La tarde plomiza de ese martes le caía como una losa a Vicent, sentado frente a su chimenea, fumando un cigarrillo detrás de otro. La comida con Charles en Vinatea no había ido mal, aunque habría preferido que su mujer e hija hubieran explicado más cosas acerca de Morella y sus encantos en vez de esos cotilleos sobre personajes, actuales y de antaño, que tanto parecían interesar al inglés. Que si la guerra, que si Erik el Belga, que si el chocolatero, que si su tía. Esas bobadas no le interesaban al alcalde, pues para él solo existía el proyecto de la escuela y habría agradecido más apoyo por parte de la familia. En cambio, más bien parecía que las dos mujeres y el inglés se lo habían pasado estupendamente cotilleando durante más de dos horas, por supuesto a costa del consistorio. Al menos podía justificar que esa invitación era necesaria, ya que, aparte de Barnús, ningún otro inversor había mostrado interés por la escuela. Además, el empresario de Cullera solo había ofrecido dos millones, con lo que sería necesario encontrar a alguien que pusiera otros tres para llegar a los cinco que el ayuntamiento pedía. Los inversores se tendrían que repartir el botín, porque Vicent no estaba en condiciones de rebajar el precio; el consistorio había acumulado una deuda considerable y también tenía que financiar el millón de euros ya invertido en el aeropuerto de Castellón.
Inversiones como la remodelación de la Alameda, la nueva piscina o la participación en el aeropuerto habían sido necesarias para hacer de Morella un pueblo más atractivo. Pero había llegado la hora de centrarse en las ventas y los ingresos para poder pagar a algunos suministradores, cuya paciencia se empezaba a agotar.
Desde el sillón de su casa y con la vista fija en la chimenea, Vicent estaba convencido de que todo se resolvería pronto. No dudaba de que conseguiría los cinco millones para la escuela, aunque la inversión en el aeropuerto le había cortado la capacidad de maniobra y negociación. No podía aceptar rebajas si quería paliar la deuda del consistorio, que, desgraciadamente, era más alta de lo que todo el mundo creía. Las obras municipales se habían pagado con préstamos que en su día se ofrecieron a un interés muy bajo, pero que hoy resultaban más caros después de una subida general de los tipos de interés. Y no solo eso, pensó contrariado. El banco también había subido la comisión que cobraba por todos los préstamos. Vicent no entendía por qué el crédito se había puesto más caro, si el país iba viento en popa.
El alcalde tomó un sorbo del carajillo de anís que Amparo le había dispuesto en la mesilla junto a su sillón. Su mujer se había ausentado en la salita de arriba, seguramente para ver telenovelas o para coser, sus aficiones preferidas, se dijo el alcalde. Isabel, todavía en Morella a pesar de ser un día laborable, había salido a dar un paseo, mientras que Manolo acababa de llamar desde la fonda.
Vicent suspiró hondo y se encendió otro cigarrillo; era el quinto desde que la familia había regresado de la comida con Charles, hacía apenas un par de horas. En el fondo, Vicent sabía que todo se resolvería, como siempre, pero eso no quitaba cierta incertidumbre hasta que todos los cabos estuvieran atados.
Encima, se habían quedado sin agua, con lo que a él le gustaban los baños calientes antes de acostarse. Bueno, pensó, esa noche podía usar el agua de reserva de la cisterna, ya que seguro que los idiotas de la empresa restablecerían el suministro al día siguiente. Era verdad que todavía no había pagado el último trimestre, pero la factura de cinco mil euros le había parecido tan desorbitada que no quería abonarla hasta llegar a un acuerdo con ellos. Él ya sabía que utilizaban una gran cantidad de agua para regar los campos y llenar la piscina en verano; además, el acceso resultaba caro, ya que se necesitaba bombear el agua con un generador para que esta siguiera el paso subterráneo ascendente que habían construido desde unas masías cerca de Morella. Los proveedores fueron muy rápidos en colocar la instalación, pero nada honestos al calcular el coste medio de uso. En ningún momento le dijeron que aquella infraestructura le costaría casi treinta mil euros al año. De hecho, ya les habían cortado el suministro hacía unas dos semanas, pero afortunadamente siempre tenían la fonda a mano para comer y ducharse.
