los ya casi seis meses que hacía que le conocía. Ahora no podía esperar más, una vez resuelto el tema de la escuela, pero sobre todo, porque lo había visto pasearse por el pueblo con Isabel. El día anterior, en el mercado, todo el mundo comentaba la irrupción de Charles en la conferencia, su apoyo a Isabel y cómo los dos se habían marchado juntos, muy sonrientes. Valli, que alguna vez había albergado esperanzas de que el paso de Charles por Morella sería fugaz, entendía ahora que el inglés se había quedado prendado no solo del pueblo, sino también de Isabel. Esa circunstancia hacía que su silencio resultara cada vez más difícil de mantener. Charles tenía derecho a saber lo que Valli debía contarle y, aprovechando su visita, la anciana se le había acercado para fijar un encuentro. Educado como siempre, el inglés accedió sin más preguntas ni indagaciones. La última vez que se habían visto a solas, en julio, la tarde no había acabado demasiado bien, porque a Charles no le había gustado la advertencia de Valli sobre la familia del alcalde. Pero ahora, la dimisión de Vicent le daba la razón y el profesor parecía más receptivo a restablecer la buena relación con la antigua maestra. El hecho de que Charles estuviera de un excelente humor cuando le vio en la fonda también ayudó a establecer la cita sin más dificultad.
Inmersa en esos pensamientos, Valli esperaba a Charles sentada en uno de los bancos de piedra de la Alameda, junto a una fuente donde habían acordado encontrarse hacia las cuatro de la tarde. Impaciente, Valli había salido de casa hacía ya bastante rato y había paseado por el pueblo hasta media hora antes de la cita para calmar los nervios. Sentada al borde del banco, con la espalda tiesa y los dedos de las manos jugueteando entre sí, la anciana vio aparecer a Charles por el portal de entrada al paseo. El inglés avanzaba a pasos agigantados, con las manos en los bolsillos y silbando, una imagen muy relajada y poco usual en él, pero que Valli enseguida leyó como una clara señal de amor correspondido. La anciana esbozó una pequeña sonrisa, pues en el fondo, por más hija de Vicent que Isabel fuera, Valli se alegraba por él. ¿Quién dice que el amor es solo para los jóvenes?, pensó.
Charles la saludó con una sonrisa sincera y le dio dos besos, uno en cada mejilla, por primera vez. A Valli, el gesto le gustó tanto como la atemorizó. No sabía si al final de aquella conversación Charles se despediría de ella de una manera tan afectuosa.
—Hola, Valli, cada día estás más joven —le dijo el inglés, siempre exquisitamente educado.
De todos modos, Valli sabía que esos eran comentarios típicos de niños de colegio de pago, que aprendían a complacer a mayores, profesores, superiores y jefes para poco a poco ganarse su confianza e ir subiendo puestos en la empresa, la familia o la asociación. Una mentira bien valía un poco de crédito.
Demasiado leal a la verdad, Valli enseguida le corrigió, franca y rotunda como siempre.
—Tú sabes tan bien como yo, Charles, que la vida va hacia adelante y no hacia atrás —le dijo.
Charles la miró con sorpresa, quizá poco acostumbrado a que sus suaves palabras fueran rechazadas, y más por una mujer tan mayor. En cualquier caso, esa no era una tarde para perder energía en banalidades, que ya tenía suficiente con lo que le debía contar, pensó la anciana.
Poniéndose en pie, Valli sugirió dar un paseo hasta los arcos de Santa Llúcia, a lo que Charles accedió con gusto. La pareja se echó a andar, intercambiando impresiones del clima, de la hermosa luz otoñal y de la conferencia del sábado, de la que todo el mundo hablaba.
—No me podía creer que alguien pudiera venir en pleno siglo XXI y sermonear a la gente en un plan tan paternalista —dijo Charles—. Esto en Inglaterra sería impensable.
—Ay, xiquet —se lamentó Valli, cogiéndole del brazo—. Esto aquí es el pan de cada día. Pero, de todos modos, me alegro de que defendieras a Isabel.
El inglés guardó silencio nada más oír el nombre.
