Valli pasó los tres días siguientes en cama, apenas comiendo el arroz hervido que le preparaba su vecina Carmen. Esta la había encontrado tendida en el sofá, incapaz de hablar, justo después de la visita de Vicent. Desde que había enviudado hacía unos diez años, la vecina del piso de arriba había prestado especial atención a los movimientos de Valli, sin perderse una salida o llegada, y mucho menos una visita del mismísimo alcalde. Curiosa —o cotilla—, Carmen había intentado escuchar la conversación entre Valli y Vicent, aunque solo pudo oír los insultos, gritos y amenazas del final. Después de esperar un par de minutos tras la marcha del alcalde, Carmen acudió a toda prisa al piso de Valli, aunque esta no le abrió la puerta. Preocupada, la vecina no dudó en utilizar la llave del piso que ella guardaba para alguna emergencia y enseguida se personó, aturdida por tanto revuelo. Al parecer, Carmen había encontrado a Valli medio tumbada en el sofá en un estado semiinconsciente, casi catatónico. Después de una buena dosis de agua del Carmen —que para las señoras de esa generación lo curaba todo—, Valli por fin volvió en sí. La vecina se había portado de manera muy considerada con ella, cuidándola y llevándole comida cuando precisaba. La antigua maestra se lo había agradecido, pero ahora que empezaba a recuperar fuerzas, prefería estar sola. Había muchos sentimientos que ordenar, acciones que determinar.
Con los ojos cerrados y sentada en la mesa camilla del comedor, Valli intentaba aprovechar el ratito libre que tenía mientras Carmen había ido a por la compra. Bolígrafo en mano, la anciana había empezado la misma carta más de diez veces, pero todos los intentos habían acabado hechos añicos en la papelera.
El teléfono sonó otra vez —llevaba unos días incesante—, aunque ella lo ignoró de nuevo, segura de que se trataría del alcalde. No quería verle ni hablar con él nunca más. Aquel chantaje al que la había sometido era cruel y vil, y ahora, a pesar de las ganas que tenía de vengarse, había decidido solucionar, antes que nada, la charla que sin duda le debía a Charles. Pero no sabía cómo empezar.
Mirando la papelera, repleta de borradores, Valli se echó las manos a la cara y bajó los hombros. Igual nunca podría ganar aquella batalla. Igual ya lo había perdido todo. La anciana, lejos de rendirse, pensó que su deber era intentarlo hasta la extenuación y, de nuevo, sacó una cuartilla del cajón del armario de la sala. Cuando se disponía a sentarse de nuevo, sonó el interfono. No habría atendido la llamada de no ser porque Carmen se olvidaba las llaves a menudo, aunque Valli siempre había pensado que lo hacía a propósito para charlar un rato con ella. La mujer nunca se había acostumbrado a la viudedad y se notaba que necesitaba hablar hasta con las paredes.
—¡Ya abro! —exclamó mientras le daba al interfono para abrir la puerta de abajo.
—¡Gracias! —respondió una voz que no era la de Carmen.
Valli creyó reconocer a Cefe, pero echó la cadena de seguridad de la puerta a todo correr por si se trataba de Vicent o de algún ladrón. A la defensiva, asió el bastón que ahora guardaba en la entrada y esperó junto a la puerta, casi conteniendo la respiración.
El paso lento y el respirar pesado de Cefe, cargado de años de cigarrillos, eran inconfundibles, pensó Valli, dejando el bastón de nuevo en su sitio. Sorprendida por la presencia de su amigo, la anciana se miró rápidamente en el espejo de la entrada, temiendo que su aspecto delatara enseguida algún problema. La anciana se apresuró a abrocharse el último botón de la bata y se arregló el pelo con la mano. Justo cuando sonó el timbre, Valli se estaba echando un poco del perfume que siempre guardaba en el mueble de la entrada para ponérselo antes de salir. Siempre había usado el 1916 de Myrurgia, creado ese mismo año, principalmente porque ella misma había dado clase en París a Esteve Monegal, hijo del industrial químico catalán Raymon Monegal, fundador de la empresa. Valli guardaba muy gratos recuerdos de aquel joven heredero, quien, lejos de acomodarse en su posición, se abrió a París con curiosidad y esfuerzo para luego trasladar sus conocimientos a la empresa familiar, que dirigió hasta que Puig compró la firma.
