El mundo había cambiado apenas dos meses más tarde con la caída de dos fondos de inversión de Bear Stearns, uno de los grandes bancos de inversión americanos. La noticia sembró el pánico en los mercados internacionales y provocó la intervención inmediata de los bancos centrales. Fue el primer pinchazo de una burbuja financiera creada durante dos décadas de exuberancia; una clara señal —aunque muchos quisieron ignorarla— de que el desenfreno del que políticos, reguladores y ciudadanos tanto habían disfrutado había llegado a su fin.
Pero, entonces, las grandes finanzas mundiales y la hecatombe financiera todavía quedaban muy lejos de Morella, que contemplaba los acontecimientos con distancia, sin acabarlos de entender. En septiembre, el pueblo estaba tranquilo después de un buen verano y los días otoñales se sucedían, suaves y calmados, como todos los años. Nadie en el pueblo sabía todavía qué era la prima de riesgo ni qué era Standard & Poor’s.
Vicent tuvo que buscar él mismo en Internet qué era esa agencia de nombre tan largo, pues nadie en el ayuntamiento le había sabido responder. La semana anterior había recibido una carta de una tal Anne Thomson, directora de esa agencia, pidiéndole una reunión. Él había respondido cordialmente, fijando la entrevista esa misma mañana. Ahora, a cinco minutos de la visita, el alcalde todavía no sabía qué querría aquella señora, ya que, según había leído, esa agencia calificaba deuda y Morella nunca había emitido ningún bono o instrumento de deuda pública. El caso es que el nombre inglés de la agencia y de su representante le habían hecho levantar la guardia, pero pensando en Charles y en la venta de la escuela, Vicent había decidido que mejor sería recibirles y cooperar. Si de aquel encuentro salía un informe positivo, Vicent podría pasárselo después a Charles y a cuantos inversores conocía. El alcalde esperaba y estaba convencido de que todo se empezaría a resolver de manera positiva muy pronto.
En casa, las cosas habían mejorado hasta cierto punto, ya que por fin habían llegado los doscientos cincuenta mil euros de Roig —en concepto de reconversión de la fonda en casa rural—, con lo que la deuda con la eléctrica había quedado saldada, además de otros agujeros y deudas pendientes. Por fin había podido pagar a sus hijos en la fonda, aunque a Isabel, después de su horroroso desplante en julio, tan solo le había dado un sueldo mensual de ochocientos euros, la mitad que a su hermano. En el fondo, sabía que Isabel ponía muchas más horas en la fonda y que, si el negocio de las comidas había mejorado sustancialmente, era porque ella se había dedicado de lleno desde que había perdido el trabajo. Pero no podía perdonarle la escena que montó ante Charles en su propia casa en julio. Desde entonces, Vicent no había tenido noticias del inglés y apenas había cruzado palabra con su hija. Estuvo a punto de echarla de la fonda, pero su mano para la cocina le había reportado clientes y hasta atraía comensales de pueblos vecinos a la hora de comer. De momento, pensó, mejor dejar las cosas como estaban hasta que se culminara la venta de la escuela y pudiera respirar.
Llamaron a la puerta mientras Vicent estaba absorto en estos pensamientos, pero enseguida ordenó que pasaran. Eva entró primero hablando en inglés, que él no entendía, con una mujer alta y delgada, de ojos azules y pelo largo negro. Impecablemente maquillada, la joven mujer lucía un elegante vestido azul marino y un collar de perlas, sobre el brazo reposaba una típica gabardina Burberry; toda ella muy british.
Vicent pensó que aquella mujer se ganaría mejor la vida de modelo que de analista y no pudo evitar repasar con la mirada su increíble silueta. Sus piernas eran tan largas que hasta movió la cabeza de abajo arriba mientras las observaba. Aquella mirada, tan poco disimulada, pareció molestar a la mujer, que enseguida le miró fría y fijamente a los ojos.
—Pase, pase, por favor —dijo el alcalde, levantándose para asir a la señora del brazo y acompañarla hasta la silla. Ella rápidamente rechazó cualquier ayuda—. Gracias, Eva —dijo a su ayudante sin apenas mirarla—. Nos puedes dejar ahora.
Discreta como siempre, Eva se retiró.
—Buenos días —dijo Anne con un marcadísimo acento americano, mientras cruzaba las piernas frente a la opulenta mesa de madera brillante del alcalde.
Este, de nuevo sentado en su sillón de terciopelo rojo, la miraba con una sonrisa de oreja a oreja. En sus más de doce meses al frente de la alcaldía, esa era sin duda la visita más agradable que había recibido. ¡Menudo pedazo de mujer!, pensó para sus adentros, aunque sin disimular su admiración.
—¿No es Eva la encargada técnica del ayuntamiento? —preguntó la americana—. ¿No sería mejor que estuviera presente en la reunión?
Vicent se sorprendió, pero, tranquilo, se inclinó hacia atrás y soltó una pequeña risa. Él mandaba en su despacho y, con semejante escultura delante, ¿para qué iba a querer compartir ese momento con una joven pueblerina?
—No, mujer, no —le respondió cogiendo la cajetilla de Marlboro que siempre tenía encima de la mesa—. Ya estamos bien así —dijo, encendiéndose un cigarrillo y echando el humo hacia un lado.
Anne empezó a toser y a mirarle con ojos casi desorbitados, como si estuviera ante un loco. Sus gestos para apartar el humo eran tan exagerados que parecía que se estuviera asfixiando. Cuando por fin respiró al cabo de unos segundos, la americana dijo:
—Por favor, ¿puede apagar el cigarrillo? Me molesta mucho.
Vicent, sorprendido ante tanto refinamiento, no quiso problemas y, de mala gana, accedió.
Tras una breve pausa, e intuyendo que aquella visita igual no sería tan agradable como él había imaginado, Vicent decidió ir al grano.
