Tan solo unos días más tarde, Valli, capazo en mano, salió de su casa en el Pla d’Estudi para realizar la compra de los sábados. Como de costumbre, la anciana se había calzado sus cómodas alpargatas negras y llevaba una de sus batas azules preferidas, simple y práctica, llena de bolsillos, como a ella le gustaba. Su vecina Carmen le decía que aquello parecía más bien un mono de mecánico, pero para Valli aquel comentario era más bien un halago. Ella se había arremangado toda la vida para trabajar duro, ¿qué mal había en eso?
Con la ayuda de su bastón fino, de madera clara, Valli bajó hacia la plaza de buena mañana, cuando el servicio de limpieza y las vecinas del pueblo apenas empezaban a limpiar las calles. Como de costumbre, enfrente de la discoteca todavía quedaban restos de vasos y botellas tirados por el suelo, pero afortunadamente la máquina limpiadora ya subía por la calle de los porches. Suspirando y mirando de reojo a la puerta cerrada del Bis, la discoteca local desde hacía décadas, Valli siguió a buen paso hacia la imprenta Carceller, donde la amable propietaria ya estaba colocando revistas y periódicos en unos plafones que instalaba en la calle.
Como de costumbre, Valli compró el Mediterráneo de Castellón, puesto que era el que más noticias daba de Morella. A ella, que en su día había leído El Imparcial y la Revista de Occidente de Ortega, ahora cada vez le interesaban menos las grandes ideas que movían el mundo y sus monarquías, y más lo que pasaba en su pueblo. Aun así, echó una mirada de reojo al ¡Hola! y al Lecturas, que nunca se había permitido comprar por más que lo hubiera deseado. Una republicana como ella no podía financiar a la realeza europea, y mucho menos a la española, a la que ya sostenía con sus impuestos. Se negaba a otorgarles ni un solo céntimo de su mísero bolsillo.
Valli continuó por la calle de los porches exactamente a la hora que más le gustaba. Hacía poco que habían dado las ocho y tan solo los comerciantes habían salido a la calle, todavía serena y tranquila e iluminada por una luz fresca y clara. Mientras caminaba, Valli contemplaba las columnas de piedra antigua que iba dejando atrás: unas eran redondas, otras cuadradas, unas de piedra clara y otras más bien oscuras. Pero todas llevaban allí desde que ella tenía memoria, sosteniendo las casas blancas de esa calle, de no más de tres o cuatro pisos, y de las que salían unos pequeños balcones de hierro negro, principalmente usados para colgar la colada. Esas columnas, ahora tan pacíficas y silenciosas, en tan solo unas semanas sostendrían una serie de troncos, colocados en horizontal entre columna y columna, donde se juntarían pandillas de amigos para protegerse de las vaquillas que para las fiestas soltaban en la plaza. Sentados en los mismos troncos y degustando el típico préssec amb vi, los jóvenes se pasaban allí toda la tarde entre cánticos y charlas, cuando no bajaban a pie de suelo para correr delante de la pobre vaquilla. El jaleo de música, gritos y fiesta durante esos días era descomunal, por lo que Valli prefería la tranquilidad del mes de julio y precisamente a esa hora de la mañana. En agosto, y sobre todo durante los bous, como se llamaba a las fiestas, se iba con su vecina a la playa a Benicarló.
Contenta con su periódico, Valli continuó el paseo bajo los porches solo para entrar en el horno de su amiga la panadera, que a esa hora ya estaba en plena producción de unos panes y unos bollos que abrían el apetito a cualquiera. Después de saludar e intercambiar impresiones sobre el tiempo tan magnífico que había hecho esa semana, Valli compró una barra de cuarto y continuó bajo los porches, observando cómo tiendas y restaurantes se preparaban para recibir un sábado más hordas de turistas. El día anterior había oído en la carnicería que hoy se esperaban hasta siete autobuses de visitantes, por lo que ella se había apresurado esa mañana a realizar sus compras temprano y así evitar multitudes.
Valli saludó a su amiga la fotógrafa, quien en ese momento colocaba dos torres de postales en la acera, y pasó por delante del bar Blasco, donde los primeros abuelos ya degustaban su habitual desayuno de tortilla y aguardiente. Con la boina en la cabeza y el dominó ya preparado, el grupito de siete u ocho abuelos procedía a su ritual diario, siempre en la mesa junto a la ventana. La saludaron con amabilidad.