—Es una gran mujer —dijo, con la mirada clavada en el suelo—. Recuerdo perfectamente lo que me contaste sobre su familia y sobre cómo os quitaron la fonda —continuó, ahora mirando a Valli—. Pero ella no tiene ninguna culpa de ser hija de Vicent.
—True —respondió Valli, tras un ligero suspiro.
El inglés le sonrió.
—Siempre se me olvida que hablas inglés —le dijo.
Valli se ajustó el pañuelo que llevaba en el cuello, protegiéndose de la pequeña ventisca que les había sorprendido nada más salir por las torres de Sant Miquel. La pareja continuó hacia Santa Llúcia, sin más compañía que algún vehículo esporádico o pequeños grupos de abuelos que, bastón en mano, salían a tomar el fresco.
—Tuve un excelente profesor —dijo por fin Valli.
—Ah, ¿sí? ¿Quién? —preguntó Charles, siempre curioso.
Valli respiró hondo y continuó andando lentamente.
—Era un muchacho inglés muy joven, de poco más de veinte años, que fue a Madrid para pasar dos años en la Residencia de Estudiantes, donde yo también estudié, pero en la versión femenina, la Residencia de Señoritas, muy próxima a la de ellos.
—No sabía que habías estudiado allí, tiene una gran historia y mucha reputación en el extranjero —dijo Charles, mirándola con admiración y sorpresa.
Valli asintió y continuó su relato, cabizbaja, sin mirar a Charles.
—Aquel muchacho siempre me fascinó, era dulce y suave, tierno, algo muy diferente al típico macho ibérico que abundaba, y todavía abunda, en España. Enseguida congeniamos y empezamos a intercambiar clases, yo le enseñaba español y él me enseñaba inglés. Nos hicimos muy amigos. Al estallar la guerra, él se alistó de voluntario en las Brigadas Internacionales y con ellos llegó hasta Morella, donde nos volvimos a ver.
Valli hizo una breve pausa y se dirigió hacia una pequeña explanada que había en una era abandonada junto a la solitaria carretera. La anciana se sentó en un viejo tronco para descansar y contemplar las hermosas vistas que había del pueblo, del castillo y de la muralla. Charles la siguió. El aire ya no era tan intenso y todo parecía quieto, calmado. Solo se oía el piar de algunos pajarillos y el brincar de algún conejo, que saltaba asustado cada vez que pasaba un coche a lo lejos. La anciana retomó la conversación.
—La cuestión, Charles —dijo—, es que no le volví a ver hasta que me fui a Londres, en 1953, tres años después de que mataran a mis padres. Ya te expliqué.
El inglés asintió. Valli percibió que Charles la miraba con empatía y afecto, cosa que, en lugar de darle más confianza, solo incrementó su temor. De todos modos, la antigua maestra estaba decidida a continuar, pues era su obligación. Siguió:
—Decidí ir a Londres después de esos tres años horribles —dijo—. Solo sobreviví gracias a la Pastora, quien me cuidó y se encargó de que no me mataran a mí también, o de que yo no me matara a mí misma, algo que se me pasó por la cabeza más de una vez. Era todo muy duro.
Charles cerró los ojos un instante.
—La situación se volvió insostenible —continuó Valli, con la mirada fija en Morella—. El maquis ya no pintaba nada, muchos compañeros habían muerto o desertado, y encima el Partido Comunista había pedido la evacuación de todos el año anterior. Habíamos perdido la guerra. A pesar de todo, yo me había quedado en el monte solo para vengar la muerte de mis padres, aunque era ya muy difícil, porque éramos pocos y no teníamos apenas material. A mí también me faltaban las fuerzas. —Valli hizo una breve pausa para tomar aire. Apoyando las manos en el tronco en el que estaban sentados, continuó—: En Londres sabía que tenía amigos de la etapa de la Residencia que ya me habían ofrecido alojamiento y ayuda nada más estallar la guerra. Tardé más de diez años en aceptar la oferta, pero al final allí me fui, muy necesitada de iniciar una vida nueva. Crucé Cataluña por los Pirineos, salí hacia Francia y allí me metí de polizón en un barco hasta Dover, donde me recogieron las hermanas Madariaga, buenas amigas de la universidad en Madrid. Ellas, hijas de intelectual y profesor famoso, vivían con muchas comodidades que enseguida compartieron conmigo. Fueron muy generosas.