Su móvil sonó, alto e irritante, como de costumbre, moviéndose ligeramente en la mesilla junto a su sillón. Rápido, Vicent estiró el brazo y comprobó que se trataba de Barnús. Esperanzado, cogió la llamada que podría empezar a mover el proyecto.
—Genio de las finanzas, ¿cómo estamos? —le dijo, recobrando su tono seguro, irguiendo la espalda.
—Estupendo, alcalde, estupendo —respondió el inversor de Cullera al otro lado de la línea.
En este país, las cosas siempre le iban bien a todo el mundo, pensó Vicent antes de continuar.
—Oye, muchas gracias por la paella del domingo, estaba de primera, y todo el pueblo apreció tu generosidad. ¿Viste qué cola para hablar contigo? —El peloteo era una técnica que nunca fallaba, se dijo Vicent, quien nunca había entendido por qué había personas que no la utilizaban. Era tan sencillo…
—Bueno, hacían cola por la comida, no por mí —respondió Barnús con falsa modestia—. De todas maneras, ¿a mí qué me importa? —añadió—. Yo lo que quiero es la escuela del pueblo para meter un gran casino; la idea, alcalde, realmente nos tiene entusiasmados al marqués y a mí —dijo—, y de eso quería hablarte.
Vicent sonrió.
—A su servicio.
Barnús dejó pasar unos segundos y continuó:
—Como te dije el otro día, no me llaman tiburón por casualidad y tanto el marqués como yo necesitamos una confirmación por escrito de que la Generalitat se hará cargo de la remodelación. Si no, no nos salen los números —dijo.
—Sí, ya me lo dijiste, Paco, ya recuerdo, y estoy en ello —respondió Vicent un tanto dubitativo, pues le incomodaba tener que presionar a Roig por ese asunto. De todas maneras, después de la solución acordada el domingo en la plaza Colón, seguro que no habría ningún problema—. No te preocupes, que esto lo arreglo yo en un pis pas. Te llamo en cuanto la tenga o te la envío por fax. ¿De acuerdo?
—¡Qué grande eres, alcalde! —respondió Barnús en tono más bien alto—. Ya sabía yo que este pueblo huele a negocio que da gusto.
—Ya verás tú cómo los inmuebles en Morella van a subir como la espuma en cuanto tengamos el aeropuerto en Castellón y la escuela se convierta en un gancho para el turismo —dijo Vicent, convencido de sus palabras.
—El aeropuerto, esa es la clave —respondió Barnús—. En Vinaroz, yo también tengo una lista larguísima de clientes para una de mis torres que solo están pendientes de confirmar los vuelos que operarán para establecer sus oficinas a diez metros de la playa. —Barnús hizo una pequeña pausa—. Esto se nos va a llenar con los ricos del norte de Europa, ¡ya verás tú! —exclamó, triunfalmente.
Los dos hombres rieron y, sin más, acabaron la conversación.
Vicent se encendió otro cigarrillo, con el que jugueteó con los dedos hasta consumirlo. El carajillo ya se había quedado frío y no había nadie en la cocina para prepararle otro. Con un gesto de irritación, el alcalde se acercó al mueble bar para servirse un Chivas con hielo.
De nuevo en su sillón, jugueteó con el móvil durante un buen rato, pues no sabía si llamar a Roig y pedirle la garantía o esperar a que esta llegara. Lamentablemente, no tenía demasiado tiempo, sobre todo después del pago del millón. Necesitaba muy pronto el dinero de la venta de la escuela para justificar las cuentas del ayuntamiento. Si no, la oposición y el pueblo entero se le tirarían encima.
Echándose el pelo negro hacia atrás, marcó el número de Roig. Ante su sorpresa, el presidente le contestó enseguida.
—Contigo quería hablar, gilipollas —le espetó este.
Vicent irguió la espalda y abrió los ojos como platos.
—¿Presidente? —preguntó, como si en el fondo creyera que se trataba de un error—. Soy yo, Fernández, de Morella.
—Ya lo sé, estúpido —respondió Roig, aunque apenas se le podía oír, pues parecía haber mucho viento, casi un huracán, donde fuera que se encontrara, pensó Vicent. El presidente continuó—: Espera que me meta dentro del barco.
Vicent se puso en pie y esperó con las piernas completamente tensas. Algo había ido mal.
—Fernández —sonó la voz otra vez—, ¿pero tú no sabes lo que es un trato o qué, macho? —dijo el presidente, en voz más baja, sin duda para que no le oyeran.
