12

Ese mismo día de finales de junio, pero por la mañana, Vicent salió con un enfado considerable del ayuntamiento. Eva no dejaba de pasarle llamadas y correos electrónicos de los proveedores que querían cobrar, mientras que él mismo acababa de recibir un aviso de una de las agencias de crédito más grandes del mundo de que se personarían cualquier día de esa semana para hablar sobre unos préstamos al municipio. ¡Él no había hablado nunca con ninguna de esas agencias! ¿Qué querrían ahora?, se preguntó.

Aunque no le gustara, tendría que estar preparado, se dijo mientras hacía un ligero ademán a quienes le saludaban por la calle. Casi sin mirarles, Vicent les sonreía, aunque evitó pararse. Hacía calor y se aflojó la corbata, desabrochándose el primer botón de la camisa. Menos mal que el verano estaba al caer. Era la mejor época para la fonda y cuando los proveedores, de vacaciones, reclamaban menos pagos. Ese se estaba convirtiendo en un año difícil, aunque le extrañaba que nadie hablara de ello. En los diarios y la televisión, todo eran buenas noticias, en España y en el resto del mundo. Se había conquistado el ciclo económico, decían, ya no había altibajos ni catástrofes financieras. Morella no podía ser diferente, así que, después del verano, seguro que todo volvería a la normalidad, pensó.

El alcalde relajó por fin los hombros en cuanto entró a la fonda. Tenía ganas de recobrar la normalidad y de volver a las comidas caseras después de haber comido en restaurantes durante más de una semana por cuestiones de trabajo. A partir de esa semana, tenía planeado comer en la fonda todos los días, ya que su hija Isabel se había puesto al mando de la cocina y se había instalado en el hotel después de que la echaran del trabajo. Ella había dicho que la empresa iba mal y que habían reestructurado la plantilla, pero él siempre había tenido dudas sobre su eficacia. En cualquier caso, su presencia le representaba más gastos, de agua, luz y gas, sin recibir más ingresos necesariamente, por más que ella dijera que ahora se podría dedicar al negocio. Pagarle el sueldo a su hijo Manolo, en recepción, ya era un mal trago cada mes, ya que la competencia se había comido a sus clientes tradicionales. No estaba el negocio para emplear a otro hijo, así que debía elegir. Y el chico, claro, siempre era el chico, pensó; no iba a dejarlo en la calle. Una mujer siempre se podía casar, se dijo.

—¡Nena! —exclamó tras cerrar la puerta de entrada—. ¡Ya estoy aquí! ¿Ha llegado ya el inglés? —gritó desde la recepción vacía, mientras dejaba la chaqueta en el perchero.

Vicent suspiró con irritación al comprobar que Manolo no estaba en su puesto. Sin pensarlo, apretó con fuerza el sonoro timbre del mostrador, provocando la inmediata reacción de su hija.

—¡Ya voy, ya voy! —la oyó decir desde el piso de arriba—. Mientras abría la puerta del comedor, Vicent oyó cómo su hija bajaba las escaleras apresuradamente y lo alcanzaba cuando él apenas había atravesado la puerta.

Isabel se ajustó el delantal, que parecía nuevo, y un par de horquillas que se había puesto en el pelo negro, hoy suelto. Por primera vez en mucho tiempo, se había maquillado, lo que sorprendió gratamente a Vicent. Realmente, si tenía que estar en la fonda, mejor que cuidara un poco su imagen. Vicent la miró de arriba abajo.

—¿No te pones la cofia blanca?

—Hace mucho calor en verano, padre —le contestó y, sin esperar rechazo o aprobación, se metió en la cocina.

Vicent la siguió. Al entrar, enseguida se dio cuenta de que todo había cambiado. Había un horno nuevo, el área de preparación había quedado arrinconada, creando más espacio en el centro para una gran mesa de aluminio con ocho fogones, el doble que antes. De las ollas y sartenes que normalmente colgaban del techo quedaba la mitad y las paredes estaban más blancas que de costumbre. ¿Alguien las había pintado?

—¿Se puede saber qué ha pasado aquí? —preguntó Vicent, sorprendido no tanto porque el cambio fuera radical, sino más bien porque lo desconocía.

—Fíjate qué bien y qué práctico que lo he dejado todo, padre —dijo su hija con orgullo, apoyándose ligeramente en la nueva mesa, en la que Vicent también vislumbró un artilugio de madera nuevo para guardar unos cuchillos que tampoco tenía vistos.

Se acercó hacia ellos y cogió uno. Eran finos, de una marca que no conocía, Global. Después de inspeccionar un reluciente y afiladísimo ejemplar, digno de un samurái japonés, lo devolvió a su sitio lentamente. Encajaba a la perfección.

