13

Valli y Sam Crane llegaron al Embassy en el taxi que Soledad les había pedido después de presentarlas al final del acto del Instituto Internacional. Era una noche calurosa y las dos mujeres, con una diferencia de edad de más de cincuenta años, llegaron al famoso salón de te convencidas de que se disponían a tratar asuntos tan importantes como delicados. Las dos habían oído hablar mucho la una de la otra.

Al entrar y ver aquellas mesas de madera reluciente tan bien dispuestas, los pastelitos del mostrador delicadamente alineados y, básicamente, de sentir la mirada curiosa de tres camareros de pajarita y chaleco negros que se apresuraron a atenderlas, inmediatamente supieron que debían cambiar de lugar. La conversación no se anunciaba ni trivial ni intelectual, sino un intercambio personal y, sobre todo, íntimo. Nada que pudiera discutirse en un ambiente tan callado y formal o bajo las intensas lámparas de la conocida cafetería madrileña.

Valli propuso La Venencia, un bar de su época al que había acudido con amigas después del teatro, al que solo iba cuando ganaba entradas en el sorteo mensual de la Residencia. Para ella, las noches en el Palacio de la Música o el Monumental Cinema —teatros, a pesar de los nombres— eran un gran lujo que no se podía permitir a menos que ganara la rifa que, con gran expectación, siempre organizaba Eulalia Lapresta, secretaria de María de Maeztu. En esas salas vio precisamente el estreno de La casa de Bernarda Alba, de Lorca, o El mancebo que casó con mujer brava, de Casona, quien luego se convertiría en su amigo al coincidir en un grupo de trabajo en la residencia masculina. Valli pensó en esas funciones, con un público entregado aplaudiendo desaforadamente, puesto en pie, mientras los autores saludaban con orgullo, disfrutando del éxito a una edad tan joven. Quién sabe adónde habrían llegado si se les hubiera permitido progresar, había pensado siempre Valli. Apenas dos años después de esos estrenos, a Lorca lo mataron, mientras que Casona tuvo que continuar su vida y obra en un largo y duro exilio.

Desde el taxi que las llevaba Castellana abajo hacia el centro, la antigua maestra observaba los grandes edificios, carteles luminosos y salas de fiesta que iban dejando atrás. Valli contemplaba a las numerosas chicas que salían solas, si querían, a ver cualquier espectáculo. Esas jóvenes, se dijo, seguro que no podían imaginar que, en su época, el hecho de salir con una amiga al teatro por la noche era adentrarse en un mundo absolutamente desconocido y excitante repleto de color, caos y diversión. Esas noches mágicas siempre terminaban en La Venencia, en la calle Echegaray, un bar inaugurado en 1928 y frecuentado por intelectuales, incluidos algunos miembros de la residencia masculina a quienes tenía vistos de las conferencias, como su amigo inglés Tristan. A La Venencia también acudían mozos y obreros a los que nunca habría conocido en su mundo refinado e intelectual de la zona norte de Madrid. Esas gentes más finas del barrio de Salamanca o del Viso frecuentaban el lujoso Chicote, en la Gran Vía, que había servido cócteles al mismo Alfonso XIII en sus amplios sillones de cuero, suntuosamente acolchados. La Venencia, en cambio, era un escaparate a otro mundo, con sus mesas y sillas sencillas de madera, y sus paredes repletas de anuncios de todo tipo de jerez y manzanillas, la especialidad de la casa. Allí, Valli conoció a buen número de trabajadores de la mano de Margarita Nelken, una diputada socialista vinculada a la Residencia, quien defendió los derechos de los braceros hasta incomodar a los nuevos gobernantes de la República, como el mismo Azaña, quien nunca la apreció.

Valli sonrió al recordar a la Nelken, como se la conocía entonces, una escritora, política y crítica de arte tremenda que, como muchas de las grandes mujeres de la República, se perdió en un largo y penoso exilio sin que nadie se hubiera preocupado de guardar o promocionar su memoria. Ni su propio partido.