—No sé a qué se refiere, presidente —le dijo.
—No te hagas el tonto, que estoy aquí en plena Copa América, tengo a no sé cuántos diplomáticos en el barco y no tengo tiempo que perder en una mierda de escuela, en una mierda de pueblo —le dijo.
Vicent cerró los ojos, como si no pudiera absorber más aquella retahíla de insultos. Escuchó el descorchar de más de cinco o seis botellas de champán al otro lado del hilo y, sin duda, el ruido de unas copas. Se le había olvidado que esa semana Valencia acogía la Copa América de Vela, otro proyecto en el que Roig había invertido sin freno y que Vicent, francamente, no entendía. Al menos el casino de Morella crearía empleo permanente, pero un campeonato de vela era temporal y los beneficios solo se los embolsarían los delegados de las firmas de lujo que participaban. Las infraestructuras construidas para la ocasión quedarían, como siempre, relegadas al abandono y al olvido.
—¿Qué ha pasado? —se atrevió a preguntar por fin Vicent, cerrando nuevamente los ojos ante el posible vendaval que se avecinaba.
—Pues que el dinero no llegó el lunes, imbécil —replicó el presidente valenciano—. ¿Se puede saber por qué faltaste a tu palabra? Me ha costado un problema, porque ya sabes que el inútil del alcalde de Castellón quiere frenar el proyecto, porque en el fondo es un cagao. Yo le dije que no se preocupara, que el lunes estaría todo arreglado y, mira, me hiciste quedar como un idiota. ¿Se puede saber qué coño pasó?
Vicent pensó en Eva inmediatamente. Por un segundo cuestionó la lealtad de su empleada, pero enseguida lo desestimó. Era imposible que Eva le hubiera desobedecido, aunque ya pensó él, al abandonar el ayuntamiento el domingo por la noche, que se tendría que haber quedado para supervisar la operación. Pero estaba agotado y ella había dicho que tardaría horas en preparar un presupuesto que le permitiera ejecutar la transferencia. Debía rehacer las cuentas para evitar los filtros que el ayuntamiento tenía precisamente para impedir operaciones como aquella.
Vicent no sabía qué responder, más que disculparse y prometer una rápida solución.
—Presidente, créame que siento muchísimo si le he causado algún inconveniente —dijo Vicent con voz de cordero.
—No me vengas con historias y arregla el asunto, hostia —le interrumpió Roig.
—Por supuesto, ahora mismo me pongo a ello… —apuntó Vicent, dejando la frase a medias.
El alcalde no acababa de entender por qué tanta prisa. Si Morella iba a dedicar un millón de sus pequeñas arcas locales a un proyecto, al menos debían saber por qué ese dinero era tan inminentemente necesario.
—Presidente, permítame una sola cosa —le dijo.
—¿Qué quieres? —respondió Roig—. Rápido, que me esperan no sé cuántos empresarios con temas muy interesantes. ¿Qué pasa ahora, Fernández?
—Como sabe, yo tengo obligaciones con mis ciudadanos y me gustaría saber en qué se va a usar nuestro dinero exactamente. Por las prisas, parece que se trata de algo muy concreto.
Vicent oyó a Roig exhalar el humo de un puro o un cigarro.
—¿Para qué quieres saberlo? —le preguntó.
A Vicent le sorprendió el secretismo, pues creía que precisamente su posición le daba acceso a información que no siempre llegaba al público, pero a él, desde luego, sí.
—Hombre, si metemos un millón, lo menos es saber para qué, ¿no?
Roig suspiró al otro lado del teléfono.
—Bueno, te lo cuento, pero tú de esto ni pío a los tuyos, que se puede armar un jaleo. Por eso no sé si es mejor que lo sepas o no.
—Prefiero saberlo, esa gente, al fin y al cabo, me ha votado, presidente —dijo Vicent, consciente de que ese era un momento delicado y debía comportarse con acierto.
—Allá tú —respondió el presidente, aparentemente fumando rápido por la gran cantidad de humo que le oía echar—. La cuestión es que la pasta la necesita el club de fútbol local, que lucirá el logo del aeropuerto para promocionar la ciudad.
A Vicent le sorprendió la respuesta.
—Creía que el contrato con los del fútbol se había firmado hace mucho tiempo. ¿No se ha pagado ya todo lo que en su día acordaron?
