El paraninfo de la Residencia de Señoritas de la calle Miguel Ángel estaba ahora pintado de un azul claro e intenso, mediterráneo, pero la sala, alta e imperial, seguía intacta. Mantenía la elegante balaustrada de madera blanca alrededor del primer piso, todavía asentada sobre un friso de ornamentación clásica que daba al recinto un aire muy señorial. El techo no había cambiado, tan alto como antes, escalonándose poco a poco hasta acariciar la pared. El zócalo alto de madera y las puertas, impecablemente blancas, otorgaban distinción y pulcritud al lugar, que conservaba los mismos asientos de madera, unidos entre sí, como en el teatro. El antiguo órgano seguía junto a la entrada principal, una puerta amplia de madera también blanca. El auditorio no era muy grande, para unas doscientas personas, por lo que había conservado el mismo ambiente íntimo y cálido de cuando Valli estudiaba.
Era una bonita tarde de junio y la antigua maestra observaba desde la tarima a los últimos asistentes entrando con prisa, pero avanzando en silencio y con discreción hacia sus asientos. Pisaban el mismo parqué oscuro por el que muchos otros habían pasado para escuchar a alguna eminencia, como Ortega o el doctor Marañón. Valli nunca hubiera imaginado, cuando era residente, que algún día acabaría presidiendo un acto en ese lugar tan especial. La vida, francamente, traía sorpresas; algunas trágicas, otras maravillosas como esa, pensó.
El antiguo reloj de la pared marcó las siete y media en punto de la tarde y el murmullo empezó a cesar. El aforo estaba lleno.
Soledad, la directora del Instituto Internacional, que en su día había alquilado ese mismo espacio a la Residencia de Señoritas, apretó cariñosamente la mano de Valli y le sonrió. Con los ojos le preguntó si estaba a punto, a lo que la anciana asintió. Al otro lado de Soledad, Consuelo, otra antigua residente de más de noventa años, hizo un ademán en señal de que ella también estaba lista.
Las tres mujeres, elegantemente vestidas y maquilladas para la ocasión, contemplaban a la audiencia de manera muy diferente. Consuelo, que parecía cansada incluso antes de empezar, se acariciaba las manos repetidamente y jugueteaba con un collar de perlas que lucía sobre una blusa blanca cerrada, más bien propia de la época de la que venía a hablar. Se movía en la silla y miraba rápidamente a todas partes, aunque la mayoría de veces fijaba los ojos en el vacío. Parecía incómoda, como si se sintiera fuera de lugar. La directora, con un vestido negro sin mangas, discreto y elegante, y a juego con su pelo rizado, sonreía con el orgullo de haber organizado un acto que ya parecía un éxito. Valli, con el pelo más blanco y ondulado que nunca, lucía un traje de falda y chaqueta azul marino, con una blusa alegre y floreada. Con su proyecto recaudador en mente, la anciana se había propuesto dar una imagen de modernidad y eficiencia más que de abuela pasé a la que nadie confiaría un euro. Consciente de que las miradas se dirigían hacia ella, Valli permanecía quieta, con la vista al frente, emanando seguridad. Ella ya había dado muchas conferencias y charlas sobre su vida en el exilio y su lucha antifranquista por los montes de Huesca y Teruel. Había visitado numerosas escuelas, sobre todo en Cataluña, para explicar su vida en el maquis, sus enfrentamientos con la Guardia Civil o el contacto que tuvo con otros exiliados por medio mundo. Pero ahora no le interesaba tanto compartir esas historias, ya que enfrente no tenía a un grupo de escolares, sino a casi doscientos adultos de los que esperaba, ante todo, sacar dinero para su proyecto. No es que fuera una interesada, pero en un reencuentro tan especial como aquel, y después de una vida que nunca fue lo que ella quiso, o para lo que su «Resi» la preparó, prefirió guardarse los sentimientos para sí, ya que aflorarlos seguramente la abrumaría de tal manera que no podría ni hablar. Mejor centrarse en la tarea que la había llevado hasta allí y no ahogarse en penas pasadas que ya le habían pasado suficiente factura, pensó. Valli también recordó las palabras que su antigua profesora de filosofía, María Zambrano, había dicho una vez desde la misma tarima que ahora mismo ocupaba ella: «Haz lo que estás haciendo».
