7

La primera vez que entró tenía tal cara de susto que a nadie se le escapó la verdad: era la primera vez que Valli salía de su pueblo. Tenía dos trenzas largas, una cara infantil todavía con pecas, las cejas casi juntas y unos vivos ojos negros que miraban hacia todas partes. La secretaria, Eulalia Lapresta, le abrió la puerta ofreciéndole una sonrisa amplia y cálida, y así fue como en 1931 Valli puso el pie por primera vez en la calle Miguel Ángel, número ocho, sede de la Residencia de Señoritas. Era la versión femenina de la ya famosa Residencia de Estudiantes, en la que, entre otras eminencias, se habían conocido Lorca, Dalí y Buñuel tan solo unos años antes. Apenas hacía unas semanas se había proclamado la República y todo era ilusión y optimismo.

Valli apenas conocía a los intelectuales de renombre que frecuentaban la Residencia, pues se había concentrado en el bachillerato, que esperaba completar en Madrid para ingresar al cabo de dos años en la nueva facultad de Filosofía y Letras. Su maestra morellana, Eleuteria, había leído en El Defensor un artículo de Luis de Zulueta sobre la Residencia de Señoritas y, sin dudarlo, había animado a su alumna más aventajada para que ampliara estudios en la capital. Después de largas discusiones, sus padres por fin accedieron a enviar a su única hija a estudiar fuera, ya que la beca que había conseguido era muy generosa y, además, como mujer, tampoco se podía dedicar al campo. Las otras opciones eran casarse o meterse a monja, con lo que Valli insistió en la aventura madrileña. A sus trece años, no sabía prácticamente nada, pero tenía la curiosidad que le había sembrado su maestra. Todas las noches, a la luz de una vela, Valli leía durante horas los libros que Eleuteria le prestaba, desde Cervantes a Dickens o Balzac. La joven lo devoraba todo.

Más de setenta años después, en una tarde soleada justo después de Pascua, Valli se encontraba contemplando el majestuoso edificio de la calle Miguel Ángel. Allí había llegado por primera vez una calurosa tarde de septiembre después de subir por la Castellana en un tranvía que había cogido en Atocha —entonces, la estación del Mediodía—. Aquel día había tardado toda una jornada en llegar a Madrid después de dejar Morella antes de salir el sol, sin más equipaje que una vieja maleta de cartón y los bocadillos de longaniza casera que le había preparado su madre. Hoy, se había plantado en tres horas.

El edificio de la calle Miguel Ángel seguía igual que lo había dejado, al menos por fuera. Su perfil esbelto y su color rosado, en contraste con la piedra clara alrededor de las ventanas, le daban presencia y distinción en una calle que ya no era ni espaciosa ni tranquila, sino que ahora estaba repleta de coches y ejecutivos. Valli dudó en llamar a la misma puerta por la que entrara por primera vez hacía setenta y seis años, todavía de madera oscura y flanqueada por dos columnas de piedra, justo debajo de un balcón señorial. El conjunto estaba rematado por un torreón que en su día se construyó como observatorio astronómico. Tal era el ambiente.

No era el mejor momento para entrar, pensó la anciana reparando en la vestimenta informal que había elegido para el viaje. ¿Quién tomaría en serio a una vieja en vaqueros y con un amplio jersey de lana casera? El taxi también esperaba, se hacía tarde y mejor sería esperar al día siguiente, cuando ya tenía una cita concertada. El viaje en AVE desde Zaragoza, adonde Cefe la había acompañado desde Morella, había sido rápido y agradable, pero a, su edad, sabía que tenía que reservar fuerzas para los próximos días.

Bajo un sol primaveral, el taxi cruzó la Castellana, ahora sin tranvías, y empezó a subir la cuesta de la calle del Pinar hasta que Valli le pidió que se detuviera. Prefería entrar a la Residencia andando. Allí le enseñaron a luchar, pensar y esforzarse, no iba a llegar ahora como una señorita en taxi cuando podía caminar perfectamente. En esa Residencia aprendió que las cosas, cuanto más naturales, sencillas y buenas, mejor. Lo demás era todo superfluo.

Mochila a la espalda —pequeña, porque para dos días tampoco necesitaba más—, Valli subió lentamente el poco tramo de cuesta que faltaba para alcanzar la Residencia de Estudiantes, donde ahora se iba a alojar.

Como si volviera a tener quince años y acudiera a algún evento o conferencia, Valli atravesó la puerta de entrada al recinto ignorando el puesto de seguridad y se adentró por el camino, ahora asfaltado, pero todavía rodeado de romero, tomillo, jara y lavanda. Se detuvo para contemplar el Segundo Gemelo, como llamaban al edificio rectangular de ladrillo rojo y persianas verdes donde se alojaban los estudiantes. Con emoción, pensó que todavía veía al doctor Marañón darle amablemente los buenos días, o a Unamuno pasear inmerso en sus pensamientos, o que escuchaba la risa casi histérica de Lorca o Dalí, siempre irreverentes, a veces riéndose de las señoritas que acudían a la residencia masculina para participar en algún acto. En esos mismos edificios, Valli había visto a Marie Curie o al economista Keynes dar conferencias, y había participado en debates organizados por Ortega, Menéndez Pidal o Gómez de la Serna. Era como si todavía viera a esos personajes, todos de traje, corbata y sombrero, hablando tranquilamente por los jardines que ahora la rodeaban.

