15

Valli pasó los días siguientes más encerrada en casa que de costumbre, entretenida con sus plantas y las decenas de libros que abarrotaban las antiguas estanterías de madera que tenía por todo el piso. La anciana era más bien solitaria, aunque también salía a pasear casi todas las tardes con Cefe, el del banco, o con alguna vecina. Ahora, en cambio, llevaba dos días que no había salido más que a por pan o a por algunas verduras. Era una pena, se decía mientras miraba por la ventana de su pequeño salón, pues el tiempo era agradable y las calles estaban animadas, aunque afortunadamente todavía nada parecido al agobio y al sofoco del mes de agosto. Entonces, Valli dejaba el pueblo y acudía a una pequeña casa en la playa que su vecina Carmen tenía en Benicarló. Morella en agosto era insoportable, con centenares de turistas y veraneantes, y el jaleo de los tres días de toros, que dominaban la vida municipal de manera aplastante. Ella ya estaba muy vieja para correr delante de las vaquillas que soltaban por las calles y para participar en la monumental fiesta que todos los años se organizaba.

Sentada en el antiguo sillón de su casa, un pisito pequeño en el Pla d’Estudi, Valli dejó la colcha que había empezado a tejer en mayo, justo después de conocer a los estudiantes ingleses. Aquella visita la había dejado un tanto confundida ya que, por una parte, ella no quería hacer ningún pacto con el colegio más elitista del mundo, pero por otra tampoco quería perjudicar a Charles, que parecía buena persona y genuinamente interesado en Morella y en España. Hasta sabía quién era el poeta Estellés, se dijo mientras volvía al hilo y las agujas. Sus manos gruesas todavía conservaban un buen pulso para tejer colcha tras colcha, que luego vendía a las tiendas del pueblo, principalmente para los turistas. Esos ingresos y una ínfima pensión le daban lo suficiente para mantener el mismo estilo de vida tan frugal que había llevado siempre.

Desde su sillón, junto a la ventana, Valli contempló sus plantas en el balcón y miró hacia las montañas, iluminadas por un plácido sol de tarde veraniega. La anciana sabía que sola no podría frenar la venta de la escuela, ya que el alcalde contaba con el apoyo de las muchas personas que le debían algún favor. La política era realmente un asco, pensó la anciana, mirando el reloj y guardando sus enseres en una bolsita de tela que se había confeccionado hacía muchos años.

Con cierta solemnidad, como si fuera a realizar algo importante, Valli se quitó la bata de andar por casa para ponerse un vestido verde oscuro que ella misma se había hecho el año anterior. Después de acicalarse, la anciana, macuto y bastón en mano, se dirigió hacia el portal de Sant Mateu, una de las cinco puertas de entrada a la ciudad abiertas en la misma muralla. A buen paso y con la ayuda de su bastón preferido, Valli sorteó varias cuestas y llegó con puntualidad inglesa al hotel Cid, donde había quedado con Charles. No es que tuviera enormes ganas de remover el pasado o revivir algunos de los peores momentos de su vida, pero ese encuentro era necesario. El inglés debía entender con quién estaba tratando antes de tomar una decisión. Más que oponerse de manera frontal a su interés por la escuela, Valli había pensado explicar a Charles quién era realmente Vicent y dejar que aquel decidiera por sí mismo.

Tan puntual como ella, el inglés apareció unos segundos más tarde con un atuendo más elegante y menos excursionista que el de hacía dos días, cuando visitaron el campamento maqui de Vallibona. Hoy tan solo iban a dar un paseo hasta los arcos de Santa Llúcia, aunque Valli también había pensado acercarse a la antigua masía de sus padres, ahora en ruinas.

Con su sombrero panamá y unos pantalones de pinzas color crema, a juego con una camisa de cuadros finos, Charles saludó a Valli con una sonrisa, a la que la anciana correspondió. Los dos parecían haber encontrado un cierto equilibrio en su relación, ahora ya despojada de la tensión que había marcado sus primeras conversaciones. Charles también parecía más abierto e interesado en ella.

Good afternoon —le dijo ella en buen inglés.

Charles arqueó ligeramente una ceja.

—No sabía que hablabas inglés con tan buen acento —le dijo.

—¡Nunca subestimes a una vieja como yo!

—¿Dónde lo aprendiste? —insistió Charles, curioso.

—Es una historia muy larga, pero piensa que el exilio me llevó por muchos países —explicó Valli—. En realidad, lo aprendí bien en la Residencia de Señoritas, en Madrid, donde estudié y residí mientras iba a la universidad. Era el Oxbridge de España.