—Usted me dirá, señorita, en qué puedo ayudarle —dijo, apoyando los codos sobre la mesa, las manos juntas al frente. Con la corbata bien ajustada y detrás de su mesa de alcalde, Vicent se sentía infranqueable. Enseguida acabaría con aquella guiri y continuaría con su trabajo.
—Señora, no señorita, si me permite —apuntó la americana.
—Pues dígame, señora —matizó Vicent, ya un poco cansado de aquella mujer—. Dígame qué le ha traído por estos lares.
Anne colocó una cartera de piel de cocodrilo en sus formidables rodillas y de ella extrajo unos documentos bien protegidos por un portafolios transparente. Lo colocó encima de la mesa.
—Como le dije en el correo electrónico, yo soy la especialista para España de Standard & Poor’s, en Londres.
—Muy bien —respondió Vicent, un poco exasperado, ya que para él ese cargo era menos relevante que el del delegado de los masoveros morellanos, quien realmente sí le podía traer problemas. Aquella mujer, salida de la Pasarela Cibeles, no parecía que le fuera a presentar grandes dificultades.
—Quería hablar con usted, porque estamos un poco preocupados con España —dijo la analista en tono solemne.
Vicent se recostó en su sillón de alcalde, todavía tratando de averiguar qué demonios querría esa mujer.
—Pues en Morella poco podemos hacer para salvar España —dijo con sorna.
A Anne pareció no sentarle bien el comentario y, con una fuerza y una decisión más propias de un hombre, la mujer colocó su cartera de piel encima de la mesa, mirando a Vicent con intensidad.
—Pensamos que en España se está fraguando una burbuja inmobiliaria muy peligrosa y estamos estudiando algunos casos —dijo.
—Pues aquí en Morella estamos muy tranquilos —respondió el alcalde, rápido—. Aquí no se construye, porque tenemos unas murallas que son preciosas, pero que nos limitan el crecimiento. Creo que hay mejores sitios donde empezar su investigación, señorita —dijo, para corregirse rápidamente, pues la voraz americana ya tenía la protesta en la boca—: Señora, disculpe.
—Ya sé que en el pueblo no se puede construir, pero he visto que Morella ha invertido tres millones de euros en el aeropuerto de Castellón, que todavía no funciona, y al no ver semejante partida en el presupuesto municipal he venido hasta aquí para saber qué ha pasado.
A Vicent se le tensaron la espalda y los músculos de la cara inmediatamente. ¿Quién diablos era aquella mujer y por qué había elegido su pueblo, si todos estaban igual? El alcalde cruzó las piernas y juntó las manos sobre las rodillas. Se esforzó por aparentar normalidad. En el fondo, sabía que nada debía temer de esa yanqui.
—¿Y se puede saber cómo conoce nuestra inversión? Que yo sepa, no figura en las cuentas públicas del aeropuerto ni en las nuestras, sencillamente porque es muy reciente y ya sabe que en España las cosas van lentas, sobre todo en verano. Ahora precisamente estaba hablando con mi asistente, Eva, sobre la necesidad de empezar a trabajar en las cuentas de final de año, donde por supuesto aparecerá la partida. No sé qué es lo que busca realmente. Lo que no entiendo es cómo conoce nuestra inversión.
—No olvide, señor alcalde, que detrás del aeropuerto de Castellón hay inversores extranjeros que han comprado deuda y ellos no se van de vacaciones en verano; siempre quieren información puntual, que por supuesto reciben.
—Ya —concedió Vicent. Después de una breve pausa, intentó finalizar la conversación—: Si no puedo hacer más por usted, me permitirá que continúe con mi trabajo.
La americana pareció sorprenderse.
—Me parece que todavía no hemos acabado, señor alcalde —dijo—. Según la ley española, los ayuntamientos deben presentar sus cuentas cuatro veces al año, o cada tres meses. Según mi información, la inversión de los tres millones en el aeropuerto data de después de Semana Santa, por lo que ya debería haber aparecido en las cuentas de julio, donde no figuran. Quería preguntarle por qué.
Vicent se empezó a incomodar ante la presencia de aquella mujer que ya le parecía más un robot que una modelo.
—Como le he dicho, señora, en España las cosas van más despacio y en julio aquí no había nadie y dudo que los inversores se pasaran los meses de verano leyendo mis cuentas. Y si no estaban en la playa, pues deberían, que unas buenas vacaciones les van bien a todos —dijo, soltando una breve risa, que atajó de inmediato al ver que Anne ni se inmutaba.
—Yo no soy el regulador —dijo Anne—, solo sé que mis clientes, los inversores, se sorprenderán mucho si ven que la parte que ha comprometido tres millones en el proyecto no los puede justificar en sus próximas cuentas, que esperamos en octubre, en apenas dos semanas. Supongo que para entonces ya saldrán, ¿no?
Vicent sintió un ligero sofoco en la garganta. Por supuesto que no tenía ninguna intención de cargarse el presupuesto municipal y dar a conocer semejante inversión, al menos hasta que no vendiera la escuela por cinco millones y hasta que el aeropuerto no estuviera en marcha y se pudiera atribuir parte del éxito. Hasta entonces había que ser discretos.
—No sabía que los inversores de Londres estuvieran tan pendientes de las cuentas de Morella —le respondió—. Pero si tan interesados están en nuestro pueblo, por favor, que me vengan a ver, que aquí tenemos excelentes oportunidades de inversión —le dijo con una sonrisa de político americano.
—Ese no es el tema, señor alcalde, sino los tres millones.
—Pero ¡si tres millones son peccata minuta para un aeropuerto! ¿Por qué tanto interés en nosotros?
