Más contento que de costumbre, Vicent entró por la puerta principal del ayuntamiento silbando y saludando a diestro y siniestro. Después de esperar durante tres días la respuesta de Valli, el alcalde se disponía a visitar a la anciana a la hora de comer para darle un ultimátum. Había llegado la hora de pasar a la acción, ya que, lamentablemente, no podía esperar más. Necesitaba vender la maldita escuela por cinco millones y esa venta se empezaría a fraguar inmediatamente, ya que Valli no tendría más remedio que llamar al inglés del demonio y convencerle de que incrementara la oferta. Si no, ella ya sabía lo que le esperaba.
A pesar de no estar precisamente en forma, Vicent subió las escaleras hacia su despacho de dos en dos. La información que le había facilitado el detective, aunque cara, había resultado crucial y el silencio de Valli así lo demostraba. La anciana no había contactado con él desde que la había visitado el martes anterior, lo que sin duda demostraba que estaba o bien presa del miedo, o bien buscando una solución. De ser así, seguro que no la había encontrado, pues nada sabía de ella.
Hasta que la vio.
Sentada a la puerta de su despacho, con su traje de chaqueta azul oscuro y la espalda y la cabeza bien estiradas, Valli estaba sin duda esperándole. Aquella visita no le sorprendió, más bien la esperaba, se dijo el alcalde, aunque la mirada de fuego que la anciana le dirigió no le auguró ningún buen presagio.
Se acercó a ella, inclinándose hacia su pequeña figura para demostrarle quién ostentaba el poder.
—Por fin ha venido usted a verme —le dijo—, la estaba esperando —mintió Vicent, comenzando a sentir que el corazón le latía con más rapidez—. Pase —continuó, seco.
La anciana se levantó sin quitarle la mirada de encima, lo que incomodó ligeramente a Vicent. Apartándose de la mirada incendiaria que todavía le dirigía Valli, el alcalde entró en su despacho cuando el reloj de pared marcaba las diez en punto, su habitual hora de llegada. Simulando normalidad, Vicent se quitó su fina gabardina otoñal y la colgó en el perchero mientras Valli entraba en la estancia y, sin necesidad de recibir ninguna invitación, se dirigió hacia el sillón del mismo alcalde y se sentó, mirándole con máxima intensidad.
Vicent enarcó las cejas, pero prefirió cerrar la puerta antes de continuar.
Una vez solos, el alcalde se dirigió, rápido y directo, hacia el otro lado de su mesa, apoyando los brazos sobre esta con autoridad y dirigiéndose a la antigua maestra, que tantos quebraderos de cabeza le había dado. Respiró hondo para tomar aire y se recordó a sí mismo que aquella vieja nada tenía que quitarle, sino que, más bien, estaba a sus pies. Seguramente habría enloquecido, por lo que se prometió no organizar ningún escándalo en el ayuntamiento que pudiera comprometerle. Por más ganas que le tuviera a la vieja, el objetivo era vender la escuela y que ella le ayudara. Por más tentador que resultara hundirla, ahora la necesitaba.
—¿Se ha sentado en mi silla para llamar a Charles? —le preguntó, sin necesidad de preámbulos—. Si es así, ahora mismo marcamos.
Valli le miró todavía con más intensidad y odio en sus ojos. La anciana seguía sin decir palabra, lo que empezó a incomodar a Vicent más de la cuenta. Aquella bruja le había puesto más zancadillas a él y a su padre de las que nunca pudieron imaginar, y eso que en principio solo era una maestra dedicada al servicio del pueblo. ¡Y una hostia!, se dijo Vicent para sus adentros, intentando esconder, sin éxito, sus pensamientos.
Cansado de esperar y notando que la balanza de poder se inclinaba hacia Valli, el alcalde dio un manotazo en la mesa.
—Valli, ¡hable! —le espetó—. ¿A qué ha venido si no?
Valli se recostó en el sillón de terciopelo rojo del alcalde y cruzó las piernas con la displicencia que suele traer el poder. Vicent, todavía al otro extremo de la mesa, donde normalmente se sentaban sus invitados, puso los ojos en blanco exasperado.
—He venido aquí para que me devuelvas lo que es mío —dijo por fin Valli, con una tranquilidad que empezó a sembrar la inquietud en Vicent.
—¿Qué coño estás diciendo? —preguntó este, enseguida.
—Te aconsejo que no utilices términos machistas, desagradables o vulgares —le contestó ella, igual de rápido.
Vicent dejó caer los hombros. Aquella vieja era dura de pelar.
—No estás en una posición de acreedor, Valli; si no recuerdo mal, teníamos un trato. Si no llamas ahora mismo a Charles para hablar de la escuela, le voy a llamar yo con una noticia que le alterará un tanto, por decirlo de alguna manera, y a todo el pueblo también —la amenazó.
