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La Fonda

Calle Colomer, 7 y 9

Morella (Castellón)

Octubre de 2007

Muy querido Charles:

Espero que estas letras te encuentren bien, te imagino enfrascado en tus cosas, rodeado de tus alumnos vestidos de chaqué negro, como he visto en Internet. Eton parece un lugar muy especial, así que no me extraña que hayas hecho de él tu casa.

Yo estoy bien, aunque ahora te escribo para explicarte las últimas novedades, que no son pocas. Hace unas semanas, mi padre dimitió como alcalde. Yo no sé muy bien qué pasó, solo que tuvo una fuerte discusión con Valli y que al final no recibió la ayuda del presidente valenciano, que en principio era amigo suyo. En el pueblo se habla mucho y los rumores corren, pero yo no sé qué creer. El caso es que el tema de la escuela se ha parado y creo que volverán a convocar otro concurso. Igual alguien ya ha contactado contigo, pero yo también te he querido avisar porque, como te puedes imaginar, las cosas andan un poco revueltas y de momento el pueblo sigue sin alcalde.

No puedo decir que esté triste por mi padre, pues seguramente tiene lo que se merece, pero el ambiente se ha enrarecido y hay que esforzarse para seguir una vida normal. En ese aspecto los cuadros me ayudan. Ayer precisamente, acabé uno que creo que te gustaría. Si te interesa, te lo podría enviar, pues no es muy grande.

También he conseguido un nuevo trabajo en Castellón, en una tienda de pinturas donde necesitaban una dependienta y donde me dejarán coger todo el material que quiera gratis. Estoy contenta y con ganas de empezar dentro de un par de semanas.

Sin más novedades, solo quería decirte que muchas personas me preguntan por ti, pues dejaste un muy buen recuerdo en el pueblo. La gente aquí te quiere, Charles, por si alguna vez deseas olvidar el asunto de la escuela y volver a visitarnos. Ya sabes que la catorce siempre estará a tu disposición.

Con un afectuoso saludo se despide,

ISABEL.

Reclinando la espalda en su sillón de cuero, Charles de nuevo dejó la carta sobre sus rodillas y miró al fuego que ardía en la chimenea de su salón. El inglés se esforzaba por no pensar más en la misiva, ni en España, ni en nada relacionado, mientras esperaba a su amigo Robin. A pesar de sus intentos, Charles alzó la mirada para observar una vez más El Jardín de los Poetas, el cuadro que Isabel le había regalado ese verano. El profesor, todavía con su uniforme de chaqueta negra y pajarita, volvió a mirar al fuego y luego a la carta que había leído una y otra vez desde que la recibiera a media semana.

Charles suspiró hondo y se aflojó la pajarita mientras oía el lento crujir de la leña. Aquel sonido y el calor de la chimenea le traían tranquilidad, aunque desde que había recibido la carta no había dormido bien ni una sola noche. Por una parte, el tema de la escuela le había desilusionado, pues tenía depositadas grandes esperanzas en ese proyecto. No solo se enfrentaba al caos local en Morella, sino que la reciente crisis en los mercados de crédito internacionales también significaba que conseguir financiación era mucho más difícil. Él seguía las noticias económicas bien protegido por la seguridad y la distancia de Eton, pero intuía que el problema no había hecho más que empezar.

La vuelta al colegio después de la semana en Morella en julio también había resultado difícil, pues no se había acoplado bien a la vida monástica y escolar de la que tanto había disfrutado durante años. Ese curso lo había iniciado con menos entusiasmo del usual, ya que Eton, a pesar de su larga y espléndida historia y de acoger a algunos de los estudiantes más brillantes del mundo, ya no parecía ni mucho menos el centro de su vida.

Charles no podía dejar de pensar en el cielo estrellado de la Alameda mientras caminaba silencioso escuchando el paso y el respirar hondo de Isabel. Recordaba las historias de mercados de trufas ilegales o de figurillas de sevillanas que vivían clandestinamente dentro de un armario para esconderse de la guerra. La misma guerra que, al parecer, cambió la vida de su padre y hasta de George Orwell. Charles, con la mirada clavada en el cuadro, se preguntó si su vida también estaría a punto de cambiar, ya que esta no había sido igual desde su regreso. Paseando por los bonitos alrededores de Eton junto al apacible y tranquilo Támesis, Charles recordaba con nostalgia los manojos de romero creciendo entre las rocas abruptas y secas del Maestrazgo. El paisaje morellano era más honesto y directo que esas sutiles curvas británicas que todo lo escondían. Esa idiosincrasia también se reflejaba en las personas, pensó el profesor. España parecía desnudar a sus habitantes y visitantes, pues tal eras, tal te mostrabas; justo lo contrario que en Inglaterra, donde la gente se cubría de una capa socioprofesional principalmente diseñada para protegerse. En Eton, de hecho, se enseñaba a todos los alumnos a comportarse exactamente de la misma manera, pues destacar demasiado estaba mal visto. Las jugadas se hacían con guante blanco, sin peleas ni ensuciarse las manos, siempre sin poner las cartas sobre la mesa, algo que un buen etoniano no hacía nunca. Lo último que se debía hacer en esta vida era cerrarse puertas, les decían a sus alumnos.

Las cosas tampoco habían sido iguales para él después de la conversación que tuvo con Isabel sobre su propia madre. Desde entonces, el inglés había mirado de otra manera a las madres que visitaban a sus hijos en Eton o que, con visible dolor, los dejaban en el internado el primer día de curso. Después de conocer a Isabel, Charles ya no veía a esas mujeres únicamente como las esposas de hombres influyentes, educadas —como su Meredith— para servir. Ahora sabía que esas mujeres podían esconder talentos que el mundo muchas veces ignoraba. Durante ese primer trimestre, Charles había dedicado mucho más tiempo a esas madres, ahora sorprendidas por su súbito interés después de que él las hubiera ignorado durante años. El profesor vio en sus miradas un gran aprecio por la atención que les dedicaba, a la vez que no le guardaban ningún rencor por su antiguo desdén. ¿Cómo podía haber menospreciado a las mujeres durante tanto tiempo?