—¿Las hijas de Salvador de Madariaga? ¿El profesor de Oxford? —preguntó Charles, sorprendido.
Valli asintió.
—Su padre fue amigo de mi padre —dijo Charles—. Coincidían en muchas conferencias y creo que incluso escribieron artículos conjuntamente. ¡Qué casualidad!
Valli le miró mordiéndose el labio. Continuó:
—El caso es que ellas me pusieron en contacto con mi buen amigo de la Residencia, mi profesor de inglés, a quien ellas también conocían de Madrid, y le visité en Londres a los pocos días de llegar.
Valli se detuvo unos instantes, llevándose las manos a la cara. Después de un largo silencio, y con la mirada clavada en el suelo, la anciana por fin continuó:
—Mi amigo, que había permanecido soltero, pues solo quería la compañía de sus libros y estudios, me acogió muy bien. El lazo de amistad que nos había unido veinte años antes no se había roto y empezamos a pasar muchas veladas juntos. Yo, Charles, que a mis treinta y seis años todavía no había conocido a ningún hombre, caí en sus brazos una fría y oscura noche londinense. A mí, Charles, no sé cómo decírtelo, nunca me habían gustado los hombres de manera especial, y tampoco había tenido tiempo de pensar en ellos, porque la República, la guerra y el maquis me habían dejado muy poco tiempo para esos asuntos. Pero una vez perdida la guerra, sin poder regresar a mi país, sin padres ni más familia, caí en los brazos de quien me los ofreció de manera cariñosa y genuina.
—¿Por qué no te quedaste en Inglaterra? —preguntó Charles, con el entrecejo fruncido, su rostro ahora más serio.
—Pasaron las semanas y a mí aquella vida fácil no me gustaba. Yo tenía un compromiso con mi país, que estaba en manos de un tirano, y no me podía olvidar de la muerte de mis padres; todavía tenía pesadillas todas las noches. Así que decidí regresar para vengarles. A mi amigo se le rompió el corazón, pero yo, por más que le quisiera, no estaba enamorada de él. Le habría hecho muy infeliz. Fue muy duro, pero yo tenía otro destino.
Charles permaneció en silencio, mientras Valli continuó su relato.
—Volví a la montaña y, después de muchas noches sola, por fin encontré a la Pastora en uno de nuestros escondites más inaccesibles, en la Tinença de Benifassà, cerca de aquí. Había otros compañeros más que iban y venían de Francia y entre todos nos ayudábamos. A las pocas semanas —dijo Valli, respirando hondo—, al cabo de poco —repitió—, descubrí que estaba embarazada.
La anciana emitió un suspiro y miró de reojo a Charles, que continuaba con la mirada fija en el suelo.
—Sigue —le dijo este, seco.
Valli cerró los ojos y los apretó con fuerza, pero le obedeció.
—Yo no podía tener un hijo en el maquis. Primero, porque estaba prohibido y, luego, porque era realmente peligroso, pues cualquier llanto podría delatarnos y acabar con las vidas de todos. Me ofrecieron ayudarme a no tenerlo, pero yo me negué, alegando que tenía derecho a elegir, cosa que respetaron. Pensé, claro, en volver a Inglaterra con mi amigo y empezar una vida de señora casada, con una familia estable. Pero yo en el fondo sabía que eso nunca me haría feliz. Yo ya llevaba diez años en los montes y ese era mi lugar, luchando contra quienes habían robado mi país y matado a mis padres y a muchos compañeros. No podía cruzarme de brazos e irme a Inglaterra a simular una vida feliz con un hombre a quien, por más que apreciaba y quería, no amaba.
La anciana hizo otra breve pausa y se giró hacia Charles, quien ahora se cubría la cara con las manos.
