Ese mismo sábado, mientras los morellanos se refugiaban del calor del mediodía en sus casas, Charles permanecía sentado en uno de los bancos del Jardín de los Poetas, solo, mirando a las casas de los alrededores y a las cuestas silenciosas. Llevaba allí casi una hora, cambiando de postura de tanto en tanto, sosteniendo en la mano un periódico que todavía no había abierto. Con los hombros bajos y la cabeza gacha, Charles cerró los ojos intentando respirar el aire puro que tanto le había atraído de Morella, pero no podía. Solo le invadía el sofoco propio de los pueblos de interior a las tres de la tarde en pleno mes de julio, cuando todo era modorra, cansancio y silencio. El inglés se sentía como dentro de un cuadro de De Chirico, solitario, perdido en un juego de luces y sombras creado por el asfixiante bochorno. Justo lo contrario del aire fresco de Eton o del frío invernal que tan despiertos mantenía a profesores y a alumnos y que él, en el fondo, apreciaba. Charles detestaba ese adormilamiento general de los países del sur, por lo que, en realidad, tenía ganas de volver a Londres justo a la mañana siguiente, un domingo a primera hora. Ya tenía la maleta casi preparada y el coche listo para salir de buena mañana.
El inglés se ajustó su sombrero panamá, por el que todo el pueblo ya le conocía, para proteger del sol su cara tan blanca y delicada. Tan solo hacía una semana había llegado a Morella cargado de ilusión por convertir una escuela rural en uno de sus proyectos más interesantes de los últimos años. Después de dos lustros de trabajo sin apenas parones o excepciones, Charles había esperado que el desarrollo de un centro satélite en Morella le hubiera propiciado una segunda juventud. A sus cincuenta y cuatro años, no quería renunciar a vivir, y aquel proyecto había sido el reto más ilusionante en muchos años. Poco se imaginaba, tan solo hacía siete días, que la semana acabaría así.
Entre los comentarios de Valli, los negocios turbios del alcalde y su manera de presionarle tan poco formal —en comidas o cenas en su casa, más que a través de comunicados o reuniones de trabajo—, Charles ya no se fiaba de las personas de ese pueblo. No veía nada claro. Hasta la misma Isabel, de la que tan próximo se había llegado a sentir, le había mandado literalmente «a la mierda» durante la muy desagradable velada del miércoles, hacía tan solo tres días, de la que ahora por fin se empezaba a recuperar.
Hacía mucho que nadie le había gritado o hablado en ese tono. Charles siempre se había rodeado de personas impecablemente educadas, que si tenían que decir algo desagradable, lo hacían con guante blanco. Desde hacía años, nadie se le había enfrentado de una manera tan frontal o directa como Isabel aquella noche. Y eso le dolió. Él había intentado ser amable con ella, valorar sus cuadros, que, a pesar de todo, le continuaban impresionando, y había intentado conocerla más allá de su apariencia, que, ciertamente, no era precisamente afortunada. Pero él era diferente y miraba a las personas por lo que eran y no por su aspecto, como parecía hacer medio mundo —o al menos, los hombres con quienes él había entablado amistad—. Por eso le había dolido que Isabel le llamara «inglesito» y que le acusara de interesarse por sus cuadros para acercarse a su padre. ¡Él!
Charles suspiró y movió la cabeza de un lado a otro al recordar esas palabras y el tono de desprecio con el que las había dicho. El inglés estaba acostumbrado a que le trataran con respeto, por lo que ese tono despectivo le hirió. La última vez que alguien le había hablado así, recordó con tristeza, fue en Oxford, donde algunos alumnos se reían de los estudiantes que procedían de Eton, como él, por considerarlos unos consentidos, poco espabilados y socialmente ineptos. Era cierto que los etonians, como se les conocía, solían formar un grupo cerrado al que no dejaban entrar a nadie ajeno a la escuela, pero él siempre había intentado evitar esa cerrazón y establecer amistad con estudiantes de procedencia más variada. Por sus viajes, sabía que lo diferente y exótico por lo general resultaba más atractivo, aunque en realidad su vida seguía tan cómodamente monótona y etoniana como siempre.
Con las mujeres, Charles tampoco se había acabado de sentir cómodo nunca, quizá porque no tuvo hermanas ni tampoco una madre. Educado por su padre y siempre en internados masculinos, su única experiencia con una mujer, cuando se casó, solo sirvió para corroborarle que las mujeres no eran lo suyo, aunque no porque no le gustaran o no las deseara. En Oxford, recordó, había una compañera de curso, Laura, de la que se enamoró, quizá la única vez en su vida, pero se ponía tan nervioso cuando estaba cerca de ella que no le podía ni hablar. Si ella estaba en el pub que él frecuentaba los viernes por la noche, Charles no podía soportar la idea de acercarse y charlar, así que, sin hablar con nadie, se pedía dos pintas en la barra y se las llevaba a su habitación para bebérselas solo. Cuando se acababan, repetía la operación, otra vez atravesando el pub sin cruzar palabra con nadie y aguantando todo tipo de miradas. Algún compañero le intentó ayudar, pero él nunca se dejó. Estaba más cómodo de esa manera.