El taxi las dejó enfrente de la antigua puerta de madera, con el mismo letrero verde de antaño y esas cortinas blancas, medio corridas, que más bien parecían la entrada a la casa de una abuela de pueblo. Nada parecía haber cambiado, pensó Valli.

—¿Ha estado antes aquí? —preguntó Sam, alegre e ingenua, con su fuerte acento americano.

Valli la miró con simpatía. Tenía el mismo desparpajo y acento que su abuela, a quien conoció bien en la Residencia.

—No me trates de usted, mujer —le dijo, dándole un golpecito en la espalda—. Ya verás cómo te gustará. A tu abuela le encantaba; ella y Victoria me enseñaron este lugar.

La joven, boquiabierta, entró mirando a un lado y a otro, impresionada porque, realmente, atravesar la puerta de La Venencia era como adentrarse en el pasado. A Valli la animó la expresión de la joven, ya que a ella, a quien ya casi nada la sorprendía, le ilusionaba pensar que las nuevas generaciones todavía guardaban interés por aprender. Ella ya estaba muy vieja para sorpresas y emociones, pero enfrente todavía le quedaba una última batalla por lidiar en nombre de personas a quien llevaba muy dentro, como la abuela de Sam.

Se sentaron en una de las mesas de madera, pequeñas y redondas, a lo parisino. Un camarero, quizá poco acostumbrado a atender a ancianas en ese lugar, se acercó a tomar nota para ahorrarles el viaje a la barra. Era viernes, pasadas las diez, y el local pronto se llenaría de gente con ganas de fiesta. Al menos, las dos mujeres habían conseguido una mesa tranquila, al fondo, casi junto a los baños. Pidieron dos manzanillas.

Reclinándose y con los ojos abiertos y expectantes, Valli inspeccionó el lugar, que parecía haber quedado suspendido en el tiempo desde la última vez que lo había visto, seguramente justo antes de la guerra. Las paredes seguían del mismo color gris claro, solo que ahora no tan arregladas como antes, sino con grietas y algunos espacios donde apenas quedaba pintura. Los percheros de madera, los ceniceros de barro y las lámparas antiguas de metal verde seguían como cuando las dejó. Los viejos armarios de madera todavía contenían decenas de botellas de jerez, pero no nuevas y relucientes, como entonces, sino que ahora estaban totalmente cubiertas de polvo. Solo faltaba la bandera tricolor, antes colgada justo encima de la puerta de entrada, pero ahora ausente.

Sam cruzó sus piernas largas y torneadas, desproporcionadas para una mesa tan pequeña, y se inclinó hacia Valli con su copa de jerez en la mano.

—Salud —dijo, acercándose hacia la anciana, para seguidamente tomar su primer trago, más bien largo.

Valli, quien hacía mucho que ya solo bebía a sorbitos muy pequeños, la observó. Apenas reconocía en su cara las imágenes que su abuela y Victoria le habían enviado desde América antes de morir, cuando Sam todavía era una niña y querían compartir con sus amigas europeas la llegada de su nieta. No había visto más fotografías desde entonces, pero ahora, frente a ella, la postura alegre y descarada de Sam le recordaba enormemente a su amiga Louise.

—Es como si estuviera viendo a tu abuela, con los ojos almendrados y sus labios pintados —le dijo, mirándola a ella y a su alrededor—. Como a ti, todos los hombres la miraban. Era alta, esbelta, de un pelo rojizo muy poco visto en España, como el tuyo.

Sam se sonrojó.

—Sí, ya sé, siempre resulta más atractivo en el extranjero. ¡En América los hombres no me miran tanto porque tan solo soy una más!

Valli la miró pensando que era igual de discreta y humilde que su abuela, a pesar de ser la heredera, como lo fue Louise, del imperio Crane, una de las empresas de papel moneda, sobres y cartas más importantes del mundo. Millonarias de cabo a rabo. Pero Valli no estaba aquí por su dinero. De hecho, ya se le habían pasado las ganas de conseguir fondos para su escuela, al menos momentáneamente, visto el poco éxito alcanzado en la recepción apenas unas horas antes. La anciana estaba allí porque esa chica representaba el recuerdo vivo de la mujer que cambió la vida de Victoria Kent y, a su vez, marcó la suya.