El auditorio por fin se quedó en silencio y Soledad abrió el acto de manera breve y emocionada. La directora había escrito libros sobre el intercambio entre americanas y españolas en la Residencia y había quedado prendada, como otros investigadores, del maravilloso mundo que María de Maeztu y sus ayudantes, además de las residentes, crearon hacía tanto tiempo. Aquellas mujeres, dijo, habían establecido hacía un siglo un espacio que, en la actualidad, todavía se consideraría moderno y avanzado.
Consuelo tomó la palabra, mirando a la audiencia con una mezcla de miedo y sorpresa. Mientras la anciana balbuceaba sus primeras frases, Valli la miraba fijamente intentando recordarla de joven, pero apenas podía, ya que Consuelo se alojó en el edificio de la calle Fortuny y no en Miguel Ángel, como ella, y también era algunos años mayor, por lo que tampoco coincidieron en la universidad.
Con la voz entrecortada y sin dejar de juguetear con sus perlas, Consuelo explicó cómo había llegado de una Ávila retrógrada en plenos años treinta a una Residencia de Señoritas que le dio el ambiente propicio para lo que más le gustaba: estudiar y comer bien. En la Residencia vivían tan cómodas que hasta su hermano, también estudiante en Madrid, la empezó a llamar «princesa». Mientras ellas disponían de cálidas bibliotecas y comían y hasta desayunaban con cuchillo y tenedor, él, en su pensión de la calle Carretas, que de hecho era más cara, se quejaba de que la comida era nefasta y de que, entre los chinches y el ruido de la calle, apenas se podía estudiar.
Consuelo explicó que aquellos años fueron una especie de oasis en su vida, pues después todo cambió. Tras la guerra, la Residencia de Señoritas se convirtió en el Colegio Mayor Santa Teresa, dirigido por Matilde Marquina, una falangista que le imprimió un carácter radicalmente diferente. Aunque terminó los estudios de Derecho, Consuelo se casó con un compañero de la universidad, liberal de boca pero señorito de hábito, y tuvo cuatro hijos, a quienes se dedicó plenamente hasta que se hicieron mayores. Nunca ejerció la abogacía y ahora, a su edad, tampoco se arrepentía, pues ya estaba conforme con lo que la vida le había dado, básicamente salud, una familia y pocos problemas graves. No quiso decir más y un caluroso aplauso le agradeció su evidente esfuerzo. La anciana apoyó la espalda en su silla y por fin se relajó.
A continuación, Soledad presentó un documental sobre la mujer en la universidad española. Era breve, pero tan interesante como divertido, pues explicaba cómo algunas de las primeras universitarias de finales del siglo XIX, como María Goyri o Matilde Padrós, iban a clase acompañadas por un criado o por un familiar, entraban al aula con el profesor y se sentaban aparte de los demás alumnos. Con las luces apagadas, a Valli se le empezó a hacer un nudo en la garganta, pues ahora, en la oscuridad, era cuando mejor veía —y sobre todo sentía— el paraninfo. Las risas del público, su interés por aprender y compartir, el ambiente de camaradería que se respiraba y el hecho de tener a tres mujeres en la tarima le trajeron algunos de los recuerdos más bellos de su vida, antes de que esta se truncara para siempre.
Con un hilo de voz y después de una presentación cargada de admiración, respeto y cariño, Valli explicó a la audiencia, sin dejar de mirar al vacío, cómo ella acudía muchos días a aquella misma sala para escuchar las charlas vespertinas que María de Maeztu daba a las residentes. En plena República, dijo, y sobre todo a medida que las tensiones políticas aumentaban, María siempre les ponía como ejemplo a Erasmo de Róterdam, el sabio aceptado por protestantes y católicos en una época también marcada por discrepancias tensas y violentas. Pero el ambiente era tal que las alumnas se revolucionaban solo con oír el nombre del sabio holandés, explicó Valli, pues este había escrito en Elogio de la locura que la mujer era «un animal inepto y necio» y que si alguna vez esta quería ser sabia, «no conseguiría sino ser dos veces necia». En la Residencia, cuestionar estaba bien visto, aunque fuera al mismo Erasmo. Política y socialmente cabía todo lo legal y decente, y a partir de ese punto, cada una podía pensar lo que quisiera, explicó Valli a la audiencia, que la escuchaba en absoluto silencio.
