8

Charles tardó casi una hora en encontrar el camino que salía de una pequeña carretera rural hacia la masía de Vicent. A pesar de seguir correctamente las indicaciones, el inglés, al volante de su Seat Ibiza de alquiler, pasó una y otra vez por delante del camino, pues este apenas se veía, no solo por no estar asfaltado, sino porque el aguacero que había caído el día anterior, Lunes de Pascua, lo había dejado lleno de charcos y lo había cubierto completamente. Al final, con mucha paciencia, Charles dejó el coche en la cuneta y se puso a andar hasta que por fin dio con él.

Tras superar baches y agujeros importantes, al inglés le impresionó la primera vista de la casa del alcalde. Alta, esbelta y antigua, la masía era un edificio solitario e imponente en medio de un paisaje maravilloso. Los alrededores, al menos desde lejos, no estaban inmaculadamente cuidados, como las casas más solariegas de Inglaterra, sino que la maleza y los árboles que rodeaban la construcción, sin apenas orden, le daban un encanto natural único. La piedra del edificio, de un color claro casi arcilloso, y las ventanas de madera le daban un aire inmediatamente acogedor. A Charles, acostumbrado al orden inglés, al impecable césped de Eton y Oxford, le fascinaba el desorden natural español. Le parecía sumamente exótico.

Aparcó el Ibiza en el primer espacio que encontró, junto a una caseta construida con los mismos materiales que la casa principal. Aquel desorden estaba muy estudiado, se dijo el inglés. El piar de los pájaros le dio una bienvenida alegre, al tiempo que vislumbró a un mozo que, cubo en mano, limpiaba las malas hierbas alrededor de los manzanos y perales junto a la entrada. Después de saludarle, Charles, maleta y ramo de flores en mano, llamó al portón principal con la herradura que colgaba del centro.

—¡Ya voy! —oyó gritar a Isabel desde dentro.

Charles miró a su alrededor. El día había amanecido nublado, algo que en el fondo le alegraba, ya que el sol aplastante de los días anteriores le había dejado la piel un tanto irritada. Él estaba acostumbrado al gris londinense, siempre más calmado que la intensidad del sol radiante que atontaba y agotaba su mente racional. El «mejor» clima le había puesto de un excelente humor. Además, ese era su penúltimo día de vacaciones antes de regresar a Inglaterra el jueves y se había propuesto aprovecharlo. Impulsado por la curiosidad, había aceptado la invitación de Vicent para cenar y pasar una noche en su casa, de la que había oído algunos rumores en el pueblo. Ciertamente, parecía magnífica, aunque todavía no había visto rastro de alguna de las exageraciones que circulaban, incluida una fuente de la que emanaba vino.

Isabel por fin le abrió la puerta.

¡Hello! —le dijo mostrándole una amplia sonrisa.

Charles se sorprendió al verla con el pelo negro largo y suelto ligeramente ondulado y sus grandes ojos verdes almendrados, más destacados en un día gris, como si a ella también le sentara bien la ausencia del sol. Su tez era morena, incluso más que la de muchos españoles.

La hija del alcalde, que lucía un delantal, le dio la bienvenida.

—Pase, Charles, buenos días, ¿ha encontrado bien el camino?

El inglés sonrió, honesto.

—Bueno, al final, el que la sigue la consigue —dijo.

Isabel le observó con interés.

—Habla muy bien el castellano, ¿dónde lo ha aprendido?

Dejando la maleta en el suelo y sin saber muy bien qué hacer con las flores, Charles contestó:

—Soy profesor de esta lengua, más vale que me apañe bien —dijo, arrancando una sonrisa a Isabel.

Esta miró el bonito ramo de rosas amarillas que Charles todavía sostenía, expectante. Un tanto nervioso, el inglés miró alrededor de la pequeña y rústica entrada, justo antes de la puerta de cristal que daba acceso a la casa.

—Os he traído esto a tu madre y a ti —dijo por fin, mirando al vacío—. Espero que os gusten, aunque ya veo que, con este jardín tan impresionante, no os faltan ni flores ni plantas —añadió, ahora mirando de reojo a Isabel.

