16

Dos días más tarde, Vicent llegó a su casa después de dar un paseo con Lo Petit por el puerto de Torre Miró. En las largas tardes de verano, al alcalde le encantaba llegar hasta el encantador pueblo de Herbeset, también sobre una montaña, como Morella, siguiendo caminos de piedra, atravesando robledales, dejando atrás peñas y muelas, y parando a descansar en alguna de las cabañas de piedra que todavía usaban los pastores. Vicent conocía bien esos caminos, pues su padre, que se pasó media vida cazando maquis por esos lares, le enseñaba escondrijos que él luego usaría en su juventud cuando le llegó la edad de hacer gamberradas. Recordó cómo se escondía en esas antiguas construcciones de piedra para fumar y beber con un compañero de colegio, al que de hecho ya no había visto después de que su familia se mudara a Valencia. Vicent nunca había sido hombre de muchos amigos, y mucho menos después de que su padre muriera cuando él tenía quince años y se tuviera que hacer cargo de la fonda. La época de los juegos prohibidos y de fumar y beber por esos rincones inhóspitos del Maestrazgo apenas le había durado uno o dos años.

El alcalde recorría ahora esas tierras con orgullo, pensando que, de hecho, era mejor disfrutar de la vida de mayor que de joven, ya que uno es más consciente y también tiene algo de dinero. Después de dejar las masías de Giner y de Darsa atrás, Vicent llegó hasta el monte de Pereroles, uno de sus favoritos, pues a la sombra de sus altos pinos había jugado de pequeño. En un claro, el alcalde se detuvo ante la antigua casa de piedra donde una vez pernoctó con su padre y otros guardias civiles, sin comida ni bebida ni un fuego para darles calor. Aquella noche helada le quedaba ahora muy lejos, pues la casona había sido reconvertida en un confortable refugio de montaña perfectamente equipado, según pudo ver por las ventanas.

Vicent, cabeza en alto, condujo a Lo Petit, ahora ya muy cansado, de vuelta a casa, deteniéndose en la Boca Roja. Las hermosas vistas desde aquel alto, desde el que se podían divisar varias muelas, unas seguidas de otras, siempre le habían ayudado a serenarse en tiempos difíciles o cuando las preocupaciones le acuciaban, como ahora.

Poco a poco, suspirando, hombre y caballo bajaron por el camino que conducía a la masía, dirigiéndose directamente a los establos, donde Vicent dio de comer a su caballo, visiblemente agotado. Quitándose el sombrero de montar, el alcalde acarició a Lo Petit suavemente en la crin pensando que el pobre cada vez resistía menos los paseos. Vicent miró hacia los otros cuatro caballos que tenía en el establo, purasangres que casi nunca utilizaba, pues solo Lo Petit le inspiraba confianza. Los otros, altivos, eran más caprichosos, no parecían hechos para esos pedregales del Maestrazgo y, además, solo obedecían a los cuidadores. En cambio, Lo Petit se conocía tan bien la zona que ya casi formaba parte del paisaje.

Caía el sol cuando el alcalde entró a su casa por la puerta de atrás —de hecho, su preferida, por ser más pequeña e íntima que la principal—. Allí también tenía un pequeño cuarto para dejar las botas de montar y ponerse las zapatillas que Amparo siempre le tenía preparadas. Sin entrar a la cocina a saludar a su esposa, Vicent le hizo saber con un grito corto y seco que había llegado y que se iba a duchar antes de la cena.

En su habitación amplia y enmoquetada —algo que realmente no soportaba en pleno julio por el calor que desprendía— el alcalde entró en su baño de mármol blanco italiano, ahora inundado por la luz crepuscular que se colaba a través de unos grandes ventanales. Con su albornoz blanco de algodón peinado, Vicent esperó a que saliera el agua caliente. Al cabo de un buen rato, apagó el grifo y lo volvió a intentar sin resultado. Irritado, salió hacia la escalera principal y gritó a su mujer:

—¡Amparo! ¿Estás con la lavadora o el lavavajillas?

—¡No! —respondió su mujer inmediatamente.

—¡No hay agua caliente! —volvió a gritar desde lo alto de las escaleras, apoyado en la antigua barandilla de madera que habían conservado al rehacer la casa.

—¡Hace días que no tenemos agua caliente! —respondió su mujer.

—¡Me cago en la hostia! —dijo Vicent, más para sí mismo que para Amparo.

El alcalde nunca se había duchado a diario, pues aprendió de sus padres que aquello era un lujo innecesario. Las duchas eran más bien para relajarse o para liberarse del calor sofocante. Pero cuando volvía de sus paseos a caballo, a Vicent le gustaba ponerse bajo un chorro fuerte y continuo de agua caliente, como si quisiera dar un final de lujo a los paseos ecuestres que tanto disfrutaba.

Después de lavarse en el baño como pudo con agua fría, Vicent se vistió rápido poniéndose una camisa de marca recién planchada que su mujer había dejado sobre la cama. Allí estaba también su ropa interior, plegada y perfumada, así como los pantalones de pinzas para las ocasiones importantes pero informales, como esa noche. El alcalde se afeitó y por fin bajó las escaleras, oliendo el pan que su mujer estaba cociendo en el horno.