Tras una breve pausa para beber y aclararse la voz, la antigua maestra continuó en un tono más seguro. Allí también aprendió a leer, dijo, pero a leer de verdad. Una alumna preparaba una lectura y entre todas la desglosaban, definían las ideas principales y las analizaban hasta la exasperación. Allí aprendió a resumir, a pensar y a rebatir, dijo.
Cada vez más relajada, Valli contó que no todo había sido un camino de rosas y que sufrieron duras críticas.
—Como siempre pasa cuando uno tiene energía y talento para hacer cosas nuevas o diferentes, eso incomoda a todo el que está acostumbrado o favorecido por el statu quo, así que las críticas siempre llegan —dijo, arrancando un pequeño aplauso de la audiencia. Cuanto este cesó, la antigua maestra prosiguió con una ligera sonrisa—. Fijaos —dijo, bajando la mirada y negando con la cabeza—, hasta nos criticaban por no tener capilla y porque, según ellos, salíamos cuando queríamos, lo que no era verdad en absoluto.
Valli también negó cualquier acusación de elitismo. La mayoría de residentes era de provincias, aseguró, hijas de padres educados pero de recursos medios, como médicos o abogados, pero también sastres y maestros que hacían un esfuerzo para abonar las ciento cuarenta pesetas mensuales que costaba la Residencia. Pero sí era cierto que, de tanto en tanto, aparecía alguien de renombre. En su mesa de comedor, dijo, un día se presentó Lili, sobrina de Rubén Darío, mientras que otro día llegó una nueva residente acompañada por un chófer. Pero fue una italiana quien levantó el mayor revuelo al recibir una tarde una visita personal y privada de Unamuno, al parecer amigo de su padre. Nunca descubrieron exactamente de quién se trataba, pues en la Residencia siempre se la consideró una más, sin ningún privilegio.
Parte del público empezó a aplaudir, pero Valli quiso concluir recordando la lección más importante que había aprendido allí.
—Este lugar nos dio sobre todo seguridad —dijo—. Aquí nos sentíamos protegidas, respetadas. El ambiente nos proporcionaba dinamismo y nos exigía dar lo mejor de nosotras mismas, pero sin leyes, normas ni castigos. Pensábamos que nos íbamos a comer el mundo, pero para dejarlo mejor. María de Maeztu —continuó— nos conocía a todas personalmente y, al menos una vez al año, cenábamos con ella, en grupos de seis o siete, y allí nos preguntaba cómo estábamos, si necesitábamos alguna cosa o si teníamos algún problema. La verdad es que pocas se atrevían a hablar, pero cuando mencionaban algún asunto, María corría a solucionarlo, lo que nos daba mucha protección. Esto no era ni un convento ni un college, sino una nueva institución concebida como motor de cambio de una sociedad pobre y atrasada. Era una auténtica revolución sana, pacífica, social e intelectual en la que todas nos sentíamos involucradas —concluyó.
El público la premió con una ovación inmensa, larga, la mayoría puesto en pie. Soledad miró a Valli con ojos brillantes y le apretó de nuevo la mano, un gesto que estuvo a punto de hacerle saltar las lágrimas. Cerrando los ojos y tras un largo suspiro, pudo contenerlas, mientras se repetía una y otra vez que aquel no era el objetivo. En cuanto pudo conseguir un poco de silencio, Valli agradeció a los asistentes su presencia y explicó brevemente su plan de convertir una antigua escuela en un centro cultural que retomara el espíritu de la Residencia. Esa escuela, explicó, estaría en su pueblo, Morella, donde un alcalde loco quería reconvertir el antiguo colegio en pisos o en un casino. Anunció que había dejado folletos con información a la entrada y que estaría a disposición de los interesados durante el cóctel que a continuación se serviría en el jardín.
Soledad cerró el entrañable acto con agradecimientos a participantes y patrocinadores, y dijo que el instituto siempre apoyaría el espíritu de la Residencia o cualquier proyecto que lo emulara, en la medida que fuera posible. La directora estrechó las manos de Consuelo y Valli, apretando fuerte.