Volver a Morella después del exilio no había resultado fácil, pero de eso hacía más de treinta años. Valli siempre había colaborado con la escuela y había participado en cuantas fiestas, anuncios y sexenios se habían sucedido, siempre con buenas maneras y con una sonrisa, ganándose de nuevo la aceptación local. Además, los más viejos del lugar tampoco olvidaron nunca que los padres de la antigua maestra habían sido masoveros, gente buena que nunca mereció tan trágico fin. Valli, cierto, siempre había recibido más simpatía por parte de quienes más sufrieron en la guerra, pero ahora, después de tantos años, todo el pueblo la quería y respetaba. Excepto el alcalde.
Pasada precisamente la fonda, que por lo general quería evitar, Valli entró en su carnicería favorita para comprar un par de filetes de ternera recién cortados. La carne en Morella era francamente espectacular, se dijo, recordando su reciente visita a Madrid y el color pálido de los bistecs que allí le sirvieron. En Morella, las carnicerías olían a carne y no a plástico, y el producto tenía un color rojizo esplendoroso.
Un poco más abajo de la calle, Valli entró al banco para cobrar su pensión, como hacía siempre a mediados de mes. Era una cantidad ridícula, ya que ella, que se había pasado media vida en el exilio, había cotizado muy pocos años. Afortunadamente, también recibía una pequeña cantidad mensual del Estado francés por los casi veinte años que trabajó en París antes de volver a España tras la muerte de Franco. En cualquier caso, ella no tenía muchos gastos, no quería ningún lujo y lo que le ingresaban le daba hasta para ahorrar. Tampoco tenía dependientes: nunca tuvo hermanos y todos sus primos habían muerto ya, con la excepción de uno, muy lejano, que le quedaba en Valencia, pero con quien apenas tenía contacto.
—Buenos días, Cefe —dijo a su amigo nada más verle al otro lado del mostrador.
Este inmediatamente le respondió con una sonrisa.
Afortunadamente, los bancos habían dejado de ser los búnkeres en que se convirtieron en los años ochenta, con esos cristales antibalas entre el personal y el público que impedían a Valli oír cuanto le decían. Ahora se habían modernizado y le recibían a uno en una mesa aparte, aunque a ella Cefe siempre la hacía pasar a su despacho para que estuviera más cómoda. Por más que Valli escatimara y rechazara cualquier favoritismo, aquel sillón de cuero mullido del despacho de Cefe era el asiento más cómodo del pueblo.
—Ay, xiquet… —suspiró la anciana, dejando la bolsa del pan y la carne en el suelo—. ¿Cómo estás, Cefe?, ¿no te vas de vacaciones?
Alto y delgado, Cefe había sido director de esa sucursal bancaria desde poco después de que Valli llegara de Francia, hacía casi tres décadas. Ella, que había enseñado a leer y a escribir a su padre durante la República, siempre había insistido a ese amable vecino masovero que, si algún día tenía hijos, les debía poner a estudiar y no a trabajar en el campo. Por lo visto, el buen hombre siguió el consejo y Cefe pudo labrarse un futuro mejor. El banquero siempre había estado agradecido a Valli por cuanto había hecho por su familia, pero aparte, ya de manera natural, los dos compartían una buena amistad.
—Todavía me queda un poco —respondió Cefe, luciendo una corbata morada sobre camisa azul. El director siempre había querido guardar las formas, aunque con un toque de modernidad, sin parecer el típico contable de camisa blanca y corbata negra. Valli siempre había pensado que eso era un signo de personalidad.
—Nos iremos una semana a la playa a Alicante ahora a finales de mes —respondió Cefe, cerrando unas carpetas que tenía enfrente. Después de una pausa, le preguntó—: ¿La pensión, como cada mes, Valli?
La anciana asintió y miró las paredes del despacho, funcional pero cálido y agradable, con unos ramitos de tomillo que a buen seguro cogería él mismo de la montaña, buen excursionista como era. También tenía fotos antiguas de Morella y de sus padres, posando con el típico blusón negro de masoveros, la faja, los pantalones bombachos y una boina con pico en el centro.
Valli sonrió.
—Ay, la playa, con lo que le habría gustado a tu padre ir a la playa —le dijo, cariñosamente.
Cefe levantó la vista rápidamente y sonrió a Valli dejando por un momento la búsqueda de su cuenta en el ordenador.
Valli continuó:
—Pero con lo bien que se está aquí ahora, tan fresquitos, ¿para qué ir al sofoco de las playas, plagadas de extranjeros?
Cefe se rio.
—¡Porque te tumbas y no tienes que hacer nada! —dijo.
