Charles se quitó su elegante sombrero de paja blanco nada más entrar en la fonda un mediodía en pleno mes de julio, tan solo tres semanas después de su última visita. Ahora, descansado tras finalizar el curso, el profesor venía a ultimar su oferta por la escuela y para conocer el pueblo en verano. Su maleta estaba repleta de camisas de explorador, botas de caminar y algún bastón para ayudarse. Desde la primera vez que había visitado Morella en Pascua, Charles se había enamorado del pueblo y tenía una inmensa curiosidad por verlo en todas las estaciones del año. La primavera había sido espléndida, con los campos de trigo verdes y los almendros florecidos en todo su esplendor. El verano, según había leído, podía ser demasiado caluroso, pero a él eso no le importaba, después de pasar el largo, frío y triste invierno de Londres. Es más, la brisa que había sentido a la sombra cuando recorría la calle de los porches hacia la fonda le había parecido gratamente refrescante, mucho más agradable que cualquier aire acondicionado, pensó.
Ausente Manolo, Isabel salió a recibirle con una amplia sonrisa. La mujer había cambiado, pensó Charles en cuanto la vio. No es que estuviera más delgada ni que fuera más alta, pero con el pelo suelto, sin las gafas y con una falda y una blusa algo más ceñidas, su aspecto mejoraba ostensiblemente. Charles la miró sin poder alejar la vista de sus inmensos ojos verdes, que, a diferencia de otras ocasiones, parecían reflejar un poco más de vida. Esperaba que las pinturas que le habían regalado y los diez mil euros de compensación tras el jaleo de sus alumnos en Pascua hubieran borrado de su mente los embarazosos acontecimientos de esa noche. Por lo contenta que la había visto con la cocina nueva en el viaje anterior, él diría que sí, pero prefirió no tomar nada por garantizado. Las pinturas también parecían haber dejado una grata impresión, de lo que se alegraba especialmente, pues él mismo las había ido a buscar. Después de muchas llamadas y búsquedas en Internet, Charles se había desplazado un sábado por la tarde a Harrods, los mejores grandes almacenes de Londres, para dar con la mejor caja del mercado. Insatisfecho con la oferta, el profesor continuó buscando toda la tarde hasta que encontró una boutique de juegos y objetos de papelería de lujo en pleno Mayfair, justo detrás del Ritz. Allí pidió que grabaran el nombre de Isabel y que le enviaran el paquete a Eton. El detalle no le costó poco, pero, por lo que observó, había merecido la pena. Isabel no parecía guardarle rencor y eso, desde luego, le ayudaría con la oferta, pensó.
—¿Cómo te ha ido el viaje? —le preguntó Isabel, plantándole un beso en cada mejilla, cosa que le ruborizó.
Percibiendo el sonrojo, Isabel, sin saber muy bien qué decir, volvió a su puesto detrás de la recepción para proceder al registro y darle la llave.
—Estupendo, yo con mi sevillana, como siempre —dijo Charles, sonriente, al coger la llave de la catorce.
—Allí sigue —dijo Isabel, mientras rellenaba la ficha de entrada.
—No me he atrevido a explicar esa historia a nadie en Londres —bromeó Charles.
—Yo tampoco la aireo demasiado por aquí —respondió Isabel, rápida.
Charles asió su pequeña maleta y, cuando empezaba a subir escaleras arriba, Isabel, sin levantar la vista del libro de registros, le dijo:
—Cuando te acomodes, si tienes un momento, me gustaría enseñarte algo que he preparado.
Charles se giró y bajó los tres peldaños que había subido. Volvió a dejar la maleta en el suelo y puso las manos sobre el mostrador. Estaba impaciente.
—¿De qué se trata?
Isabel se echó hacia atrás y sonrió.
—Pero, hombre, tranquilo. Acomódate y, cuando estés listo, ya te lo enseñaré —dijo Isabel mientras guardaba la ficha de Charles en una carpeta. De nuevo se volvió hacia él—. Está en el comedor —le dijo.
Charles abrió los ojos con sorpresa y sintió una creciente alegría al sospechar que se podía tratar de un cuadro. Enseguida quiso rebajar sus expectativas, pero el entusiasmo le dominó. Hacía mucho tiempo que nadie, que no fueran sus alumnos, le hacía un regalo —con la excepción de Robin, que siempre le entregaba libros para Navidad y su cumpleaños. Aunque no se podía quejar, pues libros era cuanto quería y cuanto había recibido desde que Meredith le regalara jerséis y corbatas, pero de eso hacía ya muchos años.
—No me puedo esperar, ¡qué curiosidad! —dijo Charles con naturalidad.
—¿No quieres dejar la maleta antes y descansar?
—Estoy perfectamente, tampoco vengo de China; el viaje a Valencia ha ido muy bien y luego el coche alquilado hasta aquí esta vez era cómodo.
Isabel se encogió de hombros y salió de la pequeña recepción.
—Pues vamos, espero que te guste —le dijo—. Pero no esperes gran cosa, ya te aviso.
Charles la siguió con la ilusión de un niño. Hacía mucho que nadie irrumpía con una sorpresa en su vida racional. Sus actividades estaban planeadas al minuto, como a él le gustaba, aunque aquel gesto inesperado le hacía sentirse especial.
Los dos entraron en el comedor, con las mesas ya preparadas para la comida, y Charles miró hacia las paredes como si supiera lo que buscaba mientras Isabel encendía la luz. El inglés enseguida vio un cuadro nuevo, entre las dos ventanas que daban a la calle, al que Isabel enseguida se aproximó.
—Es para ti, lo he hecho con las pinturas tan maravillosas que me regalaste —dijo, directa y natural—. Son las mejores que he tenido.
Charles la miró a los ojos, grandes y honestos, pero la tentación de desviar la mirada hacia el cuadro era mayor que el deber que sentía de mirar a alguien que le estaba hablando. La fuerza del cuadro era demasiada para no prestarle inmediata atención.
