La última vez que un helicóptero había aterrizado en Morella había sido hacía más de un año, cuando un abuelo del pueblo necesitaba un trasplante de hígado urgente y se lo llevaron a un hospital de Barcelona, explicó Valli a Charles mientras esperaban en el pequeño helipuerto.
De pie, junto a los chopos detrás de los segundos arcos —una maravilla arquitectónica medieval para acercar el agua al pueblo que se mantenía más o menos intacta—, Valli y Charles esperaban la llegada de un alumno de este. El profesor había organizado un viaje a Morella con ocho alumnos para estudiar si aquel era un pueblo adecuado para ellos y para comprobar cómo les recibía la comunidad. La escuela, en principio, le había gustado, pero de nada serviría comprar un inmueble para practicar un idioma y conocer mejor la cultura si el pueblo no se abría a los visitantes.
El grupo, a excepción de James, quien estaba a punto de llegar, ya llevaba dos días en Morella, hospedado en la fonda. Como habían elegido la semana de las vacaciones de mitad de trimestre inglesas, la fonda estaba prácticamente vacía e Isabel les dejaba el comedor para organizar charlas o dar clases de lengua y cultura españolas. El selecto grupo de etonianos ya había recibido la visita del alcalde, del historiador local y de un reconocido chef que, por supuesto, luego les invitó a comer a su restaurante. Los chicos no estaban acostumbrados a menos.
Algunos etonianos eran fabulosamente ricos, por lo que a veces se les permitían ciertos privilegios. En esa ocasión, James, a quien ahora esperaban, se había ausentado del colegio toda la semana anterior para ir de vacaciones a Dubái con su familia. Charles, en principio, se había negado a que el alumno llegara a Morella con retraso, pero el director del centro le obligó a callarse, pues el padre del alumno realizaba donaciones sustanciosas al centro. Charles, sin embargo, prefería más disciplina y no quería que sus alumnos se acostumbraran a ver que el mundo giraba a su alrededor. Más bien, eran ellos quienes debían adaptarse al mundo, decía el profesor.
Pero la cuestión era que James y su familia al final se habían salido con la suya y el chico, capitán del equipo de remo del colegio, venía en el helicóptero especial que le había puesto su padre.
—No me puedo creer que organicen semejante operación para un marramamiaco de diecisiete años —dijo Valli más bien para sus adentros y pensando que Charles no entendería su expresión.
Con un pañuelo en la cabeza para protegerse del viento, la anciana contemplaba la escena expectante, mirando a un lado y a otro del cielo en busca del aparato. Dos empleados del ayuntamiento también esperaban, ataviados con chalecos fosforescentes y sosteniendo unas barras también fosforito con las que debían realizar señales para el aterrizaje. Valli les miraba con cara de sospecha.
Charles la observaba, elegante y tieso como siempre, con su gabardina primaveral Burberrys y unos pulcros zapatos de ante. De reojo, vio cómo Valli los había contemplado antes con inusual interés. Ella llevaba unas viejas botas de montaña, lo que sorprendió a Charles, pues este no se imaginaba a la anciana de alpinismo. Pero hoy tenía que ser amable con esa increíble mujer que había aceptado ayudarle en el encuentro escolar que habían organizado. En principio, su aceptación había sorprendido al inglés, después de que le acusara de clasista y a sus alumnos de «lords» cuando se habían conocido en la plaza Colón.
—Gracias por acompañarme, seguro que será un gran día —le dijo Charles, convencido. Aunque los viajes con adolescentes podían resultar un martirio, cuanto mayores fueran los chicos, mejor salían los proyectos. Por eso el profesor había seleccionado a ocho alumnos de los dos últimos cursos que, además, representaban una serie de intereses muy distintos. Unos eran muy académicos y otros grandes deportistas, pero todos compartían su interés y su buen manejo de la lengua castellana.
Valli, con las manos en su chaqueta de lana gruesa, le miró con sus penetrantes ojos negros.
—Imagino que será bueno para los morellanos practicar un poco el inglés, que buena falta nos hace en este pueblo —le respondió.
—El intercambio siempre funciona —apuntó Charles, consciente de que en ese principio se apoyaba buena parte de la riqueza colonial británica.
La anciana no contestó y la pareja se mantuvo en silencio hasta que, por fin, oyeron un ruido que, pasados unos segundos, aumentó y se volvió atronador a medida que se acercaba el inmenso helicóptero. En cuestión de segundos, se levantó una gran ventolera que obligó a Charles a coger a Valli del brazo para alejarse los dos de aquel lugar. Los empleados municipales aguantaron la posición como pudieron, agitando vigorosamente las aspas fosforito. Valli y Charles acabaron detrás de un árbol, protegiéndose los oídos del ruido y la fuerte ventisca que casi se llevó el pañuelo de la cabeza de Valli e hizo toser repetidamente a Charles.
Por fin cesó el ruido para apagarse por completo al cabo de un par de larguísimos minutos. Hacía mucho que Charles no recogía a un alumno en un helipuerto, aunque tampoco era la primera vez. En Inglaterra, donde las distancias no eran tan grandes, estaba más acostumbrado a ver a sus alumnos llegar en Rolls Royce al colegio.
Las enormes hélices todavía tardaron en detenerse unos minutos, durante los cuales Valli y Charles dejaron su posición detrás del árbol y lentamente se aproximaron hacia la máquina intimidadora, desproporcionadamente grande para las tres personas que la ocupaban.