A pesar de que los esperaba, los dos toques fuertes en la puerta la sobresaltaron.
—¿Valli? —preguntó la voz fuerte y ronca de Cefe.
Valli suspiró aliviada al confirmar que se trataba de su amigo, aunque la visita la sorprendió. Cefe sin duda la venía a ver algunos fines de semana, pero nunca en horas de trabajo. La anciana abrió la puerta y esbozó la primera sonrisa en tres días.
—Qué sorpresa más agradable —le dijo, besándole en las mejillas—. ¿Qué te trae por aquí? ¿No está el banco abierto?
Cefe pasó a la entrada y, como de costumbre, casi se dio con la lámpara del recibidor, demasiado baja para un hombre de su altura. Apoyado en el mueble, Cefe miró a Valli de arriba abajo, fijamente, sin duda examinando a la anciana.
—Me alegra ver que estás bien —le dijo, serio—. Estaba preocupado.
—Pues claro que estoy bien, Cefe —respondió enseguida Valli, intentando simular normalidad—. ¿Por qué no iba a estarlo?
—Porque te he estado llamando tres días, no has cogido el teléfono ni una sola vez y en la panadería me han dicho que tampoco te ven desde el lunes.
—¡Ah, bueno! —dijo Valli, como si de pronto recordara algo olvidado, quitándole importancia. La anciana hizo un ademán a Cefe para que pasara hacia dentro—. Solo tenía un poco de jaqueca y he estado unos días en cama, pero ya estoy bien, como ves —dijo mientras andaba hacia la cocina.
Cefe la siguió.
—Pasa, pasa, que te preparo un cafecito —le dijo cariñosamente a Cefe, quien asintió—. Muchas gracias por preocuparte, aunque no hacía falta que te molestaras, hombre. Pero ya que estás aquí, siempre es una alegría verte. ¿Estás en la hora del desayuno?
—Sí —respondió Cefe, mirando alrededor de la cocina, como si buscara pistas de algo sospechoso o como si quisiera comprobar que no todo andaba bien en aquella casa.
Valli sacó la misma cafetera de metal de toda la vida, de las que silbaban, a pesar de haber recibido múltiples cafeteras eléctricas o de presión como regalo de cumpleaños o Navidad —todas seguían en sus cajas, abandonadas en el fondo del armario—. Valli era una persona leal hasta con su cafetera.
—Pues dime qué tal andas, querido Cefe, ¿cómo va todo por el banco? —preguntó la anciana mientras iba preparando el café, cucharadita a cucharadita.
—Yo muy bien, Valli —respondió este, apoyado en la puerta de la pequeña cocina—. Solo me preocupas tú.
Valli miró a Cefe con sus ojos cansados, pero siempre despiertos, y luego se giró lentamente para encender el fogón. Suspiró. Era evidente que su amigo la conocía bien y ella tampoco le quería mentir, pero no sabía ni por dónde empezar. La anciana miraba ensimismada y en silencio hacia la pequeña cafetera, hasta que esta empezó a silbar. Lentamente, Valli dispuso dos tacitas con su correspondiente plato encima de la mesa y, con la ayuda de un viejo trapo de cocina, sirvió el café. Se sentó.
—Pues te diré que ando un poco preocupada, sí, y disgustada con el alcalde también —dijo por fin la anciana, antes de dar el primer sorbito al café.
Cefe la miró a los ojos, dejando sobre la mesa la delicada tacita que mantenía en sus manos gruesas y oscuras.
—¿Y qué es lo que te preocupa? —le preguntó su amigo.
Valli tomó un sorbito de café y bajó la mirada. Jugando con la cucharilla pequeña, dijo:
—Me dijiste que el alcalde iba a usar unos fondos públicos para convertir la fonda en casa rural y que su hijo Manolo estaba al frente del proyecto, ¿no?
Cefe asintió.
—Pues justo después de decírmelo, me encontré con Manolo y le di la enhorabuena, pero resulta que el chico no sabía nada —dijo Valli en tono confidencial—. Y no es que no se viera con su padre, no. Los muy tontos, después de comprar semejante mansión, resulta que en verano tuvieron problemas con el agua y tenían que ir a la fonda a ducharse. Es que mira que hay que ser paleto, ¿eh?