Esas palabras devolvieron la confianza a Vicent, que, bien erguido, empezó a rodear la mesa dirigiéndose hacia su sillón, dispuesto a recobrarlo en ese mismo instante.
—No tan rápido —le contestó Valli, poniendo una mano abierta en alto con la suficiente determinación para detener al alcalde antes de que este llegara junto a ella.
Vicent la miró en silencio.
—Te digo muy en serio, Vicent, que quien ha venido a cobrar aquí soy yo, y que tus chantajes te los puedes meter por donde te quepan —le soltó la anciana.
Vicent la miró alucinado. Por muy mala opinión que tuviera de Valli, lo cierto es que aquellas amenazas tampoco le pegaban. Allí había algo más.
—¿Se puede saber qué te traes entre manos, Vallivana? —preguntó el alcalde con cierto tono paternalista.
Valli se levantó del sillón y puso las manos encima de la mesa con la misma determinación y aura de poder que había exhibido Vicent apenas hacía unos instantes. El alcalde, más sorprendido que atemorizado, escuchó.
—La que va a empezar a extender información por el pueblo voy a ser yo misma, señor alcalde —le dijo, mirándole a los ojos—. Voy a ir ahora mismo a la radio local a anunciar que los contribuyentes de este pueblo pobre y pequeño ya han dado, en metálico, un millón de euros, un millón —repitió en voz más alta—, a un aeropuerto que no solo ni les va ni les viene, sino que no está ni en funcionamiento. Y la cosa no queda ahí, sino que a pesar de ser pocos y no muy ricos, también se han comprometido a dar dos más. Como si nos sobraran. —Valli realizó una pequeña pausa para tomar aire, pero enseguida continuó—: Y encima a los morellanos se les trata de tontos. Su alcalde, por lo visto, espera colar la venta de la antigua escuela por cinco millones de euros sin que esta se haya realizado, ni esté próxima a acordarse.
Vicent la miraba estupefacto y pensó inmediatamente en Eva, la traidora a la que se le había ido la lengua, la única que conocía esa información. Vicent apretó los puños pensando en la joven a la que un día sacó de la fonda para darle una oportunidad en el ayuntamiento. Se las iba a pagar. Esa jovenzuela sabría ahora lo que era luchar en esta vida. Ahora vería lo que era estar con el agua al cuello y tener que ir de pueblo en pueblo como su padre, arrastrando a la familia, buscando con qué sustentarse. Siempre fuera, siempre forastera; ahora aprendería que en esta vida no todo son favores de gente amable como él, que le proporcionó un buen trabajo. Se las pagaría.
Valli había continuado hablando, aunque Vicent no había escuchado las últimas palabras. Tampoco le importaban los detalles, porque cuanto había oído era suficiente. Aquella vieja le tenía cogido por los cojones, la mala bestia, ¿quién se lo habría dicho?
Vicent se aflojó el nudo de la corbata y se dirigió hacia la silla que había ante su mesa de alcalde y se dejó caer de golpe. Miró a Valli con los ojos pequeños y apretados; la anciana se había vuelto a sentar en su sillón y permanecía en silencio, observándole con esos ojos negros grandes y abiertos, llenos de misterio. Aquella puta lesbiana le tenía ahora como rehén en su mismo despacho. Vicent reclinó la espalda en la silla y miró a su alrededor. En esa estancia había pasado quizá los dos mejores años de su vida. Había organizado fiestas y dirigido obras municipales que habían dejado el pueblo más bonito que nunca. La nueva Alameda, preciosa, la nueva escuela, todas las calles bien empedradas. Tanto trabajo, consultoría, diseños con arquitectos e ingenieros, ¿para qué? Para acabar sumido ante un fósil republicano que, para más inri, también había arruinado la vida de su padre. Y ahora, la suya. Esa mujer tendría que estar entre rejas.
Vicent suspiró y recorrió con la mirada las paredes del despacho, de piedra bien arreglada, decoradas con un sinfín de fotos de sus obras y las de sus predecesores. Se fijó en una imagen en concreto, con el presidente Roig, en la fiesta que organizaron en la plaza Colón para Pascua. Allí empezó todo. Igual se tendría que haber opuesto a invertir en el aeropuerto, ya que aquello le había dado mala espina desde el inicio. Sobre todo le había incomodado la comisión que había prometido pagar a una empresa a nombre de la mujer de Roig en las islas Caimán. Pero no se atrevió, atraído por el juego del presidente. En la foto aparecían los dos sonrientes y exultantes, pletóricos de poder y soñando con más éxitos. ¿Quién se negaría a eso?