—Los muy hijos de puta metieron una cláusula en el contrato que se nos pasó a todos, que decía que, si subían a primera, les tendríamos que pagar más; y los muy cabrones van y ascienden —explicó Roig—. Llevamos todo el año dándoles largas y ahora nos están metiendo mucha presión, amenazándonos con filtrarlo a la prensa y, por supuesto, con llevarnos a los tribunales. Ya existe suficiente oposición a este proyecto como para encima tener a la prensa acosándonos.
Vicent se quedó pensativo.
—Pero ¿no se puede llegar a un acuerdo? Les podríamos facilitar viajes gratis una vez que esté construido el aeropuerto. ¿Dice el contrato que el pago debe ser en metálico o podemos ser creativos?
—No es mala idea —dijo Roig, por fin positivo—. Pero ellos también están pillados. Han construido un estadio que les viene grande y han fichado jugadores a los que ahora no pueden pagar. —El presidente hizo una pausa—. Creo que necesitan ese millón para pagar las nóminas de los últimos tres meses.
Vicent apretó los ojos, como si no quisiera oír más.
—Joder, cómo está el patio —dijo con pesar.
—Pues sí, Fernández, así está —concedió Roig—. Más vale que envíes ese dinero ya y que vendas tu escuela pronto, que como el dinero no empiece a circular rápido, nos va a pillar el toro.
—Cuente con ello y perdone por el retraso, presidente —concluyó Vicent, ahora más preocupado por las finanzas de la Comunidad que por el millón de Morella.
—Pero no te alarmes, alcalde, que todo se andará y tenemos buen soporte —le dijo, en un tono más alegre—. Esto de la America’s Cup nos traerá buenas inversiones, ya verás.
Vicent asintió y colgó tan rápido como pudo para llamar a Eva y aclarar aquel asunto.
Justo cuando iba a pulsar el botón de su móvil, entró su hija Isabel, siempre igual de inoportuna.
—¿No trabajas esta semana? —le preguntó, todavía de pie, con el whisky en una mano y el móvil en la otra.
Notó cómo Isabel le observaba de arriba abajo.
—¿Se puede saber qué miras? —le dijo, nervioso y a la defensiva.
Su hija dio un paso hacia atrás, dejando por un momento de quitarse el abrigo y clavando la mirada en su padre.
—¿Y se puede saber qué te pasa a ti hoy, con tanto mal humor? —dijo Isabel, ahora sí plegando su abrigo cuidadosamente sobre una de las sillas de la cocina.
Vicent dejó el whisky en la mesilla y se encendió un cigarrillo. Después de la primera calada, suspiró.
—Cosas del trabajo —dijo.
El alcalde miró el aspecto de su hija. Todavía llevaba los vaqueros, más bien estrechos para sus amplias caderas, y el mismo jersey rojo muy ancho de punto que había lucido en la comida con Charles, que le daba un aspecto como de armario. Hacía mucho que no la veía maquillada y desconocía si alguna vez iba a la peluquería, pues siempre llevaba el pelo atado en una coleta, a veces con una goma que más bien parecía de caucho.
—Ya te podrías arreglar más —le dijo con desdén—. Al menos cuando me acompañes en asuntos de trabajo, como la comida de hoy con el inglés. Hay que dar buena impresión, eres la hija del alcalde y no puedes vestir de cualquier manera. Estás fachosa.
Isabel levantó ligeramente la barbilla y le lanzó una mirada de rechazo.
—Pues yo creo que el inglés se ha divertido precisamente porque estábamos mamá y yo allí con él —le contestó.
—Pues si sois tan buenas, ¿por qué no le sacáis también cinco millones para la escuela, eh? —le dijo, desafiante.
Sin contestar, su hija enfiló las escaleras hacia su habitación.
Qué paciencia, ¿por qué todo el mundo era tan inoperante?, se preguntó Vicent. Él era el único que trabajaba. Mientras el presidente estaba en un yate por Valencia descorchando champán, su mujer cosiendo, su hija perdiendo el tiempo y su empleada desaparecida en combate, él tenía que sacar las castañas del fuego a todo el mundo. Afortunadamente, el final de ese día ya estaba cerca. Llamaría a Eva y luego se daría un baño caliente, aunque para ello tuviera que meterse en la misma cisterna.
Vicent apagó su cigarrillo, se echó más whisky y, paseando de un lado a otro del salón, llamó a Eva, quien precisamente ese día no se había personado en el ayuntamiento. En secretaría le habían dicho que estaba enferma.