Charles respiró hondo gracias a una brisa de aire que, por fin, lo refrescó. Inglés y racional como era, no se dejó caer víctima del pánico o de la tristeza, y pensó que al día siguiente regresaría a su Eton querido, donde la vida seguiría tranquila y ordenada, con sus clases y sus alumnos, como siempre. Sintió que sus hombros se relajaban a medida que pensaba en los majestuosos árboles que bordeaban el Támesis junto a la tradicional escuela, rodeados de prados verdes. La imagen le infundió un soplo de tranquilidad.
Justo cuando abría el periódico para echarle un vistazo, oyó una voz familiar que le sorprendió y alegró a la vez.
—Ya veo que este lugar te gustó —le dijo Isabel, caminando por la gravilla hasta el banco donde estaba Charles, en el que se sentó, cruzando las piernas bajo la bata azul que llevaba.
La hija del alcalde lo miró, quitándose las gafas de sol, esperando una réplica de Charles que no llegó. Isabel apretó los labios y agachó la mirada. Desde el miércoles, apenas habían cruzado palabra, solo algún intercambio relacionado con las comidas, cenas o desayunos.
—Siento lo del otro día, Charles, no fue culpa tuya —dijo la joven, que ahora miraba al profesor, protegiéndose los ojos del sol con una mano en la frente.
Con tanta luz y con los ojos de Isabel medio escondidos bajo su gruesa mano, Charles no podía divisar el verde hermoso de la mirada que le ensimismó ahora hacía una semana. Aunque parecía que el mundo había cambiado, hacía tan solo siete días que la hija del alcalde le había enseñado ese rincón maravilloso del pueblo, que ella misma había pintado en el cuadro que le había regalado.
Esa misma mañana, a pesar de lo ocurrido en la cena, Charles había envuelto la pieza como si de un Picasso se tratara, pensando que lo colocaría encima de la chimenea de su casa para darle máxima visibilidad. El profesor miró fijamente a Isabel, recordando que aquella mujer, que literalmente le había mandado a la mierda, también le había pintado un lienzo precioso, exclusivamente para él.
—No estoy acostumbrado a presenciar escenas de La casa de Bernarda Alba en vivo —le dijo con fina ironía británica.
El comentario provocó una sonrisa en los labios de Isabel, ahora más relajada que cuando llegó. La mujer apoyó la espalda en el banco y miró alrededor del jardín. Al cabo de unos segundos, volvió su mirada hacia Charles.
—De veras que lo siento; tú siempre me has tratado bien y no te merecías semejante cisco —le dijo, ahora con los ojos más abiertos y expresivos, permitiendo que Charles detectara la honestidad de sus palabras—. Mi familia es un poco especial, mi padre es difícil y ahora todos atravesamos malos momentos, como seguro que te habrás dado cuenta.
Charles asintió.
—Pero no quiero que te lleves un recuerdo malo de Morella —continuó Isabel—. Yo no quiero meterme en tus negocios, solo quiero que no te vayas de aquí con mal sabor de boca.
—Para nada —respondió Charles, ahora ya un poco más dispuesto, menos a la defensiva. De la misma manera que sus comentarios durante la cena le habían dolido, esa disculpa llana y sincera le había devuelto un sentimiento positivo para con el pueblo. Además, él sabía que los españoles eran poco dados a las disculpas, por lo que apreció el gesto de Isabel todavía más. Su mirada fija, transparente y directa también le hizo sentir que sus palabras eran sinceras, seguramente más que las múltiples disculpas inglesas a todas horas, a menudo meros eufemismos para disimular un mal que de manera muy intencionada ya se había hecho. Aquella mujer era honesta, su mirada parecía salir directamente del corazón, pensó Charles.
Los dos permanecieron en silencio unos segundos.
—Te he guardado un poco de sopa morellana, porque he visto que hoy no has comido —dijo por fin Isabel.
El gesto halagó de nuevo a Charles, que intentó mostrarse agradecido:
—Muy amable —dijo. Mirándose el reloj, añadió—: Igual me la puedo tomar para cenar.
—En principio no teníamos pensado abrir esta noche —respondió Isabel—. Mi hermano únicamente libra los sábados por la noche y solo tenemos un matrimonio de Barcelona que ya ha dicho que se irá a cenar al Daluan. De hecho, han venido solo para probarlo.
Charles ladeó la cabeza, curioso.
—¿Daluan?
—Sí, hombre, el mejor restaurante del pueblo, lo acaban de abrir y, en tan solo unos meses, ha causado gran sensación; vienen de Barcelona y de Valencia solo para probarlo. Es muy tradicional y moderno a la vez, ¿no has estado?
Charles hizo memoria de los restaurantes a los que había acudido, sobre todo con Vicent, y negó con la cabeza.
—Creo que no, ¿dónde está?