Valli de repente levantó la voz, volviendo a centrar la atención del alcalde.
—Todavía no he terminado —le decía—. También sé que has robado más dinero del contribuyente valenciano al recibir una paga sustanciosa para convertir la fonda en casa rural, un proyecto del que nadie sabe nada y cuyos fondos han sido usados para pagar tu casa faraónica. —La anciana se detuvo un segundo para respirar hondo—. ¡Qué poca vergüenza tienes! —le dijo después de la breve pausa—. ¡Sinvergüenza! ¡Ladrón! —le chilló, golpeando la mesa con los puños.
Vicent fijó la mirada en las manos de la anciana, tan arrugadas y desgastadas. No sabía qué decir, solo quería pensar en una pronta solución. ¿Querría dinero? Eso siempre se podía negociar y él podría rehipotecar su casa y pagarle. O también podría llamar a Roig, sin duda lo primero que haría para que le ayudara a salir del atolladero.
—¿Qué quieres? —le preguntó, sabiendo que de nada serviría refutar sus acusaciones.
La vieja alcahueta tenía buenos amigos que, sin duda, habían confiado en ella. Quien no tenía tan buenos amigos, ahora se daba cuenta, era él. Vicent pensó quién podría haberse chivado del tema de la casa rural. En principio sospechó de Cefe, pero lo descartó enseguida, porque no imaginaba al buen hombre violando un secreto profesional de manera tan clara. Seguramente se trataría de una labor de investigación, pues el destino de esas ayudas era público. También se podrían haber chivado los de la eléctrica, que a buen seguro no habrían perdido la ocasión de hacerle daño después de todo lo que había tardado en pagarles. Esos sí que eran unos ladrones, pensó.
—Si quieres dinero, Vallivana, podemos negociar —dijo finalmente Vicent, rompiendo un tenso silencio.
—¡Idos al cuerno, tú y tu dinero! —le contestó enseguida la antigua maestra—. ¿Tú te crees que a mí me puedes comprar? Compra a tus compañeros de corrupción, como ya has hecho, pero a mí no. Ten un respeto.
—Dime qué quieres, pues —le dijo con aire desafiante. ¿Qué tenía que perder? Su padre siempre le había dicho que las cosas no se terminan hasta que acaban y que hay que mantener la cabeza alta y la esperanza hasta el último momento.
—Quiero que paralices la venta de la escuela inmediatamente —respondió Valli con determinación—. En este pueblo no quiero ni casinos ni colegios elitistas. Por el bien de los morellanos, hay que empezar proyectos positivos que mejoren la calidad de nuestra sociedad y eso, desde luego, un casino no lo va a conseguir, y mucho menos un colegio elitista que se vendrá a aprovechar de nosotros y de nuestros servicios, sin mezclarse ni un pelo con los del pueblo.
—Eso es lo que te imaginas tú, Vallivana —le respondió—. Si tan solo son niños, y mira lo bien que fue el intercambio cuando vinieron, lo bien que se relacionaron con los chicos de nuestro colegio.
Valli le miró con disgusto.
—Por favor, alcalde, por favor, no me hagas perder el tiempo. Aquellos ricachones se fueron con el rabo entre las piernas y tú lo sabes tan bien como yo, que los cotilleos en un pueblo circulan muy rápido.
Vicent guardó silencio unos instantes.
—No puedo echar la venta atrás, porque el pueblo lo necesita.
—Habrá otras ofertas más dignas; se puede empezar de nuevo un proceso limpio.
Vicent recapacitó unos segundos.
—Bien —dijo—. Puedo empezar de nuevo el proceso.
Valli soltó una sonrisa cínica.
—No, no, Vicent, tú no —le dijo—. Como entenderás perfectamente, después de semejante corrupción y malversación, no puedes más que dimitir.
Vicent sintió una punzada en el corazón. Después de dos años, aquella podría ser su última mañana como alcalde, todo por esa vieja malhechora. Bajó los hombros y la cabeza, que escondió entre las manos mientras apoyaba los codos en las rodillas. La mala puta lo había hundido. Ciertamente, con esas acusaciones, fáciles de probar, él no tenía adónde ir más que probablemente a la cárcel. Si al menos quisiera dinero…
El todavía alcalde alzó la cabeza y miró a la anciana fijamente. Por un segundo, quiso abalanzarse sobre ella y golpearla hasta la extenuación, pero aquello solo empeoraría su causa.
—Dime qué es lo que quieres —insistió, ahora ya con el único objetivo de salvar el cuello.
—He venido aquí para que escribas tu carta de dimisión, ahora mismo, y para que me devuelvas la fonda que tu familia robó a mis padres. También ahora mismo.