—¿Se puede saber qué has hecho con el agua caliente? —preguntó a Amparo entrando en la cocina.

Amparo no se giró para saludarle.

—Yo no he hecho nada —le dijo—. Más bien creía que tú habías llamado a la eléctrica para solucionar el tema, que ya llevamos muchos meses así y se me está empezando a acabar la paciencia.

Su mujer, hoy con una falda negra hasta las rodillas y una blusa rosa estilo años cincuenta, por fin se giró hacia su marido. Llevaba el pelo recogido y mostraba unas ojeras más pronunciadas de lo normal. Vicent pensó que su esposa había envejecido varios años en tan solo unos meses.

Apoyando los brazos en la mesa de la cocina, Amparo le clavó la mirada con sus ojos negros.

—Es muy difícil para mí montar estas cenas sin agua caliente —le dijo con determinación, pero con la suavidad de siempre—. Llevo desde primera hora de la mañana hirviendo el agua en cazuelas para poder cocinar la dichosa langosta y el suquet de peix que me pediste. Así es imposible, Vicent; si no solucionas el tema de la luz y el agua, tendremos que comer en la fonda a diario, porque yo así no puedo seguir.

La mujer miró al suelo sin moverse, mientras Vicent la contemplaba sorprendido; esa era la primera amenaza que le lanzaba en más de cuarenta años de matrimonio. El alcalde se quedó quieto y cerró los ojos, apretando los puños detrás de la espalda para que Amparo no le viera. La dichosa transferencia de doscientos cincuenta mil euros que el presidente Roig le había prometido todavía no había llegado y él no osaba interrumpirle las vacaciones para apremiarle. Con su sueldo apenas podía pagar la hipoteca, la comida y algunos gastos básicos de su casa y de la fonda, y Manolo e Isabel, plenamente dedicados al negocio familiar, no cobraban desde junio. Al menos les podía decir que les mantenía, pues el chico vivía en la fonda e Isabel se había instalado en la masía desde que perdió el trabajo. Pero la situación, en realidad, no era buena. Ese año, a diferencia de los demás veranos, el alcalde y su mujer no se irían a pasar una semana a la playa de Benicarló, donde se alojaban todos los años en un buen hotel. Con la excusa de la venta de la escuela, Vicent había dicho a todo el mundo que no tenía tiempo de irse de veraneo, aunque la realidad era muy distinta: la cuenta estaba en números rojos desde hacía meses. Vicent, sin embargo, creía que todo se iba a solucionar en cuanto recibiera el dinero de la conversión de la fonda en casa rural —que dedicaría íntegramente a saldar deudas—. Además, la venta del colegio se podría cerrar muy pronto, con lo que también podría tomar prestada alguna parte de esa cantidad y devolverla después del verano, cuando la fonda generaba la mayor parte de sus ingresos. Eva, su empleada, a buen seguro le guardaría el secreto, pues no podía poner en riesgo su trabajo. Además, solo se trataría de un préstamo por cuestiones de liquidez, que no de solvencia.

Todo saldría bien, solo era cuestión de paciencia y de apresurar la venta de la escuela al inglés, se dijo Vicent a sí mismo.

El alcalde por fin avanzó hacia su esposa, que permanecía cabizbaja, esperando todavía una respuesta. Cuando llegó junto a ella, le puso una mano en el hombro y le dijo lo que se repetía a sí mismo todas las noches:

—No te preocupes, Amparo, que esto se solucionará muy pronto. —Vicent hizo una breve pausa—. Estoy pendiente de un par de cosas, pero seguro que todo se resuelve antes de agosto, así igual podemos coger algunos días para ir a la playa. Pero antes tengo que vender la escuela. ¿Qué te parece, eh? —le dijo, como si estuviera hablando con una niña pequeña.

La mujer asintió.

—¿Todavía podemos ir a la playa? —preguntó, mostrando indicios de vida en sus ojos.

—Pues claro que sí —dijo Vicent con una sonrisa forzada. El alcalde se dirigió hacia la nevera para coger una cerveza, que inmediatamente abrió y degustó, bebiendo directamente de la botella—. Y si vendemos la escuela al guiri antes de que se vuelva a Londres —continuó—, incluso podremos ir a un hotel mejor para celebrarlo, ¿qué me dices?

Amparo asintió y se volvió hacia el fregadero, donde había dejado unas patatas a medio pelar.

—Yo ya no sé qué pensar, Vicent.

El alcalde volvió a acercarse a su mujer, que seguía con la mirada fija en las patatas, y le volvió a poner la mano en el hombro.

—Lo que has de hacer es guisar uno de esos platos tuyos tan exquisitos y así nos metemos al inglés en el bote; ya verás cómo esta noche igual lo cerramos todo.

El alcalde iba a continuar hablando, pero le interrumpió el ruido de un sonoro portazo. Vicent miró el reloj de la cocina y vio que tan solo faltaban veinte minutos para las ocho.