Charles pensó en su madre una vez más, tal y como había hecho desde que Isabel le preguntara por ella. Durante las últimas semanas se había cuestionado la imagen que con los años se había formado de ella: una lady inglesa alta, dulce y sonriente, de ojos claros y melena rubia angelical. Pero sabía que todo eran imaginaciones. El inglés había empezado a rebuscar entre los papeles de su padre para encontrar algún indicio acerca de su madre, pero no obtuvo ningún resultado. También se había desplazado hasta la mansión de Cambridge donde se había criado y que él mismo vendió después de divorciarse y mudarse definitivamente a Eton. Los propietarios, todavía la misma familia que entonces la compró, le permitieron acceder al antiguo sótano, que ellos apenas usaban, por si algún objeto hubiera quedado olvidado en la mudanza.

No encontró nada, pero en el mismo recibidor de la casa sí vio una foto de Morella antigua, enmarcada en madera sencilla de pino. Los propietarios le aseguraron que la habían encontrado en el sótano y que la habían subido porque el pueblo les parecía precioso y porque deseaban preservar algo de la historia de la casa.

Charles cogió el marco que ahora yacía en la mesita de madera junto a su sillón. Era una foto muy antigua, algo rasgada, en la que no se veía ni una casa fuera de la muralla y donde el castillo y la propia muralla aparecían más derruidos que en la actualidad. Las carreteras que llegaban al pueblo, muy estrechas, no estaban asfaltadas y algunas casas parecían a punto de caerse. Charles miró la foto con insistencia hasta que sonó el timbre de la entrada, fuerte y alto, lo que casi le hizo saltar del sillón.

Al distinguir la voz de Robin, el profesor apretó el botón que abría la puerta de abajo y, al instante, se quitó la chaqueta y la pajarita de clase para colocarse su batín rojo de terciopelo, con las iniciales de su padre todavía grabadas en fino hilo dorado. Era uno de los pocos objetos que el hispanista le había dejado y que Charles apenas usaba, hasta descubrir la foto de Morella. Desde entonces, se había sentido mucho más próximo a su padre, quizá más cerca de lo que nunca estuvo en vida.

Robin, corpulento y con la voz enérgica y alta de costumbre, entró como un torbellino en el piso de Charles. Como de costumbre, le visitaba el viernes por la noche, ya que Eton le pillaba de camino hacia los Cotswolds, su refugio de los fines de semana. Esa comarca de pueblecitos inocentes de piedra dorada, en la que solo se veían viejecitas sonrientes de pelo blanco, estaba en realidad habitada por banqueros e inversores, los únicos que podían permitirse los precios de la zona, pero que no se dejaban ver en absoluto. Mientras las viejecitas llenaban los salones de té locales, los residentes de las mansiones con techo de paja permanecían en sus salones, descorchando champán en fiestas privadas. Robin era uno de ellos, aunque un tanto menos social. De hecho, su amigo, banquero en la City desde que dejó la universidad, apenas aceptaba las múltiples invitaciones que le llegaban, pues todo el mundo quería asociarse con un ex-Harrow, ex-Oxford y banquero. Robin solo quería pasar la noche con la prostituta de turno, a quien cambiaba aproximadamente cada dos meses.

—¡Salud, camarada! —dijo Robin, dándole un fuerte achuchón nada más verle—. ¿Cómo está el discípulo de George Orwell? Me temo que está a punto de empezar otra guerra en España, ¡pero esta vez económica! —dijo.

Charles sonrió. Su amigo era un antagonista profesional y nunca tenía miedo de dar su opinión. Es más, de esa manera había amasado una buena fortuna: Robin compraba cuando todos vendían (barato) para vender (caro) cuando todos compraban. Siempre había dicho que los demás inversores eran fundamentalmente estúpidos.

—No estoy mal, no —dijo Charles, mirando al suelo con la falsa modestia británica que siempre utilizaba, una gran técnica para desviar la atención.

Robin se dejó caer en el sillón que había junto al de Charles, también de cara a la chimenea, mientras el profesor le servía una copita de jerez, que Robin se apresuró a degustar.

—Aaah, me encanta lo que traes de España. Fantástico —dijo, colocando la copa en la mesilla donde Charles había dejado la carta de Isabel. Sin disimulo, Robin la observó.

—¿Una amiga que se llama Isabel? —preguntó, curioso.

Charles, un tanto ruborizado, se apresuró a dejar la botella de jerez y a coger la misiva que había olvidado retirar antes de la entrada de su amigo. La plegó cuidadosamente y la introdujo en el bolsillo de su bata roja ante la mirada escrutadora de Robin. Este le observaba medio divertido y bien apoltronado en el sillón. Como todos los viernes, vestía ropa informal de oficina, que de hecho era más cara que los trajes de la City. Llevaba unos pantalones de pinzas de color crema y una camisa blanca con botones de diseño que asomaba bajo un jersey de cachemir negro que le quedaba perfecto, disimulando su gran panza.

—¿Cómo va la crisis? —preguntó Charles, sentándose él también y dejando la botella de jerez en la mesita que había entre los dos.

Charles y Robin mantenían una gran amistad desde que ambos compartieran habitación en Oxford. Sin embargo, hacía años que no discutían de amores y amoríos, y no solo porque Charles fuera más bien opaco; Robin tampoco era muy dado a hablar, sobre todo después de que su mujer le dejara hacía algunos años, mudándose a una casa del centro de Londres con sus tres hijos, a quienes ahora apenas veía. Charles tampoco osaba preguntarle, pues sabía que en el fondo aquello le había roto el corazón, por más que quisiera disimularlo diciendo que el divorcio era la mejor solución y que la relación estaba rota desde hacía años. Desde entonces, Charles siempre había visto una gota de tristeza en los ojos de su amigo, que este intentaba apagar con alcohol y mujeres, sin acabar de conseguirlo.