—Vine aquí muchas noches con tu abuela y Victoria, ellas siempre muy atrevidas —le dijo—. Tenían por lo menos quince años más que yo, eran mucho más avanzadas y, sobre todo, sofisticadas; y no digamos tu abuela, que estaba a años luz de las mujeres españolas de la época. Pero como Victoria era mi tutora en la Residencia y me debía ver tan atrasada y provinciana, creo que me tomó simpatía y me sacó a ver mundo.

Valli tomó un trago, esta vez un poco más largo que el anterior. De nuevo miró a su alrededor, a los jóvenes que ocupaban mesas cercanas. A pesar de la aparente diferencia de edad, ella se sentía como pez en el agua.

—Aquí pasamos noches divertidísimas —continuó—. Yo sabía lo que Victoria y tu abuela se traían entre manos, todo el mundo en la Residencia lo sabía, pero los hombres del bar, por supuesto, no tenían ni la menor idea y no entendían por qué nunca ninguna de las dos les hizo el menor caso. Yo, de hecho, tampoco sospeché nada hasta que me lo explicó Tristan, mi amigo inglés. Fíjate qué ignorante que era —dijo, con una sonrisa cargada de memorias.

—¿Así que tú viste cómo se conocieron? —preguntó Sam, interesada—. Es alucinante tener una abuela lesbiana, es supercool, no sabes lo que ligo cuando se lo explico a los chicos de la universidad. Sobre todo en España, nadie se lo cree —dijo sonriente, mostrando su amplia y bien cuidada dentadura blanca.

—Sí, ya me imagino —contestó Valli—. No te creas, que para la época también era cul, como tú dices. Pero yo no vi cómo se conocieron, no. El rumor era que Victoria, ya muy establecida como abogada en Madrid y conocida en toda España después de ser directora general de prisiones, venía mucho a la Residencia precisamente porque tenía una amistad muy especial con María de Maeztu —dijo, bordeando su copa con un dedo—. No sé si me entiendes.

La joven americana asintió.

—Muchas residentes sospechaban que allí había algo, pero los rumores se calmaron al aparecer tu abuela, abiertamente gay y todavía más abiertamente interesada por Victoria. Yo eso sí lo recuerdo —dijo—. Nos sorprendió a todas, pero como las americanas, la verdad, hacían más bien lo que les venía en gana, pues la sorpresa nos duró poco. Tu abuela y las otras extranjeras tenían habitación propia, fumaban, bebían whisky, practicaban deportes… ¡Menudo torbellino de mujeres! —dijo Valli, sonriendo—. El caso es que tu abuela era guapísima, muy simpática y enseguida habló muy bien español, por lo que muy pronto se ganó la simpatía de todas las residentes. Además, su interés por Victoria era tan natural que no parecía raro en absoluto y Victoria, créeme, la recibió prácticamente enseguida con los brazos abiertos. Era evidente que las dos mujeres encajaban como el hilo en la aguja, y verlas siempre juntas, riendo, compartiéndolo todo, dejó de impresionarnos en apenas unas semanas. —Valli hizo una breve pausa para tomar otro trago—. Bueno, solo María parecía algo trastocada, aunque las tres eran muy discretas y nunca hubo ninguna palabra fuera de tono. Victoria y tu abuela nunca explicitaron nada en público, por lo que todo quedó muy discreto. Pero, desde luego, en la Residencia el tema era público y notorio.

—Erais unas revolucionarias —dijo Sam.

Valli, ya con una copa encima, se quitó la chaqueta y se arremangó. Ese lugar hacía que, a medida que avanzaba la noche, se sintiera menos cansada, igual que en los años treinta, cuando las horas pasaban rápidamente mientras debatían sobre el divorcio, la monarquía, la compra de votos por parte de terratenientes, el voto de la mujer, la educación… A veces La Venencia no cerraba hasta que salía el sol. Pero más que revivir esos recuerdos, a Valli lo que ahora realmente le entusiasmaba era compartir mesa con la nieta de Louise Crane.