Valli se encogió de hombros.
—Pues a mí me encanta Morella en julio; fíjate que el otro día me fui hasta Torre Miró a dar un paseo, de esos largos, tan largo como me dejó la tarde. Ahora, con tanta luz, anduve y anduve hasta llegar a Herbeset y allí me tuvo que venir a buscar el hijo de mi vecina, fíjate.
—¡Herbeset! —exclamó Cefe, mirándola con sorpresa—. Caramba, Valli, estás en plena forma, pero ¿ibas sola?
—Sí —respondió Valli, como si nada.
Cefe negó con la cabeza.
—Pues eso está muy mal, llámame la próxima vez y yo te acompañaré; no es bueno ir sola por esos caminos.
Valli levantó una ceja.
—¿Crees que tú conoces estos caminos mejor que yo?
Cefe la miró con complicidad. Ella nunca le había explicado con demasiado detalle su vida en el maquis, pero en el pueblo era público y notorio que Valli había estado por esos lares escondida con la guerrilla durante casi una década.
De pronto, la anciana recordó una cosa que le hizo dar un pequeño salto en el sillón.
—¡Ah! —exclamó, haciendo que Cefe la mirara mientras recogía un papel de la impresora—. Pues andando, andando entre Herbeset y Torre Miró, de repente pasé por un camino que hacía mucho que no cogía, años quizá, y me encontré con el antiguo maset del Messeguer, ¿te acuerdas?
Cefe bajó la mirada y volvió a su impresora.
—Sí —respondió, sin apenas mirarla.
Valli continuó:
—Pues no sé por qué lo llamaríamos maset, porque siempre había sido una casa muy grande, aunque yo solo la recuerdo medio en ruinas. Creo que una familia de masoveros ocupaba solo una parte.
Valli hizo una pausa mientras Cefe, algo distraído, colocaba en un sobre el dinero de la pensión y el recibo. Valli, en cambio, se inclinó hacia delante, ladeando la cabeza.
—Pues qué sorpresa me llevé —continuó la anciana— cuando vi que aquel maset se ha convertido ahora en una gran mansión. Está todo remodelado, qué barbaridad, qué alto que se veía, con unas ventanas y balcones de madera preciosa, toda barnizada, ¡y había hasta un hipódromo! —exclamó Valli.
Cefe permanecía callado, observando a la anciana con interés. Valli continuó:
—Pues no sé yo quién del pueblo puede permitirse una cosa así, no quiero ni pensar lo que debe de valer esa remodelación. —Hizo una pausa—. Seguro que el propietario no es del pueblo… —Ante el silencio de Cefe, que tenía la mirada fija en el sobre, Valli vio que no tenía más remedio que insistir—. Oye, Cefe —dijo, mirando hacia las fotos de la pared, como quien no quiere la cosa—, ¿no sabrás tú de quién es, verdad?
Cefe la miró fijamente y dejó pasar unos segundos. Después de tragar saliva, se limitó a decir:
—Del alcalde.
Valli alzó las cejas y se echó hacia atrás, volviéndose hacia delante unos segundos después.
—¿Del alcalde Vicent Fernández? ¿Del nuestro?
—Así es —respondió Cefe, cruzando las manos encima de la mesa, jugueteando con los dedos, pero mirando tranquilamente a Valli.
—No puede ser —dijo la anciana, rotunda—. El sueldo de alcalde no da para tanto, la fonda nunca ha sido un gran negocio y su familia no le pudo dejar nada, porque su padre era un guardia civil de medio pelo. Y la familia de Amparo, que yo sepa, perdió todo lo que tenía al cerrar la fábrica de chocolates.
Cefe no dijo nada, aunque Valli le miró como si esperara más.
—Ya sabes que no puedo hablar de clientes —explicó.
Valli, otra vez en el extremo de la silla, insistió:
—Pero si esa fonda está siempre vacía, sobre todo después de que Moreno abriera su hotelito.
Cefe por fin se echó hacia atrás, cruzando las piernas y reclinando la espalda en su sillón.
—Parece que tienen planes para la fonda —dijo—. Seguro que no es ningún secreto, porque se trata de una ayuda pública, pero la van a reconvertir en casa rural.
Valli frunció el ceño.
—¿En casa rural? ¿Por qué?
—Ya sabes que existen unas ayudas públicas para reconvertir una casa y así dinamizar el turismo rural —explicó—. Pues ellos han recibido una de esas ayudas, seguro que estará todo bien explicitado en el ayuntamiento.