—Como le he dicho, es un ejemplo pequeño de algo que podría ser mayor y que podría estar afectando a toda la Comunidad Valenciana y a España en general —le respondió la mujer, fría, calculadora y distante—. Además, ya habrá visto las noticias, ahora se avecinan tiempos duros.
Vicent puso cara de póquer. Estaba claro que no podía decirle a aquella mujer que estaba esperando a vender la escuela y a que el aeropuerto estuviera operativo para introducir aquella partida en el presupuesto municipal. Pero si el problema no era suyo, sino de toda la Comunidad, podría llamar a Roig para pedir ayuda.
—¿Y dice usted que están mirando a toda la Comunidad Valenciana? —preguntó, viendo una salida.
—Sí.
—Muy bien, pues ya se puede ir usted tranquila a Londres y decirles a sus inversores que aquí no pasa nada, que todo va bien y que no vean fantasmas. Nuestras cuentas estarán claras a partir del trimestre que viene, y si tienen alguna duda, que vengan, que además aquí les podemos ofrecer oportunidades.
El alcalde se levantó, nervioso, con ganas de terminar aquella sorprendente e incómoda conversación.
Sin decir más, la americana recogió sus papeles, su cartera y su abrigo y, antes de partir, le recordó:
—Mis clientes y yo esperaremos con atención esas cuentas. Ya sabe que la comunidad internacional está acostumbrada a un nivel de información y transparencia muy alto y, si no lo consiguen, no dudan en recurrir a los tribunales —dijo como si nada, pero mirándole fijamente a la cara.
Con la misma clase y altanería con la que había entrado, la americana partió sin cerrar la puerta tras de sí.
Estupefacto, Vicent se apresuró a cerrar la puerta y volvió a su mesa, donde se sentó frente a su portátil durante unos segundos, frotándose las manos nerviosamente. Nunca antes había recibido una amenaza así y mucho menos de una mujer, encima guiri. Sin saber qué hacer, se levantó y permaneció de pie junto al gran ventanal de piedra en forma de arco gótico que inundaba de luz su despacho. Desde allí veía los tejados de las casas del pueblo y los campos de alrededor. Era un día apacible y soleado, bañado por una luz tenue otoñal. Aquella reunión, sin embargo, le había infundido intranquilidad. Tendría que añadir los malditos tres millones al presupuesto, pero eso ahora era imposible, nadie lo entendería y el agujero que provocaría sería inexplicable para muchos y carnaza para la oposición. Solo le quedaba llamar a Roig.
Tras jugar nerviosamente con su móvil durante un par de minutos, Vicent por fin marcó la tecla que le conectaba directamente con el presidente de la Comunidad Valenciana.
—¿Qué dice el alcalde más dicharachero de Valencia? —preguntó Roig nada más coger el teléfono.
Como de costumbre, el presidente estaba rodeado de ruido, algo que ya empezaba a irritar a Vicent, que nunca podía hablar de manera serena con él. Con Roig, todo eran prisas, siempre. Quizá esa era la manera de realizar tantas actividades, o más bien de esconderse en ellas, pensó Vicent.
—Pues muy bien, todo perfecto —respondió el alcalde, como de costumbre. Como político había aprendido que siempre, siempre, debía decir que las cosas iban bien.
—¿Y para eso me llamas? —replicó Roig, rápido como de costumbre—. Tengo solo unos segundos, que entro a una reunión en un banco.
—Pues precisamente de eso le quería hablar, presidente —balbuceó Vicent, pensando que con Roig lo mejor era ir al grano—. Acabo de recibir una extraña visita, de una mujer de una agencia americana, no sé cómo se llama, Estándar algo… El caso es que algunos inversores del aeropuerto de Castellón en Londres son clientes suyos y han visto que nuestra inversión de tres millones no figura en las cuentas municipales. Sospechan que se trata de un ejemplo más de la burbuja inmobiliaria que se ha formado en la Comunidad y en España en general…
—¿Era una gilipollas americana que está más buena que el pan? —le cortó Roig.
—¡Esa misma! —exclamó Vicent—. ¿La conoces?
—No, no tengo el gusto, pero otro alcalde me ha comentado una historia parecida; se ve que va haciendo visitas con el mismo cuento. Bah, déjale que haga.
A Vicent no le parecía que aquel asunto fuera tan insignificante como el presidente pretendía.
—El caso es que me ha dicho que espera que la partida de los tres millones aparezca en nuestras cuentas de octubre y que, si no, los inversores pueden tomar medidas legales.
Roig guardó unos segundos de silencio.
—No me jodas que la puta americana o inglesa, o lo que sea, te ha amenazado.
—Como lo oyes.
—Pues estás jodido, macho, porque esa agencia es importante. Precisamente tengo ahora una reunión con un banco que se queja de que otra agencia les ha rebajado la calificación y la deuda les sale ahora mucho más cara.
—¿Qué me recomiendas? —preguntó Vicent, que no sabía nada de agencias ni de calificaciones crediticias.
—Pues que pongas la partida en el presupuesto y le digas a tu consejo que, cuando el aeropuerto empiece a funcionar, la inversión se amortizará de sobra. Que es la mejor inversión de Morella en toda su historia.
—No puedo, presidente, la oposición se me comerá. —Al cabo de unos segundos, continuó Vicent nervioso, aflojándose el nudo de la corbata—: He pensado que igual podríamos pasar la partida a la Generalitat. La pagaríamos nosotros, por supuesto, pero si al menos figurase en los libros de la Comunidad, no se notaría tanto.
—Estás loco, macho —respondió Roig al instante—. ¿No sabes que tengo unas elecciones en tan solo cinco meses? Imposible.
Vicent sintió el peso del mundo sobre sus espaldas.
—¿No puedes hacer nada por ayudarme?
Roig guardó silencio.