Las Goyescas de Enrique Granados amenizaban la pequeña recepción en el jardín del instituto, aunque ahora la melodía ya no salía de las ventanas del edificio, sino de los altavoces instalados para la ocasión. Valli, de todos modos, miró hacia la sala que antiguamente acogía un viejo piano negro que algunas residentes utilizaban para animar las simpáticas veladas que a menudo organizaban. Mientras unas se turnaban para tocar, otras leían, hablaban tranquilamente o estudiaban en el amplio salón del primer piso, adonde acudían casi todas las noches después de cenar. Era una sala grande, con dos lámparas de araña antiguas que iluminaban los rincones tranquilos de lectura, las estanterías repletas de libros o las mesas redondas con asientos de mimbre. A veces, se apiñaban más de diez residentes alrededor de una mesa para discutir cualquier tema de actualidad o artículo relevante de la prensa. Las veladas más especiales, cuando podían traer invitados a los conciertos de piano o violín que daban algunas compañeras, se organizaban con responsabilidad y en un ambiente de paz y armonía que no precisaba vigilancia o supervisión.
—Querida, has estado fenomenal —dijo a Valli una señora rubia, de unos cincuenta años, mientras esta permanecía absorta en sus recuerdos.
Ponche en mano y con los ojos ya un poco cansados, Valli la miró. La señora iba elegantemente vestida con un traje de chaqueta azul claro, muy veraniego, con botones dorados. Tan educadamente como pudo, Valli se presentó y, en el fondo, se alegró al contemplar el enorme brillante que la señora lucía en su generoso escote y las numerosas pulseras que anunciaban su presencia cada vez que movía el brazo. Aquella podía ser una buena oportunidad de recaudación, se dijo.
—Muchas gracias —respondió con una sonrisa ya un poco desgastada después de tanta emoción. A Valli le agotaba ser protagonista, pero hoy era su obligación, se dijo—. Y usted ¿guarda alguna relación con la Residencia? —preguntó.
La señora, que se había presentado con un apellido de esos largos y compuestos, se echó la melena rubia hacia atrás y contestó luciendo su impecable dentadura blanca.
—Sí, sí, mis tres hijos fueron al colegio Estudio, ya sabe, el que siguió la línea del Instituto Escuela, muy ligado a la Residencia y a la Institución Libre de Enseñanza. Estamos muy contentos.
—Ah, qué bien, y ¿en qué curso están? —preguntó Valli con más atención, ya que en el fondo nunca dejó de ser maestra y los escolares siempre le interesaban.
La señora, sorprendida, se echó ligeramente hacia atrás antes de soltar una carcajada.
—Ay, ¡qué gracia! —exclamó—. Mis hijos ya han acabado la universidad y dos están hasta casados —dijo—, pero me halaga que crea que todavía acuden al colegio.
Valli observó sus facciones. Con más atención, sí pudo distinguir algunas arrugas escondidas debajo de un denso maquillaje. De todos modos, en los pueblos, al menos antes, las señoras mayores eran grandes, gordas, de generosos pechos y, desde luego, nadie se escapaba de las canas. No estaba acostumbrada a ver abuelitas con flamantes melenas rubias, diamantes y cinturas de avispa como esa señora. En fin, pensó, no estaba allí para juzgar a nadie, sino para sacar dinero.
—Muchas gracias por venir —le dijo—, espero que el proyecto de mi escuela en Morella le haya parecido interesante. Es una gran oportunidad para involucrarse en una propuesta cultural de este estilo —dijo Valli con determinación.
La señora, un tanto sorprendida por el tono tan directo de una persona ya cercana a su novena década, la asió por el brazo mostrando unas uñas rojo carmín perfectas. Se le acercó.
—Sí, qué buena idea —dijo—, pero yo creo que, más que a personas individuales, igual podría acercarse a alguna fundación, ¿no? Venga, venga —dijo echándose a andar—, que le voy a presentar a mi amiga Cuqui, que lleva una de las fundaciones más importantes de Madrid.
Valli, un poco perdida pero esperanzada, siguió como pudo a la señora cuyo apellido no podía recordar y pasó por delante de Soledad, quien no quitaba el ojo a sus invitadas de honor para asegurarse de que todo marchara bien. Al cabo de unos minutos, después de sortear a las casi cien personas que había en el jardín, más o menos la mitad de los asistentes al acto, Valli y la señora alcanzaron su objetivo.
—Cuqui, ¿qué tal? Oye, estás fenomenal, pero qué guapa, si parece que tengas veinte años —dijo la señora a su amiga, una mujer alta y morena, y aparentemente más joven, aunque Valli ya no sabía qué pensar—. Mira —continuó la señora—, te presento a Vallivana Querol, qué lujo tenerla entre nosotros, ¿verdad? ¿No ha sido un acto fabuloso? —dijo con una sonrisa de anuncio de dentífrico.