Valli percibió una mirada de sorpresa y admiración en los ojos claros de Charles.

—¿Qué te piensas, que soy una pobre vieja de pueblo? —le dijo, con simpatía.

—No, no, por supuesto —se apresuró a replicar Charles, ruborizándose.

La pareja emprendió el camino siguiendo la muralla hacia Sant Miquel. Al cabo de un par de minutos, se detuvieron en los lavaderos municipales, ahora ya más bien un museo, que Valli quiso enseñar a Charles.

—Fíjate lo que son las cosas —le dijo, apoyándose en la piedra inclinada donde se restregaba la ropa al borde de un pequeño lavadero, ahora vacío—. Durante la dictadura, este era el único lugar de Morella donde existía libertad de expresión.

—¿Aquí? —preguntó Charles, mirando alrededor de la nave, abierta por dos costados. La pequeña construcción, blanca y vacía, hacía que sus ecos retumbaran en las paredes, limpias de cualquier decoración.

—Pues sí —dijo Valli, con la mirada fija en uno de los lavaderos—. En pleno invierno, a cinco grados bajo cero, las mujeres venían aquí a lavar, frotar y frotar, hasta que casi se les helaban las manos. Pero lo bueno es que aquí también se decían todo lo que no podían hablar en la plaza o a veces ni en casa. —Valli hizo una pausa—. Mientras estaba en el maquis, este era el único sitio donde podía hablar con mi madre.

Charles la miró sorprendido.

—Creía que tus padres vivían en una masía y no en el pueblo.

Valli apretó los labios y tragó saliva antes de contestar.

—Sí, sí, ya te explicaré más adelante —dijo, mirando a su alrededor—. Estos lavaderos fueron lo único que vi de Morella durante años, cuando venía a ver a mi madre o a intercambiar información con nuestros enlaces.

—Eso debía de ser muy peligroso.

—En efecto —respondió Valli—. Pero los civiles nunca se dieron cuenta y las mujeres que venían aquí tampoco nos delataron. No sé si alguna me reconoció, porque venía bien tapada, pero si se dieron cuenta, al menos no me denunciaron, y a mi madre tampoco.

—Qué valor, venir del campamento hasta el pueblo.

—¿Y qué opción tenía si no? ¿No ver a mi madre?

Sin esperar respuesta, Valli asió su bastón y continuó el camino hacia Sant Miquel. Las torres que flanqueaban la entrada principal al pueblo se alzaban majestuosas, como de costumbre; su piedra medieval marcaba un bonito contraste con el radiante cielo azul de ese día y con el castillo al fondo. Después de una ligera cuesta, Valli y Charles se sentaron en uno de los bancos justo fuera de la muralla para contemplar las vistas al campo.

—Estas carreteras son muy modernas —dijo Valli, señalando con su bastón hacia un nuevo cruce que separaba el tráfico hacia el pueblo del que continuaba por la carretera de Zaragoza—. Pues antes estaban cubiertas de polvo, nada de asfalto. De hecho, eran de macadam, una especie de piedra machacada, apisonada y cubierta de polvo y piedras. Los pocos coches que había debían circular tan despacio que a veces las mulas de los masoveros eran más rápidas.

Charles sonrió.

Valli se giró hacia las torres de Sant Miquel y emitió un pequeño suspiro.

—Por aquí entraron, por aquí mismo —dijo, sin continuar.

—¿Franco?

—Bueno, los nacionales —respondió Valli—. Era el año 1938 y en marzo empezaron la ofensiva sobre todo Aragón. El día diez tomaron Belchite, un pueblo que quedó totalmente arrasado, y al cabo de unos diez días, empezaron la campaña del Maestrazgo. En abril tomaron Gandesa y Lérida y el día cuatro de ese mes llegaron a Morella —dijo, respirando muy hondo a continuación.

Charles permaneció callado.

—Muchos republicanos se habían escapado, ya que en la radio habían dicho que se acercaban —prosiguió—. Yo, que siempre estuve con la República, no salí corriendo, porque por aquel entonces todavía era católica y todo el pueblo sabía que iba a misa todos los domingos; pobre de mí —dijo, soltando una risa cínica—. Además, yo solo era una maestra en prácticas, por lo que mi nombre no figuraba en esas listas negras de profesores adscritos a la causa republicana. Pobres. —Valli guardó unos momentos de silencio antes de continuar—. El día anterior a la entrada vimos desde el convento de Sant Francesc cómo una columna nacional, con sus banderas rojas y gualdas, amanecía por la carretera de Cinctorres. A medida que avanzaba hacia Morella, distinguimos mejor la fila india; era tan larga que parecía que nunca iba a acabar. Eran muchos y, desde luego, venían organizados. Tardaron unas tres horas en llegar a Sant Miquel y por este mismo portal entraron. La mayoría eran boinas rojas navarros, requetés.