—¿Se puede saber quién te ha dado permiso para cambiar la cocina? —preguntó a su hija—. Has sido tú, ¿verdad?

Isabel le miró con los ojos de avispada que ponía cuando se quería salir con la suya.

—Sí, y fíjate qué bien queda todo. Ahora esto es la cocina profesional que realmente necesitábamos si queremos una fonda de verdad.

Vicent se le acercó a medida que iba calculando el coste de los cambios. No podía creer que su hija hubiera organizado todo aquello en apenas dos semanas que llevaba en la fonda. Volvió a mirar a su alrededor y descubrió, en el alféizar de la ventana, un pequeño jardín repleto de hierbas de cocina.

—Así que una cocina profesional, ¿eh? —dijo, con la calma que suele avecinar la tormenta—. Pero ¡si a ti solo te interesan las plantitas y las putas pinturas! ¡Menuda pérdida de tiempo!

Vicent suspiró hondo y cerró los ojos. ¿Cómo era posible? Despacio, se acercó a Isabel y la miró fijamente, con el ceño fruncido y los ojos bien abiertos.

—¿Se puede saber cómo piensas pagar todo esto? —preguntó, apoyando los brazos en la gran mesa central con una actitud superior, como si estuviera interrogando a un niño.

Isabel pareció sorprendida por la pregunta.

—Bueno, padre, no te preocupes, que tampoco es tan caro. La mesa y el horno han sido lo más costoso, pero los demás cambios son cosméticos, pintura, flores y, básicamente, mi trabajo —dijo, mirando con orgullo a su alrededor—. Pero tú no te tienes que preocupar. He metido aquí muchas horas para dignificar este lugar, tirando numerosos cacharros que debían de ser de la época de las santas beatas, por lo menos. No podíamos seguir con una cocina tan anticuada si realmente queremos que el negocio funcione.

—¿Y quién eres tú para decidir nada sin el consentimiento de tu padre? —le preguntó, todavía sin entender cómo aquello había sido posible sin su conocimiento.

—Padre, repito que no te tienes que preocupar, porque…

Vicent no la dejó acabar.

—¡Cómo demonios no me voy a preocupar si no puedes ni mantener el empleo! —le dijo—. ¡A saber lo que harías!

Vicent sabía que esas palabras no estaban bien, pero eran ciertas. El alcalde nunca había tenido predilección por su hija, quien, ante su sorpresa, consiguió un título de licenciada, aunque él todavía no sabía cómo. Nunca le pareció ni lista ni espabilada, siempre lenta y torpe, lo más alejado de un lince para los negocios. Él ya la intentó disuadir de que fuera a la universidad, pero no pudo con el frente común que madre e hija formaron en su contra. Él ya sabía que aquello no iba a funcionar y el tiempo le había dado la razón. Desde que se licenció, hacía una buena pila de años, solo había trabajado como secretaria o vendedora, sin llegar a más, y ahora, encima, la habían echado. El dinero que se gastó en su educación lo podría haber invertido en Manolo, el chico, quien se despistó un poco en la universidad y nunca llegó a acabar la carrera. De haber tenido más fondos, lo habría metido interno en un colegio mayor y seguro que allí se habría centrado más y acabado los estudios. Pero no pudo. Y ahora, después de criarlos y costearles la universidad, los tenía a los dos como dos parásitos en su casa, en su fonda y encima tomándole el pelo, gastando su dinero en cocinitas y con la recepción vacía. Eso era realmente el colmo.

—Padre, por favor, espera un poco y déjame probar en la cocina, ya verás cómo las cosas cambian y volvemos a tener clientela. Déjame que me responsabilice.

—¿Cuánto te has gastado? —le preguntó, con la mirada clavada en sus ojos.

Isabel guardó silencio.

—¿Cuánto? —le gritó, golpeando la mesa con el puño. El sudor le empezaba a brotar en la frente y la corbata tenía ya el nudo casi deshecho. Se arremangó la camisa porque allí hacía mucho calor. De hecho, él mismo había prohibido encender el aire acondicionado porque ya tenía suficientes problemas con la eléctrica.

Isabel desvió la mirada, con lo que Vicent se le acercó todavía más con la mano en alto, como si le fuera a atizar, como cuando era una niña… y no tan niña. Le habría pegado una buena bofetada muy a gusto, pero, por una vez, se contuvo.

—¡Que me lo digas, coño! —le volvió a gritar, todavía con la mano en alto.

Con los ojos húmedos y al borde de las lágrimas, Isabel por fin habló.

—Diez mil euros —dijo con un hilo de voz—. Solo diez mil.