La mencionada Cuqui, vestida con pantalón de montar, botas altas de cuero y jersey negro de cuello alto, enseguida le dio dos besos, al aire, y le sonrió.
—Por supuesto, nunca había visto nada igual, pero qué fascinante, de verdad, qué cosa —dijo, cogiéndola del brazo, mirándola fijamente. Tenía unos ojos verdes almendrados impresionantes.
Valli, mirando a su alrededor, creyó que se encontraba en un desfile de modelos más que en una reunión de intelectuales. Recordó a sus compañeras de Residencia en plenos años treinta, con sus rebequitas de punto y sus blusas abrochadas casi hasta el cuello, faldas largas a cuadros y zapatos fuertes y planos para andar. Valli no entendía por qué todas las mujeres se habían puesto tan sexis para acudir a un acto que ella creía de tinte educacional. La anciana, que apenas llegaba al busto de la mayoría de asistentes, miró a su alrededor un tanto confusa y suspiró. «Ay, xiqueta», se dijo para sus adentros.
—Cuqui, cariño —continuó la primera señora—, quería que conocieras a Vallivana personalmente, porque ya has escuchado lo del proyecto de su escuela. Como está buscando fondos, he pensado que tú, que estás en una fundación, podrías aconsejarle a quién acudir, o igual conoces alguna ayuda institucional que pudiera interesarle —dijo mientras saludaba a otra persona al fondo del jardín, brazo en alto, una vez más agitando sus ruidosas pulseras. Volviendo a Cuqui, continuó—: Tenemos que ayudar a nuestra nueva amiga Vallivana, por supuesto —dijo, luciendo su sonrisa profesionalmente encantadora.
—Sí, sí, claro, qué idea tan estupenda, déjame pensar —respondió Cuqui, apretando los labios y mirando al árbol que había en el centro del jardín, rodeado por una pequeña área con césped.
En aquella fiesta, todo el mundo sonreía, pensó Valli mientras Cuqui parecía más centrada en saludar a otros invitados que en responder. Valli también contempló el solitario roble del centro, sintiéndose igual de desamparada. Lamentablemente, ya no quedaba rastro de la fronda primaveral que antaño lo cubría acogiendo a docenas de gorriones que se pasaban el día cantando, peleando o flirteando, y que ella escuchaba desde la biblioteca. Recordándolo con nostalgia, se dijo que, francamente, prefería el piar de los pardales a las conversaciones tan banales que ahora la rodeaban. Pero fuerte y decidida como era, la anciana suspiró y se dispuso a conseguir su objetivo, aunque fuera a base de hipocresía. Había llegado el momento, por una vez, de ser práctica y seguir el ejemplo de los políticos, siempre vencedores. Valli había visto a alcaldes y empresarios dirigirse a personas infinitamente más capaces que ellos sin que eso les inhibiera a la hora de pedir o cobrar, o sintiéndose con todo el derecho del mundo a recibir solo porque les convenía. A sus casi noventa años por fin había aprendido la lección; ahora iba a seguir su ejemplo.
—Ya verá como resulta una excelente inversión —dijo Valli finalmente a Cuqui, quien la miró con cierto aire de sorpresa, después de la larga pausa.
Seguramente, al ver la insistencia de Valli, la señora de las pulseras se ausentó tan rápidamente como pudo.
—Bueno, os dejo a solas para que habléis de vuestras cosas —dijo, echándose de nuevo la melena hacia atrás y volviéndose hacia Valli—. Vallivana, qué gusto haberte conocido ¡y mucha suerte en todo, seguro que tendrás muchísimo éxito! —apuntó, antes de perderse entre el resto de invitados y coger por el camino una copa de champán.
Valli fue a por faena.
—Qué interesante trabajar en una fundación de renombre —dijo a la tal Cuqui—. ¿Participan en muchos proyectos?
Su interlocutora sonrió y miró a su alrededor mientras respondía.
—Pues ya nos gustaría, pero sepa usted que tenemos tantísimas solicitudes que seleccionamos a conciencia. Hay que estudiar los proyectos muy bien, lo que nos lleva una media de unos dos años —dijo, sonriente.