—Ellos la compraron —apuntó Vicent inmediatamente.
—Por una miseria —respondió Valli, rápida—. Lo sabes tú tan bien como yo. Aquello fue un premio por asesinarlos.
Vicent cerró los ojos mientras sentía que se le helaba el corazón. A pesar del poder acumulado, la fonda era todo cuanto tenía. No solo daba empleo a sus dos hijos, sino que, al transferirla, también tendría que devolver los doscientos cincuenta mil euros de la ayuda que prácticamente se había gastado. Perder el trabajo también le supondría vender la casa, el culmen de su vida, su máximo éxito, el símbolo de toda una existencia de lucha. Vicent se inclinó hacia delante y hundió la cabeza casi entre las rodillas.
—Quiero una respuesta ya —le dijo la anciana, tamborileando con los dedos sobre la mesa, impacientemente.
»Hay más —añadió esta, suscitando más miedo en Vicent, que no entendía de qué más se podía tratar. El alcalde levantó la mirada hacia la anciana; era casi inexpresiva.
»Como entenderás, y muy a mi pesar, yo tampoco quiero un escándalo municipal, aunque daría un brazo por verte en prisión —empezó a decir Valli.
Vicent agarró con fuerza los reposabrazos de su silla. Aquella vieja era el mismo demonio y tenía que estar preparado para todo. Permaneció en silencio mientras ella continuaba.
—Digo esto porque a mí me da que entre Charles e Isabel existe algo. Por respeto a los dos y a su futuro, no quiero que tu escándalo los salpique o los marque —dijo Valli, más práctica de lo que Vicent habría imaginado—. Por eso, y solo por eso, te ofrezco mi silencio a cambio de que retires el proceso de la escuela, dimitas y me devuelvas la fonda con todos los papeles legales firmados. Y por supuesto, habiendo devuelto la ayuda por la reconversión a casa rural: yo no puedo heredar una mentira que le ha costado al contribuyente miles de euros, como comprenderás.
Vicent suspiró hondo. Entre todo lo malo que le podía pasar, aquello no era el fin del mundo, pensó. Al menos mantendría su honor, aunque, según desde qué punto de vista se mirara, de poco le serviría. De hecho, preferiría conservar la casa y el puesto más que el honor, pero no estaba en posición de elegir. De todos modos, todavía le quedaba un último cartucho, se dijo esperanzado, en la figura de Roig. Como su padre le había enseñado, Vicent lucharía hasta el último momento.
Después de unos segundos, se le ocurrió una nueva posibilidad.
—¿Y si nos callamos los dos? —le preguntó—. Yo silencio lo tuyo y tú lo mío, y todo se queda como está.
Valli lo miró atónita.
—Estás loco —le dijo, mirándole y negando con la cabeza a la vez.
Bueno, él lo tenía que intentar, pensó.
—Dame tiempo —accedió por fin Vicent, como si se tratara de un derecho más que de un favor.
—No —replicó Valli, contundente.
Vicent emitió un largo y hondo suspiro.
—Todo acusado tiene derecho a su defensa —le respondió—. Vallivana, yo te di tres días, dámelos tú a mí también. Al menos, uno.
Valli le miró de arriba abajo, con desprecio, pero accedió.
—Está bien —le dijo—. Mañana mismo, hasta las doce. Vendré aquí a esa hora y espero que, por el bien de todo el pueblo, tengas tu carta de dimisión preparada.
Vicent se levantó como si él hubiera liderado la reunión, como si la pelota estuviera en campo contrario y no en el suyo.
—De acuerdo —le dijo con superioridad, con ganas de terminar esa desagradable visita y ponerse manos a la obra para encontrar una solución.
Valli, un tanto sorprendida, se levantó y, sin decir nada, se dirigió hacia la puerta sin dejar de mirar a Vicent, como si no se acabara de fiar.
—Aquí estaré mañana a las doce —le dijo el alcalde, cada vez más seguro de que encontraría una solución.
La anciana salió del despacho despacio, con su andar cansado y pesaroso. En cuanto la perdió de vista, Vicent suspiró, cerró la puerta con llave y se dirigió ansiosamente hacia su sillón. Se sentó de inmediato, contemplando el agradable espacio que él mismo había decorado, instalando una nueva iluminación moderna, cuadros, la mesa donde Eva a veces trabajaba y una mullida alfombra que se hizo traer de Estambul. Se giró hacia la ventana, mirando con orgullo el pueblo, la muralla y los campos. Ese era su imperio y así continuaría. Esa vieja se tendría que callar para siempre.
Sin perder un segundo, sacó el móvil del bolsillo de su americana y llamó a Roig. Se ajustó el nudo de la corbata mientras el teléfono emitía las primeras señales de conexión.