Vicent dio tres fortísimos puñetazos en la mesa y su cara se enrojeció de la ira.

—¡Diez mil euros! —gritó—. Pero ¿tú te has vuelto loca?

Vicent volvió a alzar su mano amenazadora, pero la volvió a bajar.

—Pues los vas a pagar de tu propio bolsillo —le dijo—. Te lo juro que esto lo pagarás tú, ¡ahora mismo!

Isabel, casi inmóvil, se secaba lentamente las lágrimas que le resbalaban por la cara, arrastrando parte del maquillaje nuevo.

—Padre, ya te he dicho que no debes preocuparte por el dinero. No lo entiendes.

—¿Me lo pagarás con la indemnización? —le preguntó—. Total, viviendo en la fonda, a mi costa, tampoco te lo vas a gastar, así que lo quiero mañana mismo. Sin falta.

—Padre, sabes que no tengo indemnización —dijo Isabel con una voz tan baja que costaba oírla—. Sabes de sobra que era un contrato temporal y que te echan como y cuando quieren.

—Pues haber encontrado un trabajo mejor, ¡joder!

Padre e hija bajaron la cabeza, silenciosos.

—Toda mi puta vida trabajando para jubilarme tranquilo y, fíjate, lo que me toca son estos dos parásitos, que ya los vuelvo a tener pegados a mis pantalones —dijo Vicent para sí.

—Son tiempos difíciles, pero como te digo, la cuestión es que…

Vicent la interrumpió sin darle oportunidad de continuar:

—¿Qué coño difíciles? Lo que sois es unos mantas. Yo estaba aquí con quince años llevando este negocio con éxito, sacando adelante a mi madre y a mí mismo. Fíjate, primero tuve que mantener a mi madre, luego a mi esposa y ahora resulta que también a mis hijos. ¡A ver si también tendré que sustentar a mis nietos! Aunque tampoco debo preocuparme, mis hijos no valen ni para eso, ni para darme nietos —dijo, y salió de la cocina dando un portazo.

Vicent no se giró para ver en qué estado había dejado a su hija Isabel. Tampoco lo necesitaba, pues seguro que estaba como siempre, llorando y cubriéndose la cara como un animal acorralado, como cuando la regañaba o pegaba de pequeña. Si al menos cuidara de su vida o de su cuerpo, igual podría pescar un buen marido. Pero nada, ni eso, se dijo el alcalde para sus adentros. Y él, como de costumbre, a cargar con todos.

Vicent se sentó en uno de los amplios sillones de la pequeña sala junto a la recepción y se sirvió una copa de whisky del mueble bar. Se lo tomaría sin hielo solo por no volver a la cocina. Pensó en las plantas de la ventana. ¡Estaba él para ir pagando plantas! Se sacó un pañuelo del bolsillo y se secó la frente y las manos. Encendió un cigarrillo para calmarse y tiró la ceniza al suelo.

En esas estaba cuando oyó la puerta de entrada y a alguien subir las escaleras. Esperaba que no fuera el inglés, ya que ese no era un buen momento.

Por supuesto, era él.

—¡Hombre, mi british preferido! —dijo levantándose en cuanto le vio. El alcalde intentó actuar con toda la naturalidad posible, que era más bien poca.

Los dos hombres se estrecharon la mano. Charles venía como siempre, con su maleta sin ruedas, su figura larguirucha y su piel blanca como la nieve, pero con las mejillas rojas tras haber estado un par de horas bajo el sol. Sus ojos azules brillaban como nunca y su pelo parecía un poco más largo y algo revuelto. Sus facciones angulosas, la sonrisa irónica y un típico traje veraniego, blanco inmaculado, le convertían en un perfecto candidato para el premio al excéntrico del año, se dijo Vicent.

—¡Qué bien se te ve! —le dijo, mirándole de arriba abajo, reparando en sus zapatos de críquet de dos colores diferentes cada uno, lo que en España se consideraría más como de payaso. Pero Vicent ya sabía que en Inglaterra ese modelo se llevaba para ocasiones finas, como el críquet o las regatas. A él poco le importaba, mientras viniera con una buena oferta por la escuela, que llevara los zapatos que quisiera.

Charles dejó los dos bultos que llevaba en el suelo y miró a Vicent y hacia la recepción, donde reparó en un ramo de espliego seco que Vicent ni había advertido.

—¡Qué buen olor ese espliego! —dijo con una sonrisa, acercándose al jarrón—. Esto en Inglaterra no lo tenemos.

El hombre suspiró y ensanchó los hombros; por lo visto, plenamente satisfecho de haber llegado a Morella. Vicent nunca lo había visto así de contento; sería la proximidad al fin de curso y a las vacaciones, se dijo.