—En un callejón casi detrás del ayuntamiento, una callecita estrecha entre dos cuestas. ¿No? —volvió a insistir Isabel, sorprendida.
Charles volvió a negar con la cabeza.
—Hombre, pues tendrás que probarlo —dijo Isabel, poniendo las manos en sus rodillas, con decisión—. No te puedes ir de Morella sin haber estado allí. Te vas mañana, ¿no? ¿Y cuándo vuelves?
Charles la miró unos segundos. Le encantaba la energía positiva de aquella mujer, su determinación.
—Sí, me voy mañana a primera hora y no sé cuándo volveré, supongo que dependerá de si la oferta prospera o no; aunque, claro, ya no sé qué pensar después de todo lo que ha pasado.
Isabel bajó la mirada, pero enseguida la volvió a levantar.
—Bueno, yo que tú me espabilaría antes de irme. Ese sitio realmente vale la pena, han salido reseñas hasta en la prensa nacional.
Charles la miró fijamente mientras ella se ponía de nuevo las gafas de sol, como si diera por concluida la conversación después de que el inglés mostrara tanta incertidumbre en cuanto a su posible regreso. Ciertamente, pensó Charles, ahora todo estaba en el aire: la oferta, la escuela, hasta su interés por Morella. Ya no sabía qué pensar. De todos modos, una cena en el mejor restaurante del pueblo le parecía una idea estupenda, además de una buena oportunidad de, si aceptaba, conocer mejor a la mujer detrás de aquellas pinturas maravillosas, y sin la presencia de su padre.
Charles no supo cómo formular la invitación, temiendo que ella ya tuviera otros planes o que simplemente no le apeteciera pasar tiempo con un profesor aburrido y extranjero como él, que encima le había llenado la fonda de adolescentes que se creían los reyes del mundo. El inglés asió su periódico con una mezcla de fuerza y nerviosismo mientras Isabel se levantaba y hacía ademán de despedirse.
—Bueno —le dijo en un tono más bien bajo, ya de pie—. Dime si necesitas la sopa para la noche, o si no, te veré mañana en el desayuno, ya te lo tendré preparado para las seis y media, como me ha dicho Manolo.
Charles asintió con la cabeza, todavía sin saber qué decir, recordándose a sí mismo caminando solo en el pub de Oxford, dirigiéndose hacia su habitación con las dos pintas que nadie iba a compartir con él. A medida que avanzaba por el suelo de madera antigua del pub, veía por el rabillo del ojo que sus —en teoría— amigos se reían de él, pues, nervioso como estaba por andar solo ante los ojos de Laura, siempre se le desbordaba la cerveza de los vasos rebosantes. Ese recuerdo le horrorizó y pensó que una negativa siempre sería mejor que revivir esa sensación otra vez. Por nada del mundo quería verse solo cenando en el Daluan con dos cervezas.
Cuando Isabel ya casi bajaba los peldaños de las escaleras del jardín hacia la calle, Charles por fin consiguió el suficiente valor para pedir la primera cita con una mujer en más años de los que podía recordar. Salvo un par de aventuras frugales, todas las relaciones que había tenido con mujeres desde que se había divorciado de Meredith habían sido pagando, una vez al mes, de manera sistemática, como muchos de sus colegas. ¿Para qué complicarse más?
Esta vez, el miedo a verse solo en el restaurante, pasándolo tan mal como en la universidad, le impulsó por fin a hablar.
—Isabel —dijo.
La hija del alcalde, ya casi en la cuesta, apenas le oyó.
Charles se levantó de golpe y se apresuró hacia ella.
—Isabel —insistió en un tono más alto.
Una vez frente a ella, por fin le dijo, mirándola a las gafas de sol:
—Si libras esta noche, podemos ir al restaurante juntos; como tú dices, no me puedo ir sin conocerlo.
Isabel no se quitó las gafas, pero Charles divisó cómo alzaba una ceja levemente. Sin pensarlo mucho, esta le respondió:
—Bien, se lo comentaré a mi amiga Ana, ya que suelen estar llenos; si hay una mesa libre, te avisaré.
Charles sonrió de manera amplia y natural, y notó cómo las pupilas se le dilataban.
—Okey —le dijo, sin darse cuenta de que le respondía en inglés.
La hija del alcalde se alejó, bajando la cuesta alegremente, girando por la calle de la Virgen para volver a la fonda. Charles se quedó de pie unos segundos, sin saber qué hacer o adónde ir, pero invadido por una sensación de orgullo que hacía mucho que no experimentaba.
A las ocho en punto, Isabel bajó a la recepción de la fonda, donde Charles ya llevaba más de diez minutos esperando, repasándose las uñas, ajustándose el cinturón de los pantalones de pinzas blancos, impecablemente planchados, comprobando que todos los botones de su camisa a rayas rojas y blancas estuvieran abrochados. Con la mano, se repasó las mejillas bien afeitadas y el poco pelo que tenía, ya más gris que negro. Al oír unos zapatos de tacón, Charles dejó de contemplar el cuadro de Isabel que había en la pequeña sala junto a la recepción y se giró para recibirla.