Después de echar otro trago, la anciana continuó.

—Sí, yo nunca pensé que ese tipo de relación fuera posible, pero entre Victoria y tu abuela me lo fueron explicando todo, poco a poco —dijo—. Victoria ya no vivía en la «Resi», pero tu abuela sí y era una de las asiduas a las reuniones clandestinas que se organizaban en alguna habitación a partir de las once de la noche, cuando en principio debía imperar el silencio. Allí se podía preguntar o hablar de todo, de sexo, de homosexualidad o de política radical; no había tabúes. Éramos siempre el mismo grupito, pero tu abuela desde luego era una de las principales insurrectas —dijo, provocando la carcajada de Sam—. Qué tremenda, siempre traía vino y tabaco, que por supuesto las demás no nos podíamos costear, pero ella siempre fue muy generosa y compartió todo cuanto tenía con las demás.

Sam se recostó en su silla mientras el camarero ponía sobre la mesa la botella de manzanilla que la joven americana había pedido haciendo una señal. También les sirvieron unas patatas, olivas y salchichón casero, los mismos tentempiés que ofrecían en los años de la República. Ante la sorpresa de la exquisitamente educada Sam, Valli cogió un par de trocitos de salchichón con la mano y se los zampó sin apenas masticar. Luego se limpió con la manga y continuó hablando con la boca medio llena.

—Una noche nos la pasamos casi entera espiando a Marie Curie, qué gracia —dijo Valli, ya transportada a un tiempo que hacía mucho que no recordaba—. Era toda una eminencia, había ganado no uno sino dos premios Nobel, pero odiaba los hoteles, por lo que ella y su hija se quedaron en una habitación en nuestro edificio de Miguel Ángel. Por el ojo de la cerradura la vimos cambiarse; llevaba unos blusones y camisones impresionantes de París, nunca habíamos visto nada igual. No recuerdo nada de su conferencia al día siguiente, pero nunca olvidaré los bordados que remataban su picardías de seda.

—Ya veo que aprendíais de todo —dijo Sam, socarrona.

—Eso era lo bueno de la Residencia —continuó la anciana—. Allí no solo estudiábamos para la universidad, sino que aquella convivencia era una escuela de la vida. Hacíamos grupos, intercambiábamos objetos, vendíamos ropa, había hasta un mercado de cachivaches, libros y faldas o blusas los domingos. ¡Éramos unas pioneras del reciclaje!

Las dos mujeres rieron, pero, lentamente, la sonrisa de Valli se fue apagando al recordar cómo todo aquello, de repente, se acabó. Con la mano un poco temblorosa, la anciana rellenó las dos copas antes de continuar.

—Las cosas se fueron complicando, ya sabes —dijo, a lo que Sam asintió con pesar—. En este mismo bar —continuó—, hubo altercados y grandes discusiones a medida que avanzaba la República. Ya en 1934 hubo mucho jaleo con la rebelión de Asturias y los asesinatos en Castilblanco, un pueblecito de Badajoz adonde solo se podía llegar a lomos de mula y en el que la Guardia Civil se cargó a algunos jornaleros de la aceituna por manifestarse pacíficamente. Estos respondieron con más asesinatos, de guardias civiles, y la mecha ya nunca se apagó. —Valli respiró hondo—. Aquí se discutía mucho, porque Margarita Nelken venía a hablar con los jornaleros del sur que frecuentaban este lugar. Todavía recuerdo cómo se dirigía a ellos, puesta en pie encima de una mesa, a grito pelado, y les recordaba sus derechos. Pobre Margarita, la acusaron de instigar esos incidentes, ella, que solo quiso ayudar a los más humildes y que nunca ganó nada, más que problemas. Se reían de ella porque fue madre soltera y porque tenía fama de acostarse con los guardias de asalto, pero yo creo que todo eso eran calumnias de la derecha, profundamente molesta y en el fondo atemorizada ante una mujer independiente e inteligente.

—Pues como ahora —apuntó Sam, quien no se perdía una palabra a pesar de manejarse en una lengua extranjera.