Valli suspiró y siguió adelante, en silencio, pues apenas había nadie por los alrededores. Giró por el Segundo Gemelo y pasó por el pequeño jardín de adelfas, plantado por el mismo Juan Ramón y que en verano llamaban «la playa», pues allí se refugiaban bajo la sombra de unos enormes tilos del abrasador sol madrileño. Las adelfas seguían allí, ahora florecidas, hermosas, abiertas y blancas. Su olor le trajo recuerdos de las muchas tardes que había pasado en ese lugar enfrascada en alguna tertulia con los muchachos. Sobre todo los ingleses, más receptivos a la presencia femenina que los españoles, que a menudo eran unos rematados machistas y esnobs que apenas les hacían caso o las excluían directamente de sus actividades.

Bajo esos tilos, mientras practicaba su inglés macarrónico, Valli había conocido a Tristan en el verano del treinta y dos, cuando este había llegado becado por el Comité Hispano-Inglés, un programa financiado por el duque de Alba para promocionar el intercambio entre residentes y estudiantes de las universidades de Oxford y Cambridge. Tristan era un hispanista de esta última universidad que pasó cinco años en la Residencia y luego se unió a las Brigadas Internacionales para luchar contra el fascismo. Intelectual nato y de constitución física más bien débil, volvió a su país antes de acabar la guerra, ya que, desde allí, con su pluma, podía ayudar más a la República que con una escopeta desde el frente.

Valli continuó despacio hacia la puerta principal, mirando el banco que todavía llevaba el nombre del duque de Alba, Jacobo Fitz-James Stuart, también duque del condado inglés de Berwick y anglófilo empedernido. Su dinero y presencia amplificaron el inmenso tinte british que siempre distinguió a la Residencia, modelada según los colleges ingleses que habían educado a las élites británicas durante más de cinco siglos. La idea era convertir a los decadentes y arruinados hidalgos españoles en cultivados y modernos gentlemen.

Valli entró en el pabellón principal, silencioso a pesar de tratarse de un lunes a media tarde. Las últimas personas salían del comedor que los camareros ya recogían. Más que estudiantes o investigadores, los comensales parecían funcionarios de mediana edad que acababan de concluir una comida de dos horas a costa del contribuyente, pues no llevaban ni carpetas ni portafolios, ni ningún otro signo de actividad.

Presa de la emoción por albergarse en la institución que pudo haber cambiado la historia de España pero no lo hizo, Valli llegó a la recepción, donde una chica joven, posiblemente mileurista, la recibió con una sonrisa forzada mientras mascaba un chicle.

Sin más bienvenida que alguna indicación sobre horarios y contraseñas de wifi, Valli cogió su llave dispuesta a que la ignorancia de una joven que desconocía su legado le alterara lo más mínimo la felicidad que sentía en ese momento. Valli no había pisado la Residencia desde la fiesta de fin de curso en junio de 1936, cuando se despidió de los compañeros y compañeras pensando que los volvería a ver en septiembre. Tardó cuarenta y un años en regresar a Madrid.

Sin nadie que la ayudara o supiera quién era, Valli recorrió los pasillos de la Residencia, ahora tristes y silenciosos, sin más decoración que un zócalo alto de madera. Pero ella, con la ilusión de rencontrarse con «su Resi», subió contenta hacia el tercer piso del Segundo Gemelo. Seguro que las habitaciones serían muy parecidas a las que ellas ocupaban en Miguel Ángel, se dijo. Con el paso acelerado y el corazón latiendo fuerte, la anciana abrió nerviosamente la habitación asignada. Después de unos larguísimos segundos, en los que la expectación luchó contra la observación, a Valli se le vino el mundo encima al contemplar el habitáculo triste y semivacío que más bien parecía propio de un hospital. Las paredes, blancas y frías, estaban completamente desnudas; no había ni un mísero cuadro. Una pequeña cama individual, una mesa funcional y lámparas metálicas, aparte de un televisor desfasado, era cuanto tenía el pequeño recinto. Las cortinas, sin duda de Ikea, estaban echadas, por lo que tampoco entraba casi luz. El baño, completamente blanco y sin ventanas, tampoco la animó. No tenía nada que ver con el pequeño cubículo estilo Bauhaus que ella habitó durante cinco años, con paredes claras, decoradas con pósteres de exposiciones y conferencias, flores encima de una pequeña mesa redonda que había junto a la cama y un sillón cómodo para leer. Además, por supuesto, de una mesa de estudio y una silla de madera de pino cálida. Esas habitaciones suponían un cambio radical para las alumnas que, como ella, venían de provincias y estaban acostumbradas a alcobas oscuras que pretendían esconder más que enseñar. En la Residencia, los dormitorios eran casi como salones, luminosos, y las camas simplemente se concebían como un lugar cómodo para dormir o para tumbarse a leer o descansar. No había más secretos.