La hija del alcalde cogió el ramo y se lo acercó para olerlo. Las flores todavía no se habían empezado a abrir.

—Son preciosas, muchas gracias —le dijo con cierta timidez—. Me encantan las rosas y, como habrá visto, aquí no tenemos ninguna, así que mi madre también estará encantada. —Isabel miró a Charles con curiosidad, reparando en sus zapatos embarrados y también en su pequeña y vieja maleta—. Pero entre, entre —le dijo, dirigiéndose hacia la puerta de cristal—. Aunque, de hecho, será mejor que se quite los zapatos, ahora le traigo yo unas zapatillas, que veo que ha estado entretenido esta mañana… —le dijo.

Charles sonrió.

Sacando unas pantuflas del viejo arcón que había en la pequeña entrada, Isabel siguió con el tono parlanchín que Charles recordaba de la fonda.

—Mis padres vendrán enseguida —le dijo—. Mi padre ha salido a dar un paseo con su caballo, creo que quería ver el estado de los caminos antes de hacerte un recorrido esta tarde, y mi madre ha tenido que ir a la fonda a resolver unos asuntos con Manolo, que se unirá a nosotros esta noche en la cena.

Intercambiando comentarios sobre las lluvias y la sequía, los dos entraron a la sala principal, con la que Charles se quedó maravillado. El estilo rural, con una piedra bien cuidada y unos muebles sumamente confortables, todo a la lumbre de una hoguera, era parecido al de las casas inglesas más bonitas que había visto. Pero la masía de Vicent, además, tenía una antigüedad que le daba un encanto incomparable. El inglés se fijó en las retorcidas vigas de madera del techo, en la cocina de leña y en las antiguas herramientas de labriego que colgaban de las paredes. Se sorprendió de no ver ningún cuadro de Isabel, pero antes de que pudiera preguntar, esta le dijo:

—Venga, que le enseñaré su habitación. Mi padre me ha dicho que, después de la comida, irán a dar un paseo y luego se quedará aquí a pasar la noche, pues es verdad que conducir por estos caminos de Dios, sobre todo después de un buen vino y ya de noche, es un poco peligroso.

—Pues sí, tu padre ha sido muy amable al invitarme.

Isabel no respondió y se dirigió hacia una de las habitaciones de invitados, en el primer piso.

—Pase —le dijo, abriendo la puerta de madera oscura y antigua de la inmensa habitación.

Charles observó la estancia, dominada por una mullida cama doble en el centro y una inmensa ventana semicircular que se abría a las montañas. El inglés dejó su maleta, se acercó al ventanal y lo abrió de par en par.

—Qué lugar tan maravilloso —dijo en voz baja, mirando a un lado y a otro.

—No está mal —contestó Isabel, a la inglesa.

Charles la miró con interés.

—¿Hace mucho que vivís aquí?

—Yo no, yo vivo en Villarreal, donde trabajo, pero mis padres se mudaron aquí hace casi dos años, así que esta, de hecho, nunca ha sido mi casa —dijo—. Para mí es demasiado grande.

A Charles le sorprendió el comentario. ¿Quién no estaría contento con semejante mansión? Mirando de nuevo por la ventana, distinguió el circuito hípico, con su pabellón, y al lado, la piscina, ahora vacía, rodeada de una zona más ajardinada, con césped.

—Así que tu casa en Villarreal ¿no es como esta?

Isabel esbozó una sonrisa.

—Yo con un pisito ya estoy conforme, que a mí me gusta estar tranquila y descansando el poco tiempo libre que tengo; entre la faena y el venir a Morella los fines de semana para ayudar en la fonda, no paro.

—Sin ánimo de entrometerme —dijo Charles—, ¿por qué no ponéis más servicio en la fonda y así no tienes que ir tú?

—Pues ya querríamos —contestó Isabel—, pero le sorprenderá saber que en Morella es muy difícil encontrar gente dispuesta a hacer baños y camas. Este país se ha hecho rico de la noche a la mañana y ya nadie quiere los trabajos peor remunerados. Pero, claro, tampoco podemos pagar fortunas por limpiar habitaciones.