El presidente enseguida cogió el teléfono.
—¿Qué pasa, cabrón? —le dijo, utilizando otra vez su saludo más habitual.
—Hola, presidente, ¿cómo está?
—Muy bien, alcalde, pero corta el rollo y vete al grano, que estoy de puta madre en un yate en Mikonos con un par de rubias y no me quiero perder ni un segundo de esto. Macho, tienes que venir al próximo viaje. Es la bomba. Pero dime, ¿qué te pasa ahora?
Vicent se llevó una mano a la frente. Realmente incluso a él le costaba entender aquel comportamiento. No es que él le hubiera sido siempre fiel a su esposa, ni mucho menos, pero al menos era más discreto. En fin, él no estaba allí para juzgar a nadie y mucho menos ahora, que tenía necesidades infinitamente más apremiantes.
—Presidente, tengo un problema —le dijo, franco.
—Joder, Vicent, siempre tienes problemas, macho. ¿Qué te pasa ahora? Al grano, chico.
—Pues pasa que un listo se ha ido de la lengua y se ha chivado a una persona de que hemos pagado un millón para el aeropuerto y de que van a seguir dos más.
—¿Y qué hay de malo en ello? ¿No es lo que acordamos?
—Que no lo había discutido en el pleno del consejo y que, con nuestro pequeño presupuesto, se me va a tirar todo el pueblo encima.
—Pero, hombre —le respondió Roig—, alma de Dios, ¿a quién se le ocurre? ¿No sabes que el secreto de la democracia consiste en meterse a los demás en el bote? ¿A quién se le ocurre tirar adelante sin el pueblo? Pero, bueno, no pasa nada, se lo explicas ahora, les dices que es la mejor inversión de Morella en toda su historia y santas pascuas.
—No puedo, presidente, nunca lo aprobarían. Esto no es la Comunidad, sino un pueblo y resulta más difícil esconderse. Además, también me acusan de intentar incluir en el presupuesto municipal la venta de la escuela por una cantidad bastante optimista, por decirlo de alguna manera, antes de que esta se realice.
—Pero ¿tú te has vuelto loco o qué? —le espetó el presidente Roig—. Eso no se hace, idiota.
—Presidente, no hay otra solución si esa cantidad tiene que llegar al aeropuerto, era la única manera de invertir los tres millones.
—Oye, macho, que yo nunca te he pedido que hagas nada ilegal, ¿eh?
Vicent dejó pasar unos segundos.
—Bueno, presidente, con todos mis respetos… —empezó a decir Vicent, que cortó la frase para realizar una breve pausa. No sabía si continuar o no, hasta que vio claro que la prioridad en ese momento era salvar el pellejo. Siguió—: Si no recuerdo mal, una vez me pidió que enviara la comisión por la ayuda a la reconstrucción de la escuela a una empresa de las islas Caimán a nombre de su esposa.
El presidente se quedó callado unos segundos, que se le hicieron eternos a Vicent. Nunca pensó que él acabaría amenazando al mismísimo presidente de la Comunidad. El alcalde sentía una mezcla de poder y terror.
—Oye, gilipollas, no me estarás amenazando, ¿no? —respondió el presidente en tono muy serio—. Esa transferencia nunca se ha realizado y tú, imbécil, nunca lo podrás probar. Pero ¿qué clase de político eres, inútil? Yo siempre lo negaré, es más, no sé ni de qué me hablas.
Vicent empezó a sentir miedo por todo el cuerpo. Miedo a perderlo todo, hasta el apoyo de la persona que realmente le había metido en ese atolladero. De no ser por la maldita contribución al aeropuerto, él podría vender la escuela por dos millones y medio, y dedicarse a otros proyectos. Pero esa inversión le forzaba a incrementar el precio de venta de la escuela, y allí había empezado el lío con Eva y las mentiras. Y fue el muy listo del presidente Roig quien le había forzado a invertir en el aeropuerto a cambio de comprometerse a pagar la rehabilitación de la escuela, necesaria para venderla. El muy cabrón se había quedado con el dinero, pero se había quitado de encima cualquier responsabilidad. Y ahora él estaba en sus manos, como un cordero. A pesar del gran enfado que empezaba a sentir, Vicent procuró centrarse en mantener la calma y encontrar una solución. La experiencia le había enseñado que quien arma jaleos suele acabar mal.
—Presidente, presidente —le dijo en tono conciliador—. Por favor, no lleguemos a ese extremo, que hasta ahora hemos tenido una estupenda relación de cooperación.
—¿Qué quieres, alcalde? No sé si puedo hacer nada por ti —dijo el presidente, claramente distante.