Valli achicó los ojos por un momento e irguió la espalda.
—Pues allí me voy ahora mismo a aclarar esto, porque no sé yo hasta qué punto un alcalde puede pedir ayudas para el desarrollo local, ¡siendo él mismo el alcalde!
—Las ha pedido Manolo, el hijo —aclaró Cefe.
Valli puso cara de incredulidad.
—Ya me dirás…
La anciana cogió el sobre de la pensión y las bolsas de la compra. Se acercó hacia Cefe, que también se había levantado, dándole un fuerte abrazo y un beso en cada mejilla, como siempre.
—A cuidarse, Valli —le dijo el director—, y sobre todo llámame cuando quieras hacer una excursión larga, que te acompañaré.
Después de despedirse, Valli salió directa calle Segura Barreda abajo en dirección al ayuntamiento. Tan disparada iba con su bastón y cargada con sus compras que apenas le devolvió el saludo a Conxa, la de Casa Masoveret, que la saludó amablemente, como siempre que la veía. Minutos antes de las nueve, Valli entró en el ayuntamiento, que conocía bien, dejando sus bolsas dentro de las faldas de los gigantes que guardaban el patio de la entrada, para no tener que cargarlas escaleras arriba. Valli siempre había usado ese pequeño escondite.
Jadeante, la anciana llegó al primer piso, donde la puerta de las oficinas estaba medio abierta, y se detuvo un segundo antes de llamar para recuperar el aliento. Mientras respiraba hondo y se peinaba ligeramente con la mano, Valli escuchó una conversación en inglés que la sorprendió. Aguzando el oído, enseguida distinguió que se trataba de Eva, una de sus alumnas favoritas, a quien enseñó precisamente inglés nada más regresar a Morella, cuando ella apenas tenía diez años. Hija de los propietarios de un telar antiguo, la familia había sufrido la crisis del sector, ahora convertido en tradición artesanal y pasatiempo de ociosos después de haber sido el motor industrial de Morella durante casi un siglo. Valli sabía que su familia había hecho un gran esfuerzo para enviarla a la escuela, aunque llegó un momento en que no pudieron aguantar más y, a los quince años, la pusieron a trabajar en el taller, tejiendo una manta detrás de otra. Cuando el negocio se fue a pique a mediados de los ochenta, Eva tuvo que realizar un sinfín de trabajos manuales y domésticos hasta que, por fin, encontró ese buen empleo en el ayuntamiento. Recientemente, también había encontrado un buen mozo y hasta se habían comprado un piso nuevo y majo en el pueblo. Esa lucha a Valli le conquistaba el corazón, por lo que siempre se alegraba de verla.
Curiosa, Valli se preguntó con quién estaría hablando, a la vez que quería comprobar cuánto inglés del que ella le había enseñado de hecho recordaba.
—Nosotros no tenemos la culpa de lo que pase por el mundo, y mucho menos podemos depender de rumores infundados —decía Eva en voz alta y clara, y en un buen inglés—. Lo que no puede ser es que, de repente, porque suba la libra, a mí una noche de habitación en una pequeña fonda me salga a quinientos euros, ¿no lo entiende?
Valli alzó los ojos con interés y permaneció callada mientras el interlocutor de Eva debía de hablarle. Por fin la joven continuó:
—Mire, a mí no me hable de bancos americanos en peligro, que ya tengo yo bastante problema con las cuentas de mi pueblo…
La joven volvió a callar, simplemente intercalando algún yes, yes entre medias.
Por fin colgó, momento que Valli aprovechó para llamar a la puerta.
—¡Adelante! —respondió su antigua alumna.
Eva se sorprendió al ver a Valli y enseguida se levantó para saludarla cariñosamente, dándole un fuerte abrazo y dos besos. Se quitó las gafas y la miró con sus bonitos ojos verdes.
—¡Qué sorpresa tan agradable! —dijo—. ¿Cómo tú por aquí?
Valli le sonrió y la miró de arriba abajo, comprobando que, como siempre, vestía de manera sencilla y elegante, cómoda.
—Venía solo a mirar una cosilla —le dijo—, pero he oído voces en inglés y, ya me perdonarás —Valli bajó la voz—, pero la verdad es que sentí curiosidad por ver cómo andaba tu inglés.
Eva se rio.
—Pues buena falta me hace, sobre todo ahora —le dijo, poniéndose las gafas de nuevo—. Resulta que la libra ha subido muchísimo, porque hay rumores de que no sé qué banco americano está a punto de irse al traste, por lo que el dólar cae y la gente se está refugiando en la libra, poniéndola por las nubes.