La puerta finalmente se abrió y James puso su primer pie en la escalerilla, mostrando sus inconfundibles botas Martins. El hijo del propietario de un banco de inversión en la City llevaba unos vaqueros medio rotos, al estilo Beckham, un jersey de cachemir puro y una bolsa de piel en la mano. Su pelo rubio, largo por delante y corto por detrás, se movía azotado por el viento. Con paso firme, cual Obama entrando o saliendo de la Casa Blanca, el joven se dirigió directo hacia su profesor, sin esbozar una sonrisa.
—Hola, señor —le dijo—. Señora —saludó a Valli, agachando la cabeza como si estuviera saludando a algún miembro de la familia real.
Charles le presentó a la antigua maestra, que se quedó más bien callada durante el breve trayecto entre el helipuerto y la escuela municipal, donde en breve se iniciaría el partido de fútbol que habían organizado entre las dos escuelas. Los etonianos siempre habían sido mejores en rugby o remo, pero en Morella el deporte más popular era indiscutiblemente el fútbol, así que Charles tuvo que ceder.
El profesor condujo la furgoneta que había alquilado en Valencia para todo el grupo y, en apenas unos minutos, llegaron a la escuela local, justo al principio de la Alameda.
—¿Esto es el colegio? —preguntó James en castellano para que Valli le entendiera—. Qué moderno.
—Claro que es moderno —respondió Valli, rápida—. Como que lo construyeron hace apenas diez años. Ha ganado premios de arquitectura muy prestigiosos —explicó la anciana, orgullosa.
James levantó una ceja y, todavía mirando por la ventanilla, dijo:
—Pues nunca había oído hablar de esta escuela antes.
Charles no quería tensiones durante el encuentro. Ni entre sus alumnos y los locales, ni con Valli. La misteriosa anciana se oponía a la venta de la escuela y, aunque Vicent aseguraba que era inofensiva, él tampoco estaba tan seguro. En parte, había organizado esa jornada para acercarse a ella; tenía la impresión de que era mejor tenerla a favor que en contra.
—Venga, James, pues si no conoces esta escuela ahora, ya verás cómo nunca la olvidarás, porque vamos a pasar unos días magníficos —dijo Charles a su alumno, deteniendo el vehículo y bajándose de la furgoneta. Los demás le siguieron.
Valli repasó al chico de arriba abajo, reparando especialmente en sus vaqueros desaliñados y rotos, muy caídos, por lo que el muchacho iba enseñando la parte superior de los calzoncillos. La anciana ladeó la cabeza y frunció el ceño, como si no acabara de entender aquella moda. Estaba convencida de que no era un despiste.
James, firme y decidido, aunque nunca hubiera estado en ese lugar, se dirigió hacia la puerta principal, que abrió sin titubeos. Valli y Charles le siguieron.
—Oiga —le dijo Valli a Charles en voz baja—, ¿por qué sus alumnos van enseñando los calzoncillos?
Charles emitió una ligera risa, muy discreta. Volviéndose hacia ella le susurró:
—Se creen que así ligarán más.
Valli sonrió. Por fin. Charles contempló aquel gesto como su primera victoria. El día empezaba bien.
Como eran solo ocho, los ingleses tuvieron que añadir tres estudiantes del pueblo, también de diecisiete y dieciocho años, a su equipo. Al llegar al campo de césped artificial, en un excelente estado, Charles vio a sus alumnos agrupados en un área sin apenas hablar con el equipo de morellanos, que, ante su sorpresa, era mixto. Siempre costaba romper el hielo, se dijo el profesor, comprobando que todo se había dispuesto tal y como habían planeado. En la mesa entre los dos banquillos, Charles contempló la copa y la retahíla de medallas que habían encargado para celebrar la ocasión. El árbitro del encuentro, el profesor de inglés de Morella —natural de Alicante—, vestía de negro y se dirigió hacia Charles en cuanto lo vio.
—Good morning, Charles —le dijo—. ¿Ya ha llegado el último?
—Buenos días —respondió Charles, estrechándole la mano amistosa y deportivamente—. Se está cambiando y ahora mismo saldrá. ¿Ya están los equipos a punto?
—Pues tenemos un pequeño problema —dijo el profesor—. Nada grave, pero los morellanos siempre han jugado este tipo de amistosos en equipos mixtos y sus alumnos dicen que solo quieren chicos. —El profesor de inglés miró al suelo—. Si queremos que las chicas no se enfaden, y con razón, me temo que sus alumnos tendrán que aceptar a tres morellanas, que por cierto son excelentes jugadoras —añadió.
Charles dirigió la mirada al equipo local, bien compensado entre chicos y chicas que, ciertamente, tenían pinta de buenas atletas. Los morellanos, más bien bajitos y de piel morena, practicaban chutes al portero mientras que, al otro lado, sus siete etonianos, más bien blancuchos, altos y delgados, formaban un corrito cerrado.
—No se preocupe, que ahora lo arreglo —dijo Charles al profesor—. Es que no están acostumbrados, nuestro colegio es solo masculino. Ahora hablo con ellos, seguro que lo entienden.
Charles se apresuró hacia sus alumnos, que le escucharon con los brazos cruzados, pero sin rechistar.
—Chicos, portaos como hombres —les conminó.
—Las chicas nos harán perder —apuntó enseguida Harry, el más bajito del grupo, pero con un cuerpo muy atlético, pues era campeón nacional de esgrima en su categoría.
—¿Por qué no tienen césped, sino esta alfombra artificial? —se quejó William, que recientemente había sido seleccionado para jugar con la selección inglesa de rugby sub-18.
Charles les miró a los ojos, uno a uno.
—Chicos, calmaos —les dijo—. Ya sabéis que los países son diferentes. No tienen césped, pero mirad al cielo y sabréis por qué. Venga, menos quejarse y a jugar.
—¿Y las chicas qué? —insistió Harry. El pelirrojo nunca daba una batalla por perdida.