Con gran esfuerzo, Valli continuó, recordando la única frase de la Biblia que apreciaba: «La verdad os hará libres».
—A través de un contacto británico, un espía inglés a quien había conocido en la Francia ocupada y que siempre ayudó a los españoles, pude organizar un enlace. Me encontré con él en Prats de Molló, justo antes de la frontera, y allí le di al niño cuando este apenas tenía unas semanas, para que lo llevara junto a su padre. También le di una carta, en la que le explicaba que él le podría dar un futuro mucho mejor que una madre escondida en las montañas, luchando contra una dictadura que parecía no tener fin.
Valli se cubrió la cara, pues, por más que lo intentara, no podía contener las lágrimas. Después de tantos años de lucha a vida o muerte, ahora no tenía valor para mirar a su hijo.
Este seguía cubriéndose la cara con las manos, erguido, tenso. A Valli le empezó a temblar todo el cuerpo, pero aun así consiguió la suficiente entereza para finalizar su relato.
—No creas que no me he arrepentido de esa decisión, pero yo tenía que pensar en lo mejor para ese niño y no para mí, y eso era una vida en Inglaterra y no en las montañas con una fugitiva. ¿Y si me hubiera pasado algo a mí? ¿Qué habría sido del niño?
Valli respiró hondo antes de seguir, ahora más calmada.
—Yo me quedé junto a la Pastora y los demás compañeros, y planeamos la venganza de mis padres, que llegó unos meses después. El guardia Fernández, quien por entonces ya había eliminado a muchos de nuestros compañeros, entraba siempre en las masías a media noche para registrarlas. Después de mucha preparación, diseñamos una emboscada que acabó con su vida y con la del guardia que le acompañaba.
Valli negó con la cabeza varias veces y vio cómo Charles por fin se quitaba las manos de la cara y se giraba hacia ella. Sus ojos habían perdido toda la vitalidad que mostraban tan solo hacía un rato; ahora parecían llenos de terror. Su cara estaba pálida, sus puños apretados contra el tronco, sus labios muy juntos y tensos.
Valli apartó la mirada, no lo podía soportar. Solo quería acabar su historia y marcharse, y dejar que la vida decidiera su destino, como lo había hecho hasta entonces. Ella parecía no haber tenido nunca el control.
—Una vez vengados mis padres —continuó—, me fui a París, porque hasta la Pastora se había cansado de nuestra lucha. Todo era cada vez más difícil y yo tampoco sabía qué lugar tenía en el mundo. España se había convertido en un país de romerías tristes y calladas, de trajes y vestidos negros, y muchos tricornios. Desde nuestro escondite veíamos procesiones con hombres descalzos arrastrando cadenas, mujeres con ataúdes en la cabeza o jóvenes arrastrando cruces de madera pesada o llevando coronas de pinchos, desangrándose. Aquello no era el país alegre, abierto e intelectual que la República quería levantar; pero era lo que había ganado. Con cuarenta años recién cumplidos, me di cuenta de que me había dejado la juventud y había abandonado a un hijo por una causa ya perdida. Necesitaba tiempo para pensar, para rehacer mi vida.
—¿En París? —preguntó por fin Charles, en un tono más policial que de acercamiento o de genuino interés.
A Valli le dolió la sequedad, pero él tenía todo el derecho a cuestionarla, a rechazarla.
—Allí había pasado unos años muy buenos junto a Victoria Kent, justo después de la guerra, y había dejado muchos amigos. Ellos me ayudaron a instalarme y a conseguir un trabajo enseñando español en un colegio. Me instalé en un pequeño pisito del Marais, cuando todavía era un barrio muy marginal, y allí me relacioné y trabajé con muchos exiliados.
—¿Te casaste? ¿Tuviste más hijos? —preguntó Charles en un tono cada vez más inquisidor.
—Por supuesto que no, Charles —respondió Valli, inclinándose hacia él—. Pero sí tuve una relación larga, buena, que me hizo feliz. Fue la única vez en mi vida que conocí la felicidad. —Valli hizo una pausa antes de continuar—. Se llamaba Natalie y era una artista francesa, escultora. Estuvimos juntas casi veinte años, hasta que se murió de un cáncer en 1976. Entonces, ya tras la muerte de Franco, decidí volver a España.