—Sí, claro, y ya lo he hecho y lo continuaré haciendo. Haré otra visita a tu pueblo, justo antes de las elecciones, o hasta dos. Te apoyaré, haremos algún acto conjunto y hablaré de lo importante que es el aeropuerto para todos y, sobre todo, para Morella, que siempre ha vivido de espaldas a las comunicaciones. Autovías, trenes… siempre se la han pasado de largo, pero esta vez no. —Roig hizo una breve pausa—. Oye, que empieza mi reunión. Tú pon la partida, que ya verás como al final todo sale de maravilla. ¿Tú te piensas que una gilipollas yanqui se puede entrometer en el desarrollo histórico de esta Comunidad, que, gracias a políticos como tú y como yo, está saliendo de una economía de la huerta para posicionarse como un centro de desarrollo mundial?
—Claro, claro, presidente —fue todo lo que pudo añadir Vicent antes de que Roig colgara el teléfono abruptamente.
El alcalde se sentó de nuevo en su sillón y se cubrió la cara con las manos. Al cabo de unos segundos, observó el calendario que tenía sobre la mesa, apenas faltaban dos semanas para presentar las cuentas del tercer trimestre, por lo que se tendría que empezar a dar prisa. Con Eva embarazada, según le había informado antes de las vacaciones, debían empezar a trabajar en ello, ya que su asistente sería ahora más lenta en todo. Vicent respiró hondo, pues tener otra conversación desagradable con Eva se le hacía una montaña. Y justo ahora, que por fin había conseguido destensar un tanto la relación después del encontronazo que tuvieron cuando la obligó a transferir urgentemente el millón de euros. Vicent todavía no le había dicho que se había comprometido a otros dos millones más —un compromiso solo de palabra, lo cual, por lo visto, no había impedido a Roig añadirlos a las cuentas del aeropuerto, elevando el total a tres—. Esa cantidad estaba ahora incluida en las cuentas del aeropuerto, que, por lo que había dicho la de la agencia, habían llegado a manos de los inversores internacionales. Vicent se pasó una mano por la frente, ahora sudorosa.
Aunque él tuviera el plan pensado, Eva le resultaba un grave inconveniente. El alcalde pretendía retrasar la inversión de casi dos millones destinada a instalar un sistema de calefacción nuevo en el asilo, ya que el actual, muy antiguo, había dejado de funcionar. Esa inversión estaba ya presupuestada, por lo que podrían desviar esos fondos y destinarlos al aeropuerto, por supuesto sin mencionarlo. Solo había que dar a la partida un nombre general, sin concretar el objetivo, para que todo cupiera. A la de la agencia le diría que aquella partida incluía la inversión en el aeropuerto, y a la oposición les aseguraría que se trataba de las obras del asilo. Además, seguro que las monjas y los ancianos no protestarían, o si lo hacían les podría dar largas, retrasando las obras hasta que los fondos volvieran a estar disponibles tras la venta de la escuela. Solo sería un invierno más de frío. En cuanto el aeropuerto estuviera en marcha y generara más ingresos para las arcas municipales, añadiría la inversión en la infraestructura, que quedaría plenamente justificada.
Después de cavilar y rumiar el plan durante casi una hora, el alcalde se volvió a ajustar la corbata e hizo pasar a Eva.
La joven entró un tanto nerviosa. Desde la discusión por la transferencia, apenas habían hablado más que lo justo. Él no quería haberla amenazado, pero el mundo funcionaba así: si él la apoyó y seleccionó para el puesto, librándola de uno o dos años de estudiar oposiciones, ella ahora le debía un favor. No se estaba cobrando nada que no pudiera, pensó el alcalde. Lo malo es que todavía había más por cobrar, lo cual le incomodaba. Pero esa era su obligación. En fin, se dijo, intentaría ser suave y amable, pues nadie quería exabruptos.
—Eva, querida, pasa, pasa. ¿Cómo te encuentras? ¿Bien? —dijo a su asistente, quien en su quinto mes de embarazo ya empezaba a mostrar algo de tripa—. Siéntate, por favor —le dijo en tono paternalista y acompañándola hacia la silla, como si más que embarazada tuviera alguna discapacidad—. Se acerca el final de trimestre y hay que actualizar las cuentas —empezó.
—Ya casi he terminado —apuntó Eva, eficiente—. He añadido la partida de las reformas del asilo, que es la mayor, y también los diez mil euros para el concurso de carteles y los cinco mil para el alambrado de la masía de Querol, ya que sus vacas ahora forman parte del plan de consumo cárnico del pueblo. No queda nada más, ¿no? —preguntó la joven, bolígrafo y bloc de notas en mano.
—Hay una cosa más, Eva —dijo el alcalde, reclinando la espalda en su sillón y cruzando los brazos—. Se trata del aeropuerto de Castellón, hasta ahora un secreto y una inversión planeada al más alto nivel. Pero tú ya sabes algo, después de la inversión de un millón que realizamos hace unos meses.
Eva bajó la mirada, tan deseosa como el alcalde de no recordar aquel episodio tan desagradable.
—El caso es que ese proyecto es crucial para la Comunidad y para el futuro de nuestro pueblo, que siempre ha vivido de espaldas a las infraestructuras. No debemos dejar pasar esta oportunidad.
—Escucho —dijo Eva, sin mirarle.
—Con el presidente Roig, con quien hablo casi a diario sobre estos planes y quien nos respalda plenamente, hemos acordado que Morella, en realidad, invertirá un total de tres millones en el aeropuerto, del que ya hemos abonado uno, como sabes.
Como él esperaba, Eva dejó la libreta sobre sus rodillas y alzó sus ojos grandes, bien abiertos, cargados de sorpresa e incomprensión.
—¡¿Tres millones?!
—Ya sé que para nuestro presupuesto parece una cantidad muy importante, pero hay que añadirlo. De todos modos, debemos pensar estratégicamente y no en los detalles.