Charles hubiera querido darles una lección sobre igualdad. De hecho, estaba convencido de que algunas morellanas superarían a sus etonianos en el fútbol. Pero aquella era una conversación más larga y profunda, así que optó por convencerles por la vía rápida.
—Esas chicas son excelentes atletas y mujeres bien educadas —dijo, tirando el anzuelo—. Esta tarde, después del intercambio, si queréis, las podemos invitar a tomar una cerveza en el bar antes de cenar, y a los chicos también, por supuesto.
Los etonianos se miraron los unos a los otros. El más alto y atlético, Thomas, enseguida estuvo de acuerdo.
—¡Buen trato! —dijo, con lo que el asunto quedó resuelto.
Con un público básicamente formado por abuelos que, boina en mano, les miraban desde la Alameda, el árbitro dio el pitido inicial. Los morellanos, desde el primer segundo, corrían como gazapos para conseguir el balón, mientras que los ingleses, ya rojos por el sol, contemplaban la escena con aire de suficiencia. El primer gol local no tardó en llegar. Charles, como sus pupilos, contempló con sorpresa cuánto celebraron los morellanos ese tanto, ya que aquel era un partido amistoso. El profesor dio a su equipo unas palmadas de ánimo desde la banda, pero estas apenas surgieron efecto.
Las morellanas del equipo visitante comenzaron a apremiar a sus nuevos compañeros, gritándoles y pidiéndoles el balón. Las tres mujeres, que sin duda habían jugado muchos partidos antes, habían sido discretas durante los primeros minutos del encuentro, pero ahora parecían haberse cansado de que nadie les pasara la pelota.
La educación segregada tenía sus limitaciones y, sin duda, esa era una de ellas, pensó Charles. El profesor sabía que, si bien Eton proporcionaba hombres hechos y derechos al mundo, muchos de ellos, incluso él mismo, no se encontraban totalmente cómodos en compañía femenina, sobre todo en según qué circunstancias, incluyendo un partido de fútbol.
En cualquier caso, a él lo que le interesaba era que sus chicos mejoraran su español, sacaran una buena nota en los exámenes de acceso a la universidad y entraran en las mejores universidades. Ese era su trabajo; los problemas con las mujeres, que se los resolviera cada uno, pensó.
Los locales ya llevaban cuatro goles de ventaja a la hora del descanso cuando Charles tuvo que dar la primera charla como entrenador futbolístico de su vida. A él, como a sus pupilos, aquel deporte también le daba igual. De todas maneras, tampoco tuvo que esforzarse demasiado, ya que las morellanas del equipo dominaron la discusión.
—Tenemos que presionar más y jugar como un equipo si nos queremos meter en el partido —dijo una, con determinación.
Ningún etoniano respondió; solo sus dos compañeras la apoyaron. Los ingleses continuaron ignorándolas y empezaron a intercambiar chistes en un inglés muy rápido y expresamente cerrado. Charles enseguida les recriminó, ya que sobre todo se mofaban del número nueve local, un chico alto y moreno con unos shorts más bien ajustados, por lo que le llamaban fag, el término despectivo inglés para referirse a un hombre gay. Esos comentarios provocaron la risa conjunta de los ocho estudiantes ingleses, que echaban carcajadas mirando al suelo, como quien no quiere la cosa, mientras que las tres morellanas se miraban entre sí sin entender palabra.
—Basta, por favor —dijo Charles en voz más bien baja, más propia de una biblioteca que de un banquillo.
Por fin, Arthur, uno de sus estudiantes más listos, encontró la solución.
—Chicos —les dijo—. Estos morellanos solo corren como toros, ¡les tenemos que torear! —exclamó, ante los vítores de sus compañeros y el alucine de las morellanas—. Nosotros somos mucho más listos que ellos —siguió—, así que vamos a aprovechar nuestra velocidad. Tú, María —dijo mirando a una de las morellanas, que inmediatamente le interrumpió.
—Me llamo Anabel —le dijo.
—Sorry —le contestó Arthur inmediatamente con una sonrisa artificial, antes de proseguir—. Anabel, creo que serás una excelente portera en la segunda parte. Cuando tengas la pelota me la pasas a mí, yo la vendré a buscar. Como soy muy rápido, se la paso en largo a James, que es buen delantero, y así nos saltamos su mediocampo, que es una mina de patadas. Qué cosa tan sucia —dijo con desdén—. Y así les ganaremos.
Charles contemplaba la escena divertido, pues él no tenía ni idea de fútbol, pero al menos veía que sus alumnos practicaban el idioma.
Anabel miró a Arthur fijamente.
—Yo no he jugado de portera en mi vida.
Arthur le sonrió de nuevo, caballerosamente.
—Pero sé que tienes mucho potencial —le dijo.
—¿Y tú qué sabes? —le espetó la muchacha.
Arthur la miró, agachó la cabeza y dijo:
—Tienes unas manos muy bonitas.
Las tres morellanas se quedaron de piedra ante el comentario, que provocó que los otros siete etonianos empezaran a mirar a un lado y a otro, esforzándose por contener la risa.
Una de las morellanas le plantó cara.
—¿Por qué no eres tú el portero? Con esa cabeza y esas orejas tan grandes que tienes, seguro que paras muchos balones.
El grupo entero se rio, quitando un poco de tensión al debate. Charles tuvo que mediar y elegir el portero en un sorteo apresurado, que ganó James.
Anabel, con más confianza después de evitar la portería, insistió:
—Pero ¿tú te crees que vas a meter un gol con solo dos pases, sin correr y trabajar un poco más la jugada?
Arthur la miró con superioridad.
—El sudor es para los que no piensan —le respondió, sonriente y seguro.