Los dos guardaron un largo y tenso silencio.
—¿Y nunca se te ocurrió volver a Inglaterra, contactar de nuevo con tu amigo? —dijo por fin Charles.
—Claro que sí, lo pensaba todas las noches. Estuve a punto de ir muchas veces, sobre todo al llegar a París, pero para entonces el niño ya tenía cinco años y pensé que era demasiado tarde. Pensé que mi aparición solo desestabilizaría su vida.
—¿Sabes lo que pasó en Inglaterra? —preguntó Charles, el ceño fruncido, ahora con la mirada fija en ella.
Valli se giró hacia él, franca.
—Sí. Me escribí con Tristan desde París, porque yo quería saber cómo estaban. Pasado el tiempo, cuando él murió, un amigo suyo me escribió para comunicarme la noticia, cosa que él mismo le había pedido cuando enfermó. Su amigo me dijo que tú tenías la vida solucionada económicamente y que estabas interno en un muy buen colegio, donde vivías sano y feliz.
Charles la miró con ojos encendidos de furia, de incomprensión, de total rechazo.
—Incluso sin mi padre, ¿nunca se te ocurrió contactar conmigo? Solo tenía catorce años.
Valli cerró los ojos para impedir que se le saltaran de nuevo las lágrimas, pero no lo consiguió. Al cabo de unos instantes, y con un poco más de control, respondió:
—Por supuesto que estuve a punto, muchas veces, no quería nada más en el mundo. Pero tú tenías un muy buen ambiente que te aseguraba un buen futuro, y yo no tenía nada que ofrecer, mi vida había sido una pérdida. No tenía un céntimo, era una fugitiva de mi país y vivía con una mujer en Francia. No te habría convenido, te habrías avergonzado de mí. La vida te ha ido mucho mejor de esta manera, por más que eso me duela a mí.
Valli sintió que su cuerpo flaqueaba por todas partes. Se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre las rodillas, hundiendo la cara en sus manos temblorosas. A pesar de toda su experiencia, pocas veces había sentido que el mundo se le venía encima, y esa era una de ellas.
El fuerte puñetazo que Charles dio contra su propia pierna y el grito que lanzó sobresaltaron a Valli de tal manera que la anciana casi se cayó del tronco en el que todavía estaban sentados. El inglés, rojo de ira, se puso de pie y se inclinó hacia ella, apuntándola con el dedo.
—Esto que dices es una sarta de mentiras. ¡No es verdad! —le gritó—. Yo no sé quién eres y este es un maldito pueblo de mierda al que no voy a volver nunca más.
Valli permaneció silenciosa. Era mejor no hablar. Charles tenía derecho a rechazarla.
—Tú y este pueblo solo queréis mi dinero, por eso os inventáis estas historias terribles ¡que son pura mentira!
Valli negó con la cabeza.
—Iré a Inglaterra y demostraré que esto no es verdad. ¡Te lo juro! Y te tendrás que comer estas palabras. —Los temblores de la anciana eran cada vez más pronunciados y visibles—. No me importa que seas una anciana indefensa, ¡para nada! Por lo que veo, a la hora de acusar, blasfemar y mentir no eres tan débil como pareces, ¿eh? —chilló el inglés.
—Todo lo que te he contado es verdad, créeme —dijo Valli con un hilo de voz.
Charles, todavía de pie, dio un paso atrás y extendió los brazos al aire.
—¿Creerte? ¿Para qué iba yo a creerte?
—Charles, es tu historia, te guste o no te guste —le respondió Valli, hablándole con el corazón abierto—. Tienes derecho a conocerla, aunque te duela.
—Mira, viejecita lunática —replicó el inglés, otra vez apuntándola con el dedo índice—, mi padre era un hispanista de Cambridge con muy buena reputación y tú, una vieja alcahueta de pueblo, encima lesbiana y, para colmo de todo, ¡asesina!