Al inglés le sorprendió la apariencia de la joven, radicalmente diferente a la del primer día que la conoció, hacía unos meses, fregona en mano. Con la misma silueta, tan redonda como de costumbre, Isabel había elegido esta vez un vestido rojo, ligero, que para bien y para mal marcaba sus formas. «Esta mujer no se esconde», pensó Charles.
Isabel se le acercó y le saludó con una sonrisa, mostrando sus labios gruesos y rojos, en contraste con su perfecta dentadura blanca, en la que Charles nunca se había fijado. Una línea negra recorría el contorno de sus grandes ojos verdes, mientras que su pelo negro, más voluminoso y rizado que nunca, caía sobre sus hombros, señorial y altivo.
—¿Estás listo? —dijo ella, como si nada.
Charles intentó disimular la sorpresa que sentía. Detrás de aquella artista poco agraciada e intempestiva que le había mandado a la mierda tan solo tres días antes, había una mujer sorprendentemente atractiva que iba a compartir una cena con él. Charles se sintió afortunado, alzó la cabeza y bajó las escaleras junto a Isabel mirando a un lado y a otro, como si buscara a sus compañeros de Oxford, convencido de que ahora le mirarían con envidia. Seguro que ellos ahora estaban en sus casas victorianas protegiéndose de la lluvia, sentados junto a sus esposas inglesas, blancas, aburridas y escuálidas, se dijo, ampliando su sonrisa. ¿Quién le habría dicho que años más tarde saldría a cenar con una atractiva artista en un pueblo tan maravilloso como ese?
Charles miraba a Isabel de reojo mientras la pareja bajaba por la plaza hacia el restaurante. Pensaba que, si bien sus compañeros la habrían silbado por resultar atractiva, sobre todo de rojo, a él lo que realmente le impresionaba eran sus cuadros. Andaban en silencio, nada incómodo, hasta que Isabel indicó la cuesta por la que debían girar. El inglés la siguió encantado. En el fondo, a Charles le gustaba aquella aventura morellana tan inesperada, tan diferente a su vida en Eton. Se sentía como un personaje de Lorca envuelto en un gran drama y aquello no solo le divertía, sino que también le motivaba.
Bajando la cuesta, se cruzaron con algunas personas que saludaron amablemente a Isabel y no dudaron en repasarle a él de arriba abajo. Ante su sorpresa, Isabel no se paró a hablar con ninguna, seguramente para evitar chismes de pueblo, pensó Charles. El inglés cada vez sentía más respeto por aquella mujer fuerte e independiente que no tenía reparos en ponerse a fregar habitaciones si era necesario o en salir a cenar con un guiri desconocido delante de todo el pueblo.
Al cabo de muy poco, llegaron a un callejón pequeño y estrecho con unas casas blancas, inclinadas hacia delante y sostenidas por unas vigas de madera que parecían estar a punto de quebrarse. Algunos gatos pequeños dormitaban en el suelo de piedras grandes e irregulares que imprimían carácter a ese rincón escondido. A la derecha, un edificio nuevo, a todas luces bien reformado y recién pintado, mostraba el nombre de «Daluan».
Subieron al primer piso, donde encontraron un comedor con no más de unas diez mesas, todavía vacías. Los asientos naranjas y unas lámparas de diseño danés daban encanto y originalidad al pequeño lugar.
—Adelante, sois los primeros —dijo una amable señora, vestida de negro moderno, saliendo por una puerta al final del recinto.
Isabel enseguida se dirigió hacia ella.
—Hola, Ana, muchas gracias por hacernos el favor. —La hija del alcalde se dirigió hacia Charles—. Hemos tenido suerte —le dijo, mirando de nuevo a su amiga—. Mira, es mi amiga Ana, la propietaria, fuimos juntas a clase.
Charles se inclinó y besó la mano de la amiga de Isabel, lo que provocó una ligera risa en las dos mujeres, seguramente poco acostumbradas a aquellas maneras.
—Charles es inglés y está en Morella mirando el tema de la escuela —aclaró Isabel.
—Ya, ya —dijo Ana, como indicando que en el pueblo no había pasado desapercibido—. Por favor, sentaos aquí, junto a la ventana.
La pareja ocupó una mesa amplia, para cuatro, todavía iluminada por la luz clara y tranquila de la tarde. La mesa estaba perfectamente dispuesta, elegante y moderna, sin más florituras que las necesarias. Aquello le gustaba a Charles, poco amigo de barroquismos innecesarios.
Después de acomodar a otra pareja de comensales, Ana les trajo el menú y la carta de vinos, con más de setenta entre los que elegir.
—Te recomiendo el menú de la trufa —dijo Isabel, inclinándose hacia Charles y señalando la opción en su carta—. Ya sabes que en Morella hay mucha trufa y aquí han elaborado un menú especial, todo trufado. De hecho es más de invierno que de verano, pero como se ha hecho tan popular lo ofrecen siempre —le dijo, reclinándose de nuevo en su silla.