La segunda parte transcurrió en la misma tónica, con las chicas de Eton sin tocar bola y el equipo inglés perdiendo por siete a cero. James, como Charles sospechaba, no duró ni cinco minutos en la portería, ya que consiguió convencer a George, el empollón de la clase, para que ocupara su puesto, seguramente a cambio de un buen puñado de libras, pensó Charles.
Después de la entrega de la copa y las medallas, el grupo se sentó a comer en una mesa grande que el colegio había dispuesto en el patio, donde las cocineras sirvieron una suculenta paella. En una barbacoa al fondo del recinto, el personal de cocina iba asando chuletas que algunos etonianos vegetarianos miraban con disgusto.
—¿No crees que comer carne es ser criminal con los animales? —preguntó Arthur al chico morellano que tenía al lado. Charles los había sentado de forma intercalada para que se mezclaran, algo que, por lo que ahora veía, no sucedía de manera natural.
El morellano, sorprendido, le contestó:
—Sí que me parece mal para el cordero, claro. Pero si no tienes otra cosa, ¿qué comes?
Arthur le miró con igual sorpresa.
—¿Cómo que si no tienes otra cosa? —le dijo.
Los dos siguieron comiendo en silencio.
Junto a Charles, Samuel, el hippy oficial del grupo, se esforzaba por entablar conversación con Anabel, ahora muy guapa y elegante después de la ducha. Esta le explicaba con ilusión sus planes de pedir una beca para estudiar Veterinaria en Londres.
—Y tú ¿a qué te quieres dedicar? —preguntó Anabel a Samuel, mirando con curiosidad su indumentaria.
El chico, hijo de la familia propietaria de una de las minas de carbón más grandes de Inglaterra, lucía una camisola blanca, grande y ancha, tipo Ibiza, que le llegaba hasta las rodillas. En los pies llevaba unas alpargatas Lacoste.
Sam miró hacia el cielo, acariciándose su melena rubia y, como siempre, tardó en responder. El bucólico poeta, como se llamaba a sí mismo, sabía que nunca tendría que trabajar si no quería.
—Yo no sé si el trabajo, como lo contempla nuestra sociedad, es algo que me interese —le dijo finalmente.
Anabel dejó la chuleta que iba a comerse otra vez en el plato. Charles, observando la escena, reparó en cómo sus chicos se comían las chuletas con cuchillo y tenedor, algo que no se le había ocurrido a ningún morellano. Ese era el intercambio de costumbres que deseaba para sus alumnos, muy necesitados de ver cómo era el mundo fuera de su burbuja.
Anabel, con la vista fija en Sam, le respondió:
—¿Y qué vas a hacer, si no trabajas? Yo no conozco a nadie que no trabaje por elección. Aquí, los que no trabajan están en el paro.
—Qué interesante —respondió Sam—. ¿De verdad que no hay gente que no trabaje por filosofía personal?
Anabel y sus dos amigas, sentadas cerca de ella, se echaron a reír, lo que incomodó al estudiante inglés, quien desde aquel momento les hizo el vacío. Ese gesto tampoco pareció importar mucho a las adolescentes.
La conversación de enfrente tampoco andaba mucho mejor, a tenor de lo que podía escuchar, pensó Charles. James, por educación, intercambiaba impresiones con el número nueve del equipo local, lo que provocó todo tipo de patadas por debajo de la mesa y alguna servilleta con la palabra fag escrita a mano y enviada en su dirección. En cuanto pudo, James se cambió de sitio, junto a Arthur. Y entre los dos, ya más seguros por estar en mutua compañía, entablaron conversación con Ivana y Marta, las otras dos chicas de su equipo. Les preguntaban qué países habían visitado y, sin disimular su sorpresa, descubrieron que tan solo habían estado en el sur de Francia. Pero para ellas, esa zona estaba justo al otro lado del Pirineo y no en la glamurosa Costa Azul, donde los padres de James tenían una casa con playa privada, según les explicó.
Las chicas miraban a los dos jóvenes con cierta admiración, seguramente atraídas por su pelo rubio y su vestimenta, pensó Charles. El profesor imaginaba que aquellas muchachas no habrían visto unos vaqueros deshilachados y esas camisetas de letras grandes más que en Beckham o en algún otro futbolista. Según había observado, sus alumnos eran una versión más evolucionada del típico señorito español, todavía obsesionado por lucir cocodrilos y otras marcas semejantes. En cambio, la clase influyente inglesa lucía diseño más que etiquetas. Aunque en el fondo, todo era lo mismo: moda, pensó Charles con desdén.
Arthur y James parecían exultantes por la atención de las chicas, según atisbó Charles. A él eso le parecía natural y no se preocupó demasiado. Al fin y al cabo, sus chicos eran jóvenes inmersos en un mundo plenamente masculino y era normal que se dedicaran a flirtear en una ocasión así. No había nada de qué preocuparse, pues ellos se quedaban en la fonda, solo eran ocho y aquello era un pueblo pequeño y fácilmente controlable.
Charles, en el centro de la mesa, decidió tomarse el café junto a Valli, quien había optado por un rincón desde el que no se había perdido casi palabra de las conversaciones a su alrededor.
—Señora Vallivana, estará contenta con la victoria de Morella, ¿no? —preguntó Charles educadamente a Valli después de intercambiar el sitio con Samuel.
La anciana le dirigió una mirada larga e intensa.
—Caramba con sus chicos —le dijo—. ¿Y qué creen que pueden aprender aquí? Parece que ya lo saben todo y, además, están decepcionados de que no tengamos instalaciones de remo o diez pistas de tenis.
—¿Eso le han dicho?
—El del helicóptero.