—¿No hubo resistencia? —preguntó Charles.

—Para nada, ya que para entonces todos los rojos se habían escapado; pero tampoco hubo bienvenida. La gente tenía mucho miedo y no salía de sus casas, aunque todo el mundo miraba entre los visillos. Los nacionales, como también hicieran los rojos cuando entraron, cortaron la luz eléctrica y tomaron el control del ayuntamiento inmediatamente. El pueblo estaba silencioso; bueno, solo se oían los cánticos de las tropas, que entonaban himnos casi ancestrales, como el de Oriamendi. Todo era por Dios, por la patria y por el rey. Fíjate estos navarros, que se creían que vendría un rey…

—Cada uno luchaba por una cosa diferente —apuntó Charles.

—Sí, para desgracia de todos —concedió Valli, que continuó su relato—. Los afines al nuevo régimen empezaron a salir de los escondites donde se habían refugiado durante la guerra mientras Morella había permanecido en zona roja. Algunas familias propietarias de negocios lanares, por ejemplo, se habían escondido todas juntas en una masía de Xiva, durmiendo hasta veinte en un pajar. El cura también salió de otra masía y todos volvieron a sus puestos. —Valli hizo una breve pausa—. La guerra lo cambió todo para que todo siguiera igual. Quien había tenido poder antes de la guerra lo mantuvo después.

—¿Y tú y tu familia?

—Ahora lo verás —dijo Valli, levantándose del banco con la ayuda del bastón e iniciando el paseo hacia los arcos de Santa Llúcia, a esa hora de un dorado resplandeciente, iluminados por un sol cada vez más bajo.

Charles y Valli atravesaron los antiguos arcos medievales, que en su día traían el agua al pueblo desde la fuente de Vinatxos, explicó Valli al inglés. La pareja siguió por la pequeña y desierta carretera hacia Xiva, desviándose por un pequeño camino después del cruce hacia las pinturas rupestres de Morella la Vella, que Charles se prometió visitar otro día. Después de un agradable paseo por una pista de tierra, alcanzaron un sendero que les llevó a una construcción medio derruida, aunque todavía conservaba algunas paredes y parte del techo.

Valli se acercó al edificio y, de un bastonazo fuerte y seco, abrió lo que quedaba de la puerta, de madera oscura y pesada, que finalmente cedió. Seguida de Charles, Valli entró a una amplia estancia de la que solo quedaba una chimenea de piedra cavada en la pared, todavía ennegrecida.

La anciana se giró hacia Charles.

—Esta era nuestra masía —le dijo, asintiendo con la cabeza—. Todavía veo a mi padre allí sentado, en su silla de madera, después de todo el día en el campo. Se llamaba José y siempre llevaba su boina negra, hasta dentro de casa —dijo Valli, con una sonrisa nostálgica—. Siempre iba con una camisola negra y larga, abrochada hasta el cuello, y unos pantalones viejos, desgastados, repletos de los parches que mi madre le cosía. Cuando hacía frío, se ponía una chaqueta de paño, la de los domingos, que le duró casi toda la vida. Al final ya casi se caía a pedazos.

Valli se acercó a la chimenea y miró hacia el techo, que todavía conservaba algunas vigas de madera, ahora medio rotas.

—Mi madre estaba aquí —dijo—, en lo que era la cocina. Había una mesa de madera donde se despellejaban y preparaban los conejos y las aves que mi padre traía del campo o que guardábamos en el corral, en la parte de atrás de la casa. Todo se hacía de día, porque no teníamos luz, tan solo un quinqué colgado del techo que atraía todo tipo de mariposas que, pobres, morían en la llama. A veces, por la mañana también encontrábamos algún murciélago atrapado. —Valli hizo una breve pausa para sonreír, mirando al techo, como si estuviera buscando o viendo esas mariposas. Al cabo de unos segundos continuó—: Las dos habitaciones, la mía y la de mis padres, estaban arriba, sin más iluminación que las velas que guardábamos siempre dentro de botellas de cristal, por si se volcaban. En invierno, como hacía mucho frío, entrábamos las dos mulas que teníamos y las poníamos a dormir junto al fuego, en un pequeño pajar que les preparábamos mi madre y yo. —Después de una pausa, Valli apuntó—: La verdad es que apestaban.