—¿Por qué llega tan tarde esta mujer? —preguntó a su esposa, quien no contestó.

Al cabo de unos instantes, Isabel entró en la cocina dando un beso a su madre, saludando a su padre con un gesto seco y dejando encima de la mesa una bolsa con cuatro botellas que Vicent se apresuró a inspeccionar.

—¡Maldita sea! ¿Se puede saber por qué eres tan tonta? —dijo a su hija, frunciendo el ceño y mirándola a la cara—. ¿No te dije que quería champán y no cava?

—Es más barato —se limitó a decir Isabel.

—¿Y a ti quién te ha dicho que puedes tomar decisiones, eh? —le espetó—. No es tu problema, por eso te he dado mi tarjeta, para que pagues con ella, ¿o es que tampoco entiendes eso? No me extraña que te echaran del trabajo.

—La tarjeta que me has dado me la han devuelto por falta de fondos —le respondió su hija con una mirada helada.

Vicent nunca se había llevado bien con ninguno de sus dos hijos. Era una desgracia que ninguno de los dos hubiera nacido con algún talento especial, se decía. ¿Por qué le habían tocado dos parásitos a los que ahora, a pesar de tener más de cuarenta años, también tenía que mantener?

—Se habrán equivocado, los muy imbéciles —le contestó—. ¿No protestaste?

—La tarjeta no funcionaba, no había fondos, está muy claro —respondió Isabel, rápida—, así que he tenido que comprar el cava con lo que me queda de la poca indemnización que me dieron. Me debes treinta euros —le dijo.

Vicent la miró de arriba abajo con visible cara de desaprobación.

—¿Que yo te debo qué? —le preguntó, amenazante, con el cuerpo inclinado hacia delante, y la voz alta y seca.

—Treinta euros —repitió Isabel desafiante, mientras se deshacía la pequeña coleta que le recogía el pelo, dejándolo que cayera suavemente sobre sus hombros.

Vicent se le acercó a tan solo dos pasos, con el dedo índice señalándole la cara.

—Y tú a mí ¿qué me debes? —le preguntó en voz alta—. Te llevo manteniendo dos meses, como a tu hermano, porque los dos sois incapaces de manteneros por vosotros mismos, pues sois unos inútiles.

—Estamos trabajando en la fonda, tenemos derecho a un sueldo, que por cierto no llega —se defendió Isabel, con la voz más alta que de costumbre, algo a lo que Vicent no estaba acostumbrado.

Durante más de cuarenta años, en esa familia nadie le había levantado la voz ni lo más mínimo, ni le había discutido ninguna orden. Y así iba a seguir, se dijo a sí mismo. No podía tolerar que sus propios hijos, y hasta su mujer, amenazaran su autoridad.

El alcalde repasó a su hija, recorriendo su cuerpo con una mirada cargada de odio. Contempló, levantando una ceja con aires de superioridad, las piernas cortas y amplias que descubría el vestido ligero y antiguo, de un marrón horrible, que llevaba. Los brazos, siempre grandes, ridiculizaban la pulsera que llevaba, pues claramente estaba diseñada para una mujer más estilizada. Los labios gruesos y la nariz chata la hacían francamente muy poco atractiva. Los ojos eran pequeños, de un color verde extraño, que parecían rechazar todo y a todos.

—Tú no tienes derecho a nada —le dijo—. Cuando tengas tu propia casa, si trabajas en la fonda, ya te pagaré, pero mientras vivas bajo mi techo, harás lo yo te diga.

Isabel dio unos pasos hacia su madre y, como ella, apoyó los brazos en la mesa de la cocina, desafiándole. Amparo seguía la escena callada, sin meterse, como Vicent siempre le había ordenado.

—¿Cómo que no tengo derecho a nada? ¿Te crees que no tengo derecho a un sueldo por trabajar? —respondió Isabel con los ojos llenos de ira.

—Soy tu padre y mando yo.

—¿Te crees que por ser mi padre tienes autoridad sobre mí?

—Sí —respondió Vicent sin vacilar, pensando cómo le habría atizado su padre un buen bofetón si él se hubiera plantado de esa manera.

—¡Pues ser padre no te da ningún derecho a maltratarme! —le dijo su hija.

Vicent se rio un poco y, luego, al contemplar el silencio de las dos mujeres, echó una carcajada.

—Pero ¿de qué maltratos hablas, si apenas te he puesto una mano encima? —dijo, tomando un sorbo de la cerveza que no se había acabado.

Isabel apretó los labios con fuerza y salió en dirección a su cuarto.

—Gracias por el apoyo que me has dado cuando me he quedado en el paro. Gracias —le dijo sarcástica poniendo un pie en las escaleras que conducían al piso de arriba.

Vicent se giró hacia ella.

—De nada —le respondió—. Pero si quieres sentirte útil y que te agradezca algo, lo que tienes que hacer es arreglarte para recibir al inglés, que está al llegar. Luego, apresúrate a poner la mesa de gala en el comedor, que se trata de una cena importante para cerrar la venta de la escuela.