Charles miró a James, todavía enfrascado en su labor de flirteo.
—No le tome en serio —contestó—. Como todos, está aprendiendo que el mundo es más grande de lo que se cree. Esta experiencia seguro que les ayudará en este sentido.
Valli suspiró poco convencida.
—Y a nosotros, ¿qué nos va a aportar este intercambio? —le preguntó.
Charles miró hacia la mesa de casi veinte personas. A pesar de las grandes diferencias, los dos grupos parecían haber entablado una sana conversación. De momento, todo había salido tal como habían planeado. De nuevo mirando hacia Valli, el profesor respondió:
—Deles un poco de tiempo, Valli, ya verá como son gente maja. Solo son chicos que están en una edad difícil y algunos tienen unos padres que les meten internos porque, en el fondo, quieren deshacerse de ellos. Muchos tienen dinero, es cierto, pero usted sabe tan bien como yo que eso no les hace automáticamente felices.
Valli asintió con la cabeza, aunque apuntó:
—Entiendo lo que me dice, Charles, pero no me dan ninguna pena.
El profesor dibujó una media sonrisa.
—Venga, vamos a continuar con el día, que de momento está saliendo a pedir de boca —dijo Charles levantándose—. Ha llegado la hora de su paseo guiado, a todos nos hace una gran ilusión.
El profesor juntó a su grupo, quien se despidió de los comensales morellanos, pero sobre todo de las chicas, con quienes quedaron en un bar del pueblo antes de la cena con el consentimiento de Charles. De los chicos, se despidieron en un tono súbitamente amable después de no haberles hecho ni caso durante toda la jornada. Ese repentino cambio de actitud sorprendió a los muchachos locales, según observó Charles. La fría distancia inglesa, tan práctica para salirse de cualquier situación sin ensuciarse las manos, pensó el profesor con cierto grado de culpa, pues él también recurría a ella cuando lo necesitaba.
El grupo, después de dar las gracias de manera impecable por la paella y las costillas, siguió el lento paso de Valli, quien cuesta arriba les acercó a la Fontanella, una pequeña fuente a la entrada de una cueva natural, no muy lejos de la escuela, en la parte de atrás de la montaña. Tardaron tan solo unos diez minutos en llegar.
Jadeando, Valli contempló la cara de sorpresa que ponían aquellos ingleses ante la hermosa gruta. Charles no sabía que la visita iba a empezar en aquel lugar, algo que no le pareció del todo bien, pues era un escondrijo ideal para adolescentes y no quería ir dando ideas. Él creía que Valli les había preparado una ruta siguiendo los pasos de George Orwell por el pueblo, aunque estaba convencido de que así sería después de la gruta.
—En esta cueva —empezó Valli—, se dice que Orwell se escondió durante uno de los bombardeos que sufrió Morella en 1938. Él había venido aquí con las Brigadas Internacionales, que tanto ayudaron a la República en la batalla del Ebro, no muy lejos de aquí, a tan solo un par de días andando. Su división mantuvo un campamento en Morella hasta que Franco decidió cortar la zona republicana en dos y llegar hasta el mar después de atravesar el Maestrazgo. Con ese objetivo bombardearon la zona y arrasaron algunos pueblos de alrededor.
Apoyada en su bastón y con un pañuelo en la cabeza, Valli se internó en la cueva seguida de los alumnos ingleses, que la escuchaban con atención.
—Por aquellos años, yo era una maestra en prácticas en la escuela —les decía—. Cuando estábamos en el colegio y oíamos las sirenas, yo cogía a los más mayores y veníamos corriendo aquí, donde nos sentíamos seguros.
»Al menos —siguió después de una breve pausa—, nunca nos faltó de comer, ya que por aquí siempre podíamos cazar conejos y cocinarlos en una hoguera, y teníamos el agua de la fuente. A la ropa, para que no oliera, le poníamos espliego, que, como veis, por aquí abunda. —Valli miró a los chicos—. No sé si sabéis lo que es el espliego, que aquí llamamos espígol —les dijo.
Todos asintieron al unísono y dos de ellos enseguida cogieron un matojo cercano para entregárselo. Valli pareció impresionada.
—Por lo que veo, tenéis un buen profesor —dijo mirando a Charles.
—Nuestro club de español los martes por la noche se llama Espliego —apuntó Harry.
Valli se sorprendió.
—Ah, ¿sí? ¿Y quién le puso ese nombre? —preguntó curiosa, oliendo las dos matas de espliego que le habían dado.
Los estudiantes se miraron entre sí, encogiéndose de hombros.
—Sería interesante investigarlo —apuntó Charles—. Podría haber sido el mismo Orwell, un antiguo alumno de nuestro colegio que a menudo participaba en el club de español.
Sin decir más, Valli salió de la cueva para continuar la visita que con tanta dedicación les había preparado y que los etonianos agradecieron entregándole una pequeña placa, con la bandera republicana, para que guardara un buen recuerdo de la ocasión. La anciana les agradeció el detalle y, a pesar de las grandes diferencias que les separaban, se despidió del grupo dándoles un beso a cada uno.
Charles no podía pedir más.
Ya en su pijama de seda blanco, el profesor por fin cerró los ojos pasada la medianoche, apoyando su espalda sobre el colchón y escuchando una vez más los ya familiares chirridos del somier de la catorce. El ajetreo del día le había hecho olvidar, por un segundo, que al acostarse su espalda se hundiría en el centro de la cama y que debía conservar la posición si quería evitar el irritante ruido. El inglés se mantuvo quieto, boca arriba, y respiró hondo varias veces, lentamente, para recomponer lo mucho que había sucedido esa jornada.