—Madre mía, la crisis —respondió el banquero, apoyando los pies en un taburete cercano. Sin descalzarse, por supuesto. Robin se encendió un cigarrillo, pues sabía que Charles se lo permitía, y echó el humo de manera sonora. Después dijo—: No sabes la que se está cociendo.

Charles alzó una ceja, expectante.

—El sistema financiero está lleno de mierda, estamos todos hasta las orejas de ella y los políticos, por supuesto, no se enteran de nada. Pero, bueno, yo al menos estoy sobreviviendo, porque lo que perdí lo he recuperado apostando a que las cosas van a ir a peor. Y los hechos me están dando la razón.

Los dos hombres permanecieron en silencio durante unos segundos, hasta que Robin continuó, usando un tono más serio:

—No quiero hablar de esto, Charles, porque llevo un mes que vivo y duermo con este tema. Desde lo de Bear Stearns que no voy a los Cotswolds ni veo a mi amiga; como te puedes imaginar, estoy que me subo por las paredes —dijo, soltando una carcajada nerviosa.

Charles, que a veces consideraba a su amigo algo vulgar, no contestó.

Robin miró a su alrededor, fijando la vista en el cuadro.

—¿Es nuevo? —preguntó—. ¡Me gusta! Por fin has dejado atrás las cacerías de Escocia y has elegido algo un poco más moderno. Charles, me alegra verlo.

El profesor dudó antes de contestar, pero pensó que tampoco tenía nada que esconder.

—Es un regalo —dijo por fin.

Robin le miró con sorpresa.

—¡Ah! —exclamó—. ¿Un regalo de quién? —preguntó con voz jovial, inclinándose hacia Charles.

—La autora me lo regaló —replicó el profesor, breve, mientras volvía a llenar las dos copas de jerez.

Robin ladeó la cabeza mientras una leve sonrisa se dibujaba en sus labios.

—¿Una pintora española?

—Pues sí —respondió Charles, seco.

—Ah.

Después de un breve e incómodo silencio, Robin volvió a la carga, haciendo que Charles se arrepintiera de haber iniciado aquella conversación, pues ya conocía el apetito de su amigo por los cotilleos.

—¿Es la autora del cuadro también la autora de la carta? —preguntó, ahora con los labios apretados y una sonrisa en sus ojos.

Charles miró hacia la chimenea y se levantó para echar un nuevo leño y avivar el fuego, que ya empezaba a agonizar.

—¿Charles? —insistió Robin en un tono marcadamente intencionado.

El profesor volvió a sentarse en su sillón.

—Es solo una amiga, Robin, no busques donde no hay.

Charles había conseguido decir esas palabras con una tranquilidad convincente, pero el rubor en sus mejillas lo traicionó.

—Bueno, no me digas nada si no quieres —le dijo su amigo, ahora ya sin mofarse—. Únicamente te diré que, si has encontrado a una amante en España, me parece una excelente idea y solo te animaría a que continuaras. Este es un mundo perro, Charles, y la que se avecina puede ser tremenda. ¡Hay que aprovechar la poca juventud que nos queda, que dentro de poco ya ni podremos!

Charles negó con la cabeza.

—No seas vulgar, Robin —le dijo—. Además, tampoco hay nada. Es una buena amiga que lleva el hotel donde me hospedo en el pueblo donde quiero comprar esa escuela, pero el tema está parado porque el alcalde es un corrupto… —Charles hizo una breve pausa para tomar un trago—. En fin, es una historia demasiado larga de explicar; el caso es que el tema está parado, así que no sé si la volveré a ver.

—Ya te dije yo que las operaciones inmobiliarias en España son una bomba de relojería —apuntó Robin.

—Robin, por favor… —dijo Charles, poniendo los ojos en blanco. Aquel no era momento para yatelodijes.

Su amigo pareció entenderlo y le miró, ahora con genuino interés.

—Pero, Charles, ¿tú realmente quieres volver a verla? ¿De verdad que merece la pena? —Después de un breve silencio, Robin añadió—: Ya sabes que somos demasiado viejos para engañarnos a nosotros mismos.

Charles apretó los labios y movió nerviosamente sus dedos sobre el brazo de su sillón. Robin esperó la respuesta con paciencia, dando sorbos a su copa de jerez.

—Supongo que sí —dijo por fin Charles, mirando al vacío.

A Charles le sorprendió esa confesión, que quizá también había querido esconderse a sí mismo, refugiándose bajo las montañas de trabajo que debía atender o en la interminable actividad de Eton. A pesar de sus esfuerzos para no pensar en Morella, el profesor había pasado sus cenas solitarias mirando el cuadro del jardín morellano, recordando el momento en que superó el miedo e invitó a Isabel a cenar. Pero lamentablemente, a pesar del éxito de la cena y del paseo, las cosas habían terminado algo turbias después de que él cuestionara las motivaciones de Isabel cuando esta le reveló que su padre le estaba engañando, exagerando las ofertas rivales por la escuela. Charles, seguramente llevado por las advertencias de Valli, le había preguntado por qué debía fiarse de ella, algo de lo que ahora se arrepentía profundamente. Desde entonces, el inglés no sabía qué pensar y tampoco se había atrevido a restablecer el contacto. La carta de esa semana le había llenado de una mezcla de alegría y de miedo, por lo que el profesor se empezaba a decir que, por su propio bien, debía empezar a reconocer lo que realmente estaba pasando.

Charles por fin levantó la vista hacia su amigo, que continuaba esperando, copa en mano.

—¿Por qué no vuelves a verla? —le dijo, encendiéndose otro cigarrillo.

El profesor guardó silencio unos instantes.

—Buena pregunta —dijo por fin.

Robin cruzó las piernas y se inclinó hacia Charles.

—Querido amigo —le dijo, serio—, yo no sé qué te traes entre manos, pero te veo preocupado y, desde luego, entregado a una mujer que te escribe y te regala cuadros; para mí, francamente, una clara invitación.

Charles negó con la cabeza.

—Es más complicado de lo que parece, Robin —le interrumpió—. Su padre es el alcalde corrupto del pueblo, más bien exalcalde, ahora.

Robin le atajó, rápido.