Charles dejó pasar unos segundos, durante los que no dejó de observar a Valli con una intensidad de fuego.
—¿Para qué se iría mi padre con una mujer como tú?
—Éramos muy amigos, Charles —respondió Valli—. Compartimos una época y unas circunstancias muy especiales. A todos nos marcaron la vida.
—Mi padre no se habría mezclado nunca con una mujer que tendría que haber acabado en la prisión o en un manicomio —apuntó Charles rápido, ahora frío y cruel.
Valli le miró con un profundo dolor impregnado en sus ojos, lo que Charles pareció notar, pues suspiró y se giró hacia el pueblo, con los hombros bajos, derrotado. No dejaba de respirar fuertemente.
Por fin se volvió.
—Solo quieres mi dinero —le dijo.
Valli negó con la cabeza.
—Sabes perfectamente que yo ya soy vieja y tengo todo cuanto necesito. No quiero nada de ti, tampoco espero nada. Solo pensé que tenías derecho a saber la verdad. Y mejor que la escucharas de mí, antes que de otros.
Charles pareció sorprendido.
—¿Quién más sabe esta sarta de mentiras?
—No son mentiras, pero Vicent lo descubrió.
—¡¿Vicent?! —exclamó Charles, ahora desbordado por la confusión.
—Contrató un detective para encontrar manchas en mi pasado y en un relato que la Pastora hizo en la prisión, quedó documentado que había ayudado a su compañera Vallivana a sacar un niño de España en dirección a Inglaterra. Hizo más averiguaciones y comprobó que el destino de ese encargo estaba en Cambridge, en la misma dirección donde tú creciste.
—Eso es imposible. ¿Quién podría haber facilitado la dirección?
—Tengo entendido que los servicios secretos británicos abren sus archivos al cabo de los años, por lo que el informe del enlace que utilicé debió de pasar a disposición pública —explicó Valli.
Charles frunció el ceño y se colocó una mano en la frente. Al cabo de unos instantes, el inglés se irguió de nuevo y replicó:
—Esto lo tendrás que demostrar en los tribunales.
Valli guardó silencio, de nuevo cabizbaja.
—Solo quieres mi dinero —repitió el inglés.
—Ya te he dicho que tengo cuanto quiero y que no necesito nada de ti.
—Entonces quieres el dinero para la escuela.
—La escuela no me importa nada en estos momentos. Esto es mucho más importante. Además, como bien sabes, tampoco estoy a favor de que un colegio privado compre mi antigua escuela republicana. Yo defiendo la escuela pública. —Valli hizo una pausa para respirar hondo—. No quiero tu dinero, Charles —continuó—. ¿Cómo puedes pensar eso después de la vida de lucha y compromiso que he llevado?
Charles miró a Valli, por fin sin fruncir el ceño.
—Entonces, ¿qué quieres?
—Que sepas la verdad.
Charles bajó la mirada y dio unos pasos a un lado y a otro.
—Dame un ejemplo, algo que demuestre que realmente conociste a mi padre —dijo por fin.
Valli miró al cielo, como si pidiera ayuda a un Dios en el que hacía décadas que no creía. Después de unos segundos, la anciana le respondió, segura:
—Tengo fotos del viaje que hicimos juntos a Las Hurdes.
—¿Adónde? —preguntó Charles pasándose la mano por la cabeza, cada vez más incrédulo.
Valli suspiró.
—Ya sé, Charles, que esto es muy difícil para ti, también lo es para mí, créeme —dijo Valli.
Charles ignoró el comentario.
—¿A qué viaje te refieres?
—Las Hurdes es una de las zonas más pobres de España, cerca de Salamanca, sobre la que Luis Buñuel preparaba un documental, Tierra sin pan. Para asesorarse, el cineasta venía a menudo a la Residencia, donde intercambiaba impresiones con el doctor Marañón y otros intelectuales, que le propiciaron información histórica y sociológica. Tristan, también involucrado en el proyecto, le ayudó con la versión inglesa del documental, pues Buñuel, ya en París, quería que aquel filme atravesara fronteras con el objetivo de recaudar fondos para la República.