Lo más importante era que la relación con Valli había mejorado significativamente. Qué mujer más fuerte, pensó Charles, recordando que la anciana tenía casi noventa años y sintiéndose un poco culpable por el trote que le habían dado. De regreso a la fonda, un tanto preocupado por haber visto a Valli bastante fatigada al final, Isabel le había tranquilizado, siempre amable, asegurándole que la mujer era francamente incombustible.
En esos pensamientos estaba cuando, de repente, oyó pasos en la escalera. Aguzando el oído, el inglés escuchó a más de dos personas subir al piso de arriba con, seguramente, varias botellas en la mano. Bueno, se dijo, era de esperar que sus chicos trajeran alcohol a la habitación. Él tampoco se lo podía prohibir y, a su edad, por supuesto, él había hecho lo mismo. Segundos después oyó voces en la habitación justo encima de la suya, la de James, sin duda el líder del grupo por ser alto, rubio y millonario. Así funcionaba el mundo, le gustara o no. Ese chico lo tenía todo a su favor para triunfar, pero Charles se preguntaba qué sería finalmente de aquel muchacho, puesto que, de tantas posibilidades y oportunidades que tenía, muchas veces se estancaba al no saber cuál elegir.
El profesor escuchó cómo algunos de sus chicos se asomaron a la ventana, puesto que la suya estaba abierta y les podía oír perfectamente. Era casi junio, la noche era calurosa y, cómo no, los ingleses se agolparon en la repisa de la habitación de James para fumar. Charles oía cómo se pasaban los pitillos de uno a otro y se pedían los mecheros.
Suspiró. Aquello no era nada que él no hubiera hecho, así que debía ser paciente e intentar dormir. A pesar de los murmullos, Charles empezaba a conciliar el sueño cuando, de nuevo, oyó más pasos escaleras arriba, aunque esta vez más sigilosos. El profesor abrió un ojo y levantó una ceja, curioso, responsable. Tras dos toques suaves en la puerta de arriba, esta se abrió y los chicos empezaron a saludar a alguien efusivamente. Pronto percibió que se trataba de dos voces femeninas.
Charles cerró los ojos y suspiró. Aquello ya no era cuestión de cigarrillos y botellas. Pero ¿cómo podía él sacar a aquellas mozas fuera de la habitación? ¿Y si solo venían a compartir una charla? Prefirió esperar a ver si oía más voces antes de tomar una decisión. A esa edad, sus alumnos, altos y guapos, se sentían infalibles, por lo que quedar con chicas por la noche era hasta cierto punto normal.
De hecho, el comportamiento que habían tenido con Valli durante toda la jornada había sido ejemplar. Educados y atentos, sus chicos habían escuchado con interés las explicaciones de la anciana, formulando buenas preguntas y, por supuesto, sin faltarle en ningún momento al respeto. Esos muchachos iban al mejor colegio del mundo, eran sus alumnos, así que debía confiar en ellos.
Además, Isabel también dormía en la fonda, en una habitación en el piso de arriba del todo, el tercero, que seguramente gozaría de unas vistas espectaculares, imaginó. La hija del alcalde se había portado estupendamente con ellos. Cuando llegaron, todas las habitaciones estaban listas y asignadas, y las comidas, desayunos y cenas, de manera increíble, no habían despertado ninguna queja. Todo se lo apañaba ella con su hermano, quien más bien parecía colaborar en poco.
Dos personas volvieron a la ventana del piso de arriba para fumar, escuchó Charles. Curioso, levantó un tanto la cabeza para oír mejor. Efectivamente, ahora pudo distinguir las voces de Anabel y James charlando amigablemente. Él le decía que, a final de curso, se cogería un año sabático para dar la vuelta al mundo, pero le tuvo que explicar a su nueva amiga el concepto de pasar un año fuera antes de entrar a la universidad, algo que Anabel aseguraba no haber escuchado nunca. Mientras James le recitaba la retahíla de ciudades que visitaría —San Francisco, Sídney, Buenos Aires, La Habana, Delhi, Beijing, etcétera—, Anabel hacía ademanes de sorpresa a cuál mayor.
Charles sabía que sus alumnos eran unos privilegiados y pensó que encuentros como aquellos les harían ver un poco más en qué mundo vivían. Pensando que una conversación sobre viajes y proyectos, algunos cigarrillos y copas no significaban ningún problema grave, el profesor cerró los ojos otra vez y descansó la espalda. Recordó el impresionante cielo que habían contemplado apenas unas horas antes desde el castillo, preciosamente iluminado. Isabel les había ayudado a organizar una visita nocturna con un historiador local muy conocido y renombrado que, linterna en mano, les había contado fascinantes historias medievales. La hija del alcalde les acompañó, pues no se lo quería perder, y entre todos habían disfrutado enormemente de la original visita, quizá la mejor que nunca había realizado a un castillo o museo, de los centenares que había visto por todo el mundo.
Sumido en esos agradables recuerdos, Charles poco a poco fue conciliando el sueño. Sin saber cuánto tiempo había transcurrido, cinco minutos o tres horas más tarde, un enorme ruido le despertó y le hizo saltar inmediatamente de la cama. Escuchó risas en el piso de arriba, lo que le recordó la fiesta que ya había advertido antes, y miró el reloj: las tres y diez de la mañana. Un largo grito masculino —no acertaba a saber de quién, pero inglés, seguro— retumbó en la escalera, seguido de un monumental portazo. Estupefacto, el profesor, de pie, escuchó como si una caballería subiera las escaleras y empezara a aporrear algunas puertas de manera salvaje. Cuando se disponía a salir, un gran estallido de cristales rotos fue seguido de un enorme golpe. Charles, otra vez quieto, escuchó más risas, algún tropiezo y el abrir y cerrarse de varias puertas.