Era en blanco y negro, aunque con una infinidad de tonos grises, algunos mostrando grandes contrastes. De tamaño medio y bien enmarcado en madera negra, limpia, fina y reluciente, el cuadro mostraba seguramente un rincón del pueblo, pensó Charles. Aunque no lo conocía, se trataba indiscutiblemente de Morella por el empedrado del suelo, muy parecido al del Placet de la iglesia, la pared de piedra y las casas próximas, bajas, con techos de tejas. Aunque en principio parecía un lugar alegre, por los pinos y las flores que aparecían en él, los tonos grises y una gran nube en la parte superior del lienzo le daban un tono nostálgico. Una rama de pino muy oscura, como a contraluz, casi en relieve, incrementaba el dramatismo y hacía que la obra estuviera casi viva.
Charles dio un paso hacia atrás para apreciarlo desde varios ángulos. Aquel cuadro le maravilló por su fuerza, por lo que sugería. Era un rincón cargado de personalidad y, seguramente, también de historia, pensó el inglés.
Isabel, en silencio, cambiaba de postura una y otra vez, cruzando y descruzando los brazos mientras esperaba el veredicto.
—Bueno, ¿qué? ¿No vas a decir nada? —dijo por fin.
Charles no sabía cómo expresarse.
—Todo lo que diga será poco.
Isabel levantó las cejas y, a los pocos segundos, sonrió. Parecía haber entendido que de Charles seguramente no saldrían más palabras que esas.
—Muchas gracias —respondió.
—¿Seguro que es para mí? ¿Una obra tan importante? —musitó finalmente Charles.
Isabel se rio.
—No te creas que en el mercado se cotiza muy alto, tranquilo.
Charles paseó una y otra vez enfrente del cuadro, del que no podía quitar la vista. Lo colgaría en el salón de su casa en Eton, en el lugar más prominente, encima de la chimenea, donde ahora tenía un aburrido cuadro con motivos de caza de Escocia que le regaló el padre de un alumno hacía muchos años.
—¿Es Morella, no? —preguntó al cabo de unos segundos mientras Isabel miraba por la ventana, con las manos en los bolsillos, sin saber muy bien qué hacer.
La artista enseguida se volvió hacia él.
—Sí, claro, ¿no conoces el Jardín de los Poetas?
Charles negó con la cabeza.
—¿No te lo enseñó mi padre en Pascua, cuando te hizo recorrer todo el pueblo un día? —le preguntó, sorprendida.
Charles se rio ligeramente.
—Qué buena memoria tienes, Isabel, pero el caso es que no, no me lo enseñó. ¿Dónde está?
—Justo debajo de la entrada al castillo, por el convento de Saut Francesc, entre unas callecitas preciosas por la parte de arriba de la calle de la Virgen, muy cerca de aquí —le dijo—. ¿Seguro que no has estado?
Charles frunció el ceño y repasó los rincones del pueblo que había explorado, pero nunca se había encontrado con ese jardín.
—No, lo siento —le dijo—. Pero subiré a verlo enseguida. ¿Por qué lo has retratado?
Isabel dejó pasar unos segundos antes de contestar.
—Siempre ha sido un rincón escondido y especial, y hasta ahora no han empezado a arreglarlo. Han hecho algunos homenajes a poetas y ha quedado como una especie de jardín japonés de Morella, un lugar para reflexionar, para estar tranquilo, para sentarse a leer un libro, lejos del ruido de la plaza.
Aquello fue una sorpresa muy grata para Charles, gran admirador de los jardines japoneses por la tranquilidad que inspiraban. Pero, por un segundo, el inglés se preguntó cómo estaría el mundo si hasta lugares tan tranquilos como Morella necesitaban un espacio zen.
Mirando el reloj, vio que todavía tenía un poco de tiempo.
—Pues ahora mismo dejo la maleta y me voy hacia allí, que aún falta un poco para comer —dijo.
—Si quieres, te acompaño —apuntó Isabel, rápida, mirándole a los ojos.
—Será un placer —respondió Charles sorprendido, pero en el fondo feliz de haber entablado amistad con Isabel. Aquel había sido un intercambio bonito, de pinturas y cuadros, que daba un toque humano a su misión en Morella.
Además, él solo tenía un amigo, Robin, que era más dado a largas y copiosas cenas en restaurantes de lujo en Londres que a los finos intercambios intelectuales que tanto le gustaban a Charles, como este. Por supuesto, en Eton tenía contacto con los numerosos artistas y escritores que a menudo iban a dar charlas a los alumnos, pero aquel intercambio parecía más real y, sobre todo, interesante. Isabel era un personaje que le intrigaba. Era poco atractiva, tenía un padre abusivo que la tenía esclavizada en la fonda y, encima, la habían echado del trabajo. Pero ella, con un gran talento que solo él podía reconocer, no se había hundido en semejantes circunstancias y había desafiado a todos remodelando la cocina y poniéndose a pintar de nuevo, sin consultar nada a nadie. Aquella mujer valía mucho más de lo que todo el mundo creía, se dijo.
Tan solo unos minutos más tarde, la pareja llegó a lo que Isabel definió como su rincón preferido de Morella. Con un vestido veraniego anaranjado que contrastaba bien con su piel morena, Isabel se sentó en uno de los bancos de madera al fondo del jardín.
—No me extraña, la verdad, que mi padre no te trajera hasta aquí —dijo, sacando del bolso unas oscuras gafas de sol y poniéndoselas.
—¿Por qué? —preguntó Charles, sentándose a su lado. Desde allí, a la sombra de una enorme acacia, podían ver el resto del jardín, en el que destacaban unas magnolias y rosas abiertas en todo su esplendor.
Isabel suspiró.
—Seguramente no te traería aquí porque, como te habrás dado cuenta, sus inquietudes culturales y poéticas son más bien escasas —dijo—. Por decirlo de alguna manera.
Charles se giró hacia ella y la miró con complicidad, sin decir nada.
Isabel continuó:
—Ahora tenemos un poco de polémica, porque un grupo local quiere dedicar este espacio a varios poetas valencianos, como Carles Salvador o Vicent Andrés Estellés, un poeta muy comprometido.