Cefe sonrió.
—En verano, antes de que te fueras de vacaciones —prosiguió la anciana—, también me enteré de que el ayuntamiento pagó a esos niñatos privilegiados de Eton su estancia en la fonda, al parecer como una inversión de cara al proyecto de vender la escuela, ya que Eton es un posible comprador.
Cefe alzó una ceja.
—Eso no lo sabía. ¿Cómo lo has descubierto?
Valli negó con la cabeza.
—Se dice el pecado… Pero créeme que es verdad. Cefe, yo no te mentiría. Sé que pagaron una auténtica fortuna, unos quinientos euros por habitación y noche, ¡en la fonda! —exclamó Valli alarmada—. ¿Te lo puedes creer?
Cefe apretó los labios y se ajustó el nudo de la corbata de lana que siempre llevaba.
—¿Estás segura? —le preguntó.
—Totalmente, aunque creo que en parte fue porque la libra subió o algo así, pero de todos modos, quinientos euros es mucho dinero para una habitación en una fonda de pueblo.
Cefe asintió con cara de preocupación.
Valli apoyó los codos sobre la mesa y se acercó a su amigo.
—Cefe, hay que mirar esto. Aquí hay algo que me huele muy mal.
Su amigo bajó la mirada y removió el azúcar de su café, más veces de las necesarias.
—Puedo confiar en ti, Valli, ¿no?
—Por supuesto —afirmó Valli rotundamente. Se irguió—. ¿Qué pasa?
Cefe suspiró.
—Esto que quede entre nosotros, porque estoy rompiendo el secreto profesional, pero lo hago por razones de ética —dijo.
—Adelante.
—A mí también me extrañan algunas cosas —dijo finalmente el banquero—. Puedo sospechar de muchas cosas, pero lo que desde luego sé es que Vicent ha recibido una cantidad elevada, doscientos cincuenta mil euros, todo dinero público, para convertir la fonda en casa rural, aunque estoy seguro de que ese dinero lo ha dedicado a cubrir deudas de su propia casa y que, de momento, no hay ningún plan para cambiar nada en la fonda. Yo también lo sé, porque hablo con Manolo casi todos los días.
Valli se echó hacia atrás.
—No estoy ni sorprendida —dijo Valli, fría, mirando a los ojos de su amigo—. De esa ave de rapiña me lo creo todo. —La anciana hizo una pausa—. ¡Será ladrón! —apuntó al cabo de unos segundos con cara de asco.
—Se puede llamar así, sí —concedió Cefe.
—¡Hay que ponerse en marcha inmediatamente! —casi gritó Valli, golpeando la mesa con las dos manos.
Cefe apoyó una mano en la de Valli.
—Tranquila, Valli, tranquila, que esto hay que planearlo bien. No podemos hacer el ridículo, ya que Vicent puede sacar otro conejo de la chistera y meternos un gol. Hay que acumular pruebas —dijo, sin perder la calma, como de costumbre—. Primero, indagaré un poco más sobre las leyes de estos fondos para casas rurales. Igual existen cláusulas que calificarían esta transmisión como ilegal, como alguna incompatibilidad con cargos públicos, por ejemplo.
—O igual existe un máximo de tiempo para realizar las obras —atajó Valli.
—Exactamente. Pero hay que ir poco a poco, ¿me entiendes?
Valli asintió y miró a su amigo, a quien sonrió. Por fin había encontrado ayuda. Por fin la justicia iba de su parte, después de haberla esquivado toda la vida. Con Cefe, tan alto, listo y sereno, Valli se había sentido siempre segura. Contempló esos ojos verdes impresionantes que tenía, sus cejas pobladas y sus facciones duras que revelaban una niñez con más horas de campo que de escuela, hasta que Valli, después de mucho esfuerzo, convenciera a su padre para que le dejara estudiar. Desde aquel momento el destino de ambos había quedado unido para siempre. Cefe siempre le había quedado agradecido, pues su insistencia le había permitido una vida acomodada y mucho más saludable y segura que la labranza.
—Claro que te entiendo —respondió por fin la anciana—. Estamos juntos en esto, como siempre.
Cefe la miró con una sonrisa, se acabó el café de un sorbo y se levantó.