Después de más de una docena de toques, la joven por fin cogió el teléfono.
—¿Se puede saber dónde te has metido? —le dijo sin más preámbulo.
Con un hilo de voz, la administradora respondió:
—No me encuentro bien, he tenido jaquecas muy fuertes.
—Bueno, pero ¿qué demonios pasó con la transferencia del domingo? Me dicen que no ha llegado.
Eva dejó pasar unos segundos y por fin dijo:
—No la pude realizar, señor alcalde.
—¿Por qué no?
—El software no me dejó.
—¿Pero no me dijiste que reharías el presupuesto para que funcionara?
—Sí, pero no pude.
—¿Por qué no? —Vicent oyó cómo Eva tragaba saliva hasta tres veces—. ¿Se puede saber por qué no? —le preguntó en voz alta, dominante, estirando el cuello hacia delante. Eva guardó unos segundos de silencio—. ¡Responde de una vez a tu alcalde! —le gritó, dejando el whisky sobre la mesa tan de golpe que algunas gotas rebosaron y cayeron sobre la madera.
—Vicent, esa transferencia no se ha aprobado y yo no puedo trastocar el presupuesto municipal sin más.
—¿Sin más? Te lo pide tu alcalde, ¿te parece poco? —exclamó Vicent con los ojos abiertos como platos, fijos en el vacío.
—Perdone, Vicent, perdone si le he causado algún problema, pero, por favor, no me pida que haga cosas para las que no estoy autorizada.
—Te estoy pidiendo que realices esa transferencia por Morella. Esa inversión es crucial para el futuro de Castellón, de toda la Comunidad, es el proyecto número uno del propio presidente. ¿Crees que todo eso no le conviene a Morella, eh?
—Disculpe, señor alcalde, estoy segura de que lleva razón —contestó Eva en voz muy baja, temblorosa—. Pero yo solo soy una empleada y no hablo con las personas a su nivel. Solo se me paga por hacer mi trabajo, así que me debo someter a las reglas.
—Pues las reglas las pongo yo y te pido que, de una vez, realices esa operación mañana mismo, en las condiciones en las que hablamos, y que, luego, me lo vengas a confirmar —dijo Vicent en tono autoritario.
Eva tardó un buen rato en responder, mientras Vicent miraba al fuego de la chimenea, apurando su whisky.
—No puedo —dijo por fin Eva.
—¿Cómo que no? —respondió Vicent, más sorprendido que furioso. ¿Quién se creía que era esa desgraciada?
—Es mucho dinero, señor alcalde —continuó Eva—. Además, todos los días viene algún proveedor a cobrar y yo ya no sé qué más decirles. Los últimos meses han sido complicados.
—¡Pues diles que, si quieren vender y cobrar en efectivo y de inmediato, que se vayan al mercado a vender conejos! —dijo Vicent, otra vez casi gritando—. Esto es la administración pública y todo el mundo sabe que hay que ser paciente; para eso también les pagamos con generosidad. ¿Será posible?
Los dos guardaron unos instantes de silencio, agotados tras la tensión acumulada desde el domingo por la noche.
—No me lo pida, por favor —le suplicó Eva.
—Pero ¿tú te crees que puedes contradecir a tu alcalde?
—Ya sé que no puedo.
—¿Tú quieres pagar la hipoteca del pisito tan bonito que te acabas de comprar con tu novio, eh? —le espetó.
—No entiendo lo que quiere decir, señor alcalde.
—Lo entiendes perfectamente, Eva, que no tienes diez años, joder. Esta es una situación delicada y precisamos gente buena y comprometida con el pueblo. Gente de confianza, como creía que eras tú.
—Prefiero mantenerme al margen, si puede ser.
A Vicent se le empezaba a agotar la paciencia.
—No me hagas perder el tiempo, que sabes muy bien que solo tú puedes realizar esa transferencia. Si no vienes mañana al ayuntamiento y me traes una copia de la gestión, tendré que tomar medidas —la amenazó, con más ira que consciencia.
Después de una breve pausa, Eva preguntó en un tono cargado de miedo:
—¿Qué medidas?
Vicent no meditó su respuesta ni un segundo.