—Siempre es un placer tenerte entre nosotros —le dijo el alcalde, dirigiéndose hacia el otro lado del mostrador ante la ausencia de su hijo—. Manolo ha salido un rato, así que déjame que te dé yo la habitación —empezó a decir mientras abría el libro de registros.

Las páginas estaban viejas y arrugadas de tanto usarlas, y apenas pudo encontrar la anterior estancia de Charles. Manolo hacía tiempo que le pedía un ordenador para informatizar la fonda, pero él siempre se lo había negado. Toda su vida había llevado las entradas y las salidas en papel y nunca había tenido ningún problema. Hasta ahora, pero eso era porque Manolo era un desorganizado. Cuando él llevaba los libros, estaban mejor cuidados y ordenados. Exasperado, suspiró.

—Me dicen que te gusta la catorce —le sonrió, cambiando de tema.

El inglés asintió.

—Ya soy buen amigo de la sevillana.

Vicent miró de nuevo el libro porque no sabía responder a aquel humor. Sería humor inglés, pensó. Sin perder tiempo, se volvió para coger la pesada llave y se la entregó.

—Aquí tienes, Charles. Una vez más, bienvenido. —Hizo una breve pausa—. ¿Todavía te va bien comer juntos ahora y así hablamos de nuestros asuntos, como me dijiste por correo?

—Sí, sí, por supuesto —respondió el inglés—. No tengo más que dejar la maleta y asearme un poco, y enseguida estoy con usted.

—Perfecto, creo que Isabel te ha preparado el cordero trufado que tanto te gusta —dijo, sin saber del todo cómo podía hablar bien de su hija después de la bronca que habían tenido. Al menos era cierto que para la cocina tenía buena mano, como su madre.

El inglés subió al primer piso a grandes zancadas y Vicent entró al comedor, dirigiéndose a la cocina. Abrió la puerta y gritó, sin mirar:

—¡Nena, el inglés ya ha llegado! La sopa y el cordero listos en cinco minutos, ¿eh?

No hubo respuesta.

—¡Isabel!, ¿me oyes? —dijo Vicent, ahora asomando la cabeza.

Su hija estaba regando las plantas.

—¡Deja las plantas y ponte a la cocina, que el inglesito baja ahora!

—Ya está todo a punto —respondió Isabel en un tono frío y sin girarse.

Al cabo de pocos minutos, Vicent y Charles entraron en el salón, pero antes de sentarse a la mesa, Charles preguntó por Isabel, sin soltar una maleta que llevaba en la mano, que no era la suya habitual, sino otra un poco más pequeña.

Pensando que sería para él, Vicent hizo el gesto de cogerla, pero Charles retiró el brazo, sorprendido.

—Es solo un pequeño detalle que querría dar a Isabel, por todo lo que nos ayudó cuando mis alumnos estuvieron aquí hospedados.

Vicent se sorprendió.

—Ah, bueno, no hacía falta que trajeras nada, pero si es un detalle para la fonda, pues ya lo puedo coger yo mismo —le dijo, pensando que, dado su tamaño, se trataría de algún jarrón inglés horrible que no sabrían dónde poner.

Charles se sonrojó ligeramente.

—Es que es algo pensado para ella.

Vicent alzó las cejas, como si aquello le pareciera una idea descabellada.

—Ah, ¿sí?

Charles confirmó:

—Sí, para ella. ¿Es que normalmente no recibe regalos?

Vicent intuyó que debería suavizar la situación con Isabel si quería evitar una escena extraña.

—Por supuesto, ahora mismo la aviso.

De mala gana, Vicent se ajustó la corbata, quizá como símbolo de autoridad, y entró a la cocina para llamar a Isabel, quien enseguida salió, sorprendida por el recado, con el primer plato listo para servir: unas sopas de ajo que le encantaban a Charles.

Los dos se saludaron con un apretón de manos después de que Isabel dejara las sopas ya listas en la mesa.

—Hola, Isabel —dijo Charles—. Muchas gracias por responder a nuestra carta y por aceptar nuestras disculpas —dijo el inglés sin preámbulos, ante la sorpresa de Vicent, quien no sabía nada acerca de los altercados de la fonda.

Isabel agachó la cabeza.

—No pasa nada, gracias a vosotros, sois muy generosos.

—Es lo mínimo que podíamos hacer —dijo Charles—. Espero que lo puedas invertir en algo de tu gusto.

Isabel le miró con los ojos grandes, ilusionados.

—Pues sí, ya lo he hecho.

Charles pareció tan sorprendido como Vicent.

—¿En qué?

—He remodelado la cocina —dijo Isabel, dirigiendo a su padre una mirada helada.