De su época, Valli solo reconoció las ventanas grandes y arqueadas con sus persianas de madera, que abrió de inmediato. Allí estaba el jardín de la entrada. Esa era su Residencia y nada la echaría atrás. Respiró hondo y tomó aire fresco. Había venido a Madrid con un objetivo y lo pensaba cumplir. Si cuarenta años de franquismo y treinta de democracia incipiente habían conseguido borrar el antiguo ambiente de la Residencia, el tiempo no había mermado ni un ápice el soplo vital que aquella institución le infundía a ella. Había emprendido el viaje, porque estaba convencida de que muchos antiguos residentes la ayudarían en su misión y estaba dispuesta a luchar por conseguirlo.

—Pues no, no tenemos nada —dijo la recepcionista al día siguiente cuando Valli preguntó si sería posible encontrar una lista con direcciones de antiguos alumnos. Se había presentado un poco de sopetón, pensó, quizá tendría que haber anunciado su visita o quedado con el o la directora del centro, como había organizado con el Instituto Internacional—. Es que, claro, la mayoría ya están muertos —continuó la chica, todavía más joven que la de la noche anterior.

Valli, sorprendida por la falta de consideración de la joven, ignoró el comentario e insistió:

—¿Podría hablar con el director o la directora?

—Es que ahora no está —contestó rápida la recepcionista—. Pero ¿tiene alguna cita?

Valli negó con la cabeza.

—Es que, claro, sin haberlo pedido…

Valli la interrumpió.

—Oiga, tampoco es que este lugar rebose actividad, igual sí que pueden hacer un hueco para verme, digo yo —dijo, casi arrepintiéndose al momento, pues un enfrentamiento la ayudaría poco.

Efectivamente.

—Pues llame a este teléfono y pregunte, igual alguien puede ayudarla —dijo la chica, dándole una tarjeta de la Residencia sin apenas mirarla y volviéndose hacia su ordenador.

Con la palabra en la boca, Valli anduvo por el pasillo sin saber hacia dónde ir, puesto que todavía faltaban dos horas para su cita en el Instituto Internacional. Salió al jardín y se dispuso a entrar al edificio que albergaba la antigua biblioteca, pero estaba cerrado. Por las ventanas vio que aquello se había convertido en un aula sin apenas uso. La anciana bajó al antiguo canal, ahora quieto y rodeado de paredes con pintadas de gamberros —por más que las llamaran grafitis—, y recordó el sonido del agua fresca de antaño, las conversaciones de los residentes mientras paseaban o sus comentarios al ojear El Sol, El Imparcial de Ortega o algún libro de poesía. Ahora no había nadie.

Subió hacia lo que en su día fue un amplio patio, hoy ocupado por canchas de baloncesto también vacías. Las rodeó como si se dirigiera hacia el imponente salón de actos donde un día había visto entrar al mismísimo Einstein para dar una conferencia. Ahora ya no existía ese viejo auditorio, sino la iglesia del Santo Espíritu que lo reemplazó. Valli ya sabía que, poco después de la guerra, Franco aplastó ese salón y, con él, la labor de un grupo de intelectuales que pretendían movilizar un país donde casi ocho de cada diez personas eran analfabetas. A las dictaduras, como a muchas religiones, les convenía más tener una población ignorante, pues siempre es más fácil de controlar.

A Valli se le encogió el corazón mientras rodeaba la iglesia y se adentraba en las vecinas instalaciones del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, el CSIC, que ahora regentaba la Residencia. Eran unos edificios toscos, cuadrados e imponentes levantados para impulsar el desarrollo científico, que no intelectual, del país. Ese complejo, en el que no se veía ni un alma, había contribuido poco en sus cincuenta años de existencia, mientras que su Residencia, con su breve historia, había estado vinculada a cuatro de los siete premios Nobel españoles: dos científicos —Ramón y Cajal y Severo Ochoa— y los literatos Juan Ramón Jiménez y Vicente Aleixandre, según contó.

Valli se sentó en un banco, aturdida y empequeñecida por los edificios grises y sombríos del CSIC. Ella había jugado al hockey en aquellos terrenos, entonces conocidos como los altos del hipódromo, donde acababan la calle Serrano y también la ciudad. Desde ese lugar saludaban a menudo a los pastores que deambulaban con sus ovejas y perros, ya que aquello era campo abierto. Ellos, tan tranquilos, pensó Valli, mientras ellas hacían gimnasia a ritmo de la marcha turca de Mozart o jugaban incluso al fútbol, entonces un deporte solo para hombres. En ese mismo alto, también había debatido, leído y estudiado, reído y jugado, fumado y bebido. Donde ahora se sentía pequeña e insignificante, alienada y rodeada por un paisaje rectilíneo y dominante, allí había conocido la libertad, rodeada de árboles y libros, hacía más de setenta años.