Valli asintió, mirándola cada vez con más respeto. Continuó:

—Ella siempre les contestaba, siempre tenía el gatillo a punto. Si le decían que las mujeres debían cuidar de la familia y no meterse en política, ella preguntaba que de qué familia hablaban, si España era el país de los burdeles y los niños sin nombre. Para ella, la familia de la derecha era una farsa burguesa. En cuanto a la religión, decía que esta encubría en forma de limosna el derecho legal a una protección del Estado. Era una oradora fabulosa, ante las masas en Madrid o en los centenares de pueblos que visitó por toda España, siempre con mensajes de ánimo y mejora para los más necesitados.

—Qué lástima que ese ejemplo se perdiera —intervino Sam, quien contemplaba a Valli con unos ojos enormes—. En América, al menos, nuestras pioneras se han convertido en héroes, su trabajo no quedó en el olvido.

Valli reclinó la espalda hacia atrás.

—Como en Inglaterra y Alemania, hija, como en medio mundo, menos aquí, donde se perdió todo. —Sam guardó un silencio casi funerario. Valli continuó—: Una tragedia, hija, una tragedia. La guerra estalló en verano, así que nos pilló a casi todas fuera de Madrid, por lo que yo ya no volví a ver ni a tu abuela, ni a Margarita, ni a María de Maeztu, ni a nadie. Y mira que yo lo tenía todo preparado para ir al Smith College en Estados Unidos, donde había ganado una beca para pasar el curso siguiente. Pero, claro, nunca fui. —Valli se tomó un largo respiro, de esos que llegan hasta el último rincón de los pulmones—. Fue terrible.

Sam, con los ojos casi húmedos, asintió.

—He leído mucho sobre la guerra de España, ya me hago cargo —dijo empáticamente.

Valli no quiso ahondar en un conflicto que se había pasado toda una vida intentando olvidar. Continuó:

—Después de la guerra, Victoria y yo continuamos en contacto y, de hecho, fue en París donde estrechamos nuestra amistad, ya de mujer a mujer y no de tutora a alumna. Las dos habíamos sufrido mucho para salvar el pellejo y habíamos iniciado, cada una por su cuenta, una vida nueva en París. Ella como eminente política y escritora; y yo, como una maestrilla de medio pelo. Tu abuela volvió a Estados Unidos, por asuntos familiares, y durante las guerras, la española y la mundial, no se pudo reunir con Victoria, porque el Atlántico estaba lleno de submarinos alemanes y era imposible encontrar un billete para o desde Estados Unidos. Victoria, aunque triste por la ausencia de Louise, estaba muy ocupada trabajando para la embajada republicana en París, facilitando pasaportes a los exiliados, ayudándoles a conseguir trabajo o un pasaporte o pasaje para Sudamérica, adonde fueron muchos. Ella, precisamente, me ayudó a encontrar una pequeña escuela al norte de París, donde enseñé lengua española durante unos años. Yo estaba allí sola y más bien desamparada, no como los muchos hijos e hijas de ministros y embajadores de la República, que enseguida encontraron un buen trabajo diplomático o se colocaron bien en universidades extranjeras de prestigio. Yo no me llamaba ni Zulueta, ni Ortega, ni Casares Quiroga, Madariaga o Zamora. No, yo no me podía comunicar ni con mis padres, ya que nuestro pueblo había caído en zona franquista.

—¡Morella! —exclamó Sam con un entusiasmo que sorprendió a Valli—. En cuanto has mencionado ese nombre en la conferencia, antes, me han venido a la memoria los muchos comentarios que escuché en casa de mi abuela sobre tu pueblo, del que estaba enamorada —dijo Sam, con los ojos brillantes—. Tenían una postal enmarcada en su dormitorio, supongo que la escribirías tú. Era en blanco y negro, pero muy bonita, se veían muy bien las casas, encima de la montaña, con un castillo y una imponente muralla medieval, ¿no?

—Efectivamente —respondió Valli, ligeramente emocionada—. Caramba, no sabía que Morella ocupaba un lugar tan prominente en Connecticut. Nunca lo habría dicho.