—Pero ¿no necesitamos la aprobación del pleno?
—Lo he acordado con el presidente de la Comunidad Valenciana.
Relegada, Eva empezó a tomar notas en su libreta, pero enseguida las dejó a la mitad. Al cabo de unos segundos, balbuceó:
—Pero no nos lo podemos permitir, alcalde, con la deuda que ya tenemos…
—Ya lo sé, Eva —le dijo—. Lo hago por el bien de Morella.
—Pero ¿de dónde vamos a sacar el dinero? —preguntó la joven, jugueteando nerviosamente con el bolígrafo.
Vicent se aclaró la voz antes de contestar:
—Del asilo, pero solo a modo de anticipo —dijo, observando cómo Eva ya había empezado a negar con la cabeza—. No te preocupes, solo significará un pequeño retraso. En cuanto cobremos por la venta de la escuela, empezamos con las obras del asilo; será lo primero que hagamos —dijo, con determinación—. Ya te explicaré los detalles, tú tranquila.
Eva le miraba en silencio, sin mover una pestaña; sus dedos, quietos, asían con fuerza el bolígrafo con el que había dejado de juguetear.
Después de un tenso silencio, cuando la joven iba a levantarse, el alcalde añadió un último asunto mientras simulaba ordenar unos papeles.
—Hay una cosa más —dijo, haciendo girar a Eva, que ya estaba a medio camino de la puerta—. También me gustaría que añadieras al presupuesto un ingreso de cinco millones por la escuela, que a buen seguro ataremos enseguida.
Eva dejó caer los brazos y se inclinó hacia delante.
—¿Cómo dice?
—Lo que has oído —respondió el alcalde, colocando unas pilas de papeles de un lado a otro de la mesa. Mostrarse ocupado era otra técnica que nunca fallaba.
—Pero si todavía no la hemos vendido…
Con firmeza, Vicent apoyó sus gruesas manos sobre una de las pilas que movía y miró a Eva con exasperación, como si le estuviese haciendo perder el tiempo. En el fondo, al alcalde no le gustaba tratar a Eva así, pero debía salvar aquel escollo. Al menos, con las mujeres era más fácil, ya que se sometían con más facilidad que los hombres, pensó Vicent. Por eso él siempre había contratado a mujeres, que encima trabajaban más y cobraban menos, se dijo.
—Sé que estamos muy cerca de completar la venta al inglés —le dijo, mirándola fijamente—. Pero esto es, por supuesto, confidencial. Por favor, que quede entre nosotros.
Eva le miró desconcertada.
—Pues precisamente le quería comentar que esta misma mañana hemos recibido una carta de él —dijo, extrayendo un sobre doblado de su bloc de notas—. La había traído, pero con tantos cambios se me había olvidado. Dice que rebaja su oferta de cuatro millones a dos y medio.
Vicent sintió una punzada en el corazón, pero intentó disimular. Con cara de póquer se levantó y se dirigió hacia Eva, que seguía de pie, acariciándose la tripa con una mano mientras, atónita, sostenía la carta con la otra. Vicent asió el sobre de golpe y, después de abrirlo nerviosamente, echó una rápida ojeada a la misiva. Esta era breve, directa y ciertamente decía, sin muchas explicaciones, lo que Eva acababa de comunicarle. Maldito inglés, se dijo el alcalde recordando enseguida a su hija Isabel; seguro que era culpa suya. Carta en mano, Vicent se dirigió a la ventana, desde donde contempló el pueblo que, después de tantos años, por fin controlaba. No se iba a dejar vencer por un inglés afeminado, ni por una americana imbécil que no sabía nada de España y mucho menos de Morella.
—No hagas caso —dijo por fin a Eva—. Lo tengo todo controlado, esto solo son maniobras de negociación. El cabrón quiere un descuento, pero no lo tendrá. Ya le daremos algún incentivo fiscal si se pone pesado. —El alcalde miró fijamente a su ayudante—. Tú a lo tuyo, asegúrate de que la partida del aeropuerto y los cinco millones de la venta figuran en las cuentas.
Su ayudante se llevó una mano a la boca.
—Pero, señor alcalde, usted sabe que eso es ilegal, la venta todavía no se ha producido.
—Créeme que la operación se ejecutará antes de que esos malditos presupuestos lleguen a los inversores, así que de ilegal aquí no hay nada, ¿me oyes?
Eva permaneció en silencio.
—Y sácame a mí, por favor, unos billetes a Londres para mañana mismo, que iré yo personalmente a cerrar esto con el inglés. Y que sean en clase business. Venga, ahora a trabajar —dijo, sentándose de nuevo en su mesa, fijando la vista en el portátil. Las manos le temblaban.
Eva no se movió ni un centímetro. Tras unos segundos de tensión, Vicent le gritó:
—¿Qué pasa, que no oyes? Venga, hay mucho que hacer. Saca esos billetes y date prisa con las cuentas.
Eva permaneció en silencio, parecía que tenía los ojos llorosos, percibió Vicent. El alcalde suspiró, irritado. Ahora no tenía tiempo para los desbarajustes emocionales de mujeres embarazadas.
—¿Se puede saber qué coño te pasa? —le espetó.
—No puedo, señor alcalde —imploró Eva—. No me puede pedir algo ilegal.
—Que no es ilegal, joder; te digo que mañana mismo lo cierro.
—Pues cuando esté cerrado y firmado yo adaptaré las cuentas, pero no antes.
Vicent hizo caer encima de la mesa el lápiz que había cogido nerviosamente unos segundos antes. Miró a su empleada de arriba abajo, deteniéndose en su incipiente tripa, que ella seguía acariciando, como si la intentara proteger.
—Me parece, Eva, que no estás en posición de negarte —le dijo—. ¿Me equivoco?