Incómoda por el silencio imperante, Valli continuó su paseo y bajó, pasito a pasito, por Serrano hasta la calle del Pinar, desde donde tomó una pequeña travesía hacia la Castellana. Pasó por delante del restaurante Zalacaín, del que había oído hablar, y vio, uno detrás de otro, casi una docena de Audis y Mercedes opulentos y oscuros, todos con un chófer dentro. Una visión muy diferente a la de su época, cuando los estudiantes subían la cuesta a brincos, contentos y en compañía, aunque a menudo eran alertados por profesores que les animaban a ser más calmados y distinguidos.

De todos modos, las diferencias no habían cesado, se dijo Valli. Ahora, esos chóferes no hacían más que dormitar o contemplar aburridos el desfile de la gente bien de aquel barrio. En su época, los obreros se sentaban en la acera a la hora de comer, degustando algún cocido de tocino que sus mujeres les preparaban en una tartera. Mientras, ellas, las señoritas de la Residencia, comían solomillo de ternera asado con cuchillo y tenedor porque en la «Resi» insistían en que el deporte y la buena alimentación eran clave para los estudios. En el fondo, nada había cambiado, se dijo Valli al pasar junto a los chóferes. Mientras unos se divierten y deciden, los otros esperan y se fastidian, pensó. Siempre igual.

Con la ayuda de un buen mozo que percibió su avanzada edad, Valli cruzó la Castellana y se dirigió hacia el Instituto Internacional, el college creado por una misionera norteamericana a finales del siglo XIX para impulsar la educación de la mujer española y albergar a norteamericanas que quisieran estudiar la lengua y cultura local. El instituto, con amplios recursos, colaboró mucho con la Residencia de Señoritas de Valli, hasta el punto de que muchas residentes se alojaron en su sede de la calle Miguel Ángel, utilizando sus instalaciones y conviviendo a diario con las estudiantes americanas. Aquel intercambio abrió los ojos de Valli al mundo, pues las americanas, altas y rubias, estaban mucho más liberadas y venían con doctorados universitarios bajo el brazo. Valli, que venía de un pueblo donde todavía se creía en milagros y supersticiones, enseguida quiso emular a aquellas divertidas y desenfadadas jóvenes que siempre se reían y todo lo cuestionaban, que practicaban deportes además de bailes y danzas, siempre con la música bien alta. Una de ellas, Katherine Bates, había recorrido España con una amiga, entonces algo inaudito, para escribir un libro sobre el país y publicarlo por entregas en artículos semanales en The New York Times. Aquello, francamente, quedaba muy lejos de la Morella de principios del siglo pasado y Valli, como las demás residentes españolas, enseguida se quiso apuntar al jolgorio.

Había llegado al Instituto Internacional, donde la puerta estaba abierta; como siempre, pensó. Con piernas temblorosas, se adentró en el mismo edificio al que llegó con apenas trece años recién cumplidos. Subió por las mismas escaleras de mármol blanco hasta la puerta de cristal, que seguía igual de blanca, para entrar en el gran vestíbulo. Una vez dentro, a Valli se le humedecieron los ojos al contemplar la gran escalera de hierro blanco, con su barandilla de madera, retorcerse pisos y pisos hasta llegar a la pequeña cúpula que remataba el techo acristalado. Era una escalera majestuosa y amplia que facilitaba el intercambio y la comodidad de un lugar claramente concebido para ser abierto, luminoso y libre. Las columnas, esbeltas y también blancas, seguían allí, sosteniendo un techo nada opulento ni rebuscado, sino que, fiel a la institución, reflejaba calidad y sencillez. Instintivamente, Valli giró a la izquierda para adentrarse en su antigua aula, hoy una cafetería, donde unos amplios ventanales daban al jardín. Unos bancos y un poco de césped habían reemplazado la vieja pista de tenis donde jugaban por las mañanas antes del desayuno. Sonrió, puesto que no había cogido una raqueta desde entonces. Tampoco se veía ya la casa del pintor Sorolla, hoy convertida en museo y tapada por un bloque de pisos.

Valli miró el aula, ahora sin los cuadros que el mismo Sorolla les regalaba, pero que sí conservaba los suelos de madera desgastada y cálida que tanto le gustaban. La anciana cerró los ojos. Allí le había dado clases de filosofía la mismísima María de Maeztu, directora de la Residencia, con su sombrerito cloché y su abrigo de petigrís, sus perlas alrededor de un cuello grande, su cara avispada y redonda, sus ojos siempre alerta. El primer día de clase les preguntó por la concesión de una medalla de oro, por parte del ya derrocado Alfonso XIII, a un señor de Sigüenza que había construido una casa en plena roca, al más puro estilo prehistórico, para vivir allí sin agua ni luz, pero, eso sí, con muchas habitaciones excavadas en la piedra. María, con una determinación muy masculina para la época, les preguntó: «¿Vosotras creéis que hay que premiar a los trogloditas, o mejor condecorar a los científicos que empujan el mundo hacia la modernidad? Nos tenemos que europeizar para sacar a España de este pozo de pobreza». Valli enseguida comprendió dónde estaba. Al cabo de dos semanas, ya no llevaba ni trenzas ni moño; al cabo de un mes, se había cortado el pelo; y a los tres meses, usaba pantalones, fumaba y se ponía tangee en los labios.