—Me voy, que ya llego tarde —dijo mientras avanzaba por el pequeño pasillo hacia la entrada. Al llegar al recibidor, se giró hacia Valli—. Pero no me vuelvas a hacer esto nunca más, ¿eh? Coge el teléfono siempre, que, si no, me preocuparé. ¿Entendido?
—Okey —contestó Valli en un inglés petulante, como si se defendiera de un ataque.
Cefe le sonrió y le dio un fuerte abrazo antes de partir.
Al cerrar la puerta, Valli se sentía más tranquila, aunque no del todo. No le gustaba engañar a nadie o esconder verdades y la suya, estaba convencida, saldría tarde o temprano. Tenía que pensar muy bien cómo, con quién y cuándo iba a hablar.
La anciana suspiró y se desabrochó de nuevo el último botón de la bata azul; todavía usaba la más veraniega, puesto que ese día de septiembre había amanecido caluroso. Necesitada de un poco de aire fresco, Valli subió las persianas y, por primera vez en tres días, abrió la ventana para que corriera un poco el aire. La brisa le sentó bien, pensó, saliendo a su pequeño balcón de madera, como todos los de la plaza. Le alegró ver de nuevo sus plantas, unas hermosas cintas y geranios que ahora parecían pedirle a gritos un poco de agua. La anciana se apresuró a abastecerlas.
De vuelta al balcón y sintiéndose otra vez activa y útil, Valli miró hacia la plaza pensando que enseguida vendría Carmen, quien tan bien la había atendido. Pero ante su sorpresa, no era Carmen quien amaneció subiendo desde la plaza Colón, sino Eva, la asistente del alcalde. Valli la miró con sorpresa, pues otra vez se trataba de alguien paseando en horas de trabajo. Pero, más que eso, lo que de verdad le llamó la atención fue su andar pesaroso, cabizbajo. A medida que se acercaba, Valli la observó con más detenimiento y, al verle el perfil, percibió su estado. Se llevó una gran alegría, ya que aquella muchacha siempre le había gustado, desde que le diera clases de inglés hacía muchos años. Sabía que se había comprado un piso nuevo y que vivía con su novio, que si no recordaba mal era albañil. Tenía un buen trabajo y ahora esperaba un niño. Valli se sintió orgullosa por el prosperar de aquella muchacha, hija de trabajadores que apenas sabían leer ni escribir.
—¡Hola, Eva! —la saludó Valli cuando la joven pasaba muy cerca de su casa. La anciana por fin había recobrado algo de alegría.
Eva alzó la cabeza preguntándose de dónde venía aquella voz y enseguida vio a Valli en el balcón.
—Hola, Valli —le respondió sin apenas esbozar una sonrisa y con el cuerpo más bien alicaído.
Eso sorprendió a la antigua maestra, consciente de la última conversación que mantuvo con ella, cuando le reveló el oneroso pago del ayuntamiento a la fonda por la estancia de los alumnos ingleses. Valli recordó que aquel día se había despedido diciendo que tenían una conversación pendiente y quizás, pensó, ese era el momento. La anciana dudó unos segundos, porque no era cuestión de tratar temas delicados con una embarazada, pero luego pensó que sería mejor ahora, antes de que su estado avanzara. Intuía que aquella muchacha sabía más de lo que parecía, así que no dudó más.
—¡Eva, sube a tomarte un café, hija, que te veo algo cambiada! —le dijo Valli con una pequeña sonrisa irónica.
Eva no respondió, pero se acercó al balcón, con la bolsa de la compra en la mano.
—No puedo, Valli, me encantaría, pero tengo mucho que hacer.
—¿No estás en el ayuntamiento? —preguntó Valli, apoyándose en la barandilla y mirando hacia abajo, tan solo un piso, y no muy alto.
La joven miró hacia un lado y a otro de la plaza, que estaba vacía.
—No, hoy me lo he pedido de fiesta, porque tengo mucho que hacer.
—¡Vamos, mujer! —insistió Valli.
Eva pareció dudar, pero por fin accedió.
—Solo un momentito, ¿eh?
—Claro que sí, lo que quieras —respondió Valli con rapidez, apresurándose a abrirle la puerta de abajo.
Impaciente, Valli la esperó arriba durante los dos largos minutos que la joven tardó en subir tan solo un piso, algo que sorprendió a la anciana.