—¿Comprometido con quién? —preguntó Charles, haciendo sonreír a Isabel.
—Comprometido con la lengua y la cultura valencianas, con los males del franquismo y todas esas cosas —le contestó esta.
Charles relajó los hombros y apoyó la espalda en el banco.
—¿Qué escribía? —preguntó mirando a Isabel. Esa mujer era muy diferente a la que conoció en Pascua, con una cofia en la cabeza y una fregona en la mano, pensó Charles. Aquella mujer era en realidad una artista con mucha sensibilidad, se dijo.
—Pues a él le encantaba Morella y escribió versos preciosos —respondió Isabel—. Escribió, por ejemplo, que Morella era «un soneto de catorce torres, de silencio porticado, que recibía el pétreo abrazo de una muralla».
Los dos permanecieron en silencio durante unos instantes.
—De todos modos, él mismo decía que las palabras eran inútiles —apuntó finalmente Isabel.
—¿Inútiles?
—Según Estellés, las palabras no fueron suficientes para curar el dolor y todos los rencores que sembraron cuarenta años de franquismo, que también se llevó por delante la cultura y la lengua valencianas, además de las catalanas, claro.
Charles emitió un pequeño suspiro.
—Pues sí —dijo—. La verdad es que no me imagino a tu padre publicitando estos mensajes en un jardín de poetas.
Isabel le miró quitándose las gafas de sol y levantando una ceja. A la sombra, sus ojos eran todavía más verdes y almendrados.
El inglés recorrió el jardín con la mirada y, sobre todo, percibió el olor de las rosas y los pinos que les rodeaban. Había silencio, solo interrumpido por las voces de algunos turistas que se hacían una foto a la entrada del castillo, justo detrás de donde estaban.
—Es un lugar maravilloso —le dijo—. Seguramente también será del agrado de la antigua maestra, Vallivana, con quien precisamente he quedado esta tarde. ¿La conoces?
Isabel lanzó una sonrisa cargada de paciencia.
—Valli, sí, claro, todo el pueblo la conoce. ¿Te has hecho amigo de ella? —le preguntó, curiosa.
—Ya sé que se opone al proyecto de tu padre —respondió Charles, conciliador—, pero fue muy amable con mis alumnos, nos dedicó mucho tiempo, lo que es de agradecer, sobre todo teniendo en cuenta su edad.
—Esa mujer es incombustible —dijo Isabel—. No importa lo que le pase, que ella, al día siguiente, siempre está otra vez tan pancha comprando por la plaza.
Isabel hizo una breve pausa, cruzando unas piernas sorprendentemente estilizadas, sobre todo en comparación con el resto de su cuerpo, pensó Charles.
Isabel prosiguió:
—Ya sé que mi padre y ella no son grandes amigos, pero a mí siempre me ha tratado bien. De hecho, yo creo que la pobre ha sufrido mucho en esta vida, en la guerrilla, en el exilio, y nunca nadie le ha dado nada. —Isabel dejó pasar unos segundos antes de continuar—. Existen algunos rumores, pero no se le conoce ningún amor o relación; al menos, que se sepa, nunca se la ha visto con nadie en el pueblo. Sola y sin familia, a mí más bien me da un poco de lástima —concluyó.
Los dos permanecieron unos segundos en silencio.
—Parece una vida más bien solitaria —apuntó Charles, pensando que la suya también lo era, pero al menos él no había sido guerrillero y nunca le había faltado de nada.
—Sí —respondió Isabel, con súbita energía—. Pero allí va ella, siempre decidida con sus proyectos. Mírala cómo está luchando por su escuela. En el fondo es de admirar.
Charles asintió con la cabeza.
—¿Y ahora te quiere ver a ti? —preguntó Isabel, interesada.
—Pues sí —respondió Charles—. La ruta de Orwell que nos organizó fue muy interesante, así que le pregunté si me podía enseñar esta vez algunas de las zonas donde vivió cuando estaba en la guerrilla, al parecer no muy lejos de aquí.
Isabel respiró hondo.
—Sí, esta zona fue muy activa —dijo en tono resignado—. Es una tragedia llegar a una guerra solo por tener ideas diferentes.
—Y parece que nadie aprende la lección —apuntó Charles—. Todavía existen muchas guerras por el mundo.
—Guerras y lo que viene después, que a veces es incluso peor —añadió Isabel—. Seguro que Valli te lo explicará muy bien, ella ha hablado mucho en conferencias y por colegios. —Isabel volvió a cruzar las piernas y se giró hacia Charles—. En cambio, yo odio la política.
—¿No te interesa? —preguntó Charles, sorprendido.
—No —respondió Isabel con rotundidad—. A mí me interesan las personas, el arte, las plantas y los árboles. Mientras tengamos para vivir, ¿qué más da que gobiernen unos u otros?
—Hombre, importa mucho, ya que unos favorecen a los suyos, y los otros, pues igual.
—Yo creo que hay que favorecer a todos, empezando por los más necesitados, por pura lógica, ¿no?
Charles la miró con atención.
—No sé si esas son las directrices del partido de tu padre…
El profesor sintió la mirada directa de Isabel sobre sus ojos.
—Mi padre, en primer lugar, no tiene partido, es independiente —le respondió esta seria—. Y luego, yo tengo mis propias opiniones.
El comentario empequeñeció a Charles, quien se apresuró a disculparse:
—Espero no haberte ofendido.
Isabel ladeó la cabeza y le sonrió.
—Para nada, inglés, me gusta hablar contigo. Eres el único que me escucha —le dijo, volviéndose a poner las gafas de sol.
Por un instante, Charles sintió cierta lástima por Isabel, pero la alegría que sentía por aportarle algo importante era mucho mayor. Siendo profesor, siempre se había sentido útil, pero muy pocas veces había pensado que sus palabras, expresiones o presencia podían hacer sentirse mejor a alguien, y mucho menos a una mujer. Ese pensamiento le proporcionó una sensación de bienestar que no quiso interrumpir.