Vicent tenía que intentar lo imposible.
—Una solución sería que esa deuda, los tres millones, pasaran a las arcas de la Comunidad.
—Ya te dije que eso es imposible, hay elecciones.
Vicent cerró los ojos, empezando a desesperarse.
—La solución, aprendiz de político —le dijo el presidente—, es hacer lo que todos, pero tú eres tan tonto que ni te has enterado.
Vicent odiaba tener que someterse a aquel abuso, pero estaba cogido de pies y manos. Lo odiaba con todas sus fuerzas, porque era lo mismo que había hecho el cuerpo de la Guardia Civil con su padre, ningunearle y tratarle como a un perro solo porque no daba con los maquis que todos perseguían, pero que nadie encontraba.
—Soy todo oídos —dijo por fin, tragando saliva hasta tres veces.
—Crea una sociedad nueva a nombre de tu mujer y al margen del ayuntamiento que consiga un préstamo del banco local y que cubra esos tres millones. Así, no se lo tendrás que explicar al pueblo. Y cuando la inversión empiece a dar beneficios, pues devuelves el préstamo y ya está, y nadie sabe nada. ¿Me entiendes?
—Perfectamente, presidente —respondió Vicent, esperanzado—. ¿Usted sabe a qué banco me puedo dirigir? Igual con su aval…
Roig le interrumpió:
—Yo no puedo avalarte nada, que ya estoy rodeado de préstamos y sociedades por todas partes. Pero no pasa nada, todo se solucionará. Vete a tu banco local.
Vicent pensó en Cefe.
—No puedo, no sé si puedo confiar en ellos. —El alcalde hizo una pausa—. Ya me entiendes.
Roig emitió un largo suspiro con una mezcla de irritación y de exasperación.
—Hijo, pues te las tendrás que arreglar tú solito —le soltó—. Tendrías que saber que la primera obligación de un alcalde es llevarse bien con todo el mundo, especialmente con los bancos. Si tienes que lamerles el culo, lo haces y ya está. ¿Me entiendes?
Vicent cerró los ojos de nuevo, apretándolos con fuerza. No le gustaba nada la opción de depender o de tener que pedir un favor a Cefe.
—De acuerdo, presidente —dijo finalmente.
—Hala, buena suerte, macho —le dijo Roig—. Me voy, que me esperan.
—Que disfrute usted…
Vicent no pudo acabar la frase, ya que Roig colgó inmediatamente.
El alcalde se puso en pie y se dirigió hacia la ventana. El sol, alto y firme, entraba con todo su esplendor en el despacho. Tanto que Vicent corrió las tupidas cortinas típicas morellanas, dejando la estancia más oscura. Después de reflexionar unos instantes, supo que no le quedaba más remedio que llamar a Cefe e intentar realizar la operación descrita por el presidente. Vicent ahora entendía cómo las sociedades de deuda, simples tapaderas para esconder más deuda, habían financiado toda la pompa valenciana de los últimos años. El alcalde siempre se había preguntado cómo esa Comunidad, donde tanta gente todavía vivía de la huerta, podía permitirse semejante despilfarro; porque aquello eran auténticos fastos, como puentes colgantes que no eran necesarios, eventos deportivos que no dejaban ningún legado o museos tan espectaculares y modernos como vacíos por dentro. Al menos él había creado una piscina y una escuela municipal, y un paseo que todos los ancianos disfrutaban.
Vicent se apresuró de nuevo hacia su silla y pensó que no tenía tiempo que perder. Tuvo que buscar el teléfono de Cefe en su agenda, señal de su mala gestión. Como le había advertido Roig, tendría que haberse pasado esos dos años estableciendo una mejor relación con el banquero: se tendría que saber su número de memoria.
Por fin marcó los dígitos del banco. Enseguida le pasaron con el director, para eso era el alcalde.
Este, como en el fondo esperaba Vicent, dio un «no» rotundo a la propuesta. Concisa, pero claramente, el director le explicó que las obras municipales ya habían superado con creces el máximo riesgo financiero permitido y que resultaba imposible establecer una nueva línea de crédito, aunque se tratara de una nueva sociedad.
Vicent insistió cuanto pudo y, ya desesperado, le propuso ir a comer, pero Cefe se negó. El muy cabrón era buen amigo de la vieja y seguro que estaban compinchados, pensó Vicent.
El alcalde se paseó de nuevo por su despacho. Solo le quedaba una posibilidad, él mismo podía llamar a Charles y ofrecerle un incentivo para incrementar la oferta.
Inmediatamente se puso manos a la obra y tuvo la suerte de encontrar al inglés en casa durante la hora de la comida. Después de los típicos intercambios preliminares, Charles quiso atajar e ir al grano.