Isabel se tomó un respiro y se dirigió hacia una puerta que daba al baño de la habitación, seguramente para inspeccionarlo.

—Normalmente tenemos a alguien que nos ayuda —continuó—, pero la verdad es que es poco de fiar, así que siempre acabo apechugando yo.

Charles asintió con empatía.

—Y esta semana, ¿no trabajas en Villarreal? —le preguntó.

Isabel desvió momentáneamente la vista y, después de una breve pausa, respondió:

—Pues no, esta semana me la he cogido de vacaciones.

—¿Y no has aprovechado para realizar algún viaje? —Charles no comprendía cómo alguien independiente y adulto podía dedicar sus vacaciones a ayudar a unos padres aparentemente ricos.

Isabel, de unos cuarenta y pico años, según calculó Charles, volvió a desviar la mirada y se dirigió hacia la cama para estirar bien el edredón, que tenía un par de arrugas. Al volver junto a Charles, todavía apoyado en la ventana, contestó:

—Bueno, no se lo diga a mi padre, pero en verdad me he cogido los días de fiesta para mirar otros trabajos; de hecho, el viernes tengo una entrevista en una fábrica de Castellón —dijo.

—¿No estás a gusto en los azulejos? —le preguntó, interesado.

Isabel apretó sus gruesos labios y ladeó ligeramente la cabeza.

—El sitio es bueno y la gente amable, pero a mí me da que las cosas no van bien y corren rumores de que van a echar a gente —dijo, algo avergonzada.

—Qué lástima —dijo Charles preocupado, pues aquella mujer le parecía sana, honesta y trabajadora—. Pero seguro que encontrarás otro trabajo igual o mejor, ya verás. Pareces muy diligente, por lo que he visto.

Isabel se sonrojó ligeramente.

—Ya veremos, que me parece que no está el percal para hazañas —dijo.

—Ah, ¿sí? —Charles pensó inmediatamente en Robin—. ¿Por qué lo dices? —preguntó disimulando el gran interés que tenía por ese asunto. No era cuestión de ser alarmista, pero en una negociación, información así podría resultar relevante.

Isabel emitió un largo suspiro antes de continuar.

—Este país y, sobre todo, esta Comunidad han crecido mucho en los últimos años. Yo lo he visto muy bien en la fábrica, donde nos llegaban pedidos millonarios de gente que se construía casas nuevas y querían los mejores materiales. No sabe lo que he llegado a ver —le dijo en un tono casi confidencial—. Desde albañiles haciéndose casas de más de un millón de euros hasta taxistas que se volvían millonarios con un par de operaciones inmobiliarias a través de algún chiringuito que se habían montado con algún cuñado o socio. Aquí, lo negro se ha vuelto blanco, se lo aseguro yo —le dijo, mirándole fijamente—. Pero ahora, hace mucho que no veo pedidos como los de antes. Todavía se empiezan casas nuevas, las grúas siguen ahí, pero yo no veo que nadie compre o que se mude; hace tiempo que nuestros inventarios no bajan. Pero nadie habla de ello.

Charles se quedó pensativo.

—Muy interesante —dijo, acariciándose la barbilla con la mano—. ¿Y cómo crees que acabará?

Isabel se rio ligeramente, con una risa un tanto nerviosa.

—Yo, señor Charles, no soy más que una simple secretaria, no sé nada de economía, ni me atrevería a hacer ninguna proyección —dijo, modesta—. Solo sé lo que nos enseñaban en el colegio: no cuentes el trigo hasta que esté en el saco bien atado.

Charles asintió.

—No creas que la situación en Inglaterra es muy diferente —le dijo—. Allí también hemos visto una bonanza sin precedentes, pero, por suerte, en mi sector no nos hinchan los salarios como a los banqueros, así que por más que queramos volvernos locos con el dinero, ¡no nos lo podemos permitir! —le dijo, sonriente.