—Ya estoy arreglada —respondió Isabel, seca. Madre e hija intercambiaron miradas de complicidad.

Vicent se rio.

—¿Con ese vestido barato que no tapa nada tus brazos de salchicha? —le dijo con una sonrisa maliciosa—. Pero, mujer, ¡vete a taparte un poco más, que me avergüenzas, estás fachosa!

Isabel bajó el único peldaño de la escalera que había subido y dirigió a su padre una mirada abominable. A Vicent nunca le había importado mucho lo que su hija pensara de él, pero aquella mirada iba cargada de fuego y él ya tenía otras batallas que lidiar esa noche, no podía tener otro frente.

Sin decir más, Isabel subió escaleras arriba dando un portazo tras de sí.

Charles llegó con típica puntualidad británica a las ocho en punto, vestido con pantalones de pana, camisa veraniega a cuadros y una corbata fina. El inglés entregó un ramo de flores a Amparo y otro a Isabel, asegurando que las había recogido él mismo durante una excursión al Toll Blau, en el nacimiento del río de Les Corces, que Isabel le había recomendado.

Vicent miró a su hija con aire amenazador, esperando que no le fastidiara la noche ni irrumpiera en sus negocios. La muy tozuda no se había cambiado, algo que le enrabietó, puesto que tanto él como Amparo se habían arreglado para la ocasión, y hasta el inglés se había presentado medio decente. Realmente, el aspecto de su hija le avergonzaba, sobre todo en una noche en la que el ambiente tenía que ser propicio para cerrar un acuerdo con Charles. Él había hecho un esfuerzo y Amparo se había pasado el día en la cocina para que ahora amaneciera la niña de cualquier manera. Esta se la pagaría, se dijo a sí mismo.

Charles se había enfrascado ya en una conversación con Isabel que Vicent no podía escuchar, ya que Amparo le estaba preguntando en qué orden debía servir la cena. Al cabo de unos instantes, los cuatro se dirigieron hacia el salón y se sentaron junto a la chimenea, que en verano estaba decorada con flores rojas y amarillas. Amparo sirvió una copa de jerez para cada uno y Vicent se dispuso a hablar, ajustándose la corbata.

Por no interrumpir, el alcalde esperó a que se hiciera una pausa natural para empezar, pero ante su sorpresa, ese momento no llegaba, pues Charles e Isabel seguían con su conversación, ahora sobre la excursión al Toll Blau. El inglés le explicaba con todo lujo de detalles la caminata de tres horas de ida y otras tantas de vuelta que se había marcado tomando un sinfín de fotos que ahora enseñaba a Isabel en su teléfono, excluyendo a Vicent y a Amparo de la conversación. La escena se prolongó unos minutos, en los que el matrimonio contempló, sorprendido, cómo Isabel reía y mostraba una amabilidad que ellos nunca habían visto en casa. Vicent miró fijamente a su hija, acariciándose las puntas de su pelo negro, largo y suelto, mientras contemplaba las fotos, con su hombro arrimado al de Charles. El alcalde nunca había visto a Isabel tan cerca de un hombre, aunque tampoco la creía capaz de atraer a nadie. Se alarmó al pensar que Isabel podría abusar de la confianza e ir desesperadamente a por un guiri, una vez aceptado su fracaso con los españoles. Había llegado el momento de interrumpir, pues un interés excesivo por parte de Isabel, quien ya le había regalado ese cuadro estúpido al inglés, podía llevar el plan de la escuela al traste. Por nada del mundo podía permitir que aquella avanzadilla de su hija provocara que Charles saliera corriendo de Morella.

—Bueno, Charles, dejémonos de historias y vayamos a por la cena, que hay temas importantes de los que hablar; tengo algunas noticias —dijo por fin Vicent, dejando su copa de jerez sobre la mesilla y levantándose.

Los demás le imitaron.

—Amparo e Isabel —dijo—, por favor, pasad antes que nosotros a la mesa, que mientras preparáis todo, Charles y yo discutiremos cosas de hombres.

Las dos mujeres obedecieron, aunque ellas apenas habían dado un par de sorbos a sus copas.

—¿Cosas de hombres? —preguntó Charles con sorpresa—. Me sorprende que su hija Isabel no saque su vena feminista ante esos comentarios —dijo, con una sonrisa que Vicent le devolvió de manera forzada. El alcalde esperó a que las dos mujeres les dejaran solos.

—No le hagas mucho caso a mi hija, Charles, y perdona si no se comporta adecuadamente contigo —le dijo, bajando la voz—. Ya sabes que se ha quedado sin trabajo y eso le ha afectado mucho, lo está pasando muy mal —dijo el alcalde simulando pena.

—Pues a mí me parece una mujer estupenda, muy alegre y, sobre todo, con un gran talento —respondió Charles, sin miramientos.

Vicent se quedó mirándolo, como si no acabara de entender.

—Es usted demasiado amable con ella —le dijo.