El comentario hizo sonreír a Charles.

—¿Tus padres tenían tierras? —preguntó el inglés.

—Uy, qué va —respondió la anciana—. Trabajaban para el marqués, como la mayoría de masoveros. Tan solo los comerciantes y el propio marqués tenían terrenos, que por lo general eran (y siguen siendo) muy grandes. Aquí no existe, ni existía, el pequeño agricultor, como en Catalunya. Aquí trabajábamos para el señor, que nos cobraba igual aunque la cosecha fuera menor, porque hubiera llovido o tronado. Era un sistema casi feudal. —Valli miró de nuevo hacia la chimenea—. Mi padre, que jamás supo ni leer ni escribir, nunca miró al marqués a los ojos. Creo que habló con él una vez en toda su vida después de romperse la espalda año tras año segando trigo para él a mano.

—¿A mano?

—Sí, con la hoz —respondió Valli inmediatamente—. Aunque, de hecho, yo tengo buenos recuerdos, porque de pequeña mi padre me subía al trillo para que le diera latigazos a la mula, que corría en círculos sobre la mies. Era muy divertido, ¡menos mal que nunca me caí!

—Las piedras del trillo te podrían haber triturado…

—Eso eran juegos, lo de ahora son tonterías.

Los dos se rieron.

—Luego dejábamos que el viento separara el grano de la paja y poníamos el trigo ya limpio en unos sacos que dábamos al marqués. Siempre nos quedábamos alguno que intercambiábamos en el mercado de los sábados por algún pollo magro de patas largas, sabrosísimo; nada que ver con estas aves congeladas de hoy en día que no saben a nada. ¡Aquello eran pollos!

Salieron de la masía y, después de enseñar a Charles lo que en su día fue el corral, la pareja se sentó en un banco natural de piedra que había cerca de la puerta de entrada. Desde allí, solo veían montañas y alguna masía tan recóndita como esa.

—Después de la guerra, ¿por qué no te quedaste en el pueblo, con tus padres? —preguntó Charles, curioso.

—Porque no quise bajar la cabeza ante Franco y decir amén a todo, como hizo todo el mundo. A mí, en la Residencia de Señoritas, me enseñaron a pensar y a luchar, no a claudicar a las primeras de cambio —dijo, segura—. Además, al cabo de poco tiempo empezó la Segunda Guerra Mundial, así que los republicanos estábamos convencidos de que ingleses y franceses expulsarían a Franco después de acabar con Hitler.

Sorry —dijo el inglés, en voz baja.

—Sí, sí, sorry —dijo Valli mirándole con cierta superioridad—. Menuda jugarreta. —La anciana continuó—: El caso es que hubo muchos cambios. Mi padre, que durante la guerra llevaba a la espalda sacos de trigo a casa del marqués como un mulo, un día escuchó una conversación telefónica que le cambiaría el destino. Resulta que los nacionales instauraron una moneda única en las zonas que iban conquistando, porque España se había convertido en un caos de monedas; casi cada pueblo tenía la suya propia, lo que generó una economía sobre todo basada en el trueque. A medida que avanzaban los fascistas, la gente se preguntaba qué pasaría con los billetes republicanos, ya que los nacionales no los canjeaban todos por la moneda nueva; tan solo cambiaban los que pertenecían a una determinada serie, claro, para favorecer a los suyos y dejar sin nada a los del bando contrario. Mi padre escuchó una de esas listas de números, ya que alguien llamó para cantársela al marqués, que la repitió en voz alta mientras la anotaba y, entretanto, mi padre estaba descargando unos sacos de trigo en la habitación de al lado, en casa del marqués. Mi padre era analfabeto pero podía retener números en la cabeza, acostumbrado como estaba a contar trigo y calcular precios y medidas durante toda la vida. Con la ayuda de otro masovero que sí sabía leer, consiguieron los billetes de esa serie, que luego se convertirían en unos buenos ahorros.

—Y el marqués ¿también blanqueó los suyos? —preguntó Charles, quien ponía cara de no dar crédito a lo que oía.

Valli le miró con cierta condescendencia, como si Charles tan solo fuera un principiante en el oficio de vivir.