Valli, que no sabía nada de finanzas internacionales, la miraba con atención pero entendiendo más bien poco.
—¿Y eso, a Morella, realmente le afecta?
Eva sonrió.
—Pues ya verás, resulta que sí, porque tenemos que reembolsar a Londres las habitaciones de los estudiantes ingleses que vinieron y, claro, ahora sale mucho más caro.
Valli recordó la cifra que había escuchado por teléfono.
—Pero ¿quinientos euros por habitación, en Morella? —preguntó sin acabar de entender—. La libra puede haber subido, pero no tanto.
Eva miró a un lado y a otro y cerró la puerta, volviendo hacia Valli.
—Bueno, ya, yo creo que a los guiris les cobraron un poco de más en la fonda —dijo en voz baja.
—¿Un poco de más? —gritó Valli, bajando la voz cuando Eva se puso un dedo en la boca para indicarle que fuera más discreta—. Además —continuó la anciana—, yo creía que esa estancia la habían pagado los ingleses y no el ayuntamiento, ya que ellos vinieron por su cuenta, ¿no?
Eva guardó silencio, pero Valli ladeó la cabeza en señal de que esperaba una respuesta. La joven volvió a mirar a un lado y a otro, comprobando que la pequeña sala donde trabajaba seguía vacía, y respondió:
—Ha habido órdenes de costear ese viaje como incentivo para estimular la venta de la escuela.
Valli dio un paso hacia atrás.
—No es posible —dijo en voz baja, con los ojos bien abiertos.
Eva no dijo más y se cubrió la boca con la mano, como si se empezara a arrepentir de sus palabras.
—¿Y el muy salvaje del alcalde cobra quinientos euros por una habitación en la fonda para que pague el ayuntamiento?
Eva permaneció en silencio, con la mirada clavada en el suelo.
Después de un tenso silencio, como nunca había experimentado con su exalumna, esta por fin dijo:
—Bueno, esa cifra está ahora hinchada por la libra.
—Es imposible que la libra haya subido tanto.
Eva no respondió.
—¡Será ladrón este alcalde! —dijo Valli en voz baja, más para sí misma que para Eva—. Supongo que pronto habrá una sesión que aclare por qué es necesario pagar esa visita y a cuánto subió la factura final, ¿no? —preguntó Valli, ahora en tono más bien inquisitivo.
Eva dio un paso atrás y, después de unos segundos, volvió hacia su mesa, ocupando su puesto habitual.
—Tengo mucho trabajo, Valli, perdona, pero debo continuar.
—Pero tú sabrás… —empezó a decir Valli.
Eva la cortó enseguida.
—Yo no sé nada —replicó, seca.
La joven miró fijamente a la pantalla de su ordenador, moviendo el ratón que ya tenía en la mano. Valli se quedó mirándola y entendió que tampoco podía poner a la joven en un aprieto. Suspiró y se dirigió hacia la puerta.
—En otro momento tenemos que acabar esta conversación —le dijo, mirando a su antigua alumna, ya con la mano en la puerta.
Esta se giró y miró a la anciana con los labios apretados y unos ojos suplicantes.
—Gracias, Valli —le dijo—. Me ha alegrado verte.
Sin decir más, la joven se giró de nuevo hacia el ordenador, mientras Valli abandonaba la sala sin cerrar la puerta, todavía sumida en su sorpresa. Aquello era un robo, se dijo mientras bajaba las escaleras, segura de que algún día, pronto, le podría preguntar al alcalde qué sentido tenía aquella visita y por qué había pagado precios tan desorbitados. Cuando ya le faltaban apenas unos escalones para alcanzar el patio de la planta baja, la anciana recordó la mansión de Vicent en Torre Miró. El corazón le empezó a latir con tanta fuerza que hasta ella misma se asustó. Ahora lo entendía todo: esos precios desorbitados cargados a la fonda y financiados por el contribuyente morellano servían para pagar semejante mansión. La anciana se asió al pomo de hierro al final de la escalera para sujetarse, pues las piernas le empezaban a temblar. Valli también recordó las obras municipales: la piscina nueva o la Alameda y su gran inauguración. Se preguntó si alguien habría visto esas cuentas al detalle y si habría sobrecargos parecidos al de la fonda.