Los dos permanecieron en silencio durante un largo rato. Escuchaban el sonido de su respiración, las bromas de los turistas y alguna ligera ráfaga de viento. Cómodos el uno con el otro, no se levantaron hasta que el reloj de la iglesia dio la una, haciendo levantar a Isabel de golpe, pues tenía el primer grupo para comer a las dos.
Hacia las seis de la tarde, cuando el calor había bajado algunos grados hasta llegar a ser soportable, Charles llegó puntual a la casa de Valli en el Pla d’Estudi. En la mano, llevaba una docena de rosas amarillas que ya había encargado desde Londres a la floristería local para que no le faltaran. Era la primera vez que veía a la anciana desde que había ido con sus alumnos en mayo, ya que cuando fue en junio le dijeron que se encontraba de viaje, aunque nadie sabía dónde.
El caso es que, después del encuentro con los alumnos, Valli había escrito a Charles invitándole a tomar café con ella cuando volviera a Morella, a lo que Charles accedió encantado. Aquella anciana parecía muy en contra de Vicent y Charles quería saber, antes de comprometerse con la escuela, si aquello eran manías de persona mayor o si había más razones de fundamento que él debiera conocer. A Charles tampoco se le había pasado que la anciana contaba con algunos aliados importantes en el pueblo, como Cefe, el del banco. Si iba a comprar la escuela, debía intentar llevarse bien con todos y evitar cualquier enemistad.
—¡Ya voy! —gritó Valli de repente desde arriba de las escaleras.
Charles respondió también a voces, cada vez menos preocupado de perder sus impecables modales ingleses cuando era menester:
—Tranquila, ¡no hay prisa!
Al cabo de pocos segundos, Valli se presentó, muy sonriente, con pantalones caqui, un antiguo macuto a juego, unas botas de montaña desgastadas, una amplia camiseta de manga corta —que exponía sus brazos grandes, blancos y arrugados— y una gorra a la americana sobre la cabeza. Podría haber pertenecido al grupo de Fidel Castro en 1959, pensó Charles. Mientras se ponía las gafas de sol, la anciana le dijo:
—¿Estás listo, camarada?
A Charles le impresionó la vitalidad de aquella mujer, octogenaria y todavía en plena forma física y mental. Asintió.
—Vive usted en una plaza muy bonita —dijo el profesor, mirando hacia los antiguos balcones de madera que destacaban en la inmensa plaza.
Valli, que ya se había puesto a andar, se detuvo al cabo de unos pasos.
—Es el Pla d’Estudi, muy antiguo —le explicó—. Así se llama desde finales del siglo XV y aquí estaba la Casa Piquer, donde se enseñaba latín y humanidades, lo más importante por aquel entonces.
—Sin duda, una dirección muy apropiada para una maestra —le dijo, admirado de la historia académica de la localidad.
—Y más para una republicana —apuntó Valli, rápida—. Se llamó plaza de la Constitución durante la Primera República y plaza de la República durante la Segunda, aunque ya en 1938 la cambiaron a plaza del Generalísimo hasta 1985, cuando recobró el nombre inicial.
Valli arrancó a andar de nuevo.
—Veremos qué nombre la darán en la Tercera República.
Charles sonrió. El inglés intentó coger a Valli del brazo para ayudarla, a lo que la anciana inmediatamente se resistió.
—Ya voy bien, gracias —le dijo—. Pues si no pudiera ni andar delante de mi casa, iba yo apañada; ya verás por dónde te llevo.
—Tengo un gran interés y curiosidad —replicó Charles.
El profesor realmente había esperado ese momento con gran expectación, ya que, aparte de todo cuanto había leído sobre la guerra civil, últimamente le habían venido a la memoria, de repente, algunos recuerdos de su padre, quien a veces le hablaba de la guerra de España. Charles solo sabía que su padre había apoyado a la República por tratarse de un gobierno democrático y que había sido una de las primeras personas en Cambridge en advertir del peligro nazi. Su padre, aunque parco en palabras, a veces le había contado que había estado en Barcelona durante la guerra, escribiendo noticias o reportajes propagandísticos junto a su amigo George Orwell. Alguna vez, le había contado que había estado en el frente, pero Charles solo recordaba vagas descripciones de trincheras, del sofocante calor que sufrieron o de las latas de conserva que consumían. Ahora por fin podría ver por sí mismo algunos de esos lugares.
Al volante de su Seat Ibiza de alquiler, Charles y Valli salieron de Morella por la Alameda, pasando por el antiguo matadero —cosa que disgustó ligeramente el estómago del inglés, poco acostumbrado a imaginarse animales degollados—. A escasa velocidad, siguieron por la carretera de Vinaroz hasta el Collet d’en Velleta, un alto que ofrecía una de las mejores vistas de Morella. Pararon y Charles aprovechó para sacar unas fotos. Distraído, apenas se había dado cuenta de que Valli se había echado a andar por una pista de tierra que partía de ese punto. Charles se apresuró hasta alcanzarla.
—Los maestros de la República íbamos por estos caminos de Dios en un carro tirado por dos viejas mulas —decía—. Llevábamos libros, gramófonos y hasta un aparato de cine para ofrecer los primeros dibujos animados que esos niños vieron en su vida —le explicó mientras andaba a buen paso—. Pobres, no habían visto más que estos montes, no sabían ni lo que era un libro.
Las vistas mejoraban a medida que seguían la pista, pues el pueblo cobraba una perspectiva menos frontal, más interesante. El silencio, el crujir de la bota en la tierra, el olor a romero y espliego llenaron el corazón de Charles de paz y sosiego. El inglés observaba ensimismado aquella tierra dura, de piedras, rocas y escasa vegetación. En apenas unos minutos, llegaron a un cruce con una carretera principal y se detuvieron un instante para contemplar las vistas. El pueblo resaltaba majestuoso en contraste con el cielo azul, sin nubes y bañado por el sol de la tarde. Charles respiró hondo y, mirando a su alrededor, distinguió una pequeña florecilla roja que surgía de una roca cercana, tiesa, simpática y alegre. Valli vio cómo el inglés observaba esa maravilla de la naturaleza y se aproximó.