—Mi padre alguna vez me comentó que había trabajado con Lorca y con Buñuel —concedió Charles.
—Sí, se conocían todos de la Residencia —apuntó Valli—. El caso es que a Buñuel enseguida le gustó tu padre, siempre tan gentleman; tenía el perfil refinado al que aspiraban todos. Además, tu padre era muy práctico y encima tenía coche, así que Buñuel le pidió que le ayudara a desplazar cámaras, trípodes y focos hasta Las Hurdes. Y tu padre, que ya entonces había mostrado interés por mí, me pidió que le acompañara en el viaje. Me pasé la semana haciéndoles prácticamente de secretaria.
Charles cerró los ojos.
—Ya sé que es difícil de creer, pero tengo fotos de Las Hurdes, con tu padre y con Buñuel. Las recuperé recientemente en el archivo de la Residencia de Señoritas, que milagrosamente sobrevivió a la dictadura escondido en el sótano del edificio que ocupábamos en Madrid. Esas fotos estaban allí porque yo las dejé en mi habitación de la Residencia en el verano de 1936, con todas mis cosas, pensando que regresaría en septiembre. Pero por supuesto, al estallar la guerra, ya nunca volví. Alguien las debió de meter en el archivo para que no se perdieran.
—¿Las tienes en casa? —preguntó Charles, otra vez en tono inquisitivo.
—Sí, Charles, las puedes venir a ver cuando quieras. —Valli dejó pasar unos segundos, pero luego continuó—: Aquel viaje nos unió mucho, lo que vimos nos marcó para siempre, a Buñuel, a tu padre y a mí. Fue allí donde decidí hacerme maestra, donde vi que la educación era la única manera de sacar a España de la miseria. Tu padre también lo entendió. En la Residencia, Ortega y el doctor Marañón ya nos lo decían, pero allí lo vimos con nuestros propios ojos. —Valli ladeó la cabeza de un lado a otro—. Es que no te lo puedes ni imaginar, Charles. Vimos niños abandonados en un pueblo de apenas doscientos habitantes que se morían de una enfermedad que nadie conocía. Después de yacer enfermos tres días, en plena calle, allí murió una niña, totalmente sola, delante de nosotros. Vimos cómo hombres y animales compartían un riachuelo para beber y limpiarse, cogiendo todo tipo de enfermedades; vimos cómo la gente no tenía qué comer ni qué vestir, cómo llevaban el mismo traje, hecho harapos, día y noche durante años, hasta que se despedazaba y se caía. Nosotros llevamos mendrugos de pan, que repartíamos en la escuela que había abierto la República justo el año anterior, pero enseguida aprendimos que, si les dábamos pan, debíamos vigilar que los niños se lo comieran delante de nosotros, porque, si no, algunos padres se lo robaban. Vimos a una mujer que parecía tener ochenta años, madre de nueve hijos, la cara arrugada, la expresión dolida y cansada, y nos enteramos de que solo tenía treinta. Vimos a un hombre prehistórico, medieval, analfabeto, que vivía más como un animal que como una persona. —Valli hizo una pausa antes de continuar—. Aquello nos dolió en lo más hondo de nuestro corazón y cambió mi vida para siempre. Allí me comprometí y, aunque sé que mi vida está llena de cosas muy difíciles de explicar, al menos puedo decir que lo único que tengo es la dignidad de no haber dejado nunca de luchar por la justicia. Incluso durante los veinte años en París, nunca dejé de colaborar con el Gobierno de la República en el exilio, sobre todo con el catalán, que era el más organizado. En mis horas libres y durante los fines de semana, enseñaba lengua y literatura españolas a los hijos de exiliados, que eran ya más franceses que otra cosa. Pero yo nunca lo dejé de intentar. Como ahora, con esa maldita escuela del pueblo. Solo he intentado evitar perder otra batalla, porque yo ya he perdido demasiadas cosas en esta vida: perdí la guerra, perdí a mi familia, perdí a un hijo y también perdí a la única persona que de verdad amé, Natalie. —Valli respiró hondo, muy hondo—. Ahora, cuando ya no me quedan muchos años de vida, no quería perder esta última batalla e irme de este mundo habiéndolo sacrificado todo, por nada.