—El marqués…, el marqués… —dijo, asintiendo con la cabeza antes de dar una rotunda explicación—: Al marqués se lo cargó otro masovero a pedradas justo antes de acabar la guerra, cuando la tensión con los oligarcas era máxima. Todos los que trabajaban para él se alegraron, pues era un auténtico tirano.

Charles frunció el ceño, intentando comprender la situación.

—Tu padre ¿también se alegró? ¿Qué hizo con el dinero que consiguieron? —preguntó.

—Mi padre era un hombre bueno y honesto —explicó Valli—, pero ese dinero y aquella muerte le abrieron unas puertas que él siempre había tenido cerradas. Él quería dejar la masía e ir al pueblo para darnos a mi madre y mí una mejor vida que estar aquí todo el día solas rodeadas de cerdos y mulas.

—Pero tú entonces ya estabas en Madrid, ¿no?

—Sí, yo me fui casi nada más proclamarse la República, pero creo que mi padre siempre pensó que regresaría a Morella a enseñar en la escuela y a vivir cerca de ellos. El caso es que, al morir el marqués, unas hermanas suyas heredaron la fonda que él tenía en el pueblo…

—¡Las beatas! —exclamó Charles, recordando con simpatía la sevillana de la fonda y la historia de la beata que se fue a Sevilla para casarse después de la guerra.

—Cierto, ¿cómo lo sabes?

—Algo me ha explicado Isabel.

—Ah —dijo Valli, con cierta desilusión—. Pues sabrás que una se fue para casarse y la otra se quedó, pero no sabía cómo llevar un negocio. Mi padre le puso el dinero sobre la mesa y, de este modo, se hizo con la fonda.

—¿La fonda fue de vuestra familia? —exclamó Charles con sorpresa.

—Claro que sí, fue una compra totalmente legal, con sus escrituras y todo lo que era necesario; yo estaba aquí para ayudar a mi padre y para asegurarme de que todo era correcto. Nos mudamos y, entre mi madre y yo, pintamos cuatro o cinco habitaciones, las que el dinero nos alcanzó, y arreglamos la cocina, que regentaba mi madre. Ella era una excelente cocinera, por lo que enseguida pudimos vivir del negocio de las comidas. Todos los que antes frecuentaban el Casino Republicano y que no eran tan radicales como para que alguien les denunciara empezaron a comer en la fonda, así como algunos militares y guardias civiles que vivían separados de sus familias y tampoco tenían adónde ir.

—¿Y eso era suficiente?

—Íbamos tirando. Al menos comíamos y vivíamos bajo un techo que ya no había que compartir con mulas, y mis padres estaban mucho más acompañados en el pueblo.

—¿Cómo es que la fonda al final acabó en manos de la familia del alcalde?

Valli se echó ligeramente para atrás y luego recuperó la postura, apoyando las manos en las rodillas. De nuevo, con ayuda de su bastón, se levantó y miró a su alrededor. El sol estaba ya más bien bajo y apenas quedaba una hora de luz.

—Vamos, empecemos la vuelta y te lo explico por el camino, antes de que se nos eche la noche encima.

Charles la siguió.

—Fue un asesinato y un robo —dijo Valli, sin más preámbulos, mientras iniciaba el camino de regreso.

Charles miró a Valli por el rabillo del ojo, irguiendo la cabeza, pero sin decir nada. La anciana continuó:

—Después de ayudar a mi padre con la compra, yo me fui a Francia, como te dije el otro día. Estuve unos años en París, pero luego me mudé al sur, a los Pirineos, donde vivían la mayoría de exiliados. Estábamos convencidos de que acabaríamos con Franco. Pero los años fueron pasando sin que nada se resolviera y, ya en 1944, cuando De Gaulle nos hizo retirarnos de la frontera, quedó claro que tendríamos que apañárnoslas por nuestra cuenta si queríamos recuperar la democracia. Después de muchos titubeos, Carrillo y la Pasionaria por fin idearon una operación, pero esta acabó en tragedia, pues se hizo tarde y mal. —Valli hizo una pequeña pausa para respirar mientras subía una cuesta. Al cabo de pocos instantes, continuó—: La bautizaron operación Reconquista de España, una entrada de casi cinco mil guerrilleros por el valle de Arán, dispuestos a conquistar el país pueblo a pueblo y echar a Franco.

—¿Tan solo con cinco mil soldados? —preguntó Charles, incrédulo.