—En este mundo todo es cuestión de voluntad, hasta para las flores —dijo.
Charles asintió con la cabeza y miró hacia las montañas casi peladas a su alrededor.
—Debió de ser muy duro vivir por estos montes.
Valli suspiró y miró hacia Morella. El pueblo se mostraba ahora tranquilo, veraniego, emanando paz. El ruido de los bombardeos quedaba muy lejos.
—Pues sobrevivimos, claro, ¿qué íbamos a hacer? —respondió la anciana en tono resignado.
Después de un silencio, Valli emprendió el camino de vuelta al coche con el paso ahora un poco más tranquilo.
—Tú me ves ahora como una abuelita —le decía a Charles—, pero yo fui joven muchos años, estaba llena de esperanza. Creíamos, de veras, que íbamos a acabar con Franco y a devolver la democracia a este país. Estábamos convencidos. —Después de un suspiro, continuó—: Y para ese fin, todos los medios eran justificables. Era una situación extrema y por eso realizamos acciones que hoy en día parecen brutales, pero que entonces eran cuestión de vida o muerte.
—Así es como avanza la historia —apuntó Charles, intentando que se sintiera más cómoda.
La pareja llegó de nuevo al coche y reanudó el camino hacia la próxima parada, que Charles todavía desconocía. Valli tan solo le había dicho que siguiera sus indicaciones.
—Fíjate que estas carreteras están llenas de curvas —dijo la anciana—. Pues eso lo aprovechábamos para atracar a todo tipo de vehículos y camiones, que debían frenar en cada giro y así resultaba más fácil detenerlos. Actuábamos sobre todo de madrugada, parando a transportistas de comida o verdura, a quienes les dejábamos o sin blanca o sin mercancía —dijo, mirando al suelo y sin dejar de andar—. Había que comer, aunque el dinero que conseguíamos se lo dábamos a las familias de los prisioneros de Franco, que no tenían qué llevarse a la boca. Cuando podíamos, también pagábamos a las masías que nos abastecían, muchas de ellas por complicidad más que por obligación.
—¿Teníais mucho apoyo?
—Al principio sí, aunque las condiciones se fueron endureciendo. Los masoveros que no pertenecían al movimiento debían pagar muchos impuestos y, a veces, se les obligaba a donar parte de la cosecha. Tampoco se les permitía trabajar los domingos, por lo que muchos perdían producto. A uno incluso lo detuvieron por recoger cuatro tomates en domingo, aunque solo eran para uso doméstico. El régimen se volvió loco —dijo la anciana negando con la cabeza. Al cabo de unos instantes, añadió—: Aun así, en las masías nos daban comida, jamones y provisiones para algunas semanas. En la masía de Fusters, por ejemplo, a mí me dieron unas alpargatas, mientras que en la del Campello mi grupo consiguió un mosquetón Mauser y en la de Gasulla, conseguimos algunas granadas.
—¡¿Granadas?! —exclamó Charles, girándose hacia ella, aunque enseguida volvió la atención a la carretera.
Valli alertó al inglés del desvío hacia Vallibona que debían coger. El profesor obedeció, concentrándose en la conversación a pesar del sinfín de curvas muy cerradas que tenía aquella carretera tan estrecha. Valli continuó:
—De las granadas se encargaban los hombres —dijo—. Yo era la única mujer de mi grupo, aunque por el Maestrazgo llegamos a ser hasta diez guerrilleras. Yo más bien me quedaba en el campamento, pues era responsable de la revista El Guerrillero, que escribía para informar y básicamente para dar ánimos a los compañeros. Era mensual y tirábamos unos ciento veinte ejemplares.
—¿Dónde se imprimía?
—Teníamos una pequeña imprenta que nos facilitó un enlace. Ya verás dónde instalamos el campamento, aquello era como un poblado. Las condiciones eran muy duras, pero teníamos de todo.
La pareja por fin llegó a Vallibona, un pueblo muy pequeño, escalonado en la montaña, con calles y casas de piedra muy parecidas a las de Morella. Las puertas, ventanas y balcones eran también casi todas de madera, fieles al estilo del Maestrazgo.
Aparcaron justo a la entrada del pueblo y enseguida cogieron un pequeño camino que partía de detrás de la iglesia. La llanura pronto se terminó y la pareja, a buen paso, se internó en un bosque de pino denso para enseguida alcanzar la roca calcárea de la base de la montaña. Desde la carretera, Charles había distinguido unas paredes casi verticales de roca muy alta y con escasa vegetación que protegían al pueblo; pero ahora, desde el valle, apenas podía ver lo alto de las cimas. El paseo era agradable, entre pinos, encinas y alcornoques cada vez más densos. Al cabo de unos veinte minutos de marcha, la pareja llegó a la confluencia de dos grandes rocas, entre las que se enfilaba una pequeña escalera, de roca también, a buen seguro excavada a mano. Después de atravesar el pequeño desfiladero, el camino, cubierto de agujas de pino, seguía por un bosque para luego sortear de nuevo un conjunto de piedras gigantescas que, a veces, formaban un pequeño cañón. La ruta cada vez era más confusa, pues los enebros y matorrales alrededor del camino cada vez eran más altos y no permitían distinguir bien por dónde seguir.
—Mira —dijo Valli, un poco jadeante—. Estas sabinas y matojos nos dieron el nombre de maquis, ya que macchia significa «matorral» en corso —le explicó—. Estas tierras eran perfectas para nosotros, pues aquí no nos encontró nunca nadie. Además, las rocas, llenas de recovecos, están tan mimetizadas con el paisaje que disimulan todos los escondrijos.