—Yo creo que ella se merece toda la amabilidad del mundo.

Vicent ladeó la cabeza y volvió a dirigir una mirada interrogadora al inglés. No sabía si hablaba así por educación o si realmente aquel personaje misterioso tenía de verdad algún interés en su hija, algo que le costaba mucho entender, a menos que las mujeres inglesas fueran horripilantes de verdad y el hombre estuviera desesperado, o fuera gay. Todo era posible, concluyó, soltando un leve suspiro.

Volviéndose hacia su copa y también cogiendo la de Charles, Vicent sirvió más jerez, que ya sabía que al inglés le encantaba.

—Bueno, nosotros a lo nuestro —dijo, colocando la mano en el brazo de Charles, en confidencia—. Desde que hablamos de la escuela hace casi una semana ha habido cambios.

—Tan solo fue hace unos días —dijo el inglés, sorprendido—. ¿Qué ha pasado?

Vicent desvió la mirada hacia la chimenea, evitando los ojos claros e inteligentes del inglés. Los suyos eran negros y poco transparentes, algo que en ese momento le venía francamente bien porque, aunque nunca le había gustado mentir, ahora era necesario.

—Ha habido otras muestras de interés y algunos han ofrecido el precio que pedimos, incluso más —le dijo, todavía mirando a la chimenea.

Charles se inclinó ligeramente hacia atrás y tomó un sorbo de jerez.

—Caramba, ¿en pleno julio?

—Aquí, el que no corre, vuela —respondió Vicent, ahora sí mirándole a la cara—. Es un activo con mucho potencial y a los inversores eso no se les escapa.

—Ya veo, ya veo… —dijo el inglés, más para sí mismo.

Isabel irrumpió en la conversación justo cuando Vicent iba a hablar, lo que le hizo enrojecer de la rabia.

—La cena está servida —dijo a los dos hombres, con una sonrisa falsa.

Vicent levantó las cejas y se dirigió hacia su hija.

—No nos interrumpas, Isabel.

El alcalde se volvió hacia Charles y continuó, dejando a Isabel con la palabra en la boca, todavía mirando a los dos hombres.

—Como te decía, hay otras personas… —empezó a decir Vicent, pero el profesor, mirando a Isabel, le impidió que continuara.

—No nos interrumpes para nada, Isabel, por favor, es un placer —dijo Charles a Isabel, sin dejar de mirarla—. Además, hoy tienes muy buen aspecto; no como yo, que solo me pongo rojo con el sol, pero nunca moreno como vosotros.

Vicent alzó las cejas sin poder creer lo que oía. Nunca habría pensado que aquel esquelético lord inglés, entregado a la educación de los niños más ricos, refinados y privilegiados del mundo, pudiera mirar favorablemente —como Vicent podía comprobar ahora— a su hija Isabel, de aspecto dejado y crecida en un pueblo español en medio de la nada. Alucinado, el alcalde contempló cómo su hija, bajita y bien rellena, de pelo vulgarmente negro y sin apenas refinamiento, intercambiaba una mirada larga e intensa con el lord más tieso que él había visto en su vida. Receloso, Vicent dio un paso atrás y observó cómo la pareja brindaba con sus copas y se reía de algo que él no había logrado entender.

Confuso, se pasó el brazo por la frente y cerró los ojos, apretándolos fuerte… hasta que tuvo una ocurrencia. Igual había que bendecir aquella esperpéntica situación y aprovecharse de ella. Isabel, quién lo hubiera dicho, podía convertirse en el cepo perfecto para cazar a Charles y hacer que por fin el inglés pusiera cinco millones de euros encima de la mesa. No podían ser cuatro, pues esa cantidad apenas cubriría la mitad de la deuda del ayuntamiento. El quinto era necesario, y de manera inminente, para cubrir el millón recientemente invertido en el aeropuerto de Castellón.

El alcalde sonrió hacia la pareja justo cuando Amparo entró para recordarles que la cena estaba servida y la langosta se estaba enfriando. Charles se disculpó para ir al baño y Vicent asió del brazo a su hija.

—Oye, Isabel —le dijo en voz baja, pero ahora con súbita simpatía—. Yo no sé qué líos te traes con el inglés, pero ya sabes tú que tiene que elevar su oferta hasta los cinco millones que pedimos, y que hay que firmar aprisa porque las cuentas del pueblo lo necesitan como agua de mayo. —Vicent hizo una breve pausa y miró a su hija a los ojos, tratándola de igual a igual quizá por primera vez en su vida—. Yo nunca te he pedido nada, Isabel —continuó el alcalde—, y te lo he dado todo. —Su hija le miró con escepticismo, algo que en el fondo dolió a Vicent, ya que él se había deslomado trabajando en la fonda para sacar a aquella familia adelante. Pero ahora no era momento de sentimentalismos—. Si este proyecto de la escuela no sale bien, nos hundimos todos: el pueblo, la fonda y nosotros también —le dijo—. Esto, por supuesto, es un secreto, no lo cuentes.