Lentamente, la anciana continuó hacia el paraninfo, ahora cerrado, sin dejar de mirar a su alrededor. Los pasillos seguían igual de pulcros; todo daba sensación de actividad, limpieza, simpleza y calidad, justo lo que propugnaba la misma María de Maeztu. Valli recordó cómo, a los pocos días de llegar, tiró un papel al suelo justo en el momento en que pasaba la directora. Esta la miró fijamente y, sin decir nada, recogió el papel y lo tiró a una papelera al fondo del pasillo, para luego continuar su camino, sin decir palabra. Valli, en ese momento, creyó morirse, pues habría preferido que le hubiera tirado el papel a la cara que aquella humillación silenciosa. Nunca más había tirado un papel al suelo.

Arreglándose la falda y la chaqueta de paño que se había puesto para la ocasión, Valli llamó a la puerta de la directora, quien enseguida salió a recibirla.

—Pase, pase, señora Querol, esta es su casa —dijo la amable directora, acompañándola cariñosamente hasta una silla—. Las residentes siempre son muy, pero que muy bienvenidas aquí. Qué honor tenerla entre nosotros.

Valli suspiró. Por fin la recibían con un poco de interés, además en ese lugar tan especial para ella. La anciana miró a su alrededor, el despacho era grande, repleto de libros y alguna foto en blanco y negro de la fundadora de la institución, Alice Gordon Gulick. El lugar, ahora centro de cursos de inglés y sede en España de prestigiosas universidades norteamericanas, destellaba actividad por todas partes.

—Muchas gracias por recibirme —dijo Valli, como siempre dispuesta a ir al grano, como le habían enseñado entre esas mismas paredes—. Mire usted que yo no he venido a aprender inglés, sino a pedirle un favor.

La directora, una señora pequeña, morena, de mediana edad, vestida al estilo que Valli identificaba como biopijo, una mezcla entre hippie y pijo, sonrió y se acomodó en su silla.

—Soy toda oídos —dijo en su tono dulce.

Valli, ante la creciente sorpresa de la directora, de nombre Soledad, explicó que necesitaba contactar con exresidentes o familiares de estas para conseguir cinco millones de euros y evitar así que la antigua escuela de su pueblo —del que la directora nunca había oído hablar— se convirtiera en un casino o en un complejo de pisos.

Soledad abrió los ojos y miró a Valli fijamente. Se aclaró la voz.

—Pues mire usted, señora Querol, nos encantaría ayudarla, pero no sé muy bien cómo. Ya tengo yo suficientes quebraderos de cabeza para mantener este lugar y conservar su historia, y no veo por dónde se puede conseguir esa enorme cantidad de dinero —dijo, en tono serio y respetuoso.

Valli bajó los hombros, pero miró al frente.

—Y desde esta institución, ¿no me pueden ayudar? —dijo, siempre directa.

Soledad levantó una ceja y apretó sus finos labios.

—No le quepa la menor duda de que me encantaría colaborar, pero desgraciadamente no puedo. La Residencia de Señoritas, como bien sabe, desapareció después de la guerra sin dejar ni fondos ni propiedades. El Instituto Internacional les alquilaba las instalaciones, pero las dos instituciones siempre fueron independientes. Ahora, nosotros seguimos con nuestra labor de intercambio, pero somos totalmente privados, no tenemos la ayuda de nadie. Y le puedo asegurar que, lamentablemente, no nos sobra dinero. ¡Ya me gustaría poder ayudar! —dijo, y suspiró.

Valli contestó rápidamente:

—¿No colaboran con fundaciones u otras organizaciones privadas?

—Aquí nadie da nada —dijo Soledad, seria—. A nosotros nos mantienen las clases que ofrecemos, nuestro trabajo y alguna cosilla más, pero todo cuesta mucho.

Valli bajó los hombros de nuevo.

—Pues yo creía que hoy en día el dinero corría rápido y en grandes cantidades. Al menos en mi pueblo, por eso pensaba que en Madrid esa tendencia sería todavía mayor.

Soledad la miró con interés.

—Sí, sí, el dinero aquí también corre rápido, pero yo ya no sé si eso es bueno o malo. En cualquier caso, a nosotros no nos llega nada —dijo.

Después de una breve pausa, Valli añadió:

—Ay, xiqueta, yo tampoco sé adónde vamos a ir a parar. Con tanto gasto, ahora todo el mundo parece millonario. Todos compran chalés y coches nuevos; esto parece América, oiga —dijo, cruzando las piernas e irguiendo la cabeza.