—Dígame, Vicent, ¿hay alguna novedad en el tema de la escuela?
—Sí, sí, por eso le llamo —respondió Vicent.
Charles permaneció callado, obligando a Vicent a continuar, llevando todo el peso de la conversación.
—Ya recibimos su carta reduciendo la oferta —le dijo—. Nos sorprendió, porque es una rebaja considerable.
—Corresponde a nuestra tasación —dijo el inglés, breve y claro, sin dar pie a una respuesta.
—Precisamente ahora le llamaba sobre el precio, pero lo hago, Charles, a título personal, por el afecto que le tengo a usted y por el cariño que usted ha cogido a nuestro pueblo —dijo el alcalde, esperando sembrar una gota de entendimiento o acuerdo.
El inglés permaneció callado. Vicent entendió que debía explicarse.
—Le llamo confidencialmente porque, como usted sabe, nuestro pueblo ha realizado grandes inversiones para ponerse a punto y para que proyectos como el de la escuela resulten atractivos para los inversores.
Charles seguía sin decir palabra, lo que incomodó a Vicent, quien no tenía más remedio que seguir, sintiendo la falta de apoyo. Era como dirigirse hacia un precipicio y encima tener que remar hasta alcanzarlo, pensó. Pero recordó a su padre y se repitió que su obligación era luchar y luchar.
—Como le digo, el pueblo necesita fondos para que nuestra gestión pueda continuar y dar los frutos que todos esperamos. —Vicent hizo una pausa—. El caso es que debemos vender esa escuela por los cinco millones que anunciamos y no menos. Es lo que hay. Se me ha ocurrido que le puedo ofrecer un pequeño incentivo personal, si quiere aceptarlo. Si usted tasa la compra en cinco millones, le puedo ofrecer un dos por ciento para usted, personalmente.
Los dos hombres permanecieron en silencio.
—No sé si me entiende… —empezó a decir Vicent.
—Pues claro que le entiendo —le cortó Charles con frialdad—. Pero la respuesta es por supuesto que no. Y le voy a pedir un poco de respeto, alcalde. Si en España ustedes obran de esta manera, allá ustedes, pero esto es Inglaterra y nosotros somos el colegio más prestigioso del mundo. ¿Cómo se atreve a proponernos una cosa así? Por favor, me ofende.
Vicent no sabía qué decir.
—Bueno, bueno, Charles, no se ofenda, y perdone si no le ha sentado bien…
—La respuesta es no y no hay más que hablar —le interrumpió Charles con voz enojada.
Vicent se apresuró a apostar la última baza que le quedaba antes de que el irritado inglés le colgara. Habría preferido evitar mencionar a Isabel, pero, después de su estropicio el día de la cena en casa, la muy tonta se lo había ganado, pensó Vicent. El alcalde añadió:
—Yo solo pensaba que le podría interesar, también de cara a la amistad que parece que le una a mi hija…
—Deje a su hija fuera de esta operación, que ella no tiene nada que ver —respondió Charles con determinación—. Y yo no tengo más que hablar con usted. He puesto una oferta y espero una respuesta. Aunque tengo que añadir que estas prácticas no me gustan nada. Esto es todo. Adiós.
Charles colgó el teléfono tan de golpe y con tanta fuerza que el auricular de Vicent no dejó de emitir sonidos extraños durante un buen rato.
Vicent se dejó caer en su sillón sin saber qué hacer, ni adónde mirar. Estaba hundido. Solo le quedaba un lugar adonde ir, su propia casa. Él sabía que su mujer había heredado algo, pero Amparo nunca le había dicho cuánto. Hoy, después de años de no prestarle ni pizca de atención, había llegado el momento de preguntar.
Cabizbajo, salió del ayuntamiento sin saludar a nadie y se dirigió hacia su casa, el único lugar donde sería bienvenido.
Apenas media hora más tarde, Vicent entró en la estancia sin llamar y, ante su sorpresa, se encontró a su mujer en el salón, sentada, callada, como si le estuviera esperando. Le miraba fijamente y enseguida se levantó, le besó en la frente y le abrazó de una manera que ya ni recordaba.
—¿Todo bien? —fue cuanto dijo Vicent, mirando al vacío, pero todavía sorprendido por el recibimiento.
—Todo bien, mejor de lo que te imaginas —le respondió Amparo con una dulce sonrisa.
—No estoy para juegos, que estoy metido en un lío y no está el horno para bollos —le dijo mientras se quitaba la chaqueta y la tiraba encima del sofá. Vicent volvió hacia su mujer pues, en el fondo, un fuerte abrazo era lo que necesitaba. Amparo se lo dio.