—Pues vaya alcalde que eres —contestó su hija—. No sé por qué has permitido llegar a esta situación. Si estamos tan mal, ¿por qué has despilfarrado el dinero en la Alameda y la piscina? ¿Y en esta casa?

Vicent la miró con una mezcla de rabia y de odio. Ahora necesitaba apoyo y no más problemas.

—Mira, niña, con mi trabajo no te metas, que no sabes de lo que hablas —le respondió, recobrando el tono amenazante.

—Yo no soy ninguna niña —respondió Isabel, apoyando las manos en las caderas.

—Ya veo que no eres una niña, ya —le dijo Vicent—. Y de eso quería hablarte.

—¿A qué te refieres? —preguntó Isabel, con cara de susto.

—No te escondas ni te hagas la tonta, que ya veo yo lo que te traes con este pobre inglés. —Vicent suspiró y apuró la copa de jerez de un trago—. Yo no sé qué has hecho ni por qué, pero el caso es que te has metido al guiri en el bote y esto nos puede ayudar.

—No sé de qué me hablas.

—Lo sabes perfectamente, Isabel, y no hagas las cosas más difíciles de lo que son. Solo lo voy a explicar una vez, porque Charles aparecerá en cualquier momento, así que presta atención. —Vicent bajó la cabeza y se dirigió a su hija mirando al suelo—: Aquí no hay tiempo que perder, así que después de la cena tu madre y yo nos iremos a acostar, diciendo que estamos muy cansados, porque es verdad. Tú te quedas con Charles tomando el café y las pastas, y usas los encantos que él ve en ti para decirle que ponga un millón más, que hay que llegar a cinco; si no, la venta se le escapará de las manos. Tú ya eres mayorcita para saber cómo lo haces, pero usa todos tus encantos de mujer, pues ahora los necesitamos.

Isabel dio un paso hacia atrás mientras su padre continuaba con la mirada fija en el suelo.

—¡¿Será posible lo que me estás pidiendo?! —exclamó en voz más bien alta.

Vicent levantó la mirada y se puso el dedo en la boca haciéndola callar.

—Chist —le dijo—. ¿Estás loca? ¡Que nos va a oír! —El alcalde dejó pasar un par de segundos—. Se te compensará.

Vicent sintió la mirada de su hija, cargada de veneno, en sus ojos.

—No me puedo creer que me estés pidiendo esto, padre —le dijo—. ¿Me estás tomando por una puta?

Vicent miró al suelo y se echó las manos a la cabeza.

—Claro que no, ¡imbécil! —exclamó—. Es que no entiendes nada.

Isabel permaneció en silencio, forzándole a aclararse.

—Solo he notado que el tipo te mira con interés, ¡yo no sé por qué! Pero el caso es que esto nos puede venir bien. Ya me entiendes…

—¿Me estás pidiendo que me acueste con él y que le pida que suba la oferta a cinco millones?

Vicent no supo qué contestar, pues una afirmación desataría una tormenta familiar en el momento menos adecuado, pero tampoco podía negar que la idea era francamente buena. Además, los dos parecían bien dispuestos, una situación que tampoco se podía desaprovechar.

Como quien calla otorga, el alcalde permaneció en silencio, con la mirada fija en el suelo.

Isabel se volvió justo en el momento en que Charles bajaba las escaleras y le dedicaba una sonrisa. Isabel se cruzó en su camino sin mirarle ni dirigirle la palabra. El inglés levantó una ceja y miró a Vicent, que había observado la escena con cara de pánico. Tenía que rescatar aquella situación como pudiese.

—Venga, inglés, vayamos a la mesa, que nos espera una langosta para chuparse los dedos.

Charles le obedeció y los cuatro se sentaron a la mesa redonda del comedor, perfectamente dispuesta por Amparo con la vajilla de lujo, blanca con delicadas florecillas pintadas a mano. Las copas de cristalería tallada y la cubertería de plata yacían sobre un mantel de hilo blanco, planchado a la perfección. El ramo de flores que Charles había entregado a Amparo presidía la mesa.

Los dos hombres, sentados frente a frente, empezaron a comer, secundados por las mujeres. La velada empezó fría, con muchos silencios incómodos que solo amplificaban el ruido de los cuchillos y tenedores en los platos. Amparo, quien siempre había comido despacio, picaba con los dedos en la mesa mientras miraba al resto de comensales, esperando a que alguno empezara a hablar.

—Amparo —dijo el alcalde a su mujer, intentando cambiar la dinámica—. ¿Puedes poner ese disco de guitarra española que tanto nos gusta?

Amparo se levantó y obedeció inmediatamente, algo que tranquilizó a Vicent, pues sabía que un poco de música animaría el ambiente. El alcalde pensó que el vino también lo hace todo más distendido y llenó las copas de todos hasta casi el mismo borde.

Isabel no probó ni un sorbo del excelente albariño, aunque no dejaba de saborear su langosta, que acabó casi sin levantar los ojos del plato. Charles había intentado restablecer el contacto con ella, preguntándole si tenía planes para nuevos cuadros, a lo que Isabel había respondido con un monosilábico «no».