El profesor seguía a la anciana con los ojos bien abiertos, inmerso en ese mundo totalmente inédito y cada vez más frondoso. Desde su posición, apenas podían ver más que a dos o tres metros de distancia, aunque a veces llegaban a pequeños claros desde donde se veían las montañas al frente, pero ya sin rastro del pueblo. Después de atravesar más cañones, ahora rojizos, y un pinar que parecía más bien joven, la pareja por fin llegó a un gran claro, muy cerca de la cima, después de casi una hora de camino. Charles se sorprendió de lo poco cansada que parecía Valli, pues sus mejillas apenas estaban sonrosadas y en su frente no distinguía casi ni una gota de sudor.
—Estás en forma —le dijo.
—Estos caminos me los conozco como la palma de la mano; si no recorrí este tramo más de mil veces en los diez años que viví en estos montes, no lo hice ninguna.
—¿Diez años? —exclamó Charles con sorpresa. Una década era mucho tiempo para vivir escondido. Aquello le tendría que haber dejado grandes secuelas.
Valli se sentó en una piedra y, lentamente, pasó la mano sobre el pequeño macuto que llevaba, ahora apoyado en su regazo.
—Es de lo poco que conservo de esa época —dijo—, acariciándolo con sus manos fuertes y gruesas.
Charles se acercó para observar mejor el pequeño bolso, de color verde oscuro más bien deshilachado, con una bandera republicana cosida al frente de la que apenas quedaba la mitad.
Los dos aprovecharon el silencio para sacar un poco de agua de sus respectivas bolsas y echar un trago. Charles se quitó el sombrero para secarse el sudor y se sentó en una roca en medio del claro, justo enfrente de Valli.
—Yo ya estoy muy vieja para subir al mirador —dijo la anciana al cabo de unos instantes—, pero tú, que todavía eres joven, puedes subir por unas escaleras que hay al fondo, detrás de aquella roca —dijo Valli, señalando hacia una gran piedra—. Las construimos los veinte que vivíamos aquí, a martillazo puro, para instalar un puesto de vigilancia en lo más alto de la montaña. Sube si quieres, porque hay unas vistas impresionantes —le dijo.
Sin pensarlo, Charles dejó su mochila junto a Valli y, cámara en mano, siguió sus indicaciones. Al llegar arriba del todo, a menos de cien metros del claro, el inglés divisó una larga cordillera uniforme e ininterrumpida de montañas que se perdía a lo lejos sin que se pudiera divisar el fin. Del pueblo no se divisaba nada y, a ambos lados, solo se veía cielo o más montaña cubierta de pino y roca. No se oía más que a los pájaros, el vaivén de algún animal entre los matorrales y el suave silbar del viento. Charles cerró los ojos y aspiró el aire tan puro de aquellas montañas. De nuevo, alzó la vista; en el cielo no corría ni un avión ni se vislumbraba una nube. Estaba claro, azul, ya tiñéndose de rojizo para anunciar el atardecer. El profesor sintió una gota de sudor que le resbalaba por el torso, que ahora sentía fuerte y sano, más masculino que nunca. Ese clima caluroso, pensó, era como una antorcha de vida que le hacía sentirse más vivo, más fuerte. Se miró la camisa, sorprendido, pues apenas la notaba sobre la piel.
Charles miró a su alrededor una y otra vez. Estaba allí, en medio de la nada, con una anciana a quien apenas conocía, lejos de su vida minutada de Eton, de su constante ir y venir. Podía hacer o pensar lo que quisiera, pues allí, en el fin del mundo, nadie se daría cuenta. Se sintió libre, tanto como en aquel viaje a la India después de la universidad, cuando se sentaba solo junto al lago Pichola, en Udaipur, para ver caer el sol. Pensó en su padre y se preguntó si él habría experimentado una sensación similar en aquellas tierras. Quizá por ello había insistido tanto en que aprendiera la lengua. Igual su padre tenía pensado explicarle todo cuanto hizo en España durante la guerra cuando él fuera mayor, pero al morir ya no pudo. Cuántas preguntas tenía ahora.
Charles escuchó un ligero toser y pensó que no debía dejar sola a Valli en aquel lugar. Sacó unas fotos y enseguida se reunió con su guía, que seguía tranquilamente sentada, acariciando su macuto.
—Tu oficina no tenía malas vistas, ¿eh? —le dijo, sacándole una sonrisa.
—No sabes cuántas guardias me tiré allí arriba, y no todas eran bajo un cielo rojizo crepuscular y veraniego como hoy, ya te digo —respondió la anciana—. El invierno aquí era muy duro, con más de diez grados bajo cero y a veces hasta nieve.
—¿Cómo sobrevivíais? —preguntó Charles, sintiendo frío solo de pensarlo.
—Pues con muchas mantas, sacos de dormir, apiñados los unos contra los otros y bien arropados entre las rocas —contestó—. Y por supuesto más de una hoguera ardiendo toda la noche. Por eso, cuando íbamos a las masías, aparte de comida, lo que más necesitábamos eran cerillas.
—Me decías que muchos os ayudaban.
—Sí, sí, sobre todo los masoveros, aunque iban con mucho cuidado, porque si los descubrían los podían matar o meter en prisión —explicó Valli—. El régimen fue muy cruel y pronto se sacó de la manga la Ley de Fugas, que legalizó los asesinatos a los guerrilleros. De hecho, los guardias recibían premios, condecoraciones y hasta paga doble por cada maquis muerto.
—¿Murieron muchos? —preguntó Charles en el tono más delicado que pudo.
—Pues según un estudio, solo en la provincia de Castellón y en los diez años de lucha, entre mediados de la década de 1940 y mediados de la de 1950, hubo setenta y nueve maquis muertos y once guardias civiles fallecidos. Y más de seiscientos enlaces detenidos.
—¿Conocías personalmente a alguno de los fallecidos?
—Sí, sí, claro, perdí a muchos amigos y compañeros —respondió Valli con un pesar que hasta ahora había disimulado bien—. Yo conocía a la mayoría de compañeros. Desde que entré a España por el valle de Arán en 1944, nunca operé sola. Siempre compartí la organización de asaltos, sabotajes, robos y atracos con otros, con los que pasé horas planeando esos golpes. Además, como a mí por lo general me tocaba conducir el camión que recogía el botín, me pasaba largas horas de espera charlando con los camaradas; los conocía bien.