Vicent sintió una punzada en el corazón, pero hinchó pecho como si nada.

—¿Se puede saber de qué estáis hablando? —intervino.

Isabel se volvió hacia su padre y, displicente, le contestó:

—Nada, padre, que los alumnos de Charles pasaron una noche un poco a lo grande cuando estuvieron aquí. No hicieron apenas daño, pero rompieron algún cristal, por lo que, con lo millonarios que son, pues nos han compensado sobradamente y yo he aprovechado para ponerme una cocina estupenda.

—¡Qué rápida eres! —dijo Charles.

Vicent tuvo que tragar saliva tres veces y respirar hondo, mientras su hija enseñaba al inglés la dichosa cocina. Este, por supuesto, solo emitía sonidos de admiración, en inglés, lo que quedaba francamente afeminado y ridículo. Cerró los ojos. Ya le podía haber dicho su hija que no le iba a costar un duro. De todos modos, Vicent se preguntó quién pagaría diez mil euros por romper cuatro platos o lo que fuera. En fin, eso era buena señal justo antes de sentarse a negociar con él por la escuela. En cuanto a Isabel, quizá la tendría que haber dejado explicarse, pero ella debía entender que estaba nervioso. En cualquier caso, parecía que ya estaba todo olvidado.

Al regresar junto a él, Charles cogió la pequeña maleta que había dejado junto a la mesa y se la entregó a Isabel antes de que esta volviera de la cocina.

—Un último detalle, también de parte de todos, pero este especialmente para ti —le dijo—. Los chicos guardan un gran recuerdo de ti, de tu cocina, de tus cuadros y, sobre todo, de tu compañía. ¡Nunca nadie les había puesto a fregar en su vida, y tú lo conseguiste!

Isabel, ruborizada, hizo ademán de rechazar el regalo.

—No puedo —dijo—. De verdad, ya habéis sido muy generosos conmigo.

—Por favor.

A Vicent le empezaba a impacientar aquella pérdida de tiempo. Se cruzó de brazos y empezó a dar golpecitos con el pie en el suelo, mirando hacia la sopa, que a buen seguro se estaría enfriando. Aun así, el alcalde estiró el cuello para ver de qué se trataba.

Dentro del paquete, Isabel encontró una caja de madera brillante, marrón oscura, cuyo agradable olor todos percibieron inmediatamente. Isabel pasó sus manos suaves por la madera, como si acariciara a un gato. Lentamente, abrió el cierre y descubrió una impresionante caja de óleos, perfectamente alineados y ordenados por el tono. Los tubitos, pinceles y otros artilugios que los acompañaban estaban rodeados de una fina piel de ante roja, que le daba al conjunto un aspecto muy lujoso. En la parte superior, el nombre de Isabel aparecía grabado en una letra cursiva, dorada, muy fina y elegante. Vicent vio cómo las manos de su hija, que sostenían la caja, empezaban a temblar. La chica no levantaba la cabeza.

—Espero que estén a la altura de una artista como tú —dijo Charles, siempre caballeroso, mirando una vez más los cuadros de Isabel que había en el comedor.

Vicent también los contempló, todavía sin comprender qué vería Charles en ellos. La cuestión es que a él todo aquello le resultaba muy extraño y pensó que seguramente se trataría de una estrategia del hipócrita inglés para conseguir una rebaja en la negociación. Pues no la iba a conseguir, se prometió el alcalde a sí mismo.

Después de un breve, pero a todas luces sincero agradecimiento, Isabel volvió a la cocina con su caja bajo el brazo, con el paso lento, como si estuviera llevándose un auténtico Picasso.

Vicent ya tenía suficiente de aquella escena y miró el reloj.

—Disculpa, Charles —le dijo—. No quiero meterte prisa, pero tengo un pleno esta tarde y, por supuesto, me gustaría hablar contigo antes. ¿Nos sentamos?

El inglés, todavía con la sonrisa en la boca, asintió y los dos hombres por fin se sentaron.

La sopa, evidentemente, estaba ya fría, pero ninguno de los dos se atrevió a decir nada, pues la cocinera parecía muy emocionada con las pinturas, así que seguramente era mejor dejarla sola.

Después de unos primeros intercambios de cortesía, de los que Vicent no escuchaba ni las respuestas, el alcalde miró el reloj de la pared de reojo y vio que estaban a punto de dar las tres, justo media hora antes de que comenzara su pleno. Había que apresurarse.

Afortunadamente, Isabel apareció enseguida con el cordero, que sí estaba caliente, y una sonrisa de oreja a oreja. Vicent empezó a pensar que, de hecho, si aquellos dos se llevaban bien, eso le podría ayudar —aunque lo que compartieran fueran cosas tan triviales como las dichosas pinturas—. Después del primer bocado de carne, francamente deliciosa, Vicent fue directo al grano.