—Ni eso —respondió Valli—. Éramos unos pobres engañados y muertos de hambre, con alpargatas y algún fusil, convencidos, o más bien engañados, de que en España nos esperaban miles de personas ansiosas por adherirse a nuestro ejército. Pero solo encontramos a una población adormecida, hipnotizada por la maquinaria franquista y su política de hechos consumados. La colaboración se pagaba con la pena de muerte. —Valli se detuvo al alcanzar un llano después de la cuesta—. La mayoría fallecieron en los primeros días de ataque, puesto que los generales Moscardó, Yagüe y Monasterio nos esperaban ya al otro lado del Pirineo. Aquello fue horrible, pero un compañero y yo, que luego falleció, pudimos escapar y anduvimos tres noches seguidas por las montañas hacia Aragón; menos mal que era verano. Allí nos refugiamos en Tramacastilla de Tena, un pueblecito perdido en medio del monte, casi pegado a la frontera con Francia, cerca de Biescas.

—¿Era seguro, casi en plena frontera?

—Para nada —respondió Valli—. Franco había construido un sinfín de puestos de vigilancia, auténticos búnkeres de casi doscientos metros de largo, interminables paredes de piedra con pequeñas mirillas y agujeros para las escopetas. Los construían en plena montaña, a veces no estaban ni cerca de caminos o de carreteras. Los muy hijos de puta, y perdón por la expresión, nos tenían más vigilados que a los conejos. Yo no sé cuánto se gastó Franco en todos esos puestos, pero la verdad es que sembró el Pirineo catalán y aragonés de esas construcciones, siempre entre árboles, muy bien escondidas. Los muy hijos de… —Valli no quiso volver a ser soez—. No sabían llevar un país, pero en cuestión de guerra no eran principiantes.

—¿Cuánto tiempo te quedaste allí?

—Más bien poco —dijo Valli, emprendiendo de nuevo la marcha hacia los primeros arcos de Santa Llúcia—. Tan solo algunos meses, pero los suficientes para planear una explosión en la central eléctrica local. La organizamos con un grupo de guerrilleros que encontramos en Tramacastilla, cuya existencia conocimos gracias a la Pirenaica.

—¿Quién era la Pirenaica?

Valli sonrió y miró a Charles.

—No era una mujer, sino una radio que los comunistas, según creíamos, dirigían desde los Pirineos, pero que luego supimos que emitía desde Moscú y Hungría. Desde allí, la Pasionaria y otros líderes nos animaban a la lucha, claro, mientras ellos vivían a cuerpo de rey en esas ciudades amigas.

—Siempre igual —apuntó Charles.

True —respondió Valli, haciendo un guiño al inglés, quien le dirigió una mirada de complicidad. La anciana continuó—: El caso es que, a través de la radio, que mandaba mensajes en código secreto, nos pusimos en contacto con una célula del Partido Comunista que planeaba un asalto a la central eléctrica de Biescas —explicó Valli, ahora reduciendo la marcha, pues estaban ya cerca del pueblo.

—¿Para qué queríais volar una central eléctrica? —preguntó Charles, por lo visto poco docto en guerras.

—Al enemigo hay que debilitarlo siempre —explicó Valli—. Dejar al pueblo sin luz era una buena manera de fastidiar a la Guardia Civil, sin duda nuestro principal enemigo —dijo Valli, aunque Charles no parecía demasiado convencido. La anciana continuó—: El caso es que antes de poner la dinamita, vigilamos mucho la zona y así fue como conocí al padre de Vicent.

Charles inmediatamente se detuvo y Valli le imitó. Los dos se miraron a los ojos.

—Ya imaginaba que vuestra relación venía de lejos —dijo Charles.

Valli suspiró y miró hacia Morella, ahora ya bajo la luz rojiza del crepúsculo. El camino por el que andaban estaba prácticamente vacío y silencioso, solo se oía el ruido de sus zapatos sobre la tierra. Valli se apoyó en su bastón, dispuesta a hablar antes de subir las escaleras hacia Sant Miquel.

—De eso hace realmente mucho. Era 1944, cuando yo apenas tenía veinticinco años, era una niña —dijo—. Pero estaba convencida de lo que hacía. En Biescas, mi función era espiar al padre de Vicent, que era guardia civil, e informar de todos sus movimientos a mis compañeros para poder diseñar bien el plan. Y este fue un éxito. —La anciana hizo una pausa—. No me costó ver que casi todas las noches, pasada la una de la mañana, cuando estaba de guardia, siempre le venía a visitar una fulana a su caseta de vigilancia, que no estaba lejos de la central. Pues eso aprovechamos y, claro, no se dio ni cuenta cuando un grupo de camaradas entraron a prepararlo todo y volaron la central.