Valli apretó los puños y se prometió que aquello se tendría que aclarar; ella misma ya se encargaría de realizar las preguntas pertinentes al consejo local. Segura de su plan, Valli se secó la frente con un pañuelo, recogió las bolsas y se dirigió a Ca Masoveret, donde se tomaría un poco de agua, que tanto necesitaba.
Andando lentamente, por fin llegó al establecimiento de su amiga, al que ya habían empezado a llegar algunos turistas que pedían jamón y vino para desayunar. Valli les miró con simpatía, pues había que ser amable con los forasteros, ya que el pueblo, casi sin industria, dependía de ellos.
Su amiga le sirvió un agua y un cortado solo con verle la cara, tanto se conocían después de casi treinta años. Conxa, hija de masoveros amigos de sus padres, también había sido maestra, aunque era mucho más joven. Las dos compartieron unos años magníficos cuando Valli regresó de Francia y, entre las dos, levantaron la escuela pública que el pueblo necesitaba cuando los escolapios se fueron de Morella. Por primera vez desde la República, la escuela organizaba asambleas donde los alumnos elegían a sus representantes después de un proceso electoral, con campaña y todo. Las dos maestras recuperaron antiguos festivales, como los juegos florales, y diseñaron proyectos inspiradores que el pueblo acogió con entusiasmo. Lamentablemente, la escuela no fue lo mismo después de que las dos se jubilaran, Valli por edad y Conxa por necesidad, pues la masía ya no daba dinero y la familia tuvo que abrir ese establecimiento. Con mucho trabajo y buen tino, el pequeño comercio había tenido un éxito considerable, pues servían buena comida y vendían productos típicos de buena calidad que a los turistas les encantaban.
Valli se tomó el agua casi de un trago y se sentó a tomar el café en una de las mesas altas de la entrada, casi en la calle, ya que en verano las puertas estaban completamente abiertas. La anciana se quedó de pie, pues nunca le había gustado sentarse en esas sillas tan altas y porque vio que su amiga estaba muy ocupada vendiendo paletillas de jamón a unos alemanes. También tenía ganas de llegar a casa.
En esas estaba cuando, a mitad del cortado, entró Manolo, el hijo del alcalde, dedicado plenamente a llevar la fonda. El chico, un mozo poco atlético, buen comedor, bebedor y fumador, no tenía por supuesto la culpa de ser hijo de quien era, se dijo la anciana. Es más, Valli, que también le había enseñado inglés —sin apenas resultados—, le guardaba aprecio porque siempre le vio mermado por la influencia de un padre autoritario. Aquel fue un buen niño que en el colegio siempre compartió bocadillos, pelotas y cuanto traía a clase, pero al que siempre le había faltado un poco de confianza. Siempre creía que iba a suspender, por lo que al final, la mayoría de las veces, suspendía. Valli siempre procuró ser justa con él y ofrecerle tanta atención como a los demás, intentando ignorar el pasado de las familias. Él se lo agradeció, sobre todo de mayor, y siempre había sido amable y respetuoso con ella. Siempre que la veía con alguna bolsa pesada, Manolo se ofrecía para llevársela a casa, algo que Valli solo aceptaba cuando era realmente necesario, cada vez más a menudo.
—Hombre, Manolito, ¿cómo estás? —le dijo Valli al verle entrar con cara de preocupación.
—Hola, Valli —le respondió Manolo con su natural sonrisa. Apenas se detuvo en la mesa de la anciana—. Pues voy con un poco deprisa, que mi hermana me ha enviado a por jamón, porque se nos ha acabado y acaban de llegar veinte para comer.
—¡Veinte! —exclamó Valli—. Pero eso es buena señal, ¿no? Será que el negocio marcha viento en popa.
Manolo lanzó una risa nerviosa.
—Bueno, se hace lo que se puede, maestra —respondió mirando al suelo y rascándose levemente la cabeza.
Desde luego, el muchacho, todavía soltero, nunca había manejado bien las relaciones sociales más que con sus amigotes de toda la vida, con quienes pasaba la mayoría de su tiempo libre. En el pueblo se rumoreaba que era gay, algo que Valli sospechaba desde que lo tuvo de pequeñito en clase, pues siempre se arrimaba a sus amigos más íntimos buscando el contacto físico, aunque por aquel entonces solo de una manera muy inocente. En el fondo, a Valli siempre le había dado pena pensar que, si aquella sospecha era cierta, el pobre chico todavía vivía enclaustrado en una realidad que nunca le haría feliz.
—Enhorabuena por la conversión a casa rural —le dijo Valli, interesada en las trifulcas de la fonda, pero también con la esperanza de que aquel muchacho por fin tuviera motivos para estar orgulloso de sí mismo.