—No me importa a qué se dedique su padre, su pasado o cuáles sean las circunstancias —le dijo—. Solo sé que estas nunca son perfectas y que no sirve de nada esperar a que todo esté en regla para realizar un movimiento. —Robin hizo una pequeña pausa para vaciar, de golpe, su copa de jerez—. Créeme, amigo mío, que yo me pasé veinte años amasando una fortuna, pensando que cuando la consiguiera y me retirara entonces sería feliz con mi familia, pero ese momento nunca llegó, porque ellos se cansaron de mí antes. Y así me he quedado, a dos velas.

Charles miró a su amigo con empatía.

—No cometas el mismo error, Charles —le dijo Robin, mirándole a los ojos—. Si así lo quieres, vete ahora mismo y no esperes a que pasen los días, porque todo eso es tiempo perdido. ¿Para qué esperar? En estas vidas que llevamos solo pensamos en el corto plazo, donde nos refugiamos todos: yo con mis inversiones a tres meses, tú con tus trimestres escolares. El corto plazo está muy bien para mantenerse ocupado y distraído, para no tener que pensar, pero no nos hace felices. Créeme que la vida es una inversión a largo plazo; eso es lo que yo nunca entendí y lo que me ha hundido.

Charles guardó silencio mientras las palabras de su amigo, las más sinceras que nunca le había escuchado, le resonaban en la cabeza.

—Bueno —dijo Robin al cabo de unos segundos—. Quizá haya hablado demasiado, y bebido también, y todavía tengo que llegar a Burford —dijo, levantándose.

—Sí, conduce con cuidado —le recordó Charles, con la cabeza atormentada por un sinfín de ideas, imágenes y recuerdos. No pudo añadir más.

Robin, ya con su Barbour puesto, le estrechó la mano y le dio un fuerte abrazo. No fue el típico achuchón de hombre a hombre, sino un contacto largo y sincero que Charles sintió de manera muy especial. Hacía años que el profesor no recibía ese calor humano.

Los dos hombres se despidieron y Charles apoyó la espalda en la puerta nada más salir Robin, dando un fuerte suspiro. Instantes después, se acercó hacia la chimenea, donde cogió un cigarrillo del paquete que había olvidado su amigo y se lo encendió. No fumaba desde la universidad.

Con el brazo apoyado sobre la repisa de la chimenea, Charles miró una vez más la antigua foto de Morella y contempló su cuadro casi sin pestañear. Tan solo después de tres caladas, Charles echó el cigarrillo a la hoguera, con determinación, y se sentó en su despacho. Con manos temblorosas, encendió el ordenador, entró en Internet y tecleó: «British Airways».

A media tarde del día siguiente, sin más equipaje que una pequeña mochila a la espalda, el inglés llegó a Manises con el mismo entusiasmo con el que había aterrizado en Bombay hacía más de veinte años, cuando se disponía a pasar una larga temporada en la India. Solo y con toda la vida por delante, así se sintió Charles cuando arrancó el Seat Ibiza de rigor que, en tan solo dos horas, le llevaría a Morella.

Aunque había pisado el acelerador en la autopista más de la cuenta para llegar cuanto antes, Charles paró en el Collet d’en Velleta para respirar hondo y contemplar el pueblo que también había cautivado a su padre. Morella había enamorado tanto al hispanista que este conservó una foto del pueblo toda su vida y que Charles, de manera asombrosa, nunca había visto. Quizá la vida tenía esas increíbles coincidencias que encadenaban la existencia de manera misteriosa. Orgulloso y con el corazón latiendo fuerte, Charles continuó hasta llegar al pueblo. Después de aparcar en la Alameda, el inglés atravesó las calles casi corriendo, sin reparar en las dos o tres personas que le saludaron a su paso, para llegar cuanto antes a la fonda. No traía ni un regalo, tampoco sabía qué iba a decir. Solo quería llegar. Verla.

—¡Hombre! ¡Esto sí que es una auténtica sorpresa! —exclamó Manolo al verle, dejando el bolígrafo con el que hacía un crucigrama sobre el mostrador—. No sabía que venías, ¿se lo has dicho a Isabel o a mi padre? Se me habrá pasado —dijo, algo preocupado.

—Hola —respondió Charles, mirando a su alrededor, a la sala, a la puerta de la cocina, a las escaleras, por si aparecía Isabel en cualquier momento—. No, no, la verdad es que me olvidé de llamar —dijo, con el rubor del mal mentiroso—. Solo he venido a pasar un par de días para atar cuatro cosas de la escuela, ya sabes —dijo.

—Uy. —Manolo le miró frunciendo el ceño—. Imagino que sabrás que las cosas están un poco paradas; todavía no han elegido a un nuevo alcalde y todo está un poco…, delicado.

—Sí, sí, ya imagino —respondió Charles, quien no quería perder ni un segundo—. Espero que tu padre y tu hermana estén bien —dijo—. ¿Están por aquí?

Manolo, que ya le tenía la llave de la catorce preparada, sacó el libro de registros y apuntó el nombre del inglés a su típica velocidad lenta, algo que ahora exasperó a Charles.

—Pues mi padre no, está en casa, ahora no viene mucho por el pueblo, y mi hermana ha salido a una conferencia —le dijo, entregándole la llave.

—Ah, ¿sí? ¿Una conferencia? ¿De quién? —preguntó Charles, intentando disimular su interés personal bajo uno de corte más intelectual.

—Bah —respondió Manolo, un tanto despectivo—. Un político catalán ya abuelo que se ve que fue uno de los que escribieron la Constitución, o algo así. No sé qué se le habrá perdido por aquí.

—¡Qué interesante! —exclamó Charles con entusiasmo claramente falso y exagerado—. ¿Y dónde es? No me gustaría perdérmela —dijo—. Igual todavía puedo llegar.

Manolo le miró algo sorprendido, seguramente porque aquella faceta impulsiva y resolutiva del gentleman inglés contrastaba con su carácter habitual, siempre tan comedido. Manolo miró al reloj de la pared.