Más tranquilo, se dispuso a hablar, pero su mujer se le adelantó con una determinación y confianza inusuales.
—Ya lo sé todo —le dijo mirándole a los ojos y en tono comprensivo. Le cogió las manos y se las apretó contra su pecho.
Vicent dio un paso hacia atrás y alzó las cejas.
—¿Qué sabes tú? —El alcalde estaba casi al límite de sus fuerzas y su esposa pareció percibirlo.
Amparo se le volvió a acercar, posando las manos suavemente sobre sus hombros. El gesto, aunque en poca medida, le ayudó a reducir tensión.
—Valli me ha llamado y me lo ha explicado todo, de mujer a mujer —le dijo.
Vicent se echó otra vez hacia atrás y la miró estupefacto.
—¡A esa bruja la voy a matar! —casi chilló, de nuevo sintiendo una gran tensión en todos los músculos de su cuerpo.
Su mujer le puso de nuevo sus suaves manos en los hombros, acariciándolos, calmándole.
—Solo necesito saber una cosa, Vicent, y digas lo que me digas yo te voy a seguir queriendo y apoyando, pero necesito saber la verdad —le dijo, mirándole a los ojos—. ¿Es verdad lo que dice?
Vicent bajó la mirada, no podía ni hablar. Estaba avergonzado. Había acabado a merced de una vieja de pueblo, de su hija y, ahora, hasta de su mujer. Todas y todos tenían control sobre él, el alcalde. ¿Cómo había llegado a esa situación?
Vicent no pudo contenerse más y se cubrió la cara con las manos para esconder las lágrimas que empezaban a brotar de sus ojos, ahora agotados. Era la primera vez que su mujer le veía llorar en más de cuarenta años de matrimonio, pero ahora no le podía esconder sus ojos rojos, hinchados, más apenados y avergonzados que nunca.
Ella entendió que su silencio hablaba muy alto.
—No te preocupes, Vicent —le dijo, cogiéndole de las manos—. Contigo he estado, contigo estoy y así continuaré.
Vicent se descubrió la cara y la miró fijamente a los ojos. Aquella era la primera mirada sincera que compartían en muchos años. El alcalde cerró los ojos de nuevo, sintiendo que en aquellos momentos de máxima oscuridad, de manera increíble, había una parte de su corazón que se ensanchaba. Nunca habría imaginado que su mujer reaccionaría de aquella manera, por lo que no osó preguntarle por sus ahorros, tal y como había planeado. Ya había comprometido al pueblo, hasta a su propia hija, no iba ahora a hacer lo mismo con su mujer, que no tenía culpa de nada.
—Vicent, escucha —continuó esta, con una resolución hasta ahora desconocida por Vicent—. Valli tiene razón y la suya es una buena propuesta. Te salva a ti del desprestigio municipal y abre las puertas al futuro de nuestra hija.
—¿Isabel? —preguntó Vicent, sorprendido.
—Yo no sé cómo están las cosas exactamente entre Isabel y el inglés —le explicó Amparo—, pero me han dicho en el pueblo que se les vio cenar juntos, íntimamente, una noche y que luego pasearon por la Alameda.
—Ah, ¿sí? —preguntó Vicent, confuso—. Pues no sabía nada.
—Claro que no sabes nada, porque desde aquella noche tan horrible no te hablas con tu hija y eso no está bien.
Vicent bajó la mirada. En el fondo, sabía que su mujer, como de costumbre, tenía razón. Amparo continuó:
—No sé cómo están las cosas, pero sí sé que, si presionas mucho a Charles, todo se puede ir por la borda. Al final te puedes quedar sin escuela y encima puedes estar jugando con el futuro de nuestra hija.
—Pero ¿tú crees que hay algo de verdad? —insistió Vicent, incrédulo.
—Yo, que por supuesto sigo en contacto con ella porque es mi hija, la veo ilusionada por primera vez en mucho tiempo. Especialmente después de que cenaran juntos aquella noche.
Vicent alzó las cejas. Estaba sorprendido de que tantas cosas pasaran a su alrededor sin que él se diera cuenta. Miró a su mujer, hoy más guapa que de costumbre. La observó con más detalle, pues se había pintado y puesto una de las blusas que se compró en un viaje a París hacía muchos años y que a él siempre le había gustado. Aquella mujer le había apoyado incondicionalmente durante más de cuarenta años sin ninguna necesidad y a cambio de casi nada.
No se la merecía, pensó. Era la única persona que tenía en el mundo. Su mujer, su casa y su caballo, lo único que tenía.
—¿Qué debo hacer, Amparo? —le preguntó, quizá por primera vez en su vida.
Ella le miró y le sonrió.
—Yo no te lo tengo que decir, tú ya lo sabes —le respondió.