Los dos permanecieron unos segundos en silencio, un tanto incómodos, puesto que en el fondo ambos eran solteros, de mediana edad y estaban solos en una habitación. A pesar de que nunca se sentiría atraído por una voluminosa secretaria en España, permanecer con ella en su dormitorio, en una casa vacía, cuando su padre, el alcalde, estaba a punto de llegar, no le pareció correcto.

Mirando a su alrededor, Charles por fin se dirigió a Isabel:

—Si me disculpas unos instantes para que me acomode, en unos minutos volveré abajo.

—Por supuesto —dijo esta—. Todo está a punto y, por favor, dígame si necesita algo, que enseguida se lo traeré. No creo que mis padres tarden en llegar.

—No me trates de usted, por Dios —le dijo Charles, en el fondo sintiendo lástima de aquella pobre y talentosa artista cuyo padre le había inculcado una actitud tan servil.

Una media hora después, los dos, café en mano, oyeron desde la cocina los cascos de Lo Petit acercarse hacia la casa.

—Ya está ahí mi padre —dijo Isabel, levantándose para preparar otra cafetera.

El alcalde, ese día vestido más informal, con unos pantalones viejos de pana y un holgado jersey de punto, enseguida se acercó a Charles con los brazos abiertos.

—¡Mira quién ha llegado ya! ¡El inglesito! —le dijo con una amplia sonrisa y dándole un fuerte abrazo.

A Vicent se le veía más descansado que el domingo, pensó Charles, aunque tenía los ojos negros más bien hundidos y algunas ojeras. De todos modos, ofrecía mejor aspecto que la última vez que lo había visto, el domingo en la plaza Colón, con la corbata del frac un tanto desajustada y cara de estrés. Hoy, al menos, había recobrado la salud, aunque todavía no sabía si el humor también.

—Ponme un café, chata —dijo Vicent a Isabel sin mirarla.

Esta obedeció de inmediato, mirando al suelo.

—Pasa inglis, pasa —dijo, asiendo a Charles por el brazo—. Ven, que hoy vamos a disfrutar. Ya verás tú lo bien que vivimos en este pueblo. —Volviéndose hacia Isabel, le dijo—: Nena, tráeme el café a la chimenea y un poco de jerez al inglés, del añejo, que le va a encantar; y un poco de jamón también.

Isabel no dijo nada y los dos hombres se sentaron en los sillones frente a la chimenea. Vicent avivó el fuego añadiendo un par de leños para dar calidez, más que calor, pues tampoco hacía tanto frío.

Isabel llevó las bebidas y el aperitivo en una bandeja, que dejó junto a la pequeña mesilla entre los dos sillones. Vicent la ignoró, pero Charles se sintió obligado a destacar su aportación.

—Su hija ha resultado una gran ayuda —dijo, mirándola.

—Ah, ¿sí? —contestó Vicent, sorprendido y observando a Isabel, que se había quedado de pie junto a la chimenea sin saber muy bien qué hacer mientras hablaban de ella—. ¿Y se puede saber qué ha hecho? —preguntó el alcalde en un tono incrédulo.

—Ha sido muy amable conmigo desde el primer día, además me ha contado historias muy interesantes de la fonda —respondió el inglés firme y dirigiendo una mirada de complicidad a Isabel.

Un tanto alarmado, Vicent preguntó:

—¿A qué historias se refiere?

Isabel irrumpió enseguida.

—Lo de la Virgen sevillana, padre.

Vicent echó una carcajada y asió el café para dar el primer sorbo.

—¿Y eso es interesante? —preguntó con desdén—. Tú tranquilo, Charles, que yo sí que tengo historias interesantes que contarte, ¡de las financieras!

Charles miró a Isabel, quien ya se iba, con cierta lástima.

—Prueba el jerez, hijo, que te sentará bien —le conminó Vicent.

Charles obedeció para comprobar, ciertamente, que era uno de los mejores sherries que había degustado en su vida.

—Exquisito —dijo con tono de gentleman.

Vicent le sonrió, reclinando la espalda en su sillón y apoyando los pies sobre la amplia parte frontal de la chimenea.