Charles no necesitó pensar más y cerró la carta.
—Pues eso tomaré —dijo, ante la sorpresa de Isabel, que se apresuró a elegir sus platos. Setas y pescado, le dijo a su amiga, mientras Charles elegía un Ribera del Duero reserva que había identificado en la larga lista y que tan solo valía quince euros. Aquella cena en Londres costaría el triple, se dijo mirando a su alrededor sin poder creer su suerte. No esperaba una última noche como aquella. Estaba de un excelente humor.
—¿De dónde viene tanta trufa? —preguntó Charles a Isabel mientras Ana les servía el vino, suave y agradable para el paladar del inglés.
Isabel, con sus ojos verdes detrás del cristal de su copa, le sonrió.
—Yo recuerdo muy bien los inicios —le respondió, dejando suavemente la copa sobre la mesa—. Cuando era muy pequeña y España se abrió al turismo, la fonda enseguida se empezó a llenar de turistas, sobre todo franceses. Pero de repente empezaron a llegar grupos de hombres, sin mujeres, con lo que empezamos a sospechar —dijo, provocando una sonrisa en Charles—. No decían a qué venían y tampoco les veíamos haciendo turismo por el pueblo. Además llevaban botas de montaña, palas y bastones, pero tampoco eran excursionistas: aquello era muy misterioso.
Isabel hizo una breve pausa para tomar otro sorbo de vino e inclinarse ligeramente hacia atrás, mientras Ana disponía los aperitivos fríos del menú de Charles: una butifarra de trufa y un huevo a la coque sin huevo, royal de foie gras y pan trufado, según leyó Charles en el menú. También llegó el milhojas de queso tierno y trufa con miniaturas de invierno, que el inglés empezó a comerse con los ojos, pues el olor que desprendía era original y profundo, muy diferente a todo cuanto había probado antes. Ana les rellenó las copas.
—El caso es que, un día, mi madre —continuó Isabel— notó un olor horrible que salía de debajo de la cama de uno de estos señores y al cabo de unos días, harta de la peste y pensando que se trataría de algo que nos podía traer algún mal, se decidió a abrir la bolsa que desprendía el olor y menudo susto se llevó al ver tanto tubérculo: eran trufas.
—Pues esto huele de maravilla —apuntó Charles, picando de todos los entrantes pero sin dejar de mirar o prestar atención a Isabel.
Esta sonrió, a la vez que también pinchaba un poco de butifarra.
—Sí, claro, en la nevera o cocinadas no pasa nada, pero después de unos días de verano debajo de una cama, no veas el tufillo —respondió, picando otro bocado. Después de aclararse la garganta, continuó—: El caso es que en la fonda se estableció una especie de mercado ilegal de trufa, ya que empezó a llegar gente ofreciendo grandes cantidades por lo que llamaban «el diamante negro» de la cocina.
—¿Cuánto vale? —preguntó Charles, que nunca había oído hablar de trufas hasta llegar a Morella.
—Pues una así de grande —dijo Isabel, mostrando con sus dedos un círculo del tamaño de una gran fresa— puede llegar hasta los trescientos euros.
Charles dejó el cubierto sobre el plato.
—¡Caramba! ¡Más que el vino!
Isabel se rio.
—En Inglaterra solo tenéis ojo para el alcohol, ¿eh?
—Pues mira que en España… —respondió, rápido—. Pero no me sorprende, con este vino tan magnífico, sería alcohólico hasta yo. ¡Ya lo añoraré a partir de mañana!
Isabel achicó los ojos y le miró con interés.
—¿Te espera alguien en Inglaterra? —le preguntó directa, lo que a Charles apenas le molestó. Es más, le gustaba la seguridad y confianza de aquella mujer. ¿Qué había de malo en preguntar? Ya le gustaría a él tener ese coraje.
—Pues me esperan más de un centenar de alumnos en apenas dos semanas y más padres de los que querría contar que quieren hablar a todas horas sobre sus hijos —dijo, con modesto orgullo.
—¿No te espera una familia? —insistió Isabel, pinchando el último bocado de butifarra trufada.
Charles se reclinó ligeramente hacia atrás. Aquella conversación no le intimidaba, ni mucho menos. La mesa no tenía velas ni ningún formalismo innecesario, la luz del atardecer todavía iluminaba buena parte del comedor y aquella velada parecía más bien una cena con una amiga exótica que una cita formal, como sería el caso en Inglaterra. Ese encuentro era mucho más divertido que las aburridas cenas-cita londinenses, donde todos los movimientos estaban programados y establecidos, y en los que él siempre se había sentido atrapado.
—Pues no —dijo, apoyando los codos sobre la mesa, algo que por educación nunca haría en Londres, pero que resultaba realmente cómodo—. Estuve casado una vez, hace mucho, pero aquello no era lo mío —dijo, sin tapujos.
—¿Por qué? —preguntó Isabel, igualmente directa.