—Bien, bien, Charles, cómo me alegra verte de nuevo —le dijo, inclinándose hacia delante, apoyando los codos sobre la mesa y juntando las manos frente a sí—. Seguro que tu vuelta a Morella obedece al interés que tendrás en la escuela, ¿no? —le preguntó, y luego pegó un segundo bocado al cordero, como si aquellas conversaciones fueran el pan de cada día.

Charles dejó sus cubiertos en el plato y se limpió finamente la boca con la servilleta, que cuidadosamente plegó y volvió a dejar sobre sus piernas. Se ajustó el cuello de la camisa, que llevaba sin corbata, y se aclaró la voz con un breve sorbo de agua. Lo miró.

—Sí, es cierto —contestó, lentamente—. De eso quería hablarle precisamente.

Vicent esperó, pero al ver que el inglés no seguía, le animó:

—Dime, dime, hombre, aquí me tienes.

Charles miró a su alrededor, como si quisiera comprobar que allí no había nadie más.

—¿Aquí? ¿Ahora? —preguntó, sorprendido.

—Pues claro, hombre, si tampoco es tan complicado —respondió Vicent, cortando más cordero para aparentar normalidad, pero también porque se hacía tarde.

—Pensaba que iría a su despacho para discutir las condiciones, más que durante la comida —le dijo, en voz más bien baja.

Vicent le miró, pensando que aquello sería una diferencia cultural.

—No te preocupes, hombre, que en España todo se resuelve con una buena comida, de hombre a hombre —le dijo—. Y aquí estamos seguros, no nos oye nadie.

Charles levantó una ceja y, contrariado, cogió de nuevo el tenedor para pinchar un bocado de cordero, que degustó con exasperante lentitud, para el gusto de Vicent.

—Bueno, pues dime qué te parece el tema —insistió el alcalde, que ya había terminado su plato.

—Sí, lo he estado pensando —dijo por fin—. He hablado con mi director y estaríamos preparados para realizar una oferta muy preliminar y sin compromisos. Necesitamos hacer mucha labor de investigación legal y arquitectónica, y solo a partir de nuestra aprobación final la oferta sería vinculante.

Vicent cerró los ojos y dio gracias a un Dios en quien no creía ni había creído nunca. Por fin las cosas empezaban a salir de acuerdo al plan. Relajó los hombros.

—Estupendo, Charles, me alegra que veas esta oportunidad única en Morella. Muchos se arrepentirán de no haber participado, ya verás —le dijo, frotándose las manos—. Pero, dime, ¿en qué precio o margen habéis estimado la oferta inicial?

Charles aparcó el cordero, como si le resultara imposible comer y hablar de negocios a la vez. Tosió y volvió a beber para aclararse la voz.

—Me gustaría confirmar que la oferta no es vinculante hasta que acabemos nuestros estudios, ¿de acuerdo? Y por supuesto, se la enviaré por escrito en cuanto hayamos resuelto todos los formalismos.

—Sí, hombre, sí, ya lo entiendo. Ninguna oferta es vinculante hasta que todos los abogados hayan firmado, tranquilo —le dijo. Aquello no le inquietaba, ya que, que él supiera, ese edificio no tenía embargos oscuros ni ningún problema de aluminosis ni nada por el estilo. Lo que precisaba era una buena inversión y alguien con espíritu detrás.

Charles volvió a mirar a un lado y a otro e, inclinándose hacia el alcalde, le dijo en voz baja:

—Hemos pensado en ofrecer cuatro millones.

Vicent se quedó mirándolo fijamente. Aquello era una mejora sustancial sobre la oferta de Barnús, pero todavía insuficiente.

—El precio de salida son cinco —replicó, desilusionado.

—El nuestro, cuatro.

Vicent miró hacia los cuadros de su hija, por supuesto sin prestarles ninguna atención. Dejó pasar unos segundos.

—Bien —dijo por fin—. Celebro el interés, que aprecio y agradezco profundamente, pero me temo que te tendré que pedir que recapacites la oferta, ya que, primero, está por debajo del mínimo y, segundo, también es inferior a otras ofertas que hemos recibido —mintió. Vicent sabía que esa táctica no era lícita, pero también era consciente de que la utilizaba todo el mundo y quien no lo hacía se quedaba atrás. Él solo pensaba en el bien del pueblo.

—¿Cuántas ofertas han recibido y de cuánto? —preguntó el inglés, sin pelos en la lengua.

Vicent se echó hacia atrás.