—Bueno, Charles, cuéntame —dijo en tono paternalista—, ¿qué te ha parecido Morella, ahora que ya has pasado unos días con nosotros?

—Es un pueblo precioso —replicó Charles, escueto, rechazando el aire de superioridad de Vicent.

El alcalde le miró con cierta sospecha, como si pensara que así, de monosílabo en monosílabo, no llegarían a ninguna parte. Le ofreció el plato de jamón, que Charles se vio obligado a probar. En verdad, estaba delicioso.

—Bueno —continuó Vicent, jugueteando con el grueso anillo dorado que lucía en sus dedos grandes y poderosos—. Y la escuela ¿qué te pareció? ¿Cómo la viste?

Charles se echó ligeramente hacia atrás y cruzó las piernas. Juntó las manos sobre las rodillas y, mirando al fuego, contestó:

—Es un proyecto interesante. Sin duda se trata de un edificio con potencial —dijo, con ánimo de no comprometerse.

Vicent le miró fijamente a los ojos.

—Eso ya lo sé.

A Charles le incomodó la presión. El alcalde no podía pretender que hubiera tomado una decisión de compra después de tan solo una visita y sin haber estudiado la situación legal. Él era un hombre racional y estas decisiones le llevaban tiempo.

Vicent insistió:

—Solo te pregunto porque hay más inversores interesados, por si no te quieres quedar atrás —le dijo, mirando el anillo con el que todavía jugueteaba.

Charles nunca había respondido ni a amenazas ni a prisas, y mucho menos por parte de un alcalde de pueblo.

—¿Ha recibido alguna oferta ya? —preguntó, devolviendo la pelota a campo contrario.

Vicent tosió ligeramente y se sirvió otra copita de jerez.

—Bueno, oficialmente, no, pero sí he recibido serias muestras de interés —dijo, ahora contemplándose las uñas y las manos de manera más bien altiva.

A Charles, esa prepotencia le producía cierta risa.

—¿Y de cuánto son las ofertas? —preguntó con cierta maldad, pero sin perder su tono inocente y encantador.

Vicent le miró con los ojos bien abiertos y el ceño fruncido.

—Mi querido Charles —le dijo—, esto es una negociación, si te interesa tienes que decirlo y hacer una oferta que nosotros evaluaremos.

Charles tomó un pequeño sorbo de jerez. El momentáneo silencio le permitió escuchar un ligero ruido procedente de la cocina que le recordó que Isabel continuaba en la gran sala, un amplio espacio abierto que ocupaba toda la planta baja.

El inglés observó a Vicent en silencio mientras este comprobaba algo en su móvil de manera más bien compulsiva. A Charles, el alcalde no le despertaba gran simpatía, por sus formas brutas y directas y por cómo trataba a Isabel. A pesar de ello, el profesor pensó en la escuela y en sus posibilidades, haciendo un esfuerzo por centrarse solamente en ese asunto.

—Sí, claro, interés tengo —respondió por fin—. Pero, por supuesto, debería venir con los chicos y ver si a ellos también les gusta Morella, si encajan en esta comunidad. —Hizo una breve pausa—. Además, también me gustaría volver a hablar con esa señora mayor, quisiera conocer mejor las razones por las que tanto se opone al plan.

Vicent suspiró y se echó ligeramente hacia delante, como si fuera a compartir algo de suma relevancia.

—Esa señora, Charles, es absolutamente insignificante —le dijo, mirándole a los ojos—. No le hagas caso, que perderás el tiempo, te lo digo yo.

El alcalde se reclinó de nuevo en su sillón y Charles permaneció pensativo. Solo el crujir del fuego en la leña y el trasteo de Isabel en la cocina llenaban el incómodo silencio.

Este por fin se rompió con la llegada de Amparo, la esposa del alcalde, cargada de bolsas del supermercado de Morella, el único del pueblo. Tras dejarlas en la cocina y besar a su hija cariñosamente en la frente, Amparo se dirigió hacia los dos hombres.