La joven miró al suelo y luego a él de nuevo. Ahora sí dejó caer una lágrima.
—Por favor, señor alcalde, se lo ruego, no me pida algo así.
Vicent la miró y sintió un poco de lástima por aquella joven, ahora embarazada y sin ningún lugar donde caerse muerta. Su novio era un albañil sin dinero y la familia dependía de ella, así que no tenía dónde asirse. No le resultaba agradable presionarla, pero, en el fondo, gracias a él aquella joven había prosperado y ahora podía formar una familia. Él no era malo. En realidad, ella se lo debía todo a él.
—Eva, por favor, no me fuerces a hacer lo que no quiero, y con eso ya te lo he dicho todo —le dijo—. Sé que precisamente ahora necesitas estabilidad y yo estoy dispuesto a dártela. Pero esto hay que hacerlo —concluyó, bajando la mirada hacia su ordenador.
Su ayudante entendió el mensaje y salió del despacho en silencio, arrastrando los pies, con los brazos caídos. Al menos cerró la puerta tras de sí.
Vicent golpeó la mesa con las dos manos nada más quedarse solo. No podía entender cómo se le podía haber complicado tanto una mañana que parecía tan tranquila y gloriosa cuando fue a dar su paseo matutino diario con Lo Petit.
El alcalde pensó en su caballo y contó las horas que faltaban hasta las seis de la tarde, cuando saldría de nuevo, una horita, para recorrer los caminos de Torre Miró a lomos del que sin duda era su mejor amigo y su máximo confidente. Hoy le necesitaba más que nunca.
Vicent se volvió hacia la ventana y miró las tejas de terracota que cubrían las casas blancas del pueblo, escalonadas por las cuestas hasta terminar en la muralla. Abrió el ventanal para respirar el aire puro del Maestrazgo y el olor de las primeras chimeneas del invierno. En el fondo, el alcalde estaba orgulloso de cumplir con su obligación. Él quería ser popular en un pueblo que siempre le trató como a un forastero. Quería pasar por la cara de esos masoveros que él podía traer a Morella riqueza, desarrollo, casinos o colleges ingleses, y hasta los beneficios de un aeropuerto, mientras que ellos solo habían pensado en sus tierras, manteniendo el statu quo durante siglos y frenando cualquier progreso. La batalla era más dura de lo que él se había imaginado y había pasado por momentos desagradables, pero estaba seguro de que un día no muy lejano estaría en primera fila en el aeropuerto de Castellón, junto al presidente Roig, recibiendo el primer vuelo de turistas. Morella iba a ocupar por fin el puesto que le correspondía en la Comunidad y en España. Hasta en el mundo.
En esas fantasías estaba Vicent cuando sonó el teléfono Bang & Olufsen que se hizo instalar nada más llegar a la alcaldía hacía casi dos años. El alcalde miró hacia el auricular de diseño fino y moderno y dudó en contestar. La mañana ya había amanecido cargada de problemas y no sabía si podía absorber más. Al menos, una lucecita roja le indicaba que se trataba de una llamada directa a su línea personal. Aunque la transferencia de Roig ya había resuelto todos los asuntos domésticos, Vicent pensó que sería Amparo y contestó.
—¿Qué quieres? —preguntó, antes de emitir un resoplido.
—¿Señor Fernández? —preguntó una voz que enseguida reconoció, por su inconfundible acento catalán.
—¡Jaume! De la agencia de detectives, ¿no? —preguntó Vicent en voz baja. Hacía casi dos meses que no hablaba con él.
El alcalde irguió la espalda y levantó la cabeza solemnemente, como si esperara un veredicto importante. Tras escuchar a su interlocutor unos segundos, le dijo:
—Eso está muy bien, Jaume, pero dime: exactamente, ¿qué has encontrado?
El alcalde permaneció callado, sentado, con el auricular fuertemente pegado a su oído, escuchando con máxima atención. Al poco rato, empezó a esbozar una sonrisa y abrió los ojos tanto como pudo, para luego cerrarlos con fuerza y levantar el puño, bien apretado, en señal de victoria.
Sin decir palabra, Vicent continuó escuchando con los labios bien apretados, hasta que por fin irrumpió.
—¿Y eso lo has encontrado en los documentos de la Pastora, como te dije? —preguntó.
Vicent asintió mientras escuchaba la respuesta y empezaba a tomar notas.
—¿Estás totalmente seguro? El nombre es el mismo, ¿no? —dijo al cabo de unos segundos.
Vicent continuó escuchando con ojos centelleantes. Por fin, por fin había llegado el momento de hacer justicia, para él y para su padre. No solo vengaría su muerte, sino que también daría un empujón a la venta de la escuela. Ahora mismo.
Tras colgar, el alcalde salió casi corriendo de su despacho, poniéndose la gabardina a toda prisa mientras bajaba los escalones del ayuntamiento de dos en dos. Ni se paró a saludar a las personas que le salieron al paso preguntándole hacia dónde iba con tanta prisa. Para evitar encuentros, Vicent no subió hacia el Pla d’Estudi por la calle de los porches, sino que se dirigió por las cuestas hacia la iglesia para llegar a la plaza Colón por la calle de la Virgen. Desde allí, subió hacia la hermosa plaza donde vivía Valli y se personó en casa de la maestra. Vicent conocía bien el lugar, ya que allí mismo había ido a buscar a sus hijos después de las clases de inglés que Valli les impartía cuando eran pequeños.
El alcalde respondió enseguida cuando la voz, hoy tranquila, de Valli preguntó por el interfono quién la llamaba.
—Vicent Fernández, tengo algo urgente —dijo, fuerte y seguro.
Después de vacilar durante unos segundos, la anciana le respondió:
—¿Tan urgente es?, ¿no podemos vernos en su despacho?
—No —respondió rotundo Vicent—. Es mejor para usted que sea en privado.