—¿No te acuerdas de lo fácil que te resultó obtener la plaza de administradora en Morella? Cincuenta mil euros al año por trabajar de nueve a tres en tu pueblo, todo fácil y, sobre todo, sin competencia ni necesidad de pasar una dura oposición, ¿o no lo recuerdas?
Eva se mantuvo callada.
—Siempre pensé que eras la persona adecuada —continuó Vicent—. Yo ya sabía que en la fonda siempre habías trabajado bien, eras honesta y no te importaba quedarte a limpiar más habitaciones si era necesario. Y yo te saqué de allí para darte un buen trabajo, ¿o no?
Eva respondió por fin:
—Sí, señor alcalde, y siempre le estaré muy agradecida por eso.
—Para ficharte tuve que manejar algunos hilos, ya que las normas impedían contratar para ese puesto a alguien sin convocar oposiciones. Pero yo me las ingenié para que eso fuera posible, porque, si no, habrías competido con Dios sabe cuánta gente y seguro que habría aparecido alguien mejor que tú. —Eva permaneció en silencio. No se la oía ni respirar—. Ya veo que el trabajo te gusta y, desde luego, siempre has operado bien, pues ahora debes seguir haciéndolo. —Vicent dejó pasar unos segundos. Estaba nervioso y no le gustaba amenazar a nadie, pero no podía fallarle a Roig—. Me imagino que tendrás una hipoteca elevada con el piso que te has comprado y que a tu novio albañil no le alcanzará para pagarla él solo, así que, si quieres seguir tranquila, yo que tú realizaría esa transferencia mañana mismo.
—¿Y si no?
—Si no, me veré obligado a convocar la oposición para tu puesto y escoger a otra persona.
Vicent contuvo la respiración unos segundos mientras esperaba una respuesta. De todas maneras, estaba seguro de que su estrategia funcionaría, pues los padres de Eva eran muy humildes y la chica necesitaba su sueldo. Sabía que la joven no tenía adónde ir. Como él mismo sabía por experiencia propia, eso la obligaría a tragar.
Eva tardó en contestar, pero al fin lo hizo, sorprendiendo a Vicent.
—Yo también podría explicar que me ha pedido transferir un millón sin ninguna autorización por parte del pleno.
—Pues allá tú —le contestó—. Yo no tendría más que referirme a Roig, y a ver quién del ayuntamiento se atreve a enfrentarse al presidente de la Comunidad Valenciana, buen amigo del presidente del Gobierno.
Los dos callaron. Con la manga, Vicent se secó las gotas de sudor frío que ahora le recorrían la frente. El teléfono casi se le caía de las manos, también sudorosas. Él se había hecho alcalde para inaugurar paseos y piscinas, para salir de la fonda y codearse con los más poderosos, pero también para dejar el pueblo mejor —aunque no para asestar estos golpes—. En el fondo, él apreciaba a Eva. La joven siempre le había sido fiel desde que la contratara en la fonda para hacer camas cuando esta volvió de Valencia, sin trabajo y con el título de Empresariales bajo el brazo. La muchacha era de buen ver y hacía poco que se había ajuntado con su novio, albañil o pintor, con toda la ilusión del mundo. Este era un mal trago para ella, seguro, pero para él también.
—Eva, lo mejor es que mañana me entregues la confirmación y nos olvidemos de este asunto; y también de esta conversación, que no es agradable para nadie.
—Es francamente desagradable, nunca creí que hablaría de esta manera con usted —dijo la joven, ahora entre sollozos.
Vicent sintió una punzada en el corazón. Él no quería herir a nadie, pero necesitaba el aeropuerto para vender la escuela. Sin escuela, el agujero en el presupuesto municipal se los comería a todos. Había que ser resolutivo.
—Eva, mujer, vamos a acabar bien este desagradable capítulo y no me obligues a hacer cosas que no quiero —le dijo, como si intentara despertar su simpatía.
—¿De verdad convocaría unas oposiciones a mi plaza? —preguntó lentamente, pues le costaba pronunciar cada palabra.
—Espero que no me obligues a ello.
Vicent suspiró, sonoramente, sin esconderse. Él también tenía sentimientos.
—Bien, estará listo mañana —dijo finalmente Eva.
Vicent respiró hondo, bajó los hombros y dejó de apretar el móvil con casi todas sus fuerzas.
—Así me gusta, Eva —le dijo—. No te quepa duda de que esta lealtad se te compensará.
Eva colgó el teléfono sin responderle.