A Valli todavía le asombró más la cara de tristeza que la muchacha llevaba encima nada más verla de cerca en el rellano. Intentando que se sintiera a gusto, Valli la cogió de la mano y la acompañó hacia la sala, donde la joven se sentó, cayéndose pesada sobre el pequeño sofá. Valli se dirigió hacia la cocina para coger un par de tacitas y el café que había sobrado, que todavía estaba caliente.
La anciana le sirvió un cortado y se preparó otro para ella misma, que probó nada más sentarse en su silla favorita, junto a la ventana.
—Qué alegría verte, hacía mucho que no te encontraba por la calle, Eva. —Valli la miró directamente al vientre—. Ya veo que estás muy bien —le dijo, con una sonrisa.
Eva sonrió.
—Pues ya ve, Vallivana —le dijo, con el mismo respeto que le había mostrado siempre—. Estoy ya de cinco meses, ¡cómo pasa el tiempo!
—Enhorabuena —se apresuró a decir Valli—. Qué alegría tan grande para los dos. Me alegro mucho, Eva, del piso, de tu novio, de la familia que ahora vais a empezar. Qué orgullosa estoy de ti —le dijo hablando desde el corazón.
Eva, sin embargo, bajó la mirada durante un largo tiempo. Valli permaneció silenciosa, sin saber muy bien cómo empezar.
Eva por fin miró a su antigua maestra, franca y directa como siempre. Sus ojos, normalmente llenos de vida, ahora parecían vacíos, como si nada mereciera la pena. A Valli le dolió en el alma aquella mirada de desidia.
—Dime, hija, ¿estás bien? —le preguntó, inclinándose hacia delante. ¿Para qué fingir una conversación trivial?, pensó.
Eva volvió a bajar la mirada, se echó hacia delante y hundió la cara entre las manos. Al cabo de unos segundos, empezó a sollozar.
Valli se levantó inmediatamente y se sentó junto a la joven en el sofá, poniéndole una mano sobre la espalda, acariciándola lentamente, dándole tiempo a que se calmara.
—Tranquila, Eva, tranquila —le decía—. Nada en esta vida es tan malo. Todo tiene solución. Te lo aseguro yo, que soy vieja y sé lo que me digo.
La muchacha seguía con la cara entre las manos, ahora en silencio. Después de unos instantes, que Valli sintió en el alma, pues temía que aquella joven sufriera una irrevocable enfermedad, Eva por fin se irguió y apoyó la espalda en el sofá. Suspiró hondo.
—Ya ha pasado, mujer, ya ha pasado —dijo Valli—. Ya sabes que estoy aquí para lo que quieras.
Eva la miró con los mismos ojos que de pequeña contemplaban a su maestra con gran admiración. Sin nadie en casa que le enseñara más que a manejar un telar, a Eva siempre le había fascinado su profesora de inglés por ser la primera y casi la única persona en su vida que le había abierto los ojos al mundo. Más que por la gramática inglesa, Valli recordaba cómo siempre le preguntaba por cosas de Londres y de los ingleses, de sus hábitos y su política. De hecho, ella misma la había ayudado a recaudar fondos para culminar uno de sus sueños y pasar un verano en la capital británica. Según ella, aquel había sido el mejor verano de su vida.
—No sé por dónde empezar —dijo por fin la joven, sacando un pañuelo de papel de su bolso y secándose los ojos.
Valli se apresuró a llevarle un vaso de agua de la cocina. Al volver, se sentó de nuevo junto a ella.
—Ya sabes que en mí puedes confiar todo lo que quieras.
Eva asintió.
—Pero, por favor, júrame que no harás nada sin decírmelo antes, ¿eh?
Valli asintió.
Eva apoyó la espalda en el sofá y, ya más tranquila, suspiró. Respiró hondo hasta tres veces y, por fin, se dirigió a Valli.
—Ese día de julio, cuando me escuchaste esa conversación en inglés por el tema de las habitaciones en la fonda, me parece que sospechaste que allí había algo que no acababa de cuadrar, ¿no? —preguntó a Valli.
—Efectivamente —respondió esta.
—Pues yo creía que la cosa acabaría allí, aunque también sé que hay mucha presión con el tema de la escuela y que Morella se ha pasado tres estaciones en el tema del gasto, como supongo que imaginarás.