—¡Dos años para decidir! —exclamó Valli, tan sorprendida como desilusionada, pues ella no podía esperar tanto tiempo. La anciana sorbió el primer trago del ponche que hacía rato que tenía entre manos, sin saber muy bien qué hacer con él.
Cuqui, mirando al resto de los presentes y saludando a algún conocido de tanto en tanto, rechazó los canapés que un camarero le ofreció. Mirando de nuevo a Valli, esta vez con un poco más de sinceridad, le dijo:
—Tenemos que ir con mucho cuidado, ya sabe que las cosas se están poniendo feas.
—¿Feas? —Valli levantó ambas cejas.
—Bueno, ya sabe que llevamos muchos años de bonanza y creo que la gente se está empezando a apretar el cinturón, nada más. Enseguida pasará —añadió, mirándola a los ojos, quizá la primera persona de la fiesta en hacerlo, aparte de Soledad.
Valli permaneció en silencio durante unos instantes. Por fin había encontrado a alguien que pensaba igual. Ella hacía tiempo que sospechaba que aquel ritmo de casas y coches nuevos y resplandecientes era insostenible.
Cuqui aprovechó el silencio para excusarse y continuar saludando a amigos y conocidos. La escultural mujer se adentró en la fiesta, sonriendo y cautivando a diestro y siniestro. Ella sí que conseguiría cuanto quisiera, pensó Valli, lamentando que una vez más hubiera caído en el error de creer que las buenas ideas o intenciones, incluso el buen trabajo, fueran suficientes para conseguir un objetivo. No, todo era —y continuaba siendo— mucho más arbitrario.
Soledad, siempre atenta, se le acercó. Valli era ahora su única preocupación, ya que Consuelo, agotada, había partido en taxi hacía poco rato.
—¿Cómo va todo, querida? ¿Te encuentras bien? —le preguntó, siempre dulce y cariñosa.
—Sí, sí, todo perfecto, gracias, Soledad —respondió Valli, medio mintiendo para no desilusionar a la amable directora, que había organizado el acto en gran parte para ayudarla.
—Te veo un poco decaída —le dijo Soledad, mirando a sus ojos sin apenas brillo y sus hombros caídos—. ¿Seguro que estás bien?, ¿alguien te ha molestado? —preguntó con su mirada inteligente.
Valli suspiró.
—Ay, xiqueta, no sé qué decirte —le respondió, relajándose y bebiendo otro sorbo de ponche—. Todo el trabajo que has puesto en esto y no sé yo si voy a sacar nada, todos me pasan de un sitio a otro pero nadie parece interesarse lo suficiente —dijo, mirando al suelo.
Soledad le cogió la mano con suavidad.
—Ya te advertí que no iba a ser tarea fácil. Pero dale un poco más de tiempo, nunca se sabe —dijo, con sinceridad—. De todos modos, todo el mundo habla maravillas de ti, deberías estar orgullosa de lo que has conseguido, de lo que representas, del ejemplo tan grande que das. Mujeres como tú hacen que el mundo gire —le dijo con una franca mirada.
Valli miró a Soledad con simpatía, pero enseguida apuntó:
—Yo ya no estoy para homenajes, Soledad, no quiero ni medallas ni honores. Solo quiero salvar mi escuela, dar una oportunidad a las jóvenes que quieran estudiar en Morella y, para eso, necesito cinco millones de euros y no más condecoraciones.
Soledad la miró, en el fondo, con admiración y, sobre todo, con comprensión. Las dos mujeres permanecieron unos instantes en silencio, percibiendo las dulces notas de la Suite ibérica, de Albéniz, que había reemplazado a Granados, dando al ambiente un tono más relajado.
Valli por fin sonrió.
—Fíjate que yo vi a Albéniz interpretar esta pieza en el auditorio de la residencia de chicos una noche de verano, creo que en 1935 —dijo, mirando al cielo, ahora ya de un rojo ennegrecido crepuscular de ciudad contaminada, nada parecido a los maravillosos y claros atardeceres de Morella.
Percibiendo la necesidad, Soledad se puso en marcha.
—Ven —dijo con renovado ímpetu—. Te voy a presentar a uno de los secretarios de Estado del Ministerio de Educación, igual él te puede ayudar.
Valli la miró con complicidad.
Las dos mujeres recorrieron el patio, cada vez más vacío, y no pararon de sortear invitados hasta que Soledad se dirigió a un señor joven que ya se iba.