—Hombre, como comprenderás, esto es una negociación. Son situaciones delicadas, ya que cada inversor tiene un plan diferente. Pero sí te puedo decir que en este momento existen ofertas superiores.

Charles se quedó pensativo y Vicent miró hacia el reloj, que marcaba las tres y veinte. Una excusa estupenda para marcharse, ahorrándose la necesidad de quedarse allí y seguir mintiendo, lo que no le gustaba, pero ahora era necesario.

—¿No vas a terminar el cordero? —preguntó Vicent contemplando el plato de Charles, todavía a medias.

Charles observó el cordero que tanto le gustaba, ahora frío.

—Es que en mi país cuando comemos no hablamos de dinero —dijo, serio.

—Pero cuando bebéis sí, ¿eh? —dijo el alcalde con un humor que Charles apreció.

—Es verdad.

—Pues aquí es al revés —le contestó—. Si hay copas de más, lo mejor es irse a casa o a la mesa de las mujeres. En cambio, los filetes y los negocios mezclan mejor.

Charles sonrió, aunque un poco forzado, momento que Vicent aprovechó para salir disparado, alegando el pleno del ayuntamiento. Educado, Charles resultó comprensivo y los dos hombres se estrecharon la mano una vez más.

—Ya me dirás lo que piensas en los próximos días —concluyó Vicent.

Charles asintió.

El pleno fue más bien breve, lo que le duró la paciencia a Vicent con la oposición, centrada desde hacía tiempo en la necesidad de reciclar más. ¡Él no estaba ahora para hablar de bolsas de basura! Tenía problemas mucho mayores y, en cualquier caso, siempre había pensado que cada uno era libre de hacer con sus despojos lo que le diera la gana.

Afortunadamente, pudo cerrar la sesión pronto y volvió a su despacho a atender el correo y otros asuntos burocráticos que, a pesar de resultar tediosos, venían con el cargo.

Vicent estaba enfrascado firmando nóminas cuando su mujer de repente le llamó al móvil. Sería algo urgente, pensó, ya que le tenía absolutamente prohibido interrumpirle salvo para asuntos realmente importantes.

—¿Qué pasa? —contestó, sin dejar de firmar cheques.

—Hola, Vicent —le dijo Amparo, sin perder la amabilidad—. Oye, que nos han cortado el agua otra vez y estaba en plena colada…

—¡Me cago en la hostia! —la interrumpió Vicent, dejando el bolígrafo encima de la mesa con un golpe fuerte y seco—. ¿Cuándo?

—Pues hará una hora o así —contestó Amparo—. Se me han quedado dos lavadoras que tenía a tope a medias; al abrir se ha salido todo el agua y llevo ya una hora aquí con la fregona, aparte de lo que me queda para acabar de lavar. Y ya no te digo nada de la cena. Si puedes, quédate en la fonda, que yo ya picaré alguna lata de conservas de aquí. Pero, desde luego, olvídate del caldo que me habías pedido.

—Me cago… —empezó Vicent—. Ahora mismo llamo a esos hijos de puta. Se van a enterar de quién soy.

—Vicent, por favor, haz algo, que no podemos seguir así —le suplicó su mujer—. Algunas plantas se nos están muriendo y los árboles tienen sed. Hace mucho que aquí no llueve. ¿Qué vamos a hacer?

—A mí los árboles me importan un rábano —contestó Vicent—. Pero yo quiero ir a casa, cenarme un caldo y darme un baño. Joder. Bueno, tú quieta ahí, cena lo que puedas, yo iré a tomar algo a la fonda o al bar, y estaré allí hacia las diez.

—Bien —dijo su esposa, siempre servil.

Vicent colgó sin decir más. Se inclinó hacia delante y hundió la cabeza en sus gruesas manos durante un buen rato. No entendía por qué las cosas se habían complicado tanto. Él tenía un buen sueldo como alcalde, que tan solo hacía un año era suficiente. Pero ahora, con una hipoteca mucho mayor después de la subida de tipos de interés, los menores ingresos de la fonda y las facturas enormes que nunca esperó de su casa nueva, se estaba ahogando. O se había ahogado ya. Ese mes —no se lo había dicho a nadie— no tenía los cinco mil euros en metálico para pagar a la eléctrica. Tan solo hacía un año, le salía el dinero por las orejas, sobre todo por las grandes cantidades que el banco de Cefe puso a su disposición después de comprarse la casa. Con esos adelantos, Vicent compró caballos, construyó las cuadras y el hipódromo, e importó el mejor mármol italiano para los baños. Pero ahora el banco le había incrementado sustancialmente el interés de esos préstamos, sin que su sueldo como alcalde hubiera subido un céntimo.