—No le creo, alcalde.
—Me creerá más cuando le diga que sé perfectamente qué depositó en Cambridge en 1955.
Después de un largo silencio, la puerta se abrió.
Vicent, que había esperado ese momento muchos años, pensó en su padre, imaginando que desde algún lugar le observaría, orgulloso. Este siempre le había dicho que aquella vieja un día puso una bomba en la central eléctrica de Biescas, de cuya vigilancia se encargaba él y cuya voladura casi le costó la carrera profesional. Aunque no los pillaran, la Guardia Civil tenía fichados a centenares de maquis, guardaban ficheros muy detallados de las acciones que perpetraban. Después de aquello, la Benemérita, como se la conocía entonces, envió —o más bien condenó— a su padre a un despacho oscuro en Madrid, sin prácticamente nada que hacer y cobrando la mitad del sueldo. Dos años más tarde, le destinaron al Maestrazgo encargándole la peor tarea del cuerpo, la que nadie quería y ningún guardia hasta entonces había conseguido: encontrar al maquis más mítico de todos, el que se escabulló y engañó a la Guardia Civil durante años: la Pastora.
Por supuesto, su padre, como todos, fracasó en el intento, maldiciendo los años malgastados en un objetivo imposible y que, encima, acabó con su vida. De no haber sido por aquella central eléctrica que Valli voló ante sus narices, su padre seguramente habría tenido una vida apacible en Biescas, donde tenía algo de familia y donde él mismo habría crecido mucho mejor rodeado y aceptado que en Morella. Por fin ahora podía vengar la memoria del antiguo guardia civil y poner contra la pared a la mujer que le cambió el destino y que formó parte del grupo de la Pastora que mató a su padre.
Vicent escuchó la respiración de Valli a través de la puerta y se sintió observado a través de la mirilla.
—Vallivana, por Dios, que no la voy a comer, abra la puerta, vamos —dijo, impaciente.
Poco a poco, la puerta se abrió, pero solo hasta el límite marcado por la balda de seguridad.
—¿Qué quiere? —preguntó Valli, seca, mostrando sus ojos grandes y negros, sin duda atemorizados ante la inesperada visita.
—No se asuste, Vallivana —dijo Vicent en un tono tranquilizador—. Desde luego que tengo algo que decirle, pero no le voy a hacer ningún mal. Soy el alcalde de este pueblo y no un asesino, por Dios, déjeme entrar.
Valli corrió la balda y, por fin, le dejó entrar a su pequeño piso.
Vicent dio un paso adelante y, sin esperar a que le indicara dónde estaba el salón, se adentró él mismo, siguiendo el pequeño y oscuro pasillo hasta llegar a la pequeña sala, cálida y soleada.
—Siéntese, por favor —ordenó Vicent a Valli.
—Usted también —replicó enseguida la anciana, mostrándole una de las cuatro sillas alrededor de la mesa camilla que había en el centro del salón. Valli no le ofreció nada de beber y se quedó mirándolo silenciosa mientras sus dedos jugaban nerviosamente sobre el tapete que ella misma había bordado.
—Usted dirá —dijo la anciana.
—Pues sí le diré, Vallivana, sí le diré —empezó Vicent, quien ni se había quitado la gabardina. Se ajustó la voz—: Como usted a buen seguro recordará, yo siempre seguí los vaivenes de la Pastora, incluso después de que ingresara en la cárcel, pues siempre quise saber exactamente qué le había pasado a mi padre. Quería encontrar a alguien que supiera qué dijo o hizo en sus últimos momentos, alguien que hubiera presenciado la escena. Siempre he querido demostrar que fue un héroe, aunque no he podido.
Vicent hizo una pausa para mirar a Valli directamente a los ojos, mientras esta permanecía fría y silenciosa.
—El caso es que, últimamente, he estado rebuscando en los archivos de la Pastora y, ante mi sorpresa, encontré una referencia a usted, con quien pasó mucho tiempo. —Vicent volvió a mirar a Valli, pero esta seguía casi sin pestañear. Continuó—: Investigando, seguí la pista de un comentario de la Pastora sobre un viaje a Inglaterra para depositar algo sorprendente en una casa majestuosa muy cerca de Cambridge. ¿Me sigue? —preguntó directamente a Valli.
—Dígame qué quiere —le respondió esta, directa.
—Me alegra que quiera que nos entendamos —le dijo—. Son buenas noticias. Así que después de atar algunos cabos y hacer más averiguaciones, me llevé una gran sorpresa al ver que esa casa majestuosa es precisamente donde se crio nuestro amigo Charles y que ese depósito se hizo a nombre del padre de este, un conocido hispanista de la universidad.
—Dígame hacia dónde va —insistió Valli, cada vez más pálida.
Vicent notó cómo la anciana poco a poco se iba compungiendo. Era realmente muy mayor y él no podía provocarle ningún ataque ni enfermedad; solo tenía que ser práctico y conseguir lo que realmente necesitaba. No podía perder el tiempo en melodramas.
—Muy bien, seré franco —dijo—. Como sabe, necesitamos una sustancial oferta para la escuela y Charles ha realizado la más alta, de momento, de dos millones y medio, pero eso no es suficiente. Necesitamos cinco.
—¿Y yo qué quiere que haga, que me saque cinco millones de la chistera? —dijo Valli, a la defensiva—. Yo solo tengo una mísera pensión y usted lo sabe.
—Ya lo sé, Vallivana, no se preocupe —dijo Vicent con una falsa sonrisa—. Necesito que hable con Charles, con quien la he visto charlar de manera muy amigable, que le muestre su apoyo a la venta de la escuela y que me ayude a conseguir que suba la oferta a cinco millones. Le podemos invitar de nuevo, ir a cenar y que él vea que ahora usted apoya el proyecto. Tanta oposición ha hecho que su oferta se vaya a la porra.