—¡Don Jaime, don Jaime! —gritó la directora, y apretó el paso hasta alcanzar a su amigo, dejando a Valli un poco rezagada—. No se vaya usted sin conocer personalmente a nuestra protagonista.
»Valli —dijo Soledad cuando la anciana, jadeante, ya les hubo alcanzado—, me gustaría que conocieras a Jaime, secretario de Estado del ministerio y buen colaborador del instituto —dijo, mirando a ambos con orgullo.
Los modales de la directora eran exquisitos, pensó Valli, a quien nunca nadie le enseñó a comportarse en sociedad. La anciana recordó por un instante a sus padres, que nunca le presentaron a nadie, pues pasaban los días tranquilos y felices en su masía, rodeados de cabras, cerdos y ovejas, hasta que su paz se truncó. Valli cerró un segundo los ojos, pero enseguida retornó a la realidad.
El afable secretario, vestido a lo Guardiola, con corbata fina y un estrecho traje azul con botón en el medio, le besó la mano, raspándole un poco con su barba corta, aunque bien arreglada. Llevaba el pelo más bien largo, para ser un hombre, aunque tampoco era un melenas, como Valli les llamaba. Su estilo era refinado.
«Gay», pensó enseguida Valli.
—Me ha encantado su discurso, todo un ejemplo para nosotros —dijo educadamente don Jaime—. Si no tiene inconveniente, le pediré sus datos a Soledad, porque nos interesaría mucho organizar eventos similares. Usted puede inspirar a miles de niños que precisan de ejemplos mejores que los que desgraciadamente encuentran en casa.
Valli se alegró y se sorprendió de encontrar un político con cierto grado de sensibilidad, al menos aparentemente, pues eso ya era más de lo que ofrecían muchos, pensó. Esta podía ser una buena oportunidad.
—Encantada de ayudar —le dijo—. A mí también me gustaría estar en contacto con ustedes por el tema de mi escuela, ya sabe, a la que me he referido al final del acto. He dejado algunos folletos en la entrada, no sé si los habrá visto.
El director sonrió, ligeramente, pero le respondió en tono respetuoso:
—Nos encantaría ayudar, señora Querol, pero me temo que en España las necesidades más básicas todavía nos apremian. Existen centenares de colegios sin calefacción, algunas bibliotecas casi no tienen libros y muchas clases, más de las que me gustaría reconocer, tienen más de cincuenta alumnos por maestro. —Hizo una pequeña pausa y miró a Valli fijamente—. De verdad que me encantaría, pero prefiero serle sincero.
Valli consiguió aparentar una sonrisa falsa, aunque, por dentro, empezó a vislumbrar centenares de luces de neón iluminando filas y filas de máquinas tragaperras dentro de su escuela. Imaginó grandes carteles luminosos sobre la misma muralla medieval anunciando el casino más grande de España o de Europa. La imagen la horrorizó.
—No pasa nada —dijo finalmente—. Le agradezco la sinceridad. Ya me gustaría a mí que todos los políticos fueran igual de honestos y claros, en vez de prometer lo que no pueden dar.
—Lo peor es cuando ya han dado lo que no podían —apuntó rápido el secretario de Estado antes de partir.
Soledad y Valli se miraron en silencio mientras algunas personas seguían los pasos de Jaime y se disponían a salir. El sol por fin se escondió detrás de los edificios más cercanos y, como si de una boda o un funeral se tratara, las dos mujeres, de pie junto a la entrada, despidieron amablemente a los asistentes.
Agotadas, se sentaron por fin en las sillas de metal, típicas de las terrazas de bar, que había en el jardín. Solo quedaba una persona, al fondo, sentada en una silla, sola. Valli no la había visto antes, pero ahora reparó en ella. En la incipiente oscuridad, apenas pudo distinguir bien sus facciones, pero sin duda se trataba de una joven extranjera, de pelo largo, casi rojo. Llevaba falda corta y un top ajustado, luciendo una tez más bien blanca. Tenía un libro entre las manos y las miraba con atención.
—¿Sabes quién es? —le susurró Soledad con discreción, pues el jardín estaba vacío y silencioso, con la excepción de las tres mujeres.
Valli negó con la cabeza y dirigió a Soledad una mirada curiosa.
—Es Samantha Crane, nieta de la compañera de Victoria Kent.