Amparo permanecía callada, percibiendo que algo había pasado con Isabel, pero sin atreverse a meter baza. Charles miraba a un lado y a otro sin entender. Vicent empezaba a exasperarse, pero la música de la guitarra por suerte le serenó.

—Esto está buenísimo —dijo a su mujer, dedicándole una sonrisa medio genuina.

Amparo respondió con amabilidad.

—Gracias —dijo—. Espero que también sea del agrado de Charles.

—Está delicioso —dijo el inglés, con la mirada fija en Isabel y en el plato ya vacío de esta—. Por lo que veo —dijo—, a Isabel también le gusta.

La aludida permaneció callada, con la cabeza gacha.

—Isabel —casi gritó Vicent—. Charles te está hablando, haz el favor.

Isabel levantó la cabeza lentamente y abrió sus enormes ojos verdes, ahora intensos, repletos de furia hacia su padre. Los cerró por un segundo y dijo, sin mirar a nadie:

—La langosta está muy buena. Gracias, mamá.

Los tres comensales se reclinaron hacia atrás a la vez, incómodos. Al cabo de unos instantes, Amparo empezó a recoger platos y, después de varios viajes a la cocina, sirvió el suquet.

En vista de que nadie hablaba, la mujer del alcalde rompió el silencio explicando que había ido a primera hora de la mañana a buscar el marisco a una pescadería de Vinaroz, la misma que había usado su madre, y hasta su abuela. A pesar de que nadie la escuchaba, Amparo continuó hablando de sus manjares mientras el resto de la mesa se dedicaba a comer. Pronto, todos habían terminado menos ella.

Vicent se encendió un cigarrillo y, mirando a su silenciosa hija, que no le devolvió la mirada, explicó a Charles algunos aspectos de la escuela que el inglés todavía desconocía, como la posibilidad de construir una terraza o el plan de instalar fibra óptica por todo el edificio.

Charles se mostró interesado solo por respeto, pues en el fondo no quitaba el ojo a Isabel, percibió Vicent. La mirada del inglés, al principio de la velada alegre y centelleante, se había apagado ahora y todo gracias al berrinche de su hija, que se las iba a pagar, se dijo Vicent a sí mismo.

El alcalde lanzó un gran suspiro y apagó el cigarrillo en el cenicero que Amparo ya le había dispuesto, a pesar de que todavía le quedaba más de la mitad por consumir.

—Bueno —dijo mirando a Charles y a Amparo—. Que se queden los más jóvenes, que los viejos nos vamos a dormir. —El alcalde miró a su invitado—. Charles, mi hija ya te enseñará dónde están las bebidas, aunque tú también sabes dónde tenemos el mueble bar, junto a la chimenea. Por favor, siéntete en tu casa y sírvete cuanto quieras, o pídeselo a Isabel —dijo, ahora mirando a su hija—. Seguro que ella se queda a charlar un rato contigo.

Isabel se levantó inmediatamente de la mesa.

—No, yo también me voy a dormir —dijo, seca.

Apoyando fuertemente las manos sobre la mesa, Vicent se levantó y le respondió rapidísimo.

—No, tú te quedas aquí, con la juventud —dijo con la sonrisa congelada.

—Yo me voy a la cama —reiteró Isabel, dirigiéndose hacia las escaleras ante la mirada atónita de su madre y de Charles.

—¡Isabel! —dijo Vicent, casi gritando—. No seas maleducada y ten más consideración con los invitados.

Su hija se giró y le miró con fuego.

—Tú a mí no me mandas —le dijo—. Yo ya soy mayorcita para saber lo que tengo que hacer.

Vicent no le respondió, pero le miró con cara de súplica y odio a la vez. No podía creer que su hija se la jugara en un momento tan delicado, por una vez que él la necesitaba.

—Ya sabes lo que te espera —le dijo, amenazándola delante de Charles, quien contemplaba la escena atónito.

Isabel, que ya había subido un par de peldaños, los volvió a bajar.

—Ah, ¿sí? ¿Me amenazas, padre? —le dijo. Avanzando hacia él, continuó—: Pues que sepas que tú, tu puta escuela y tus malditas mentiras os podéis ir todos a la mierda.

La cara de Isabel estaba encendida, sus ojos más abiertos que nunca y su silueta parecía más alta y fuerte de lo que Vicent nunca había contemplado. Por una vez, el alcalde se vio más pequeño que su hija, sintiendo un vuelco en el corazón.

Isabel continuó, ahora señalándole a él con el dedo, un movimiento que le sorprendió y le empequeñeció todavía más. Era como si su propia hija estuviera ajusticiándole.

—Conmigo no cuentes para nada —continuó Isabel—. Yo no me meto en tus trifulcas y mucho menos estoy dispuesta a ayudarte en lo que salvajemente me pides. —Su hija le miró de arriba abajo con monumental desprecio—. Has caído tan bajo que me das asco —le espetó.