—Hola, señor Charles —le dijo en tono amable—. Bienvenido a nuestra casa, verá qué bien está y, por favor, sobre todo díganos si necesita algo, que estamos aquí para servirle.

Charles la miró de la misma manera que había observado a Isabel anteriormente. Aquel servilismo le empezaba a incomodar, así como la pasividad de Vicent, quien permitía e incentivaba aquella situación. Amparo, como Isabel, tampoco era lo que se podría decir una belleza, pero tenía cierto aire de buena persona, rechoncha y morena como su hija, que al menos a él le transmitía buenas vibraciones. Con unos pantalones oscuros y un jersey largo de punto, probablemente de confección doméstica, Amparo compensaba sus limitaciones con un poco de maquillaje, que resaltaba sus ojos negros, una melena bien cuidada y, sobre todo, su dulce sonrisa.

La mujer del alcalde se dirigió ahora a su marido:

—Vicent, perdona que me haya retrasado —dijo, sin que él apenas la mirara—. Los diez de Barcelona de la fonda han decidido quedarse dos días más y, de repente, se han presentado a comer sin avisar, así que les he tenido que dejar la comida hecha —se excusó.

Vicent movió la cabeza de un lado a otro.

—Este hijo mío no sabe cómo llevar un negocio —se lamentó—. A la gente hay que preguntarle por sus planes para que se comprometan con antelación. Y si no, que paguen un extra —dijo, frunciendo el ceño.

Conciliadora, Amparo apuntó:

—Creo que se lo están pasando de maravilla, buscando fósiles y trufas por todas partes.

—Pero ¿no tienen que trabajar? —insistió Vicent.

Amparo, dirigiéndose hacia la cocina, replicó:

—Creo que celebran el cumpleaños de la abuela, pero ya se van mañana.

Mientras sacaba algunos productos de las bolsas con la ayuda de Isabel, Amparo quiso tranquilizar a su marido.

—No te preocupes —le dijo—. La comida estará a la hora prevista, que ya lo tengo todo a punto, y además tengo a Isabel.

Vicent lanzó una mirada exasperada al cielo justo al oír el nombre de su hija.

Charles le miró fijamente, pues no podía entender cómo una mujer aparentemente sin ningún problema, como Isabel, podía contrariar tanto a su padre. Quizá había algo que él desconocía.

—¡Mecachuns! —se lamentó Amparo de repente—. ¡Otra vez el agua!

Vicent y Charles se miraron.

—¡Vicent! —gritó Amparo desde la cocina, pero sin abandonar su tono dulce—. Que han vuelto a cortar el agua. Qué pesados. ¿Qué vamos a hacer? No puedo cocinar sin agua. Por favor, llámales, que yo ya lo he intentado mil veces esta semana.

Charles, sorprendido, vio cómo Vicent se levantaba para dirigirse apresuradamente hacia la cocina y susurrar algo al oído de su mujer. Aquella situación le empezaba a resultar un tanto extraña, aunque, por experiencia propia, ya sabía que en España los súbitos cortes de agua y luz tampoco eran inusuales.

Inmediatamente después de la pequeña y secreta reunión familiar en la cocina, Isabel salió disparada escaleras arriba y, al cabo de unos segundos, bajó con lo que parecía una factura, que entregó a su padre. Este se excusó por un momento y se dirigió hacia el piso de arriba, móvil en mano. Charles dejó su sillón para unirse a las dos mujeres, que seguían de pie en la cocina, con los brazos cruzados, silenciosas y con cara de preocupación.

—¿Todo en regla? —les preguntó.

—No se preocupe, señor Charles, que no pasa nada, ahora lo arregla todo mi marido —dijo Amparo.

Isabel se acercó al mueble bar junto a la chimenea y regresó con otra copa de jerez para Charles.

—No te apures —dijo Isabel, tuteándole por primera vez—. Echa un buen trago, que es uno de los mejores sherries que tenemos.

—Solo si me acompañáis —replicó Charles a madre e hija.

Las dos sonrieron y, al cabo de unos instantes, los tres brindaban con las copitas de cristal tallado que a Charles tanto le gustaban. Era el primer objeto que había visto desde que salió de Inglaterra que encajaría en Eton. Aquel pensamiento le relajó.