—¿Sabotajes y atracos? —preguntó Charles, sin poder imaginar a esa amable anciana en plena acción.
—Había que vivir y queríamos ayudar a las familias de presos y exiliados. De las masías nos llevábamos patatas, aceite y harina, que subíamos hasta aquí en sacos de veinte o treinta kilos, cargados a la espalda. También nos daban, o cogíamos, navajas o relojes. Cuando podíamos les pagábamos, pero si no, siempre decíamos que lo hacíamos para España y no para nosotros. —Valli bebió un poco más de agua y continuó—: Este campamento era muy activo, formaba parte de la AGLA, la Agrupación de Guerrilleros del Levante y Aragón, de la que estaba al mando el Cinctorrà, que por supuesto era solo su apodo. —Valli hizo una pausa—. A mí me llamaban la Mestra, claro. El caso es que el Cinctorrà organizó numerosas actividades. Personalmente, con él yo paré un camión Ford que venía de las minas de Castell de Cabres, a las cinco de la mañana, y del que sacamos más de cinco mil pesetas. También entramos en esas minas de carbón, gracias a la colaboración del contable de la empresa, y nos quedamos con la mayoría de los beneficios de la feria de Cedrillas, en Teruel, al parar los camiones que venían cargados de ganancias. Cuando podíamos, también les quitábamos las escopetas.
Charles callaba al no dar crédito a cuanto la antigua maestra le explicaba. Esta continuaba hablando, ahora paseándose entre los pinos, acariciándolos suavemente, como si fueran muebles antiguos. Para ella lo serían, pensó el inglés.
—Pero, claro, lo más efectivo eran los bancos —dijo—. Del de Villafranca, por ejemplo, nos llevamos ciento treinta y cinco mil pesetas.
—¿Qué hicisteis con tanto dinero?
—Dárselo a las familias que lo necesitaban —contestó Valli, rápida—. No éramos ni ladrones, ni criminales, ni bandoleros, no lo olvides nunca. Luchábamos contra una dictadura fascista.
—¿Y decías que teníais apoyo popular?
—Sí, pero todo se complicó a medida que pasaban los años, ya que la Guardia Civil, a la que le costó seguirnos la pista, al final se organizó y hasta se disfrazaban de maquis para engañar a los masoveros y así destapar nuestra red de enlaces.
—¿Los reconocían?
—Pues claro que sí. Ya me dirás tú, que el masovero es hombre de campo, avispado y buen conocedor de las gentes de montaña, ¿cómo no va a reconocer a un guardia civil que por lo general procede de la otra punta de España, que no conoce estos montes en absoluto y que ni tiene las manos rasgadas de trabajar en el campo?
Charles no dijo nada mientras Valli se sentaba de nuevo en un tronco. No quería interrumpir aquel fabuloso fluir de recuerdos.
—El caso es que el Cinctorrà también cambió y algunas de sus últimas acciones perjudicaron a la población civil —siguió Valli, ahora con pesar—. Una vez volamos la línea de tren Valencia-Barcelona, pero no hubo ninguna víctima, y otra, secuestramos al alcalde de la Llècua, una aldea muy cerca de Morella. El hombre, de apenas cuarenta años, era muy querido por todos. Aquello fue una equivocación, ya que nos lo cargamos, al pobre Ramonet, y encima nos quedamos sin ningún enlace en toda la zona. —Valli se tomó un respiro—. Tampoco ayudó la granada que pusimos en la estación eléctrica y que cortó el suministro de luz a Morella en plena celebración de las fiestas sexenales.
—¿Por qué saboteasteis las fiestas, si era de lo poco de que podía disfrutar la gente?
—Porque el gobernador civil y no sé cuántos obispos participaban en la subida de la Virgen de Vallivana al pueblo y queríamos demostrarles que no todo el país estaba tan feliz con el franquismo como ellos pretendían. Era la única manera de lanzar un mensaje a los militares y eclesiásticos que venían de Castellón, Tarragona o Valencia para las fiestas, pues en esas ciudades apenas teníamos actividad. En esos lugares tan llanos no hay donde esconderse, así que la guerrilla se concentró en los montes de Teruel, Castellón y Cuenca, y en algunos puntos de Asturias o de Sierra Nevada, al sur.
Charles no podía dejar de mirar a aquella mujer con toda su atención, aunque esta, con la mirada perdida, apenas se daba cuenta de cuanto acontecía a su alrededor.
—Luego, las cosas empezaron a ir mal —continuó—. El primer secuestro que realizamos funcionó bien, el de Salvador Fontcuberta, amo de una casa textil de Benicarló, a quien sacamos doscientas cincuenta mil pesetas. Pero al año siguiente, a la Pastora y a su compañero, Francisco, les pillaron en casa de los Nomen, en Els Reguers, en Tortosa, y eso empezó a quitar confianza. Además, las órdenes de Carrillo que llegaban desde Francia apenas eran claras y poco a poco muchos maquis empezaron a ver que la gran operación que debía acabar con Franco nunca llegaría. Al final, muchos desertaron a Francia, y yo entre ellos.
—¿Andando?
—Sí, claro, por supuesto. De aquí al Ebro, luego a Montblanc y subiendo por Lleida hasta Prats de Molló, como todos. Atravesando los Pirineos en pleno invierno.
—¿No estaba la frontera muy vigilada?
—Ciertamente —contestó Valli, ahora mirándole—. Pero no te creas tú que la Guardia Civil era como Scotland Yard. Una noche, con un compañero, nos hicimos los borrachos en un pueblo muy cerca de la frontera que afortunadamente celebraba sus fiestas locales. Así, cogidos el uno del otro, medio cayéndonos y con unas botellas en la mano les dijimos que nos dirigíamos a Francia, a más de diez kilómetros de ese lugar y justo antes de una montaña muy alta que había que subir y bajar para llegar al país vecino, en plena noche y borrachos como se pensaban que íbamos, los del puesto de mando, medio dormidos, nos dejaron pasar pensando que seguramente nos tendrían que recoger de alguna cuneta a la mañana siguiente. Nosotros, nada más dejarles atrás, tiramos las botellas y arriamos tan deprisa como pudimos para llegar a Francia al amanecer.