—Pues creo que empezaba hacia las seis, y ahora ya pasan casi veinte minutos, así que si te espabilas sí que podrás pillar algo. Es en la Casa Ciurana, ya sabes.

Charles asintió con la cara iluminada, pues sabía que aquel local estaba a apenas dos minutos andando, todo lo que tardaría en ver a Isabel.

Manolo le extendió la llave.

—Toma, la catorce, como de costumbre, Charles.

El inglés no la recogió y se limitó a decir:

—Como llevo tan poco equipaje, ¿te importa si te dejo la mochila aquí y me voy también a la conferencia? Ya la recogeré más tarde.

Manolo accedió y se quedó mirando fijamente al inglés, que echó a correr escaleras abajo. Sospechando que ahí pasaba algo, el hijo del alcalde se inclinó sobre el mostrador para observar cómo el inglés salía a la calle sin cerrar la puerta.

Exactamente al cabo de un minuto y medio, Charles entró jadeante al hermoso edificio de piedra que llevaba en esa misma esquina más de cinco siglos. Después de atravesar una pequeña y acogedora entrada, donde dos jóvenes estaban sentados junto a una máquina de café y una pequeña caja, Charles entró de golpe en la sala de actos, sin reparar en que tenía que pagar una entrada. Cuando los estudiantes reaccionaron y se pusieron en pie para detenerle, el inglés ya había accedido al salón con los ojos más abiertos que nunca, solo buscando a Isabel. Algunas personas del público se giraron con el abrupto ruido de la puerta, pero se volvieron hacia el conferenciante después de propiciar al inglés una mirada desaprobadora. Charles por fin comprendió que no estaba solo, así que cerró la puerta con cuidado y se adentró de puntillas en la hermosa sala, coronada por un arco gótico de piedra y tenuemente iluminada por unas lámparas antiguas negras, muy morellanas. El sobrio suelo de piedra y la tranquilidad del acto y del pueblo en general por fin infundieron a Charles un poco de calma. El profesor recorrió con la vista las apenas treinta personas presentes hasta que, por fin, distinguió a Isabel, sola, sentada en el centro, en la segunda fila. Charles se acercó lentamente por el pasillo lateral hasta alcanzar una posición desde donde la podía ver de perfil. Allí estaba, con su pelo negro suelto, su nariz bien formada, sus labios gruesos, su mirada tranquila, fija en el conferenciante.

El inglés suspiró y cerró los ojos, sintiendo el calor acogedor de la sala en ese frío día otoñal. Reparando en su propio aspecto, más bien desaliñado, Charles se puso disimuladamente la camisa por dentro de los pantalones y se ajustó el jersey negro de cuello alto que llevaba —una prenda con la que se sentía seguro, protegido.

De pie, apoyado en la pared, Charles tragó saliva mientras miraba a Isabel, que no se distraía de la conferencia ni un segundo. Debía ser paciente, se dijo, resignado. Al cabo de unos minutos, ante su sorpresa, Isabel alzó la mano cuando se abrió el turno de preguntas: la suya era la primera. Charles abrió los ojos cuanto pudo para contemplar la escena. Al inglés, ahora, todo cuanto hiciera Isabel le parecía perfecto. Hasta el amplio y poco atractivo jersey de cenefas que llevaba, típico morellano, le parecía ahora un símbolo de personalidad y talento, pues seguramente lo habría tejido ella misma.

—Buenas tardes —dijo Isabel a viva voz, pues la sala era demasiado pequeña para usar micrófonos—. Señor Roca, yo le agradezco mucho su intervención y lo que cuenta sobre cómo se escribió la Constitución es ciertamente interesante —dijo—. Pero yo muchas veces me pregunto si en este país hemos conseguido que esas ideas democráticas de las que usted habla hayan calado realmente en nuestra sociedad.

El comentario sorprendió a Charles, quien desconocía el talento orador de Isabel, pues nunca la había oído hablar en público. El inglés continuó mirándola, aunque ahora menos ensimismado, prestando más atención a lo que Isabel decía.

—Pues claro que España es un país plenamente democrático —respondió el tal señor Roca en un tono más bien altivo, al parecer de Charles—. No sé a qué se refiere —le dijo, seco.

Isabel pareció dudar unos instantes, pero continuó:

—A veces pienso que en nuestro país los que mandan siempre son los mismos, o miembros de las familias más influyentes. De hecho —continuó—, hace poco leí un libro que decía que España está en manos de unas cien familias. Yo no las he contado, pero personalmente me parece que en este país no existe mucha movilidad social y, para las mujeres, ya ni le digo —concluyó Isabel mirando al conferenciante con sus grandes ojos verdes, siempre abiertos al mundo, pensó Charles.

El señor Roca, por el contrario, no tenía unos ojos ni tan bonitos ni tan honestos como Isabel, sino una figura delgada, enjuta, y una cara alargada, demasiado seria y malhumorada para una persona de su edad, se dijo Charles. Los ancianos han vivido demasiado para no reírse un poco más de la vida en general y, sobre todo, de sí mismos, creía el inglés. El conferenciante, bien trajeado y con un bolígrafo Montblanc en mano, por fin respondió a Isabel.

—Mire, señorita —empezó, en tono paternalista—, esto que dice usted no es verdad. En absoluto, y le diré por qué. —Roca hizo una pausa de esas tan irritantes que hacen los políticos cuando quieren atraer más atención, pero lo único que consiguen es malgastar el tiempo de quienes les escuchan. Continuó—: Yo le diré que en este país tenemos muchas personas que han triunfado y que no proceden de familias influyentes.

—Siempre hay excepciones —apuntó Isabel rápida, aunque parecía que el conferenciante todavía no había terminado su respuesta—. No perdamos el tiempo hablando de excepciones, que desvían la atención de la idea sobre la que le pregunto —remató la hija del alcalde, ante la sorpresa y admiración de Charles.

El tal señor Roca pareció indignarse por la interrupción y continuó como si no hubiera escuchado el comentario, algo que le pareció más bien rudo a Charles.