—Pues sí —contestó Sam, rápida—. Siempre explicaban que habían visitado a una amiga de la Residencia en ese pueblo un verano, que les costó tres días llegar y que, una vez allí, vieron degollar a un pobre cerdo ¡para hacer chorizos y jamones! Creo que mi abuela nunca se recuperó de ese susto, pues nunca la vi comer ni chorizo ni jamón.

Valli la miró con cierta petulancia.

—Pues gracias que podían dar los que tenían algo para comer. Pero ya recuerdo, ya, la cara de tu abuela… —dijo escondiendo una sonrisa—. El caso es que esas matanzas salvajes ya no se hacen —reconoció.

Sam suspiró aliviada.

Después de una breve pausa, Valli continuó:

—No te creas que la vida en París era mucho mejor —dijo—. Durante la ocupación nazi, solo había racionamiento, hambre y penuria. Ya me habría gustado a mí tener un par de cerdos en mi barrio del Marais, entonces pobre y poco cuidado, nada que ver con lo chic que se ha puesto ahora.

Sam sonrió. Valli, echándose hacia atrás el pelo, ahora revuelto, y bebiendo manzanilla a sorbitos, continuó:

—Las cosas se pusieron todavía más feas cuando la Gestapo, informada por Franco, fue a por Victoria, que se tuvo que refugiar en la embajada mexicana y luego en casa de unos amigos diplomáticos cerca de la avenida Wagram. Salía a la calle disfrazada de niñera, con el delantal y la cofia blancas, para tomar un poco de aire. Suerte que en esa casa tenían un niño de verdad, más bien crecidito para no andar, pero el apaño resultó. Quedábamos en un banco del Bois de Boulogne a media mañana y allí le pasaba las publicaciones clandestinas que me llegaban a través de un contacto. Todos queríamos participar en el Gobierno en el exilio, convencidos de que los aliados vencerían a Hitler y luego echarían a Franco. Los españoles nos apoyábamos mucho los unos a los otros. Incluso los más famosos, como Picasso, a quien Victoria y yo visitábamos en su estudio de la calle de los Grands Augustins y luego le invitábamos a comer a un restaurante cercano que le entusiasmaba, El Catalán. Picasso, lo recuerdo muy bien, siempre fue amable con nosotras y siempre que pudo ayudó a Victoria y a la embajada republicana. Cuando nos veía, de hecho, se alegraba en gran manera, ya que pasaba la mayor parte del día solo, concentrado en su trabajo. Nos regaló algunos cuadros, que creo que Victoria siempre conservó.

Sam se inclinó hacia delante y dijo, bajando la voz:

—Sí, desde luego, mi abuela y Victoria tenían tres Picassos en la casa de la playa, en Connecticut; siempre nos reñían si nos acercábamos a menos de un metro de ellos y eso que todavía no eran tan valiosos como ahora —dijo.

—¿Sabes qué ha sido de ellos? —preguntó Valli, curiosa.

—Pues los tiene mi madre en su casa de Manhattan, aunque creo que hay uno en la caja fuerte de un banco, pues un especialista de Sotheby’s que vino a verlo lo tasó en una auténtica fortuna —dijo Sam, mirando al suelo—. Yo le he dicho que lo ceda a algún museo, pues no entiendo qué hace una obra de arte tan importante en una caja fuerte —apuntó resignada.

Valli no reparó más en el tema y continuó. El contacto con Picasso no fue lo más relevante que ocurrió en París, ni mucho menos, se dijo Valli.