Soledad, que la escuchaba asintiendo, frunció el ceño y apoyó la cabeza en sus manos, con los codos sobre la mesa. Sus rizos, alegres y negros, le daban un aire juvenil.

—Déjeme que piense —dijo—. Desde luego que existen listas de residentes, lo que yo no sé es cómo encontrarlas. Sí le puedo facilitar el contacto de algunas alumnas que todavía viven, así al menos puede empezar por algún sitio. —Hizo una pausa—. Le voy a ser sincera: dinero no sé yo si va a encontrar mucho, pero seguro que reunirse con antiguas residentes será una experiencia enriquecedora.

Valli, agradecida, sonrió, pero continuó la conversación, seria.

—Por supuesto —dijo—, pero lo que yo realmente necesito son esos fondos, que buena compañía ya la tengo en mi pueblo.

Igual de práctica, Soledad sacó de su ordenador dos direcciones de personas cuyo nombre Valli no recordaba y le aconsejó visitar otro de los edificios de la antigua Residencia, en la calle Fortuny, hoy sede de la Fundación Ortega-Marañón, dos personajes muy vinculados a la Residencia de Estudiantes y de Señoritas.

Amablemente, Valli cogió la nota con los datos y se dirigió hacia la puerta, acompañada por la afable directora, que se despidió con un cariñoso abrazo.

—Estos son mis datos —le dijo Soledad, extendiéndole una tarjeta—. Por favor, manténgame informada de cómo progresa y haré todo cuanto pueda por ayudarla. Ahora mismo llamo a la Fundación Ortega, donde tienen el archivo de la Residencia de Señoritas, para avisarles de su vista. ¿Quiere que la acompañe? —dijo, amablemente.

—No se preocupe, que ya puedo. Soy vieja, pero ya me apaño —respondió Valli, entre risas.

Bajo un alegre sol de mediodía, Valli caminó con renovado optimismo la corta distancia entre el edificio de Miguel Ángel y el palacete de la calle Fortuny, número treinta, otra de las sedes de la Residencia de Señoritas. Fortuny se había convertido en una calle tranquila y residencial, pero sin aquellas vaquerías de antaño, donde las residentes y demás transeúntes se paraban para tomar un vaso de leche fresca, pues los establecimientos guardaban las vacas en la misma trastienda.

María de Maeztu tenía su vivienda y despacho en ese palacete, pero, siempre incombustible, no paraba de ir y venir entre los diferentes edificios que al final ocupó la Residencia de Señoritas, todos muy próximos entre sí. Después de que Valli cumpliera los quince años, una vez concluido el bachillerato, la directora ya la dejó desplazarse libremente de edificio en edificio y participar en cuantas actividades culturales quisiera, pues ya era universitaria. A Valli, que residía en Miguel Ángel, le encantaba la actividad del palacete de la calle Fortuny y no desaprovechaba la oportunidad de acudir a las numerosas conferencias y charlas que allí organizaban.

Durante la primavera, Valli también se acercaba a ese edificio grisáceo, que no había cambiado en absoluto, para contemplar la impresionante glicinia que en abril y mayo se enfilaba por la pared cubriendo la fachada de un color púrpura luminoso y alegre. Ahora, apoyada en la verja de la entrada, Valli admiraba el mismo espectáculo con idéntica ilusión. Igual que entonces, la anciana se acercó a la delicada planta, que colgaba de la pared cual racimo de uvas, y, con mano temblorosa, acarició sus pequeñas hojas violetas, que no habían perdido ni brillantez ni delicadeza a pesar de todo lo ocurrido desde la última vez que las había visto. Las florecillas eran igual de frescas y jóvenes que antaño, no como sus manos, que ahora aparecían viejas y desgastadas. La glicinia, pensó, como tantas cosas en la vida, no cambia. Solo cambian las personas.

Valli miró a su alrededor. La verja de entrada también estaba cubierta por la hermosa planta en claro contraste con un edificio de azulejos modernos que se alzaba en la calle posterior, ajeno al tranquilo piar de los pájaros y a la silenciosa memoria de estudiantes como ella, cuya vida cambió en ese lugar. La vitalidad y energía que desprendían la glicinia y el radiante cielo azul animaron a Valli a continuar su paseo por el pequeño jardín. Atravesando el cuidado césped, Valli recordó cómo La Barraca, la compañía de teatro de Lorca, ensayaba sus obras en ese mismo espacio e incluso una vez estrenó algunos entremeses de Cervantes, que ella presenció. Nunca volvería a ver tan buen teatro.

La anciana suspiró y anduvo unos pasos, silenciosa, hasta llegar a la ventana de la antigua biblioteca, donde había asistido a conferencias de Machado, Pedro Salinas, Celaya o Alberti. Esas charlas en absoluto eran magistrales o aburridas, sino participativas y, sobre todo, prácticas; las residentes siempre aprendían. Recordaba sobre todo una de Ramón Gómez de la Serna, titulada Cosas del humor; otra de Zulueta, La infancia y la vejez; o a Eugeni d’Ors, venido expresamente de Cataluña para hablarles de El arte de ser sencillo.