—¿Hubo víctimas? —preguntó Charles con cara de susto.

—No, no, en absoluto. Pero el padre de Vicent sí sufrió las consecuencias; creo que le bajaron de rango o algo por el estilo, ya que le achacaron las culpas a él por no vigilar. Decían que incluso le descubrieron el lío con la fulana en horas de trabajo. El caso es que acabó en Morella, adonde nadie quería venir, porque la lucha contra los maquis era un órdago para la Guardia Civil. No tenían ni preparación ni método para cazarlos, pero aun así la eliminación de la guerrilla era la primera preocupación de Franco y cualquier fallo se penalizaba con severidad.

—Y te volviste a encontrar al padre de Vicent en Morella, claro.

—Efectivamente —asintió Valli—. El guardia Fernández apareció por Morella dos años después de llegar yo, en 1946, creo que después de pasar un par de años en Madrid, o en otro destino, básicamente castigado. Yo había llegado a finales de 1944, después de lo de Biescas, para reunirme con los grupos guerrilleros del Maestrazgo, los más activos del país.

—Pero ¿él te conocía? —preguntó Charles, justo cuando alcanzaron la Alameda.

La pareja entró al paseo para rodear el pueblo por detrás. Caminaban tranquilos, ignorando la majestuosa puesta de sol, concentrados como estaban en su charla.

—No, nunca hablé con él directamente —dijo Valli, caminando despacio, mirando al suelo—. Si no, me habría liquidado al instante. —La anciana suspiró, mirando ahora de frente a la Mola Lagarumba, una impresionante sierra alta y plana en lo alto que se extendía oscura e imponente a escasos kilómetros de Morella.

—Pero este conocía a mis padres, porque iba a comer todos los días a la fonda —continuó Valli—. En cuanto a mí, mi madre me llevaba comida a la masía que acabas de ver, que todavía conservaban después de mudarse a la fonda para guardar algunos animales y mantener un pequeño huerto. Allí también me dejaba cartas o fotos, que yo misma o mis compañeros recogíamos, siempre de noche. Para despistar al guardia civil, mi madre decía que iba a la masía a dar un paseo o a dar de comer a las gallinas, pero el malvado debió de sospechar y algún día la siguió. En el pueblo se había corrido la voz de que yo estaba en Francia, por lo que Fernández sabía que mi cabeza se cotizaría alto en el cuerpo.

Valli cerró los ojos y, aunque intentó contenerse, una lágrima le cayó por la mejilla, seguida de otra y de otra. Charles la cogió del brazo con delicadeza.

—No hables si no quieres, Valli —le dijo suavemente.

Valli abrió de nuevo sus ojos negros, ahora revestidos de fuerza.

—No, Charles, quiero que lo sepas —le dijo. Todavía quieta, apoyada sobre su bastón, respiró muy hondo y siguió—. Pues los mató, ni más ni menos. Una tarde de domingo, mis padres fueron a la masía, como casi todos los días festivos. Desde nuestro puesto de vigilancia vimos que, en cuanto amanecieron con los paquetes, los muy hijos de puta les estaban esperando dentro y les dijeron que colaborar con la guerrilla era un delito. Mis padres les suplicaron, pero al cabo de unos segundos los acribillaron a balas, a los dos.

Valli cerró los ojos de nuevo, sin poder contener las lágrimas que, silenciosas, le recorrían la cara. Escuchó la respiración profunda de Charles y sintió su mano masculina, pero suave, asiendo la suya, acariciándola. También notó su brazo ligero y delgado sobre los hombros, apretándola con fuerza.

Valli se irguió al cabo de pocos segundos y se secó las lágrimas.

—No te preocupes, son cosas que pasan —le dijo—. Este país está lleno de historias como esta. No soy la única, ni mucho menos.

Charles asintió, sin poder decir palabra, pero sin dejar de mirar a la anciana.

En ese momento las farolas de la Alameda se encendieron, por lo que la pareja reanudó el paso, muy despacio.

—Al poco tiempo —continuó Valli—, el ayuntamiento se quedó con la fonda. Al cabo de pocos meses, la pusieron en venta y el padre de Vicent, con el dinero y el prestigio que había acumulado matando maquis, la compró por cuatro perras, aunque seguro que se la regalaron. De todos modos, yo sé que también ganó algún dinero con el estraperlo, ya que le vigilábamos a todas horas y alguna vez le vimos de madrugada intercambiando sacos de harina o tinajas de aceite, el muy cabrón.