Todo había sucedido de una manera tan rápida que él apenas se dio cuenta, o nunca lo pudo prever. ¿Quién diría que el puto Banco Central Europeo se pondría a subir los tipos de interés como un loco? Malditos alemanes, su fobia a la inflación le estaba costando el hígado, pensó. ¿Y la fonda? ¿Quién podía pensar que, de repente, el año pasado abrirían dos hoteles boutique en Morella que le robarían toda la clientela? No tenía un euro para invertir en el negocio, para contratar publicidad o mejorar el servicio. Sus hijos, encima, tampoco le podían ayudar, pues no generaban ingresos: uno ejercía prácticamente de telefonista en la fonda y a la otra la acababan de echar. No tenía padres a quienes recurrir y la familia de su mujer, que él supiera, tampoco tenía un céntimo. Cefe también le había avisado algunas veces de que el banco quería cerrar alguno de los préstamos, así que lo último que podía hacer era pedir otro. Encima era el alcalde y no podía dar imagen de vulnerabilidad. Se convertiría en el hazmerreír de todo el pueblo.

Se frotó los ojos con las manos y se apretó las sienes con fuerza. Los minutos pasaron lentamente hasta que por fin dio con una solución.

Sin pensarlo dos veces, llamó a Roig. Después de sacarle del atolladero con el tema del aeropuerto de Castellón, ahora le tocaba a él rescatarle.

—Presidente, ¿cómo está? —dijo amablemente en cuanto Roig le contestó.

—Pues mucho mejor desde que cumples tu palabra, alcalde —le respondió Roig—. Vaya bola de partido salvamos, cabrón. Así hay que actuar, hombre. Muy bien, ya verás como todo sale a pedir de boca. —El presidente hizo una pequeña pausa—. Dime.

—Presidente, le llamo porque el que estoy apurado ahora soy yo.

—Escucho.

—Como sabe, yo llevo la fonda del pueblo, el negocio familiar de siempre, al que me dediqué desde los quince años y que llevé hasta que salí alcalde hace poco más de un año.

—Sí, sí, lo sé. ¿Qué le pasa a la fonda?

—Pues que el año pasado abrieron dos hoteles boutique en el pueblo y nos hemos quedado sin clientela —le dijo—. Yo solo soy un hotelero de pueblo y mi padre era un guardia civil mediocre que murió asesinado por los maquis, así que no tengo nada ni nadie a quien recurrir.

—No sabía lo de tu padre —dijo el presidente en tono comprensivo—. Lo siento.

—No se preocupe, presidente, fue hace mucho —dijo Vicent, pensando que la lástima también funcionaba como táctica—. Seré sincero con usted. A mi hija la acaban de echar del trabajo y mi hijo es un inútil. Los tengo a los dos en la fonda y no la pueden sacar adelante.

—¿Y qué has pensado?

—Se me ha ocurrido que podríamos convertirla en una casa rural, en lugar de un hotel, lo que nos ahorraría impuestos y ampliaría el tipo de oferta hotelera en Morella. Podríamos ofrecer precios más reducidos y atraer a un público más joven, o estudiantes, que esto de viajar se ha puesto por las nubes.

—Me parece buena idea, pero yo ¿qué puedo hacer? —preguntó Roig.

—Como seguro que sabe perfectamente, existen unas ayudas para las casas rurales —contestó el alcalde—. La Generalitat ha financiado algunas reconversiones cerca de Morella: unos trescientos mil euros para que los propietarios adapten la casa a cambio de comprometerse a llevar el establecimiento durante un buen número de años.

—Sí, claro, ya conozco el programa, yo mismo he firmado algunos de esos contratos —dijo el presidente.

—Nos salvaría la vida si pudiéramos recibir esa ayuda, lo que también garantizaría al pueblo la existencia de este tipo de establecimiento, muy popular. —Vicent hizo una pausa para recurrir de nuevo a la lástima—. Presidente, no les puedo pagar el sueldo ni a mis propios hijos —dijo.

Vicent escuchó cómo Roig encendía un cigarrillo.

—¿Cuánto necesitas y cuándo? —le preguntó.

—Pues sería ideal tener el máximo, los trescientos mil, y mañana sin falta, que tenemos un problema grande de tesorería.

Roig dejó pasar unos segundos.

—Cuenta con doscientos cincuenta tan rápido como pueda.

Vicent cerró los ojos, sintiendo un placer inmenso.

—Presidente —le dijo—, ya sabe que en mí tiene a su socio más fiel.

—Lo sé, alcalde, lo sé —le dijo—. Esto es el principio de una gran colaboración.

Después de colgar el teléfono, Vicent se sintió el hombre más importante y mejor apoyado del mundo.