Justo cuando Charles iba a contestar, un camarero retiró los platos para servir el lenguado de Isabel, y las vieiras y el secreto ibérico dorado con puré de calabaza y juliana de trufa de Charles. Este se quedó mirando el plato y a punto estuvo de sacarle una foto para su amigo Robin, a quien vería al día siguiente en Londres.
Isabel le observaba.
Charles lo percibió y, después de probar el primer bocado, que le hizo cerrar los ojos de placer, continuó:
—Creo que no nos conocimos lo suficiente antes de casarnos —dijo con la boca medio llena, algo por lo que reñiría a sus alumnos pero que ahora sentía casi como una liberación. Charles también se sorprendió por la tranquilidad con que trataba un tema del que apenas había hablado en años, pero que ahora parecía casi secundario. Siguió—: Nos casamos muy pronto, poco después de regresar de la India, donde pasé tres años viajando y estudiando tras acabar la universidad.
Isabel le miraba con interés mientras degustaba su pescado, con buen apetito. Mejor tener hambre que ser un desganado, pensó el inglés, osando contemplar el escote de Isabel por primera vez mientras ella se inclinaba ligeramente para servirle más vino. Su vestido rojo tenía un buen acabado en pico que se adentraba de manera provocativa entre sus senos. Charles enseguida desvió la vista, pues notó cómo su piel pálida se empezaba a ruborizar. Aun así, el inglés no podía dejar de apreciar a la mujer que tenía delante. Contempló sus brazos, la cara, el cuello, su cuerpo cubierto por una piel morena aceitunada, fina y bien cuidada. Charles la miró a los ojos y sintió curiosidad por conocer su pasado. A esa edad, todo el mundo llevaba una historia detrás. Optó por acabar su relato rápidamente y centrar así la conversación en Isabel. Si quería saber, él tenía que dar primero.
—El caso es que ella era muy joven —continuó Charles—. Había sido educada para ser una buena esposa, pero apenas tenía vida propia. Yo trabajaba en la City llevando una vida que no me gustaba; todo era muy fácil y parecía escrito para mí, era como ser parte de un guion predecible en el que me sentía atrapado. Así que volví a Eton a enseñar, recluido en mis libros y alumnos, y así he pasado los últimos veinte años, tranquilo y feliz —dijo, sonriente y con convencimiento.
—¿Feliz? —preguntó Isabel, dejando el cuchillo y el tenedor en su plato, ya vacío.
Charles respiró hondo y miró a su alrededor; el restaurante se empezaba a llenar. Aprovechó para servir más vino, acabando la botella, e hizo una indicación a Ana para que trajera otra. No quería escatimar ni un céntimo, pues estaba disfrutando de aquella cena plácida y cómoda y, por una vez, con una mujer atractiva y con talento.
—Bueno, uno es feliz hasta que se plantea por qué, ¿no? —respondió finalmente, jugueteando con la base de su copa mientras esperaba la segunda botella de vino—. ¿Y tú? —le preguntó, directo.
Isabel suspiró y apoyó la espalda en la silla, ladeando la cabeza de un lado a otro.
—En Vinaroz, donde trabajaba hasta hace poco, sí que estaba a gusto —dijo, con cierta nostalgia—. Iba a pasear todas las mañanas por la playa, verano o invierno, tenía un piso muy agradable, que alquilaba yo sola, y después del trabajo tenía tiempo y tranquilidad para pintar, que es lo que realmente me gusta.
—Tienes mucho talento —la interrumpió Charles—. Deberías pensar dedicarte profesionalmente a ello.
Isabel se rio.
—No —dijo, rotunda—. Es mi pasión, no quisiera crearme obligaciones. Yo quiero vivir tranquila y libre.
—¿Así que la familia no es lo tuyo? —le preguntó con interés.
—No, cuando digo que no quiero obligaciones me refiero a la pintura; no quiero imponerme plazos ni pintar por obligación o por dinero.
—Pero ¿no tienes una familia? —insistió Charles, sorprendiéndose a sí mismo por romper las reglas más básicas de la discreción.
Isabel apoyó los codos sobre la mesa y le miró fijamente. Charles no podía dejar de contemplar sus ojos verdes, ahora más visibles e imponentes a medida que caía el sol.
—No, nunca he tenido —respondió—. Una vez estuve a punto, con un novio que tuve en Castellón, pero se fue con otra —dijo, bajando la mirada.
—Sorry —dijo Charles, a punto de acercar su mano hacia la de Isabel, pero finalmente quedándose quieto. Le dolió pensar que alguien podía haber herido a aquel ser creativo y generoso con quien tan bien se sentía.
—No pasa nada, hace ya mucho —respondió Isabel, con una sonrisa un tanto forzada—. Además, seguramente habría sido una infeliz. Para empezar, odiaba mis cuadros.
Charles se sobresaltó.
—No me lo puedo creer —dijo, casi enojado.