Valli tragó saliva y volvió a hundir la cara en sus manos, viejas y arrugadas. La anciana estaba exhausta y Charles no dejaba de pasearse nervioso, de un lado a otro. El sol ya había caído y el frío se empezaba a sentir, aunque a Valli ya nada le importaba. Sentía que su vida había sido un auténtico fracaso e incluso se avergonzaba ahora de estar frente a su hijo, al que nunca crio y quien ahora, como era de esperar, la rechazaba. ¿Por qué la iba a recibir de otra manera?
Charles por fin se giró hacia ella y, en un tono de frío distanciamiento, el que adoptan los ingleses cuando quieren manifestar disgusto o malestar, le dijo:
—Vamos, que hace frío.
Valli se levantó como una autómata, cabizbaja, y siguió al inglés, que emprendió el camino de regreso a Morella. Los dos avanzaron lentamente, en absoluto silencio. Valli solo oía el golpeteo de su bastón en la carretera.
Nada más llegar a las torres de Sant Miquel, el inglés se despidió. Mirando fijamente a Valli, le dijo:
—Yo no sé quién eres ni qué quieres. Pero ten a buen seguro que nada más llegar a Inglaterra me pondré a investigar. Si me estás mintiendo, no me importará que seas una anciana cuando piense en las represalias. ¿Queda claro?
A Valli se le encogió el corazón, aunque ya casi no sentía.
—Soy tu madre y no te miento, no lo olvides nunca —le respondió, mirándole a los ojos, con la voz firme.
Charles negó con la cabeza y, sin decir más, se giró y partió calle abajo.
Valli, agotada, miró a su alrededor sin saber qué hacer. Solo por costumbre, poco a poco y arrastrando los pies, la anciana se dirigió hacia la Alameda para regresar a casa. En silencio y con el cielo ya oscuro, Valli recorrió el paseo sin poder contener sus silenciosas lágrimas. Nada tenía sentido; toda una vida en vano. Al menos, pensó, ella había cumplido con su obligación y había desvelado la verdad a quien merecía saberla, aunque le doliera en el alma. Pero Valli estaba segura de que, a la larga, él se lo agradecería.
Llegó a casa exhausta y apenas pudo subir las escaleras hacia su piso, agarrándose fuertemente a la barandilla. Una vez dentro, la anciana cerró la puerta tras de sí y se apresuró hacia su cuarto. Solo quería acostarse y no despertarse nunca más. Esa vida suya no había merecido la pena y ahora ya había cumplido con su última obligación, ¿para qué seguir viviendo?
Una lucecita roja en el teléfono junto a su cama le advirtió de que había un mensaje. La anciana no pensó en escucharlo hasta que recordó que Carmen, su vecina, había estado enferma. Igual la necesitaba. Suspirando, apretó el botón.
—¡Hello, Valli! —dijo una voz alegre en inglés. Se trataba inconfundiblemente de Sam Crane, reconoció inmediatamente la anciana. Desde julio, cuando le había escrito esa hermosa carta, no sabía nada de ella.
Ahora la llamaba llena de entusiasmo, explicándole que el folleto de una obra de La Barraca, dedicado por Lorca a Louise Crane y a Victoria Kent, «cuyo amor es más verdadero que las leyes que lo aprisionan», era ya de su propiedad. La joven había ganado una ardua lucha contra la Universidad de Yale, adonde el libreto había ido a parar con todo el archivo de Victoria que Louise donó a su alma máter cuando la española falleció.
Sam se lo explicaba entusiasmada en un largo mensaje, en el que le contaba que ya había iniciado contactos con Sotheby’s en Londres para subastarlo. También decía que los fondos se destinarían, por supuesto, al proyecto de la Residencia de Morella.
Pero Valli ni se inmutó cuando acabó el mensaje. Pobre joven inocente, pensó. La vida ya le enseñaría que, al final, las cosas suelen acabar de una misma manera: mal.