Al cabo de un instante, sin poder pronunciar palabra, Vicent se sentó de nuevo. Le habría gustado levantarse, alzar la mano y pegar a Isabel una gran bofetada, pero ni eso pudo. Esas palabras envueltas de veneno le habían dejado petrificado, pues nunca las habría esperado de su propia hija.

—Isabel, querida… —empezó a decir Amparo, con las primeras lágrimas ya en los ojos.

Pero Isabel no la dejó continuar y se volvió hacia Charles.

—Y tú, inglesito —le dijo, ante la sorpresa del profesor—, ya te puedes largar de esta tierra mísera, que aquí solo vienes a jugar. —La voz de Isabel se rompió al pronunciar estas últimas palabras y algunas lágrimas empezaron a aflorar en sus ojos. Después de un hondo respiro, la mujer continuó—: Ya te puedes volver con tus niñatos ricos, mimados y consentidos a marear a otras personas, que aquí vivíamos muy tranquilos hasta que llegaste tú, tus perogrulladas y tu falso interés por mis cuadros.

—¡Eso no es verdad! —se apresuró a replicar Charles, levantándose, pero sin conseguir que Isabel se calmara.

—¡Idos todos a la mierda! —gritó Isabel ya fuera de control. Sin mirar a nadie más, la hija del alcalde corrió escaleras arriba, dejando a Vicent, Amparo y Charles de piedra en el comedor. Se hizo un silencio sepulcral.

Al cabo de unos segundos interminables, Amparo empezó a recoger la mesa sin decir palabra.

—¿Se puede saber qué pasa? —preguntó Charles con los ojos casi fuera de órbita, acercándose a Vicent.

El alcalde suspiró.

—Olvídate de mi hija, Charles —le dijo, todavía hundido en su silla—. No sirve para nada. Vamos a seguir hablando de nuestros negocios, lamento muchísimo este triste espectáculo.

Charles le miró con desconfianza.

—No sé, alcalde, no sé si quiero hacer negocios con usted —le dijo, perdiendo el trato más familiar que hasta entonces habían compartido.

Vicent cerró los ojos maldiciendo a su hija. En cuanto se fuera el inglés, subiría a echarla de casa a azotes, esa misma noche. Su padre lo habría matado si él se hubiera comportado de esa manera.

—No le hagas caso —insistió Vicent—. Ya se le pasará.

—Claro que no se le pasará —replicó el inglés, ya despojado de su tono educado, con la camisa medio por fuera y la corbata aflojada—. Yo no quiero tratos con usted, Vicent —le repitió—. Además, me han dicho que su propiedad de la fonda no es limpia, que ese negocio fue robado y tendría que estar en otras manos.

Vicent levantó la cabeza con gran sorpresa, pero el inglés continuó antes de que él pudiera intervenir.

—La venta de la escuela no es limpia, la propiedad de su fonda tampoco y a su hija la trata peor que a un animal —le dijo—. Me voy de aquí, este lugar apesta.

—¡Espere, espere! —se apresuró a decir Vicent, cogiendo la chaqueta que Charles había dejado en uno de los sillones al entrar—. La fonda es legalmente de mi familia, ¿quién le ha dicho lo contrario?

Charles le arrancó la chaqueta violentamente de los brazos y la atrajo hacia sí.

—A usted qué le importa —replicó el inglés—. Lo importante es que es verdad.

—Esa mentira solo puede venir de esa vieja con la que usted ha entablado tanta amistad, la maestra roja, ¡seguro!

—Y si ha sido ella, ¿qué? —le gritó Charles—. Seguro que todo el pueblo lo sabe, pero usted los tiene a todos callados, abusando de su poder.

—No sabes de lo que hablas, inglés —le respondió con una voz que le salió menos fuerte de lo que pretendía.

Vicent se sintió acribillado por todas partes, ahora incluso también por el inglés. Se sentía agotado, hundido, como si ya no tuviera más fuerzas para luchar.

El alcalde, ahora encorvado, con la frente sudorosa, vio cómo Charles salía de la casa dejando la puerta abierta y le escuchó arrancar el coche, cuyo ruido aminoró a medida que se alejaba. Al cabo de unos instantes, todo permanecía tranquilo y silencioso, con la excepción del trastear de Amparo, que seguía recogiendo la cocina.

Vicent cerró los ojos y pensó en subir a echar a Isabel de casa, pero sintió que la sorprendentemente crecida figura de su hija se plantaría de una manera a la que él no podría o sabría responder. Agotado, se aflojó la corbata y se encendió otro cigarrillo, reviviendo la noche para entender qué había motivado exactamente aquella catástrofe. Cerró los ojos y recordó las palabras de Charles sobre la fonda, a la que él tantas horas y años de esfuerzo había dedicado para sacar a su madre y a su familia adelante. ¿Quién podía decir que no era suya?

Seguro que había sido esa maldita vieja, pensó.

Vicent movió nerviosamente el cigarrillo, dándole vueltas con los dedos una y otra vez.

—Esa vieja puta me las pagará —se dijo a sí mismo, en voz alta—. Juro que me las pagará.