Charles, todavía cogido de su brazo, preguntó:

—¿Y fue así como se quedaron con la fonda?

—Pues sí. Sin más. El padre de Vicent mató a mis padres y luego se quedó con su negocio —replicó Valli—. Así es como funcionó España durante más de cuarenta años.

—¿Y tú qué hiciste? —preguntó el inglés, casi en un susurro.

Valli suspiró varias veces, como si de pronto le pesaran más que nunca sus años de lucha y exilio.

—Como entenderás, me costó mucho recuperarme, pues yo vi lo que pasó con mis propios ojos —contestó la anciana—. Yo vi a ese cabrón disparar contra mis pobres padres, vi cómo sus cuerpos caían al suelo, descompuestos, y tuve pesadillas durante muchos años.

—No puedo imaginar una cosa más horrible —musitó Charles.

—Yo tampoco —replicó Valli—. Menos mal que en esta zona estaba la Pastora, supongo que habrás oído hablar de él.

Charles asintió.

—Era un hombre magnífico —prosiguió la anciana—. Me cuidó mucho, pasamos muchos ratos juntos, sobre todo en silencio, pero fue su apoyo lo que me permitió salir adelante, al menos esos tres años hasta 1953, cuando Carrillo por fin reconoció que aquella era una batalla perdida y ordenó la retirada. Muchos compañeros ya habían desertado, pero yo me quedé un tiempo con la Pastora. Al final, como todos, me fui a Francia.

La pareja llegó al Pla d’Estudi y, poco a poco, se dirigieron hacia el portal de Valli, mientras esta saludaba a alguna vecina o a los abuelos que también regresaban de pasear.

—Así que esa fonda es tuya —dijo Charles—. ¿Nunca la has reclamado?

Valli se encogió de hombros.

—Ya lo intenté al volver, a finales de los setenta, pero los papeles los tenían en regla y, de hecho, la habían comprado, así que legalmente era suya, no había nada que hacer.

—¿Sabe el alcalde lo que hizo su padre?

Valli agudizó la mirada, ahora de lince, hacia Charles.

—No te engañes, Charles —le dijo—, esa familia son puro veneno. Por supuesto que saben cómo se ganaba la vida su padre: asesinando a guerrilleros.

—Pero ¿saben lo de tus padres? —insistió el inglés—. ¿Isabel también?

—Pues claro que lo saben. En los pueblos siempre se sabe todo.

Charles miró hacia abajo, visiblemente desilusionado.

—Ya me hago cargo de que has entablado amistad con aquella mujer, Charles —dijo Valli—. Te aseguro que ella a mí no me ha hecho nunca nada malo, pero no te fíes ni un pelo, esa familia es capaz de las peores barbaridades. Créeme, no te acerques a ellos, que son el demonio y te pueden estar engañando. —Después de una pausa, Valli se acercó hacia Charles, dejando muy poca distancia entre ambos—. No me sorprendería que el alcalde estuviera utilizando a su hija como cebo. Ella te regala cuadros, se hace tu amiga y ya te tiene en el bote para la escuela. No te creas ni una palabra de lo que dicen.

Charles dio un paso atrás y miró a Valli con expresión de rechazo. Aquella advertencia parecía no haberle sentado nada bien, pensó Valli, pero ella debía ser honesta con él.

—Ya veo que tienes aprecio por esa chica —continuó—, pero puede que los sentimientos que ella demuestra hacia ti sean falsos.

Charles le clavó una mirada fría llena de desprecio, que Valli sintió como una espada hundiéndose lentamente en su corazón. Ella ya había sufrido mucho en esta vida y ahora, a su edad, no quería herir a personas que encima eran inocentes.

—¿Y qué sabes tú de sentimientos? —le espetó Charles a la cara—. Si nunca has tenido una relación o una familia propia.

Valli se quedó mirándolo fijamente durante unos instantes y utilizó hasta la última gota de su coraje para no derrumbarse.

—Sé mucho más de lo que tú te piensas —le dijo, y desapareció en su portal, dejando al inglés clavado e inmensamente confuso en la puerta de su casa. La antigua maestra ya no podía soportar más tensión.

Como pudo, subió las escaleras hacia su pequeño piso y, una vez dentro, agotada, se tendió en la cama, hundiendo la cara en sus viejas manos, confusa y aterrorizada por la situación. Respiraba de manera agitada, sintiendo fuertes palpitaciones en el corazón. Nunca había imaginado que aquel momento pudiera llegar.