El profesor se puso corriendo su bata de terciopelo rojo y salió disparado escaleras arriba, donde encontró la habitación de James abierta de par en par. Dentro, Anabel y otra amiga, a quien no había visto durante el día, estaban echadas sobre la cama, casi medio desnudas, totalmente dormidas, la una encima de la otra. Los cristales de la ventana se habían hecho añicos y ahora yacían en el suelo.
Charles tomó el pulso a las muchachas, que apenas reaccionaron, pero al menos el profesor respiró aliviado al comprobar que solo estaban dormidas. De nuevo en el pasillo, miró a un lado y a otro. Todas las habitaciones del segundo piso que ocupaban sus alumnos estaban cerradas y, de manera altamente sospechosa, en el lugar reinaba un silencio sepulcral.
Hasta que, de nuevo, oyó más risas y lo que parecía un vómito, esta vez en el tercer piso. Enfurecido, Charles subió las escaleras y allí, en medio del pasillo, encontró a James y a Harry, descamisados, tirados en el suelo, botella en mano y riéndose con los ojos desorbitados.
—¡Hola! —le dijo James, antes de esconder la cabeza bajo el brazo.
Harry vomitó de nuevo.
Estaban absolutamente drogados.
La puerta de la habitación del fondo se abrió lentamente. Isabel, con una elegante bata blanca, salió al pasillo y recogió dos botas de fútbol que violentamente habían golpeado su puerta. Con paso firme y mirada al frente, las llevó hacia Charles y sus dos alumnos. Sin decir nada, las arrojó a los pies del profesor mirando a Harry y a James con unos ojos casi tan desorbitados como los de ellos. Charles, todavía en estado de shock, no pudo evitar observar el pelo largo y negro de Isabel, que hasta entonces solo había visto recogido.
—¿Se puede saber qué pasa aquí? —dijo esta, seria e imponente.
Isabel miró a los jóvenes de nuevo, con tanto desprecio que el británico más clasista habría parecido un principiante a su lado.
Charles por fin reaccionó.
—Isabel, no sé cómo disculparme.
—Haz algo —le ordenó sin apenas inmutarse, con la mirada fija en los dos jóvenes.
Charles ya había tratado alguna vez a jóvenes drogados y sabía que lo mejor no era una bronca inmediata, ya que eso podía reavivar algún ataque.
Primero, cogió a James, lo arrastró como pudo escaleras abajo hasta su habitación y lo sentó en una silla, ya que las dos chicas seguían en la cama, tal y como las había dejado. Encima de la mesa vio los polvillos blancos que seguramente habían consumido. Se acercó y comprobó que se trataba de cocaína. Suspiró. El profesor tomó un pañuelo del baño para recoger los restos de la sustancia y lo arrojó al inodoro. Sin más contemplaciones, tiró de la cadena.
Charles volvió a por Harry, que yacía junto a cuanto había echado de la cena. Aquello apestaba, pero Charles, todavía bajo la mirada impasible de Isabel, llevó a Harry a su habitación, junto a la de James, que estaba abierta. Isabel le siguió al segundo piso.
—Hay dos chicas del pueblo en la habitación de James; habrá que llevarlas a casa —dijo Charles, con más vergüenza de la que había sentido en muchos años.
Isabel, sin dejar su mirada inquisidora, entró en la habitación contigua y se llevó una mano a la boca al contemplar la situación.
—¡Jesús, no es posible! —exclamó. Inmediatamente se acercó a las chicas y, una detrás de otra, les tomó el pulso en la muñeca. Al cabo de unos instantes, suspiró aliviada—. Jesús.
Charles se acercó.
—Isabel, esto es terrible y no sé cómo disculparme. Solo puedo asegurarte que, por supuesto, compensaremos cuanto mal hayamos hecho, que ya veo que es muchísimo.
Isabel examinaba la habitación con sus enormes ojos verdes más abiertos y oscuros que nunca. Los cristales crujieron bajo sus zapatillas cuando se acercó a cerrar la ventana, medio rota.
Se giró hacia Charles y, sorprendentemente rápida y calculadora, le dijo:
—Voy a traer unos cubos y unas fregonas. Avisa a los demás alumnos y pídeles que frieguen y limpien este destrozo ahora mismo y, por supuesto, que dejen también el tercer piso tal y como lo encontraron. Mientras, yo me voy a vestir y tendré que llevar a estas chicas a su casa, que sus madres estarán más que preocupadas. Habrá que darles una explicación y, de momento, mejor me encargo yo de eso.
A Charles aquello le pareció una buena idea y asintió. Tampoco podía elegir; aquel era un momento para obedecer.
Isabel salió rápida escaleras abajo y, en menos de un minuto, había dejado a la entrada de la habitación de James un sinfín de cubos de limpieza y bolsas de basura. Sin apenas dirigir la mirada al profesor, Isabel desapareció escaleras arriba.
Charles empezó a llamar fuerte en las habitaciones de los alumnos y pensó que tan solo George y Arthur parecían despertarse de un sueño genuino. Los demás tenían toda la pinta de haberse escondido en sus habitaciones a toda prisa al oírle subir las escaleras.
Charles tuvo la tentación de gritar a sus alumnos, excepto a George y a Arthur, aunque era mejor no precipitarse. En ese momento debía centrar las energías en recoger y en asegurarse de que los drogados no empeoraran su estado. A la mañana siguiente ya evaluaría la situación con más calma y frialdad. Pero, desde luego, aquel comportamiento tendría consecuencias.