—A través de Picasso, Victoria y yo conocimos a Simone de Beauvoir, una mujer impresionante, de gran fortaleza. —Valli miró fijamente a su interlocutora, quien tenía los ojos como platos—. Yo creo, fíjate, que a Simone le habría gustado intimar más con Victoria, pero sé, con toda certeza, porque me lo dijo ella, que Victoria fue fiel a tu abuela toda su vida. Y mira que tuvo oportunidades en París. Ella tenía buena fama, como líder republicana que había sido, y muchos de los periodistas y escritores americanos que se instalaron en esa época en París siempre querían entrevistarla… y más. La mayoría se alojaba en el Ritz, xiqueta, sí, en el mismísimo Ritz, por lo que a esa llegada masiva de americanos la bautizamos como el Ritzkrieg, una versión más pacífica, aunque igual de imperialista, que el bombardeo alemán sobre Londres —explicó Valli, riéndose sola. Tras otro trago, ahora ya dejando la botella medio vacía, continuó, más seria—: Pero Victoria siempre esperó a reunirse con Louise, primero vía México y luego en Nueva York, cuando tu abuela, harta de esperar, había ya adoptado a tu madre. Qué mujer tan decidida Louise, siempre lo pensé. —Valli hizo una breve pausa y respiró hondo—. Y lo demás ya lo sabrás tú mejor que yo. Después, pasaron más de veinte años juntas, creo que muy felices, ayudando a los exiliados en Nueva York, publicando una revista para ellos e impulsando un cambio en España que, lamentablemente, todavía tardaría mucho en llegar.

Valli respiró hondo y vació la botella en los dos vasos.

—Tu abuela y Victoria me enseñaron mucho. Me enseñaron cómo se quiere a una persona: el respeto que se tenían la una a la otra, la amistad que les unía, la química que indiscutiblemente existía entre ellas y la fidelidad que se guardaron toda la vida fueron siempre una lección. Ya les gustaría a muchas parejas de hoy lograr la mitad de lo que compartieron ellas.

Sam asintió.

Yes —dijo, con un hilo de voz—. En cambio, mis padres se divorciaron no hace mucho: siempre discutían, yo creo que nunca tuvieron nada en común. Mi padre siempre estaba trabajando, aunque la heredera de la empresa era mi madre y se pasaba el día dando sus clases o con sus amigas jugando al golf —explicó, triste—. Así aguantaron muchos años hasta que mi padre se fue con otra.

Valli la miró compasivamente. Le habría gustado saber más, pero prefirió ser discreta. La miró con atención y tan delgadita la vio que le puso unas patatas delante.

—Come, hija, come, que te hace falta.

Sam miró el plato con cierto desprecio.

—Esto engorda.

Valli soltó una carcajada abierta.

—Ay, xiqueta, qué manías tiene la juventud de hoy. Pues ya te pediría yo un buen filete de ternera, solo que aquí no sirven y a esta hora tampoco nos lo darían en ningún lado. Come, hija, que con tanta manzanilla un estómago vacío empezará a quejarse muy pronto.

Educadamente, Sam cogió media patata y, con visible desgana, se la comió.

—Pues mira que tu abuela era buena comedora —recordó Valli—. De hecho, ella nos enseñó a comer de todo, sobre todo en los viajes, por educación. Ella también fue quien me enseñó a viajar.

Sam alzó las cejas.

—Sí, sí, como lo oyes —prosiguió Valli con ganas de aligerar un poco la conversación—. Por aquel entonces, la gente en España no salía de su pueblo más que para funerales o emergencias. Nada como vosotras… Uy, recuerdo que las americanas enviaban postales de Francia, Italia, Río, Cuba, ¡menuda vida! Nosotras no, no podíamos. Pero en la Residencia se organizaron viajes, generosamente subvencionados, y yo me apunté a todos los que pude, especialmente si iban Victoria y Louise.

»En Marruecos, por ejemplo —continuó—, nosotras nos comportábamos como unas pueblerinas, gritando y faltándoles el respeto a los pobres ciudadanos de aquel país. —Valli suspiró—. Es que tú no sabes de dónde veníamos, España era un país tan atrasado… El caso es que tu abuela enseguida se puso el hiyab negro y se descalzó para entrar a las mezquitas. En silencio, discreta y siempre atenta y amable, hizo amistad con muchos marroquíes y consiguió que la respetaran a ella también. Fue una lección para el grupo y, al final del viaje, ya la imitábamos en todo. Dejamos de gritar por la calle y criticar la comida para apreciar lo exótico y diferente de otros países. Y eso lo aprendimos de tu abuela Louise.

Sam sonreía, orgullosa.