La anciana miró a su alrededor. Ya no quedaba nada de la «casita de la obrera» que María de Maeztu les había dejado construir en plena República para dar clase y merienda a modistas semianalfabetas o chicas de provincias que servían a la ya decadente aristocracia madrileña. Aunque las impulsoras del grupo eran casi todas de izquierdas, Valli no recordaba ningún desprecio por parte de otras residentes —algunas, futuras falangistas—, puesto que la directora insistía en que la concordia y comprensión de las ideas de los otros siempre debían imperar. En la Residencia no había ni gestos ni aspavientos, ni se restringía ni coaccionaba. Cada una iba a lo suyo y a su ritmo. Había hasta una judía y alguna que otra lesbiana, aunque Valli, por entonces, no sabía ni qué eran los homosexuales, recordó con una sonrisa. No se enteró hasta que una compañera le explicó que, en la residencia masculina, Lorca era abiertamente homosexual. Ella se fijó bien, pero la verdad es que, con tanto dandismo importado de los colleges británicos, el joven autor no desentonaba ni lo más mínimo en ese ambiente tan refinado.

Presa de la emoción, la anciana entró sin llamar, pero una señora mayor, de pelo blanco y mirada rápida, salió a recibirla.

—¿Señora Querol? —preguntó con una sonrisa amable.

Valli, sorprendida, asintió. Así le había enseñado María de Maeztu a recibir a las visitas y le alegró pensar que el lugar conservaba las buenas maneras.

—Me acaba de llamar Soledad, del Instituto Internacional, para avisar de que venía. Pase, por favor, que le enseñaré dónde tenemos el archivo.

Valli no la siguió, pues se quedó ensimismada mirando hacia la antigua biblioteca, hoy también repleta de libros de Ortega y Gasset, a quien ella escuchó varias veces en aquel mismo lugar. Lentamente, se dirigió hacia la sala, antaño decorada con mesas de madera de pino y sillones de mimbre, nada lujoso, pero cómodo y bien dispuesto. El lujo de esos edificios no era ni bandejas de plata ni adornos rebuscados, sino los más de cuatro mil libros a su disposición o los pianos, que sonaban alegres la mayoría de las noches. Valli contempló la biblioteca donde las residentes se reunían para estudiar por las tardes, después de pasar la mañana en la universidad. Eran jóvenes con todo el futuro por delante, que leían y escribían sus propias ideas en los cuadernillos que la propia Residencia les proporcionaba. Tenían voracidad por aprender, querían cambiar su país.

El cierre de una puerta la alertó de que la señora del pelo blanco la esperaba, pacientemente, junto a las escaleras que la habían de conducir hasta el archivo. Sin ánimo de molestar o hacer perder el tiempo a nadie, Valli se sentó frente a unas veinte cajas repletas de carpetas y eligió las que estaban marcadas como «correspondencia» para así conseguir algunas direcciones.

En un pequeño sillón, en los bajos del edificio, Valli se inmiscuyó en un mundo de nombres que hacía más de medio siglo que no recordaba, pero sobre todo uno la impresionó. Entre los documentos, apareció una fotografía antigua, muy poco clara, de Victoria Kent, su tutora en la Residencia y también la primera diputada de la historia parlamentaria española, junto a Clara Campoamor. Victoria la recibía semanalmente a pesar de que entonces ya estaba entregada a la política y ejercía como directora general de prisiones —era la primera vez que una mujer ejercía un cargo nacional público en España—. Kent, que abandonó la Residencia al finalizar sus estudios de Derecho en 1920, había seguido en contacto con la institución gracias a su gran amistad con María de Maeztu, aunque muchas residentes siempre sospecharon que allí había algo más.

Con la excusa de ir al baño, Valli volvió a la planta principal para, esta vez, dirigirse hacia el ala izquierda del edificio. Allí encontró el pequeño salón en el que se reunía el Lyceum Club, quizá el primer club de mujeres de España, en el que debatían regularmente temas de actualidad. En ese foro, Valli había conocido a María Lejárraga, autora de Canción de cuna, a la filósofa María Zambrano, a la periodista Josefina Carabias y a Margarita Nelken, diputada y madre soltera, quien también acabó, como muchas residentes, en el exilio. Otra asidua era Isabel Oyarzábal, corresponsal en Madrid del diario británico Daily Herald, quien un día les explicó cómo se había colado en una cárcel de Madrid para denunciar su mal estado haciéndose pasar por hija de Alcalá Zamora. Allí debatieron el alzamiento de Sanjurjo en 1932, la reforma agraria, la ley del divorcio, el voto femenino y todo cuanto ocurría a su alrededor; hablaban sin normas ni tapujos y siempre sin perder el respeto. También acudían al Lyceum las esposas de destacados intelectuales, como Zenobia, casada con Juan Ramón, o las señoras de Ortega y Gasset, Marañón, Baroja y Pérez de Ayala, por lo que el grupo fue bautizado como «el club de las maridas» por los sectores más recalcitrantes y machistas.