—Usted, señora Fernández, ¿también cose vestidos de sevillana? —preguntó Charles, provocando la risa de Isabel y la sorpresa de Amparo.

Isabel intercedió.

—Mamá, resulta que Charles se queda en la catorce y se encontró con la Virgen de la beata.

Amparo se rio a gusto.

—¡Ay, por Dios, me había olvidado totalmente de que aquella Virgen seguía allí! —exclamó—. La tendremos que quitar algún día, pobres huéspedes; qué susto se llevaría usted, señor Charles.

Este negó con la cabeza, suavemente.

—En absoluto, señora, me pareció una historia fascinante.

Amparo suspiró.

—Ese lugar está lleno de sorpresas —dijo—. En la guerra, se escondieron bastantes objetos religiosos, pero también años después, incluso en los sesenta y setenta, cuando empezaron a llegar los turistas extranjeros.

—Ah, ¿sí? —preguntó Charles, curioso—. ¿Y qué se escondía?

—Pues objetos religiosos de mucho valor, sobre todo para ayudar a la iglesia a protegerse de Erik el Belga.

—¿Erik el Belga? —preguntó Charles, divertido por las historias de aquellas mujeres.

Isabel y su madre se echaron hacia atrás, riendo, apoyando las manos en la cocina, relajándose. Amparo echó un traguito a su copa de jerez y continuó:

—Era un belga, claro, que se puso las botas en los años sesenta robando fuentes y copas de oro y plata de las iglesias. Bueno, todo lo que pillaba —explicó—. Entonces, las capillas siempre estaban abiertas, aunque el párroco estuviera fuera, sobre todo en los pueblos, pues todo el mundo se conocía y nadie entraba más que a rezar. Pero el espabilado este se dedicó a ir por los pueblos de la provincia con un saco y amasó un buen botín. Había noticias y todo, así que nosotros guardamos algunos objetos en la buhardilla cuando corrió el rumor de que andaba por la comarca. El caso es que creo que, al final, lo pillaron en Castellote y lo devolvieron a su país con las manos vacías después de una buena reprimenda.

Los tres se rieron de las andanzas de Erik el Belga, cuyo nombre le hizo gracia a Charles. De hecho, el profesor nunca olvidaría aquella historia, que utilizó una y otra vez como gancho para sus alumnos de español.

La armonía del grupito, sin embargo, se truncó en cuanto Vicent volvió al comedor con el rostro grave.

—Los del agua son unos imbéciles —dijo—. No hay nada que hacer, porque los inútiles no saben cómo resolver este asunto de manera inmediata. Pero en cuanto hable con el jefe se van a acordar de mí. Amparo —dijo a su mujer, con tono de comandante—, ¿puedes cocinar algo sin agua?

Amparo recobró su postura servil de mirada baja y hombros caídos, y contestó:

—Lo siento, querido, pero no puedo; cocinar y fregar consume mucha agua y mejor dejar las reservas de la cisterna para una emergencia, o para duchas, más que desperdiciarla ahora para comer.

Vicent suspiró.

—Bueno, pues nos vamos a comer al pueblo —ordenó—. Así Charles conocerá alguno de los mejores restaurantes. Ya llamaré desde el coche para ver quién tiene abierto todavía —dijo, mirando el reloj.

Las dos mujeres empezaron a recoger la cocina mientras Charles fue a su habitación a buscar la maleta.

—¿No te quedas? —preguntó Isabel al verle bajar tal cual había llegado tan solo dos horas antes.

—Bueno, si hay problemas con el agua y las duchas, mejor que me vuelva a la fonda, que no quiero molestar, y la verdad es que tengo trabajo pendiente.

—Como quieras, pero es una pena —respondió Isabel, mirándole a los ojos.

El comentario sorprendió a Charles ya que, de hecho, aquella era la primera vez que una mujer mostraba interés por su compañía en mucho tiempo. Ese pensamiento le halagó, aunque, por encima de todo, le dejó confuso.