—Señorita, si me deja hablar —remarcó el político en tono altivo—, este es un país donde muchas personas de procedencia humilde han alcanzado el éxito. Es más, le diré que el poder real, que usted atribuye a esas personas privilegiadas, está en los pequeños comerciantes, al menos en Cataluña. Son ellos los que mandan y llevan el país; son el tesón que lo sustenta.

Poco convencida, Isabel intervino de nuevo:

—Ya sé que trabajan, pero en realidad no mandan en absoluto. Yo me refiero a los puestos de poder político, social o intelectual, que todavía están cerrados a las personas sin enchufe —dijo, con una tos nerviosa al final.

El comentario provocó la risa de parte de la concurrencia y la crispación del moderador de la sesión, sentado junto al conferenciante, quien apuntó:

—Ya vale, Isabel, no insistas.

Ese comentario enfadó a Charles, que no iba a tolerar que alguien tapara la boca a la persona a la que él tanto admiraba, la mujer en la que había pensado —ahora sí lo reconocía— día y noche casi desde que la conoció. El profesor saltó en su defensa:

—No es que insista, es que ella espera que un conferenciante de esta categoría le dé una respuesta inteligente y, francamente, decir que en España existe movilidad social me parece un insulto a la inteligencia de los presentes, incluida la mía —dijo el inglés con su marcado acento, provocando que todos se giraran hacia él con cara de sorpresa.

Charles notó cómo sus mejillas se ruborizaban rápidamente, pero no porque la sala entera y el conferenciante se hubieran quedado mirándole, pasmados y silenciosos, sino porque Isabel también se había girado hacia él y sus labios rojos e intensos le dibujaron la sonrisa con la que había soñado desde hacía meses.

—Bueno, sí, claro, es verdad —dijo por fin el conferenciante, mirando a Charles en tono conciliador y respetuoso—. Claro, las cosas nunca son perfectas, y es un tema que tenemos pendiente —dijo.

Charles, haciendo un esfuerzo por centrarse en las palabras del orador, del que nunca había oído hablar, se encendió todavía más al pensar en la respuesta que le había dado.

—No entiendo —le dijo—, ¿por qué me da la razón a mí si le acabo de decir lo mismo que la señora que se lo acaba de preguntar?

—¡Es que ella es muy guerrera! —respondió casi sin pensar el político, echándose hacia atrás y estirando un tanto las piernas.

Esas palabras dejaron estupefacto a Charles, que pensó que un comentario así en Inglaterra podría acabar con la carrera de un político por machista. Semejante desconsideración dejaría a cualquier representante inglés, por popular que fuera, sin un mísero voto femenino de por vida.

—¿Siguiente pregunta? —dijo el moderador, como si allí no pasara nada excepcional.

Ante la sorpresa de todos, y también de Charles, Isabel embistió de nuevo:

—¿Guerrera? ¿Si una mujer pregunta algo incómodo es una guerrera, pero si es un hombre, en cambio se le escucha y se le percibe como alguien independiente e inteligente?

El señor Roca alzó los ojos en señal de desesperación, suspiró alto y dejó el bolígrafo sobre la mesa. Como si le estuviera haciendo un favor, le contestó:

—Yo, señora, soy el más feminista de todos: mi hija es la principal heredera de mi despacho de abogados y lo llevará ella sola cuando yo me jubile, dirigiendo a los doscientos practicantes que empleamos.

—Pero ¡es su hija! —exclamó Isabel, visiblemente enojada—. Lo que digo yo es que las mujeres u hombres que no tienen la suerte de proceder de familias precisamente como la suya lo tienen casi imposible.

—Esto no es verdad, hay muchas mujeres en banca y en otros sectores —le respondió el conferenciante—. Fíjese usted que en cada oficina bancaria a la que entro me atiende una mujer. Y no me extraña, porque las mujeres son mucho más trabajadoras y eficientes que los hombres —añadió Roca—. Como ve, yo soy el primer feminista.

Después de una ligera pausa, el político añadió:

—Venga, vamos a ver si hay preguntas más interesantes.

Charles, quien no cabía en su sorpresa, pudo reaccionar a tiempo antes de que otra persona alzara la mano.

—Disculpe, señor —dijo, haciendo girar a la sala de nuevo hacia él—. La señora le pregunta por el acceso al poder, no por los puestos de curritos, y yo me pregunto lo mismo —apuntó con firmeza.

Charles mantenía la mirada fija en los ojos de aquel conferenciante que a él ni le iba ni le venía, pero quien osaba tratar mal a su Isabel. El inglés se sentía cómodo, seguro, y veía cómo el político poco a poco iba perdiendo la compostura. El tal señor Roca se rascó nerviosamente la cabeza, tosió y bebió un poco de agua, porque seguro que no sabía qué decir. Pero Charles sí sabía cómo continuar, y muy bien. Elocuencia y verborrea eran lo mejor que enseñaba Eton, que había educado hasta a diecisiete primeros ministros británicos a base de enseñarles a atacar y defenderse en el feroz parlamento inglés, donde todo era cuestión de dialéctica.

—Por favor —insistió—, ¿nos puede dar una respuesta relacionada con la pregunta?

Un rumor recorrió la sala, que se apagó cuando el conferenciante retomó la palabra.

—Mire, señor, yo no le conozco y no sé de qué país es usted, pero me suena a inglés.

Charles asintió con orgullo albión.

—Pues bien, le recomiendo que antes de venir a atizar los problemas de este país, vuelva usted al suyo y solucione sus asuntos, que tienen muchos y todavía más gordos que los nuestros.

Charles no daba crédito. El político, además de un machista recalcitrante, también era un xenófobo.

—¿Siguiente pregunta? —apuntó enseguida el moderador, exasperado.

Charles e Isabel se intercambiaron miradas intensas, cargadas de una mezcla de indignación y pasión.

Un joven tomó la palabra y, con voz temblorosa, se dedicó durante cuatro minutos a decir que España había perdido valores, que solo el consumo parecía importar y que la gente solo quería coches y casas nuevas. Al final de su soliloquio, el joven preguntó al conferenciante, quien le debía de sacar al menos cincuenta años, qué había pasado con los valores.