Ana retiró los platos y, después de una intervención amable, sirvió el postre, un carpaccio de piña y una tarta capuchina con helado de cava y trufa que conquistó toda la atención de los dos comensales. Isabel fue la primera en atacar el plato que Ana dejó en el centro de la mesa, con dos cucharas.
La pareja acabó la cena contenta, sin dejar su animada conversación, que Charles no quiso enturbiar mencionando la cena del miércoles o hablando de la relación de Isabel con su padre. Esa era una velada positiva, Charles no quería arruinarla con un comentario fuera de tono o sacando un tema delicado.
El restaurante empezó a animarse y los presentes cada vez tenían que alzar más la voz para poder oír. Había personas que esperaban su turno en la escalera, algo que siempre había incomodado a Charles. El ruido rompió en parte la magia de la cena, haciendo más difícil su conversación tenue e íntima, que Charles no quería abandonar.
—¿Te apetece dar un paseo para estirar las piernas? —preguntó, de nuevo venciendo su timidez, su miedo al rechazo. La sensación de victoria que había sentido al avanzar por la plaza con Isabel le había dejado tan buen recuerdo que solo quería experimentarla una vez más antes de partir al día siguiente.
Isabel, en ese momento mirando por la ventana, se giró hacia él y con una dulce sonrisa le respondió:
—Okey. —Lo pronunció con un fuerte acento español.
Contentos y con alguna copa de más, la pareja abandonó el restaurante dos horas y media después de haber entrado, con Charles escoltando a Isabel mientras esta bajaba por las escaleras, adoptando de nuevo sus elegantes formas etonianas, que su nueva amiga aceptaba con gusto.
Con el paso marcado por sus tacones, firmes y secos, Isabel condujo a Charles por cuestas y rincones del pueblo que apenas conocía, o no recordaba, seguramente para evitar encontrarse con gente, imaginó. Sus pasos resonaban por las calles tranquilas, ya oscuras, iluminadas por preciosas farolas negras, antiguas. En las casas se oían voces y el trastear de las familias en las cocinas mientras preparaban la cena. El olor a patata frita o el ruido de un tenedor batiendo un huevo eran perfectamente reconocibles, tanto como los gritos de alguna madre a un hijo, ordenándole poner la mesa o regañándole por llegar tarde. Aquella simplicidad doméstica y tranquila en una noche de verano hizo sentir a Charles parte de la familia morellana por primera vez desde que había llegado al pueblo por Pascua. El inglés respiró tranquilo y miró de reojo a Isabel, que avanzaba segura hacia delante en dirección a Sant Miquel. Dejando atrás las dos torres, la pareja se adentró en la Alameda, tranquila y oscura, iluminada por un cielo estrellado alegre y vivo, muy poco habitual en su Londres siempre cubierto de nubes y polución.
Charles e Isabel caminaban lentos y silenciosos, aunque eso no incomodaba en absoluto al inglés. Charles no tenía que hacer, decir o demostrar nada, pues al día siguiente regresaría a Londres y no tenía que volver a ese lugar, si no quería. De todos modos, no regresar a Morella le parecía ahora una idea casi descabellada.
—Y tus padres ¿te esperan en Londres? —preguntó Isabel, de repente.
A Charles le sorprendió la pregunta. Solo en España las personas dan tanta importancia a la familia. En Inglaterra, en cambio, y sobre todo en Eton, la escuela se convierte pronto en el primer núcleo de referencia y los padres no son más que dos adultos con quien uno intercambia impresiones más bien superfluas algunos días al año, más bien pocos.
—¿Por qué lo preguntas? —respondió curioso mientras continuaban su paseo casi solos por la Alameda, pues la mayoría de los morellanos estaban todavía cenando.
—Solo por curiosidad —le dijo Isabel, mirándole—. Pero no me respondas, si no quieres.
—No importa —se apresuró a responder el inglés—. Para nada. De hecho, es una historia tan corta que no tiene ni importancia —dijo, haciendo una breve pausa antes de continuar—. Mi padre era hispanista en la Universidad de Cambridge, por eso me habló siempre en español. Estaba loco por España, solo leía y escribía acerca de este país, su historia, sus escritores; hasta vino aquí durante la guerra.
—Ah, ¿sí? —exclamó Isabel, sorprendida.
—Casi cinco mil ingleses vinieron a apoyar a la República, entre ellos mi padre y su buen amigo George Orwell, que también había estudiado en Eton.
—¡Caray! —dijo Isabel, deteniéndose un segundo, mirándole con las pupilas bien dilatadas.
Charles se sintió halagado por aquel interés, aunque fuera por su padre más que por él. Aun así, era la primera vez que impresionaba a una mujer en muchos años.
—Bueno, creo que todos se conocían entre sí —dijo con la típica, y falsa, infravaloración británica—. El caso es que regresó a Inglaterra después de ganar Franco, pero se dedicó a escribir sobre España desde entonces.
—¿Y tu madre? —preguntó Isabel.