—Fíjate que en Barcelona aprendió hasta catalán —continuó Valli— y eso sí que fue otra buena lección, porque ya sabes lo caldeado que estaba el ambiente entonces con el tema de los nacionalismos.

—Como ahora —señaló Sam.

Valli asintió.

—Sí, de lo que provocó la guerra, la verdad es que poco se ha solucionado. La religión, las clases y los nacionalismos siguen dividiendo al país. Pero nosotras, en la Residencia, teníamos una actitud muy abierta. Organizábamos soirées ambientadas en cada región, en las que escuchábamos música y comíamos algunos de los platos típicos. Con Barcelona teníamos un intercambio anual, siempre para Pascua, muy enriquecedor para las catalanas y para nosotras. Un año, Victoria consiguió a través de Lorca una invitación a la inauguración del Cau Ferrat en Sitges, una casa toda de azulejos, maravillosa, en ese pueblecito de pescadores que desde hacía tiempo acogía a todos los revolucionarios intelectuales catalanes. Pues allí estuvimos nosotras, mezclándonos con la crème de la crème de Barcelona. Y en esa velada, la que más catalán habló fue Louise, dejándonos a las demás en evidencia.

A Sam se le dilataban los ojos a medida que Valli le explicaba anécdotas de su abuela, quien murió cuando ella era pequeña, sin darle tiempo a apreciarla de una manera más consciente.

—Mi bisabuelo fue un gran viajero —explicó Sam—. Por eso envió a mi abuela a estudiar a Madrid y esta siempre quiso que su hija siguiera sus pasos. Pero mi madre siempre prefirió Italia a España, así que se fue dos años a la Toscana para estudiar arte. Aun así, mi madre habla y entiende perfectamente el español, porque Victoria siempre le habló en su idioma. —Sam hizo una breve pausa—. Yo, en cambio, lo he tenido que aprender en los libros, ya que mi madre nunca me lo enseñó. Una pena.

Valli se preguntó si la madre de Sam apreciaría el interés de su hija por España, o que esta hubiera seguido los pasos de su abuela hasta la misma Residencia de Señoritas. Valli sabía que la relación de Louise con su hija adoptiva siempre había sido delicada y todavía más desde la muerte de Victoria, cuando cayó en una depresión.

—¿Sabe tu madre que estás aquí conmigo, o que pensabas asistir al acto de esta noche? —le preguntó.

—No, no se lo he dicho —dijo Sam, pensativa—. Desde que se divorció de mi padre, está algo ausente, yo creo que se medica, así que intento no tocar temas sensibles. España, que sin duda cambió la vida de mi abuela, es un tema complejo para mi madre, ya que igual piensa que, de no haber venido aquí, mi abuela nunca habría conocido a Victoria y seguramente se habría casado con un hombre en Estados Unidos. De todos modos, mi madre quiso mucho a Louise y a Victoria, aunque a veces la relación fuera complicada. Sé que en el colegio tuvo problemas, ya que los chicos se metían con ella por tener dos madres. Eran otros tiempos. —Sam bajó la mirada, pero a continuación echó un trago y continuó—: Yo, sin embargo, lo he tenido todo muy fácil, sé que soy una privilegiada, pero quiero valerme por mí misma. Venir a España y establecer mis propios proyectos y relaciones me está ayudando mucho.

Valli le sonrió.

—Ay, xiqueta, nadie se libra de las complejidades de la vida, ni los millonarios.

Las dos brindaron.

Sam continuó:

—Creo, sin embargo, que le contaré a mi madre que te he conocido. No tiene sentido que ella tenga dinero muerto de la risa en una caja fuerte y que tú estés sufriendo para mantener un legado tan impresionante, del que ella también es partícipe. Hablaré con ella.

A Valli se le iluminaron los ojos hasta que se le cruzó un pensamiento incómodo. Nerviosa, dijo:

—No pienses ni por un segundo que he venido aquí para pedirte dinero. Victoria y Louise significan un mundo para mí y tú eres el único recuerdo vivo que tengo de ellas —dijo.

Sam reposó su mano tierna y delicada, muy suave, sobre la de la anciana masovera, ahora visiblemente agotada.

Please —respondió la joven americana.