—No hay más que darse una vuelta por el pueblo para ver que aquí todos, empezando por el mismo ayuntamiento, viven muy por encima de sus posibilidades —replicó Valli.
—Hasta yo misma —dijo Eva, suspirando—. Yo también me compré un piso quizá por encima de mis posibilidades, de lo que ahora me arrepiento. Me tiene prisionera.
Valli levantó una ceja.
—Dime, cariño, dime qué sabes, que yo igual te puedo ayudar.
—Ilusionada con Pablo, ya sabes, mi novio, que trabaja de albañil, y con el buen sueldo del ayuntamiento, pues nos volvimos locos por uno de esos pisos nuevos que construyeron junto a los lavaderos. Es un ático con una gran terraza, unas vistas fabulosas… En fin —dijo, algo avergonzada—, el caso es que todo iba muy bien al principio, pero ahora que los tipos de interés se han disparado pues andamos ahogados para pagar la hipoteca.
—Pero todavía podéis, ¿no?
Eva asintió.
—Sí, de momento podemos, pero ese no es el asunto —dijo, e hizo una pausa—. El tema es que ahora necesitaría dejar mi trabajo, pero no puedo: entre lo que viene —dijo, colocando suavemente su mano sobre la tripa— y la hipoteca, estoy pillada de pies y manos, y no puedo dejar el trabajo, a pesar de que debería. Y eso me angustia.
—¿Por qué quieres dejar el puesto, si parece tan bueno?
Eva la miró a los ojos y se mordió levemente el labio inferior antes de responder.
—Valli —le dijo con toda la franqueza del mundo—, yo creo que me llevo tan bien con el alcalde como tú.
Valli sonrió.
—Escucha bien —dijo Eva, incorporándose—. Es que si no te lo explico, voy a explotar. No sé cómo actuar, no sé con quién hablar o qué hacer, solo sé que no me puedo quedar callada ante una situación así. Aunque, como te digo, estoy atrapada. —Hizo una pausa—. Cogida por los mismísimos cojones, como se dice.
—Cuenta —la conminó Valli, quien nunca había oído salir una palabrota de la boca de Eva.
—Vicent me ha estado haciendo chantaje desde hace mucho tiempo. Hace unos meses, después de Pascua, me obligó a transferir un millón de euros al proyecto del aeropuerto de Castellón, sin que esa transferencia estuviera aprobada por el consejo. Simplemente, me dijo que aquello contaba con el beneplácito de Roig, que, como sabes, visitó Morella en Semana Santa.
Valli asintió, muy seria.
—Pero ¿qué tiene él para chantajearte?
—Sabes que yo no pasé ninguna oposición para conseguir el puesto, cuando debía. Supongo que Vicent me escogería a mí saltándose el protocolo porque sabía que ese favor le daría control sobre mí y que, sin una familia poderosa o rica, tampoco tendría muchos lugares adonde acudir en caso de necesidad.
—Yo me lo creo todo de esa víbora —dijo Valli, mirando al vacío—. Sigue.
—Hice la transferencia hace mucho, pensando que algún día saldría en el consejo y que todo se resolvería. Pero ese momento no ha llegado. Es más, el otro día, primero recibí una carta del inglés, de Charles, diciendo que rebajaba la oferta por la escuela a dos millones y medio. Pues bien, el alcalde me pidió que rehiciera las cuentas municipales para incluir otros dos millones de inversión en el aeropuerto, quitándoselos a las obras del asilo. Eso lleva la inversión de Morella en el dichoso aeropuerto a ¡tres millones! ¡Tres! —remarcó la joven.
—¡¿Tres?! —exclamó Valli, aturdida.
—Como lo oyes. Y la cosa no acaba aquí —apuntó Eva mientras Valli se echaba hacia atrás, poniéndose las manos en las mejillas, sin saber qué hacer—. También me pidió que introdujera un ingreso de cinco millones por la venta de la escuela.
—No puede ser —dijo Valli con un hilo de voz, como si aquello superara sus peores expectativas—. No puede ser.
—Como lo oyes —dijo Eva, ahora ya más enfadada que triste o decaída—. Yo le dije que precisamente esa mañana había recibido la carta de Charles rebajando la oferta, pero él respondió que eran técnicas de negociación, que todo estaba bajo control y que pusiera los cinco millones.