Charles se detuvo ahora, pues nunca nadie le había preguntado por su madre, que él recordara, ni él había pensado casi nunca en ella. Notó que le costaba responder, quizá porque aquello era difícil de admitir. O quizá, porque era algo que todavía le costaba aceptar. No lo sabía.
Reanudando el paso, respondió:
—Pues no tengo muy claro quién fue mi madre, la verdad; mi padre nunca me habló de ella.
Charles percibió que Isabel le miraba de reojo.
—¿Y no tienes curiosidad por saberlo? —preguntó Isabel con dulzura, sin levantar la mirada del suelo.
Charles apretó los labios y cruzó las manos por detrás de la espalda. Él ya era mayor, un hombre hecho, para pensar en su madre como un niño necesitado.
—Pues no —dijo—. Ya sé que suena inusual. Quizá de pequeño sí que lo pensaba más, pero como el colegio pasa a ser tu familia desde una edad tan temprana, el hecho de no tener madre tampoco es tan relevante, pues tu vida está en el colegio. A mi padre solo lo veía una vez al mes, o cada dos meses —le respondió.
—Los internados ingleses… —apuntó Isabel, sin acabar la frase.
—Sí, ya sé que en España no se estilan.
—Pues no —respondió Isabel—. Perdona que insista —dijo—, pero ¿no quieres saber quién es, ponerte a buscarla? —Después de una pausa, aclaró—: Perdona si me estoy entrometiendo demasiado.
—No, no, no importa —respondió. El inglés guardó silencio mientras salían ya de la Alameda y entraban al Pla d’Estudi, bien iluminado por unas lámparas intensas que restaban intimidad a su conversación.
—Yo creo que ya estoy mayor para eso —fue todo cuanto dijo.
Isabel no respondió.
La pareja avanzó silenciosa por la calle, más animada a medida que se acercaban a los porches, ahora rebosantes de gente cenando en las terrazas, animadas con música alegre y desenfadada. El ambiente contagió a Charles e Isabel, que aceleraron el paso sin darse cuenta, mirando a un lado y a otro de la calle, contentos ambos solo por formar parte de esa escena alegre y divertida.
Charles, de todos modos, recuperó su rostro serio al llegar a la puerta de la fonda. Al inglés, de repente, le invadió una mezcla de tristeza por acabarse la velada y de incertidumbre, al pensar en su madre por primera vez en muchos años. También era consciente de que, a la mañana siguiente, dejaría aquel rincón del mundo tan especial, donde esa noche había sido feliz.
Miró a Isabel de frente, quien todavía permanecía fresca como una rosa, con el pelo ondulado ahora echado hacia atrás y sus ojos centelleantes.
—Una cosa —le dijo esta, frente a la puerta de la fonda.
Charles la miró con interés. Aquella mujer era una caja de sorpresas.
—Te digo lo siguiente de manera confidencial, solo si me prometes que no dirás que lo has oído de mí.
Charles, sorprendido y un poco alarmado, asintió.
—Tienes mi palabra.
—No te fíes de mi padre, Charles —le dijo muy seria—. Te está engañando. Solo tiene una oferta por la escuela, solo una, y es de dos millones, no de cinco, como te ha dicho.
Sus ojos verdes le miraban fijamente, cargados de honestidad y preocupación.
Charles se echó ligeramente hacia atrás.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó.
—Porque, mal que me pese, es mi padre y le he escuchado varias conversaciones.
Charles dejó pasar unos segundos, mientras procesaba aquella inesperada revelación.
—¿Por qué me lo dices? Es una información que claramente le perjudica a él.
—Tú eres un hombre honesto y él no, por eso te lo digo —respondió Isabel, todavía con la mirada fija en él.
Charles se sintió confuso por hablar de la escuela y de Vicent justo en un momento tan especial, después de un magnífico encuentro, pero también después de haber pensado en su madre, lo que le había trastocado un tanto. El profesor, poco acostumbrado a las sorpresas, negó con la cabeza varias veces. De repente, sintió todas sus defensas aflorar hacia el exterior. Por un momento, se le cruzó por la cabeza que Isabel, manipulada por su padre, le podría estar convenciendo para que bajara la oferta y así perderla, un mecanismo de Vicent para sacárselo de en medio. Él nunca habría pensado así de Isabel, sobre todo después de la maravillosa velada que habían compartido, pero tampoco podía entender aquella traición a su padre. Las palabras de Valli sobre esa familia todavía le resonaban en la cabeza. Por lo que veía, eran capaces de todo, al menos Vicent.
—¿Y si lo que me dices no es cierto? ¿Por qué me tengo que fiar de ti? —le dijo, a la defensiva, arrepintiéndose de sus palabras tan pronto como vio la tristeza que emanó de los ojos de Isabel.
—Tú verás —fue cuanto esta le respondió.
Sin decir una palabra más, Isabel se adentró en la fonda y desapareció escaleras arriba, dejando a Charles clavado en la puerta.
Aquella respuesta vaga confundió todavía más al inglés, que permaneció solo durante unos minutos en esa posición, sintiendo una vez más las pintas de Oxford en sus manos.