En voz calmada y cariñosa, Roca le contestó:

—Es usted sensacional, joven —dijo con decisión—. Precisamente lo que nosotros queremos es recuperar esos valores. Pero para ello necesitamos que jóvenes como usted se dediquen a la política. Pero le advierto, tienen que estar dispuestos a cobrar muy poco y a que les acribillen a todas horas; ya ve a lo que se expone uno por estos mundos de Dios —apuntó Roca, mirando de reojo a Charles y a Isabel.

El joven, que miraba al político con adulación, jugaba nerviosamente con el anillo que llevaba y asentía repetidamente cuando Roca se dirigía hacia él.

Irritada por ver que las preguntas difíciles se penalizaban, mientras que las fáciles y aduladoras se glorificaban —una constante en el mundo actual—, Isabel se levantó, de nuevo ante la sorpresa de todos, y caminó hacia Charles, quien no tuvo ojos más que para la imponente figura que durante unos diez segundos se le acercó, cargada de vida y energía.

—¿Vamos? —le susurró Isabel tan cerca del oído que Charles casi pudo sentir sus labios. O igual estaba soñando, pensó.

Charles la cogió del brazo y la pareja salió de Casa Ciurana ante el asombro de los presentes, que todavía tardaron unos segundos en reanudar la sesión. Pero a Charles y a Isabel poco les importaba. Los dos soltaron una carcajada grande nada más salir del local y se fundieron en un largo y fuerte abrazo.

Superados los minutos iniciales de confusión, en los que Charles balbuceó algunas excusas inconfundiblemente falsas sobre el motivo de su visita, la pareja se miró sin saber qué decir. El profesor sintió que se le secaba la garganta y se le encogía el estómago, de nuevo como si estuviera ante Laura, en Oxford. Haciendo un gran esfuerzo para evitar verse solo en la calle, como Isabel le había dejado la última vez que se vieron, el inglés se apresuró a ayudar a Isabel a ponerse el abrigo, como si se dispusieran a acudir juntos a algún lugar. Charles la miró, pero no podía encontrar palabras. Apenas había gente por la calle; solo se oía el ruido de alguna televisión que retransmitía un partido de fútbol o el de algún coche que subía por la plaza.

—Ven —dijo por fin Isabel—, te daré algo de cenar en la fonda.

Charles accedió, sumiso, como si de nuevo caminara solo en el pub de Oxford con sus dos pintas en la mano. Respirando hondo, el inglés se dijo, mientras subían la cuesta, que en esa ocasión todo iba a ser diferente. Lo peor que le podía pasar era un rechazo, pero al menos no se pasaría el resto de su vida lamentando el simple hecho de no haberlo intentado. Como con Laura.

Entre risas y comentarios sobre el viaje y la conferencia, Charles e Isabel llegaron a la fonda, donde Manolo les recibió con alegría, pues esperaba que Isabel le relevara en recepción. Tras una breve conversación, tan simpática como trivial, Isabel pidió a Charles que la siguiera a la cocina.

—Pasa, inglés —le dijo—. Esta noche no hay nadie para cenar, tan solo tenemos un par de parejas hospedadas, pero están en el Daluan, así que podemos sacar un poco de jamón y vino y prepararnos una buena cena, ¿qué te parece? —le dijo.

Charles la miraba con las pupilas dilatadas y una sonrisa que, de tan amplia, casi le dolían las mejillas. Con el estómago hacia dentro y sin saber si tenía hambre o no, el inglés siguió a Isabel escondiéndose las manos nerviosas dentro de los bolsillos.

Cuando llegó a la cocina, Isabel ya se había recogido el pelo y puesto el delantal, algo que no le había quitado ni la mitad de magia a su aspecto. Charles, sin pensarlo, cogió otro delantal de la puerta y se lo puso.

—¿Qué hago? —le preguntó.

Isabel se rio, no solo de la pregunta, sino más bien del efecto de ese delantal suyo, viejo y amplio, en la figura delgada y larguirucha del inglés.

—Tú, anda, vete abriendo el vino —le respondió, cogiendo una botella de un estante—. Sírvenos un par de copas y déjame el resto a mí.

—No, no, que yo quiero cocinar también. ¿Qué hago?

Isabel se quedó mirándolo con interés y curiosidad, y por fin accedió.

—Pues aquí tienes estos seis huevos, ya los puedes cascar y empezar a batir, que te voy a preparar una buena tortilla; según recuerdo te gustan bastante, ¿no?

Charles asintió, entusiasmado.

Ver a Isabel con su delantal cortar las patatas en pequeños cubitos, mientras el ruido de la campana empezaba a sonar y él iba batiendo huevos en la cocina de una fonda de pueblo le pareció a Charles uno de los momentos culminantes de su vida. Nunca había compartido nada con Meredith, ni tan solo el cocinar una simple tortilla. Precisamente esa simplicidad doméstica era lo que Charles nunca había tenido y siempre había deseado. Ahora, por fin, estaba preparando una comida familiar, pero familiar de verdad: no era ni con su niñera de pequeño, ni con las cocineras de Eton u Oxford, sino con la mujer con quien quería compartir la cena día tras día durante muchos años. Ahora lo veía todo claro, pensó Charles, apoyado en la mesa de la cocina, con una copa de somontano en la mano.

Divertidos, entretenidos y alegres, la pareja se centró en la ensalada, la tortilla y un pan con tomate y jamón que preparó Charles, pues eso sí lo había aprendido bien, porque le pirraba.

—De haberlo sabido, te podría haber enviado un jamón con la carta —dijo Isabel cuando se sentaron en la antigua mesa redonda al final de la cocina.

—Bueno, ya he venido yo a buscarlo, no te preocupes —respondió Charles, irónico, después de dar un bocado a la tortilla, amarilla y tierna, con un sabor a aceite de oliva puro que le inundaba el paladar.

—Pues si has vuelto a Morella solo a por un jamón, te va a salir caro —dijo Isabel con una sonrisa pícara.