—¿Qué le dijiste?
—Pues que no podía, que no era ético, a lo que él me respondió con el chantaje. O lo pongo o me quedo sin trabajo…, ahora que estoy embarazada, me he comprado un piso, la hipoteca me ahoga y mi novio, de albañil, pues ya te puedes imaginar, uno nunca sabe. Pero, desde luego, la que gana el pan en mi casa soy yo.
Valli la miró a los ojos.
—Eres una mujer muy valiente, Eva, muy valiente —le dijo, con admiración—. Te agradezco mucho que confíes en mí. Esto lo resolveremos, ya verás. Has hecho bien en decírmelo, porque esto es un asunto muy grave.
—Creo que no somos las únicas que estamos en el caso —apuntó Eva.
—Ah, ¿no? —preguntó Valli, sorprendida, pero pensando en Cefe.
—Ese mismo día —explicó Eva—, el martes pasado, también vino una americana de una agencia de esas de crédito haciendo más preguntas de las que debería. Fue después de esa conversación cuando Vicent me pidió que cambiara el presupuesto.
—¿El martes pasado? —preguntó Valli, pensativa—. ¿Estás segura?
Eva asintió, extrañada por el interés de Valli en la fecha.
Valli apretó la nuca hacia atrás, intentando recomponer la situación. Qué raro que, precisamente ese mismo día, la hubiera venido a chantajear a ella también. Seguramente la presión de esa agencia era mayor de lo que se imaginaba y eso le habría incitado a presionarla a ella para convencer a Charles de que aumentara la oferta.
Valli miró a Eva con comprensión. Sus ojos, como cuando era pequeña, la observaban con expectación, como si esperara que su antigua maestra tuviese todas las respuestas.
—Tranquila —le dijo, poniendo su mano sobre la de la joven durante unos segundos.
Al cabo de unos instantes, Valli se levantó y miró por la ventana hacia los campos de trigo ahora resplandecientes y amarillos bajo el sol. Esos campos y ese pueblo tan maravilloso y tan suyo se merecían un alcalde mucho mejor que aquel. Había que eliminarlo enseguida, antes de que fuera capaz de chantajear a más personas, siempre mujeres vulnerables, ancianas o embarazadas. El muy cabrón. Pero, por suerte, Valli tenía ahora una información que acabaría con él ipso facto. Ahora, la chantajeadora iba a ser ella.
La anciana se giró hacia Eva, que seguía mirándola, expectante.
—Eva, querida, ¿estarías dispuesta a decir esto ante un tribunal?
—Valli, ¡por Dios! —replicó Eva con cara de susto—. Te he dicho que esto era entre tú y yo.
La anciana se acercó a la joven, sentándose de nuevo junto a ella en el sofá.
—Ya lo sé, Eva, pero tenemos que actuar, esto no puede seguir así. ¿Quieres que ese perro te siga chantajeando toda la vida?
Eva negó con la cabeza.
Valli se mordió los labios antes de contestar.
—¿Sabes? —le dijo, pensativa—. Tampoco creo que vaya a ser necesario. Tú déjame a mí y ya verás cómo mañana mismo nos lo hemos sacado de encima. Ni habrá escándalo ni esto saldrá a la luz pública.
—¿Cómo?
—Le diremos que dimita él solito, que se busque una salida digna o le llevamos a los tribunales y armamos un escándalo —dijo Valli, con determinación.
—¿Estás segura, Valli? —preguntó Eva con un hilo de voz—. Tengo mucho miedo. Mira que estoy embarazada, ahogada con una hipoteca.
Valli alcanzó otra vez la mano de la joven, apretándola con fuerza.
—No tengas miedo, hija, nunca tengas miedo de nada. El miedo se sacude con valentía, como has hecho ahora. Con esta información, acabas de salvar la vida al pueblo y esa víbora tendrá que salir por patas. Tú mantendrás el puesto y a ver si se organizan unas elecciones pronto y tenemos un alcalde decente.
Eva asintió.
—¿Y si sale mal?
—Confía en mí, como siempre.
Eva le sonrió.
—Si me permites, me voy a poner en marcha en este mismo instante —dijo Valli, levantándose con gran energía—. Tú vete a casa y no salgas hasta que yo te diga. A esa rata le quedan las horas contadas.