Valli se mordió ligeramente los labios y miró al alcalde en silencio.
—Ya sabe que me pide que vaya en contra de mis principios, ¿no? ¿Y si no lo hago?
Vicent la miró de nuevo a los ojos, se inclinó hacia delante y apoyó los codos en la mesa, tomando el control de la situación.
—Si no lo hace, querida, me temo que tendré que informar a Charles de qué se depositó en esa casa, procedente de Morella, en 1955. Creo que le gustará saberlo —dijo Vicent, pronunciando estas últimas palabras muy despacio.
Valli cerró los ojos durante un largo rato. Al principio, Vicent sintió la alegría de la estocada. Por fin le había clavado una buena a aquella vieja entrometida que tantos problemas le había dado y que era capaz de organizar una revolución municipal para impedir la venta de la escuela, el proyecto del que dependía todo su plan de desarrollo para el pueblo. Ahora la tenía bien agarrada y tendría que colaborar con él. Esa sensación de poder le hizo respirar hondo, hinchar pecho y mirarla fijamente. Era precisamente ese sentimiento de mando lo que más le gustaba del puesto. Después de toda una vida supeditado a los morellanos, por fin los tenía ahora a sus pies, empezando por esa vieja. Vicent contempló su cara arrugada, cansada, sus manos temblorosas todavía asiendo el tapete, el ramo de flores secas que había en el centro de la mesa y en el que, hasta ahora, no se había fijado. Mientras esperaba una respuesta, miró a su alrededor. La sala era pequeña y delicada, con muchos libros y fotografías. Aquella mujer, eso era cierto, había tenido una vida muy completa. Pero esa no era una visita de cortesía y el alcalde se empezó a impacientar.
—¿Vallivana? —le dijo mientras cambiaba de posición, cruzando la otra pierna.
La antigua maestra permanecía inmóvil, en silencio total, lo que empezó a preocupar al alcalde. Él solo la quería presionar para que aceptara el trato y le ayudara a vender la escuela. Sería francamente una catástrofe si le diera algún ataque, ya que le implicaría a él de lleno. Nervioso, se levantó, rodeó la mesa y apoyó su mano en el hombro de Valli, encima del blusón negro típico morellano que casi siempre llevaba.
—Vallivana, ¿está usted bien? —le dijo en voz baja.
Valli enseguida le sacudió la mano, apartándola de su hombro.
—Ni se le ocurra tocarme, víbora —le espetó.
—Perdone, es que como estaba en silencio…
—¡Cállese y lárguese de mi casa, rata asquerosa!
Vicent, sorprendido por aquel ataque, dio un par de pasos hacia atrás.
—Vallivana, esto no tiene que ser violento. Solo debemos llegar a un acuerdo y realizar el plan —dijo en tono condescendiente.
—He dicho que se vaya de mi casa, chantajista malvado; es usted igual de cruel y de tonto que su padre —le dijo, mirándole a los ojos.
—Vallivana, creo que está usted bajo estrés emocional; igual es mejor que me vaya, que recapacite y que volvamos a hablar mañana —dijo Vicent, intentando salvar su negociación—. ¿Estará usted en casa a esta misma hora?
Valli se levantó y cruzó la habitación tan rápido como pudo para coger su bastón, que estaba apoyado junto a la estantería. Asiéndolo vigorosamente lo alzó con fuerza, amenazando al alcalde.
—Le he dicho que se vaya —dijo con la voz más potente que pudo.
Vicent no se movió.
—¡Fuera, le he dicho, mala bestia! —gritó Valli, ahora sí a viva voz.
Para evitar males mayores, Vicent se levantó, aunque no quería salir de aquella casa con el rabo entre las piernas. Después de atravesar el pasillo hasta la puerta principal, seguido por Valli, todavía bastón en mano, el alcalde dijo antes de salir:
—Espero que recapacite y que lleguemos a un acuerdo. Si no, no sé yo cómo podrá usted justificar un acto tan criminal. Ah —añadió, como si de repente hubiera recordado algo—, también me he enterado de lo de sus amiguitas en París…
—¡Largo! —le gritó Valli de nuevo, amenazándole con el bastón y sin dejarle continuar—. ¡Fuera de aquí, pedazo de veneno! ¡Eres hasta peor que tu padre, aunque pensaba que eso era imposible!
Vicent se volvió enfurecido.
—Deje a mi padre en paz —le dijo, muy serio.
—Tu padre era un desgraciado que se pasó la vida con el único objetivo de matar a gente, ya me dirás —replicó Valli con fuego en los ojos.
—He dicho que deje a mi padre en paz —le repitió Vicent con los dientes fuertemente apretados para contener los nervios.
—Yo digo lo que me da la gana de tu padre, que ya suficiente mal causó a los míos. Era un asesino.
—¡Y usted una puta y una lesbiana! —le espetó Vicent, alzando los brazos al aire, rojo de ira ante los comentarios sobre su pobre padre—. ¡Una puta y una lesbiana! —le repitió gritando—. ¡Eso es usted!
Valli se le acercó y con toda su fuerza le fue a atizar con el bastón, pero Vicent se escabulló a tiempo y salió disparado escaleras abajo. Al llegar al portal, jadeante, miró hacia arriba y vio la cara de Valli, roja de la ira, mirándole desde el primer piso.
—Rata venenosa —le gritó esta.
Vicent dio un primer paso hacia la puerta, pero se volvió y miró hacia arriba.
—Volveré mañana, Valli, puede gritar todo lo que quiera, pero no tiene escapatoria. Mañana hablamos.
Sin darle opción a contestar, Vicent suspiró después de salir a la calle. Estaba convencido de que, al día siguiente, esa vieja no tendría más remedio que llegar a un acuerdo con él. La tenía acorralada.