Manolo puso cara de sorpresa.
—¿Qué casa rural? —respondió sin tapujos.
Valli apretó los labios.
—Me dicen que tenéis planes de convertir la fonda en una casa rural, realizando algunas inversiones importantes.
Manolo levantó las cejas y puso cara de incredulidad.
—Pues es lo primero que oigo —le respondió, como si aquello fueran simples habladurías de pueblo.
—Qué extraño —contestó Valli sin entender nada de lo que le estaba pasando esa mañana—. Seguro que tu padre no habrá tenido tiempo de explicártelo, tan ocupado como anda —dijo, a pesar de recordar perfectamente que la ayuda venía a nombre de Manolo, según le había dicho Cefe.
El chico le dedicó una sonrisa y, apoyando las manos sobre la pequeña mesa que Valli ocupaba, le dijo:
—Pues no lo creo, porque ahora veo a mi padre todos los días. Como no tienen agua caliente, se vienen a duchar a la fonda a diario.
Valli dejó la tacita de café que se iba a llevar a la boca de nuevo sobre el plato.
—¿Cómo que no tienen agua caliente? —preguntó, cada vez más extrañada.
Manolo se ajustó el cuello de la camisa y respondió, todavía con toda la naturalidad del mundo:
—Con la casa tan bonita en la que viven, resulta que se tienen que venir a duchar a la fonda. ¡Si es que uno nunca lo puede tener todo!
El chico suspiró y se disculpó por las prisas, alegando que Isabel esperaba el jamón cuanto antes. Valli se despidió amablemente y le vio partir, con el jamón bajo el brazo, corriendo calle arriba hacia la fonda.
La anciana respiró hondo y, por primera vez en muchos años, se sentó en la silla alta, lo que le costó un buen esfuerzo. Necesitaba descansar y, sobre todo, procesar aquella serie de acontecimientos. Todo le resultaba muy sospechoso y ya había empezado a pensar lo peor. No solo el alcalde estaba usando el dinero de los morellanos para pagarse a sí mismo unos precios infladísimos en la fonda, sino que también sospechaba de una ayuda pública recibida por la misma fonda, a nombre de Manolo, su gerente, pero quien no sabía nada del asunto. Y como telón de fondo, el alcalde vivía en una mansión que nadie parecía conocer, que extrañamente no tenía agua caliente y que Valli se preguntaba cómo pagaba. Igual había una explicación sencilla detrás de todo aquello: Vicent podría haber ganado una quiniela o su mujer tener un dinero familiar escondido en alguna parte. Pero, como mínimo, aquellos hechos precisaban una pequeña investigación.
Decidida, después de haber recobrado el aliento, Valli subió de nuevo por la calle de los porches hacia su casa, ahora ya sorteando los grupos de turistas que abarrotaban calles y tiendas, comprando jerséis, mantas, quesos y cecina en cantidades industriales.
Valli anduvo todo lo deprisa que pudo hasta llegar a la plaza Colón, donde tuvo que parar a reposar unos instantes. Ya con más calma, la anciana subió hacia el Pla d’Estudi, ahora bañado por un sol radiante, más bien sofocante, del que Valli se quería proteger.
Nada más entrar en el portal, la anciana vio un sobre grande azul, muy grueso, justo encima de los tres buzones. Ni Valli ni sus vecinas, todas mujeres, recibían apenas correo, más que cartas del banco o facturas. Aquel sobre, sin embargo, era diferente y, curiosa, lo cogió. Ante su sorpresa, vio que era para ella. En el reverso, en una pegatina dorada con letras elegantes e inclinadas aparecía el nombre y la dirección de Samantha Crane: plaza de Santa Ana 4, 28012 Madrid.
Ilusionada, olvidándose de cuanto había acontecido aquella mañana, Valli subió hasta su piso, sintiendo nada más entrar la agradable brisa veraniega. Ella, que apenas tenía nada de valor en casa, siempre dejaba todas las ventanas abiertas para que corriera el aire. Respirando aceleradamente, la anciana dejó la compra en la cocina y corrió a sentarse en su sillón junto a la ventana. Hacía muchos años que no recibía una carta así.