A Charles le recorrió un calambre por todo el cuerpo al imaginarse a Valli volando estaciones eléctricas, cruzando los Pirineos o asesinando a alcaldes. La miró confuso, cosa que la anciana pareció leer.
La antigua maestra se levantó y, en silencio, se acercó lentamente al centro del claro. Miró al cielo y luego a Charles.
—Yo nunca maté a nadie —le dijo—. Aunque participé en el secuestro del Ramonet de la Llècua, yo siempre me opuse a que lo mataran.
Charles se mantuvo en silencio, intentando que su rostro no revelara las dudas que sentía acerca de aquella afirmación.
Valli se aproximó al profesor, más cerca de lo que él creía necesario, y le dijo muy seria:
—Yo nunca maté a nadie y todo lo que hice fue por la democracia; solo quiero que recuerdes esto. Finalmente, perdimos, pero yo luché hasta el final.
Charles asintió, absorto en los ojos negros de aquella impresionante mujer. Su cara estaba cansada, arrugada, curtida por el terror, el frío, la lucha y el miedo. Pero sus ojos seguían vivos, humanos, mirando al mundo con la sabiduría acumulada durante casi noventa años, pero todavía con la ilusión de un joven. Charles no había visto nunca unos ojos así, tan cargados de sabiduría y entusiasmo.
Después de unos instantes, el inglés tuvo que desviar la mirada, incapaz de soportar tanta intensidad. Se sintió pequeño e insignificante al lado de aquella personalidad. ¿Para qué había luchado él en esta vida?
El último rayo de sol desapareció del claro y Valli y Charles se miraron en mutuo entendimiento. Los dos recogieron sus bolsas y emprendieron el camino de regreso, que a Charles se le hizo muy corto, pues por su mente discurría un torrente de ideas, preguntas y recuerdos.
Entre la confusión y mientras dejaban atrás crestas y barrancos cubiertos de coscoja y aliagas, Charles recordó el cuadro de Isabel, que retrataba un dramatismo similar al que acababa de sentir con aquellas historias espeluznantes. España era un país alegre, soleado y maravilloso, con un paisaje espectacular, pero corroído internamente por una historia negra, dramática y trágica. Todavía.
Mientras avanzaba, Charles pensó en Isabel, preguntándose si aquella mujer no era lo opuesto a su país: trágica por fuera pero equilibrada y en paz por dentro. Al inglés todavía le admiraba la seguridad con la que Isabel ordenó a sus estudiantes limpiar la fonda cuando estos no habían tocado una fregona en su vida, o no estaban acostumbrados a recibir órdenes de mujeres. Charles sonrió al pensar que Valli también los habría hecho formar de manera inmediata. El profesor sintió curiosidad por saber qué relación existía entre las dos mujeres.
—Supongo que por estos lares se inspiraría el poeta Estellés —dijo para amenizar el camino.
Valli, caminando delante, se giró.
—¿Cómo conoces tú a ese espléndido poeta? No sabía que lo habían traducido al inglés.
—Desgraciadamente nunca lo he leído —respondió Charles, adoptando su tono educado y postura erguida de costumbre—. He estado esta mañana en el Jardín de los Poetas con Isabel, la hija del alcalde, quien me ha hablado de él.
Valli se detuvo y le miró con sorpresa, por lo que Charles, para evitar preguntas, apuntó:
—Por una historia algo larga de explicar le traje unas pinturas de Londres y ella me ha regalado un cuadro precioso de ese jardín. ¿Has visto sus cuadros?
Valli, a quien la explicación parecía haber despertado más preguntas que respuestas, respondió:
—Sí, he visto los que tiene en la fonda; no están mal. —Después de una breve pausa, añadió—: ¿Os habéis hecho amigos?
Charles asintió y arrancó otra vez a andar, seguido de Valli. El inglés le explicó cuánto le gustaban los cuadros de Isabel, ya que estos revelaban la fuerte personalidad de Morella, que, sin duda, le había cautivado. El profesor caminaba y hablaba ligero y alegre mientras la brisa del atardecer le envolvía suavemente. Entre aquellos montes y aquellas historias, se sentía feliz.
Sin darse cuenta, llegaron a Vallibona y Charles se sorprendió al percibir que solo había hablado, o más bien monologado, sobre Isabel y sus cuadros durante buena parte del camino de regreso.
Al entrar en el coche y por fin descansar, Valli le miró a los ojos y le dijo muy seria:
—Ya sé que esa chica no tiene culpa de nada. Conmigo siempre ha sido muy amable. Pero, Charles, no te fíes de ella, que esa familia es el mismo demonio.
Charles paró el motor del coche, que acababa de arrancar, y la miró con gran sorpresa. Valli continuó:
—Ese cuadro puede ser una manipulación por el tema de la escuela.
Aquellas palabras dolieron a Charles, entusiasmado como estaba con la obra.
—¿Cómo puedes decir eso, Valli? Isabel es una chica estupenda.
—No digo que no lo sea, Charles —le respondió la anciana—. Solo te aviso de que no te fíes. Esa familia lleva el demonio muy adentro. —Valli hizo una breve pausa, sin perder la vista al frente.
Justo cuanto Charles iba a contestar, la anciana se le anticipó:
—Ahora estoy muy cansada, Charles. Hoy ya he hablado mucho, pero si quieres continuamos otro día.
Charles, por respeto, accedió, aunque sentía una necesidad imperante de defender el honor de Isabel. Su cuadro le había llegado muy hondo, pues era un detalle cargado de sentimiento y pensado para él. Hacía mucho que nadie le había dedicado un detalle de esas características, quizá nunca.
Sin decir más, arrancó de nuevo el coche y regresaron a Morella sin pronunciar palabra. Aquella conversación tendría que continuar, se prometió Charles a sí mismo.