Uno a uno, Charles ordenó a sus discípulos que se pusieran inmediatamente en marcha y dirigió auténticas miradas de odio a los dos que protestaron, alegando que ellos no sabían limpiar, porque no lo habían hecho nunca. Samuel dijo que, si había algún desperfecto, ya lo pagarían entre todos, que no era cuestión de ponerse a fregar a las cuatro de la mañana. Charles les ordenó limpiar el vómito de su compañero.
Con el abrigo y las botas puestas, Isabel atravesó el pasillo, sorteando adolescentes ingleses, algunos todavía medio borrachos, pero todos con algún utensilio de limpieza en la mano.
—Quiero esto perfecto cuando vuelva —les dijo mirándolos a los ojos uno a uno con una inmensa frialdad. A Charles le entró un escalofrío.
Isabel pidió al profesor que le ayudara a bajar a las dos chicas al coche, al garaje. Manos a la obra, los dos adultos suspiraron al ver que Anabel abría un ojo, aunque solo para cerrarlo inmediatamente; al menos, aquello era una señal de consciencia. Como pudieron, llevaron a las dos jóvenes al garaje e Isabel salió, en plena madrugada, a devolverlas a sus casas. Charles no encontró palabras para disculparse otra vez.
Cuando Isabel regresó, al cabo de casi una hora, la fonda estaba limpia, no había rastro de vómitos o alcohol por el suelo y todas las habitaciones permanecían cerradas. Al subir por el segundo piso, Charles oyó sus pasos y salió de inmediato a encontrarla. Eran ya casi las cinco y la primera luz del alba entraba por las ventanas del pasillo que daban a la calle.
—¿Todo bien? —preguntó.
Isabel le dirigió una mirada cansada, triste.
—Todo lo bien que se puede, en esta situación —dijo—. Al menos las chicas se despertaron en el coche; les di un poco de agua del Carmen y se reanimaron. Menos mal que antes de devolverlas a sus casas recordaron sus nombres, direcciones y dónde habían estado. Me dijeron que James les había dado droga…
—Cocaína —apuntó Charles.
Isabel alzó una ceja, apretó los labios y, al cabo de unos segundos, continuó:
—También dijeron que no habían hecho nada de manera involuntaria.
Charles hinchó el pecho y respiró hondo, sacando lentamente el aire, aliviado.
Isabel alzó la vista al cielo.
—Esta juventud, ¿adónde vamos a ir a parar?
Charles miró intensamente a la hija del alcalde. No sabía qué decir.
—No sabes cómo nos avergonzamos de esto, Isabel. Pero no te quepa la menor duda de que os compensaremos sobradamente por los desperfectos y por la noche que te hemos dado.
Los dos permanecieron en silencio unos instantes.
—Las madres de las chicas estaban despiertas, esperando —dijo Isabel—. Les dije que habían bebido más de la cuenta y ya está. Pero me parece que deberías ir mañana a darles alguna explicación.
—Por supuesto —concedió Charles—. Haré lo que sea necesario y también me encargaré de que esas chicas tengan algún tipo de compensación.
—No se trata de eso —dijo Isabel—. La humillación no tiene precio.
—Ya lo sé, ya lo sé. Sorry.
Isabel miró a su alrededor, comprobando que todo estuviera limpio.
—¿Está la habitación del rubio bien? ¿Han recogido los cristales?
—Sí —respondió Charles—. Las bolsas de basura están en el contendedor al otro lado de la calle y el muchacho duerme bien, aunque sin cristales en la ventana.
—No le vendrá mal un poco de aire fresco —dijo Isabel, introduciendo por fin un poco de humor en una situación tan tensa.
Charles no se atrevió a sonreír.
—Él lo ha organizado todo, ¿no? —preguntó Isabel—. Es el del helicóptero, ¿verdad?
Charles afirmó con la cabeza. Isabel miró al suelo.
—Pues no sé qué quieres que te diga. En este pueblo los jóvenes desde luego no van en helicóptero a ninguna parte, pero creo yo que son un poco más sanos —le dijo.
Charles asintió.
—Los morellanos han sido un ejemplo para nosotros hoy, no cabe la menor duda.
—Pero estos chicos tuyos, Charles, lo tienen todo en esta vida. ¿Por qué la desperdician así?
Charles suspiró y por fin relajó los hombros, tensos toda la noche.
—No sé —dijo—. Quizá ese es el problema, que tienen el mundo a sus pies y no deben luchar por nada.
Charles guardó unos segundos de silencio.
—Este muchacho, James, está especialmente perdido —le confesó, aunque era muy poco amigo de compartir detalles acerca de sus alumnos—. Su padre es uno de los industriales ingleses más importantes y al chico ahora le ha dado por ser arquitecto. ¡Arquitecto! Por supuesto en el colegio estamos haciendo todo lo posible para quitarle semejante idea de la cabeza.
Isabel le miró con gran sorpresa.
—¿Y qué mal hay en ser arquitecto? En España están muy bien vistos.
—Pues en Inglaterra se mueren de hambre —apuntó Charles.
—¿Y qué más da? Precisamente, si no necesita dinero, ¿por qué no puede estudiar lo que quiera? —preguntó Isabel, directa y con el ceño medio fruncido.
—Porque en Eton educamos para generar abogados y banqueros, profesiones lucrativas que ensalzan la reputación del colegio —le dijo—. No queremos exalumnos que malvivan. Es la política de la escuela.
Isabel dio un paso atrás.
—¿En tu colegio no queréis que los alumnos sean felices? —le preguntó con los ojos brillantes, destellando energía.
Charles no supo qué contestar.
Sin decir más, Isabel subió hacia su cuarto y el profesor entró en la catorce, cerrando la puerta tras de sí.
Se preguntó, por primera vez en mucho tiempo, si él era feliz.