Madrid, 2 de julio de 2007
Muy querida amiga Valli:
Espero que te encuentres tan bien como cuando te conocí tan solo hace unas semanas en Madrid. El tiempo que me dedicaste en La Venencia —adonde ahora acudo casi todos los fines de semana— fue maravilloso, uno de los intercambios más especiales de mi vida. Me sentí una privilegiada solo por poder conocerte y escuchar tus recuerdos e impresiones, no solo sobre mi abuela y Victoria, sino también sobre la historia de este increíble país, que a mí ya me ha robado el corazón.
He visto en Internet imágenes de Morella que me recordaron una vez más la foto que mi abuela y Victoria tenían en Connecticut. ¡Qué maravilla! Desde que te conocí y después de contemplar esas fotografías, no he dejado de soñar en tu proyecto y de pensar de qué manera te podría ayudar. Pocas veces me he sentido tan ilusionada como ahora.
Pues bien, querida amiga, tengo buenas noticias: hablé con la directora de Vassar College, mi universidad americana, y me aseguró que no habría ningún problema en becar a diez estudiantes americanas para que fueran a Morella todos los años para estudiar español. Tuve suerte, porque, según me dijo, llevaban algún tiempo buscando un proyecto de este estilo.
¡Ya tenemos diez alumnas!
También hablé con mi madre, quien ya sabes que sale de un mal periodo después de divorciarse, y me dijo que uno de los Picassos de su casa de Manhattan es para mí. Pues bien, yo quiero que ese cuadro ayude a financiar tu proyecto y ya me he puesto en contacto con la casa de subastas Sotheby’s de Londres para que venga a tasarlo. Creo que una vez ya vino un experto y lo valoró en un millón de dólares. Ya sé que eso todavía no es suficiente para salvar tu escuela, pero, lamentablemente, mi madre se opone a donar más obras. Al menos, esto es un buen inicio.
He meditado mucho esta decisión y solo te diré que nunca he estado tan segura de algo. Tan solo me gustaría estar siempre comprometida e involucrada en el proyecto, que creo que puede cambiar la vida de las norteamericanas que vengan a España, tanto como este año fuera de mi país parece estar ayudándome a mí. De repente, me siento una mujer nueva, fuerte, capaz de luchar por mis sueños y conseguirlos. Y este proyecto, desde luego, es uno de ellos.
Una cosa más. Tuve la oportunidad de ir a Yale hace dos semanas para la boda de una amiga que estudió en esa universidad. Aproveché para consultar el archivo de Victoria Kent que mi abuela les donó y descubrí un libreto de La Barraca dedicado por el mismo Lorca a sus grandes amigas Louise y Victoria, «cuyo amor es más verdadero que las leyes que lo aprisionan».
¿Te imaginas lo que puede valer ahora? Es una pena que semejante obra esté en un cajón de una universidad americana cuando hay tantos países todavía donde una dedicatoria así podría sentar un gran ejemplo. He iniciado contactos formales con Yale, pues si la obra está tan claramente dedicada a mi abuela y a Victoria, no debería ser difícil recobrar su propiedad. Te mantendré informada.
También intentaré que mi madre venga a España a visitarme, primero porque el estar lejos me ha hecho valorarla y entenderla más, y porque un viaje y pasar algo de tiempo conmigo le puede ayudar a sentirse mejor después de lo de mi padre. Esto, sin duda, sería muy positivo, ya que me acercaría a mi madre, a quien añoro más de lo que me pensaba y, además, también la podríamos involucrar en el proyecto.
Yo te iré informando de todo.
¿Tienes planeado regresar a Madrid? Me muero de las ganas de volver a compartir contigo una botella de manzanilla, pues esa noche fue sin duda uno de los momentos más felices —y hasta importantes— de mi vida. Aunque quede cursi decirlo, por primera vez me siento al timón de mi propio barco.
Muchas gracias por ser un ejemplo tan valioso.
Con mucho cariño y toda mi admiración,
hasta muy pronto,
SAM CRANE
Valli suspiró y se llevó al pecho las tres cuartillas manuscritas con una letra delgada, alta, clara y preciosa. Ya no había vuelta atrás. Aunque le quedaban pocas fuerzas, debía continuar su lucha por la escuela; no por ella, sino por los demás.
Recostada en su sillón, Valli subió un poco la persiana para divisar la larga muralla de piedra y el campo seco que se extendía a continuación. Por esas tierras había jugado, había luchado, había visto matar. Esa lucha por la justicia y la libertad habían sido el motor de su vida, no se iba a rendir ahora al final. Con la carta todavía apretada contra su pecho, Valli cerró los ojos y se volvió a sentir joven por primera vez en muchos años. Debía sacar ese proyecto adelante, costara lo que costara, solo por obligación moral.