Charles dejó de masticar por un segundo que se le hizo interminable. Con un trozo de pan todavía en la mano y un poco de tortilla en la boca, pensó que hacía mucho tiempo que no sentía una conexión tan grande con nadie.

—Si el jamón vale la pena, no importa —dijo, levantando una ceja, esperando que aquello fuera todo cuanto tenía que decir para que se le entendiera.

—Pues ya se lo diré a los de Ca Masoveret —respondió Isabel, seria—. Seguro que te pueden preparar un paquete con hasta dos jamones ocupando el espacio de uno.

Charles la miró con sorpresa, aunque recordó que España no era el país de las sutilezas. En algún momento, se dijo, tendría que poner las cartas sobre la mesa —un pensamiento que le provocó un repentino miedo al fracaso—. Charles bajó la mirada y continuó con la tortilla, bocado tras bocado. Isabel tomó la palabra.

—Gracias por el apoyo esta tarde —le dijo—. Sin tu ayuda, seguro que no habría apretado tanto a ese idiota.

—¡Si yo no he hecho nada! —respondió Charles rápido, recobrando un poco de seguridad—. Lo has hecho todo tú y con un valor increíble. Has sido un ejemplo para todos. ¡Eres una guerrera estupenda!

Isabel sonrió.

—No, Charles —dijo Isabel al cabo de unos segundos—. Créeme que, sin tu ayuda, no habría insistido. Con tu apoyo me he sentido más segura.

Charles levantó la cabeza del plato cuando Isabel pronunció esas palabras y la miró como quizá nunca había mirado a nadie: sus ojos azules, más transparentes que nunca, su corazón abierto latiendo fuerte, sus manos extendidas sobre la mesa, todo él inclinado hacia ella.

—Gracias —musitó con una voz que, por los nervios, le salió más baja de lo que creía. Había llegado el momento, se dijo; no podía estar toda la vida sintiendo esas dos pintas de cerveza en la mano. Por fin, continuó—: Esta cena me recuerda a la noche tan agradable que pasamos en el Daluan —dijo, ahora con una voz clara y sincera.

Isabel abrió los ojos y se inclinó hacia él.

—¿Lo has visto ya?

La pregunta sorprendió a Charles.

—¿Si he visto qué?

Isabel puso cara de extrañada.

—¿No te ha dado mi hermano la catorce?

—Sí, claro —respondió Charles, confuso—. ¿Por qué?

—¿Y no has entrado?

—No, he ido directamente a la conferencia, pues… —Charles se dio cuenta de que aquel era el punto de no retorno. Sintió un nudo en la garganta y su corazón le dio un vuelco. Pero tenía que continuar—. Fui a Casa Ciurana directamente, pues tu hermano me había dicho que estabas allí.

Isabel irguió la espalda y alzó la vista hacia él. Tenía un ligero rubor en sus mejillas, algo que infundió en Charles cierto optimismo.

—¿Por qué lo preguntas? ¿Qué hay en la habitación? —preguntó con más seguridad, sin prisas.

Isabel tragó saliva antes de continuar, relajando un poco los hombros, apretando los labios. Charles, con más templanza de la que esperaba, alargó la mano, reposándola sobre la de Isabel, cálida y grande, un contacto que le transmitió una corriente de humanidad e intimidad que nunca antes había sentido.

—¿Qué hay, Isabel? —preguntó con voz un tanto sesgada.

—Hay un cuadro nuevo —respondió por fin, con timidez.

—¿Un cuadro tuyo?

—Sí.

—¿Se puede ver?

Isabel alzó los ojos hacia él y dejó pasar unos segundos.

—Sí, claro.

—¿Ahora?

Isabel no contestó.

Sin dudarlo, Charles se levantó, esperando a que Isabel hiciera lo propio. La cogió de la mano y, con decisión, el inglés se dirigió hacia la recepción, donde la llave de la catorce todavía yacía sobre el mostrador. La pareja subió las escaleras, en silencio, hasta el primer piso. Con templanza, y a pesar de los nervios que le consumían, Charles abrió la habitación y dio las luces, tenues y amarillas, que tanto le gustaban. Al frente, en la pared entre las dos ventanas, efectivamente colgaba un cuadro nuevo que Charles se apresuró a inspeccionar. Isabel, silenciosa, le siguió.

El inglés contuvo la respiración al ver que se trataba del callejón del Daluan, con el restaurante visible a la derecha, las casas sostenidas por antiguas vigas de madera a la izquierda e incluso algún gato en el centro. Era un cuadro muy trabajado, de un color otoñal nostálgico, cálido, que infundía paz nada más contemplarlo. En una esquina había una pequeña dedicatoria: «Para Charles», decía, antes de la firma de la autora.

Al cabo de unos segundos, y con los ojos húmedos, el inglés se giró hacia Isabel.

—Es maravilloso —le dijo con la voz temblorosa.

—Lo puse aquí, porque no sabía si te volvería a ver —respondió Isabel, bajando la mirada. Pero al cabo de unos segundos, añadió—: Entre la sevillana y el cuadro, esto se podría haber convertido en un museo.

Charles sonrió.

Las aceleradas palpitaciones que le habían agitado el corazón durante todo el día se fueron convirtiendo poco a poco en latidos serenos, fuertes y regulares: una señal de que el momento había llegado. El inglés cogió a Isabel de una mano y, con la otra, le levantó suavemente la cara para perderse en la inmensidad de sus ojos verdes, ahora brillantes y luminosos, irradiando tanta felicidad como sentía él. Lentamente, Charles se acercó hacia ella y la besó, al principio breve y ligeramente, hasta que los dos se fundieron en un beso largo y apasionado, como el que nunca antes ninguno de los dos tan siquiera había soñado.

Al cabo de unos minutos, cuando ambos ya no podían contener su deseo, el inglés apagó la luz para dejarse llevar por sus sentimientos, quizá por primera vez en toda su vida. Entre amor, confesiones y risas, la pareja permaneció despierta hasta que divisaron la luz del amanecer.