Ellas, sin inmutarse, siguieron con sus reuniones. Victoria Kent, abogada de profesión y en su día presidenta del club, una vez les explicó los pormenores de la defensa de su antiguo maestro, Álvaro de Albornoz, acusado de deslealtad monárquica en un consejo de guerra justo antes de proclamarse la República. Los defensores consiguieron rebajar la pena drásticamente y Victoria alcanzó notoriedad nacional. Ya como directora general de prisiones, en los primeros años de la República, su tutora, que nunca dejó de serlo, continuaba asistiendo a las reuniones del Lyceum siempre que su cargo se lo permitía. Sentadas en el suelo para escucharla, pues la sala siempre estaba abarrotada cuando ella iba, Victoria les contó sus planes para las prisiones, como dar derechos a los presos o la posibilidad de que les visitaran sus novias o esposas. También quería instalar bibliotecas y hasta buzones de sugerencias. Eso mismo intentó hasta que dimitió al cabo de un par de años, presionada por hombres mediocres a quienes parecía molestarles que una mujer les mandara. Victoria finalmente sucumbió, pero también porque le importaba más realizar su trabajo conforme a sus ideales que continuar en un puesto bajando la cabeza solo para promocionar su carrera política. Victoria siempre fue un ejemplo para todas las residentes.

Alta, corpulenta, llena de vida y disciplina, Kent continuó su labor profesional en su propio despacho de abogada, ubicado muy cerca de la Residencia, donde ejercía y residía junto a una amiga y el hijo de esta. Valli, que visitaba a menudo a esta familia tan atípica para la época, recordaba algunos de sus comentarios, que no habían perdido ni pizca de actualidad. Whisky añejo en mano, que tanto le gustaba, ojos fijos al frente y el pelo negro hacia atrás, un día le dijo: «Cuando los hombres se creen inspirados por Dios, comienza la hora de las catástrofes; cuando aceptan su papel de hombres, están en el camino de acercarse a sus iguales, que es el camino para comprenderlos».

Nunca se le había olvidado esta frase, ni la trágica premonición que traía en sí. Valli suspiró al contemplar la estancia, todavía con el mismo parqué oscuro y también rodeada de libros. Vio a su querida Victoria, tan moderna siempre, fumando en el jardín, debatiendo, rebatiendo, siempre animándola a estudiar más, a llegar más lejos. Cuando Valli le dijo que quería ser maestra, Victoria la animó para llegar a ministra de Educación. Así era. La anciana sonrió al recordar cuando Victoria le preguntó qué idiomas hablaba y ella, orgullosa, respondió que castellano y morellano. Valli ahora estaba segura de que Victoria, por dentro, se debió de reír a carcajadas. Pero muy al contrario, su tutora le respondió de manera muy seria que eso estaba muy bien, pero que era imperativo que también aprendiera inglés y se fuera a Inglaterra a visitar las escuelas y universidades más avanzadas. Antes de ser ministra, debía conocer mundo, le dijo. Ella, que solo había estado en Morella, Zaragoza y Madrid en toda su vida, le puso gran empeño y, con la ayuda de su amigo Tristan, de la residencia masculina, aprendió inglés hasta dominarlo, al menos lo suficiente para ganar una beca de la Junta de Ampliación de Estudios en el Extranjero. María de Maeztu la ayudó y recomendó y, en junio de 1936, ya lo tenía todo a punto para pasar un año en el Smith College de Estados Unidos a partir de septiembre. El proyecto nunca se cumplió.

La anciana miró las decenas de carpetas sobre la mesa y se vio ante una tarea monumental. ¿Quién le iba a dejar cinco millones de euros? Valli apretó los labios y pensó que Victoria Kent nunca se habría arrugado ante un objetivo, por más intimidador que fuera. También recordó a María de Maeztu, quien ignoraba las risas de los señoritos universitarios en el tren de Bilbao a Salamanca, adonde solo iba a examinarse, porque no podía asistir a clase por ser mujer. María había viajado por todo el mundo sola cuando apenas existían precedentes en España, estudiando modelos educativos, dando conferencias, interesándose por las ideas más modernas. Esas mujeres dieron pasos de gigante sin apenas ayudas ni precedentes.

Valli pasó las horas siguientes ante los archivos, inmersa en recuerdos imborrables, memorias de una vida que la cambió para siempre, por más que el destino se empeñara en detener el impulso que esa residencia le infundió.

Sin apenas descanso, apuntó nombres y direcciones de cuantas residentes recordaba y, lejos de sentir que la tarea era imposible, salió del palacete de la calle Fortuny cuando ya cerraban, al caer el sol, dispuesta a cumplir con su obligación de un modo alegre, sencillo y eficiente. No había perdido ni un ápice del espíritu que había aprendido allí.