Ese mismo Domingo de Ramos todo el pueblo se iba a enterar de quién era Vicent Fernández. Le había costado más de seis décadas de ardua y laboriosa lucha, pero hoy por fin se haría justicia y Morella reconocería su auténtico valor.
Sonriente y a lomos de Lo Petit, el alcalde de Morella atravesaba la montaña entre el pueblo y Xiva, una de sus excursiones preferidas. Se había puesto el traje de montar más elegante que tenía, aunque lo más probable era que, a esas horas y en plena Pascua, nadie le viera. Le daba igual. En un día tan importante, él había salido de casa a las ocho en punto, orgulloso, con sus botas de montar altas e impecablemente limpias, pantalones de cuero, un casquete negro de terciopelo y una chaqueta verde Barbour que le daba cierto aire de aristócrata inglés. Su figura, sin embargo, era más bien chata, como la de Lo Petit; aun así, los dos, gallardos y contentos, continuaron su camino por las laderas del Maestrazgo. El olor a espliego y romero, el sonido de los cascos de su caballo contra las piedras y el confort después del desayuno de cazador que le había preparado Amparo hacían que Vicent viera los primeros rayos de sol como un nuevo amanecer en su propia vida. Había llegado el momento de enterrar sesenta y siete años de ser un matao, como se describía a sí mismo, para empezar el juego de los listos.
Vicent golpeó cariñosamente, pero con cierta solemnidad, los muslos de Lo Petit para que este desacelerara el paso. Lo condujo fuera del sendero que seguían para cruzar la ladera campo a través hasta llegar a una masía abandonada. Sin desmontar, por primera vez en casi dos años, Vicent contempló la construcción, de la que apenas quedaban tres paredes. Desde que era alcalde, no había podido acercarse a aquel lugar, pues había estado demasiado ocupado coronando sus grandes proyectos: convertirse en un renombrado alcalde de la Comunidad, vender la escuela e impulsar el aeropuerto de Castellón. Estaba convencido de que todo sería gloria a partir de entonces. En dos o tres años, se podría jubilar y descansar en su esplendorosa masía, de la que tan orgulloso se sentía. Por fin.
Atrás quedaba una vida de quince horas diarias de trabajo, sin descansar los fines de semana, para sacar adelante la fonda. Con tan solo quince años se había hecho cargo del negocio después de que los maquis mataran a su padre en ese mismo lugar que ahora contemplaba. El pobre, un guardia civil de medio pelo que se pasó media vida persiguiendo rojos por los montes de Huesca y Teruel, acabó asesinado por el grupo de la Pastora, el guerrillero que más burló a la Guardia Civil durante el franquismo. Justo la noche de su muerte, su padre les había dicho a él y a su madre que ese mismo día iba a acabar con ese hermafrodita al que tanto misterio rodeaba. Nadie sabía si la Pastora era hombre o mujer, lo único cierto es que nadie le podía cazar.
El alcalde pegó una ligera patada a Lo Petit para que se acercara todavía más al edificio sin techo alguno cuyas vigas de madera yacían carcomidas en el suelo o caídas contra la pared. A unos escasos metros de las ruinas, el alcalde tiró de las riendas para detener a su caballo, quizá el ser al que más quería en este mundo. Le acarició suavemente la crin, lo que el animal agradeció con un relincho. Vicent pensó en su padre, un hombre autoritario que prácticamente nunca le dijo nada positivo. Los azotes y las palizas se sucedían con frecuencia, alguna vez también a su madre y siempre por pequeñeces que no podía ni recordar. No podía decir que le hubiera querido, pues le resultaba imposible querer a alguien que le había pegado, pero las rígidas estructuras familiares del momento le obligaron a prometer a su madre que vengaría su memoria. Sin embargo, nunca tuvo tiempo ni dinero para ello, pues necesitaba toda su energía para sacar la fonda adelante. Tampoco tuvo mucho apoyo, especialmente por parte de los morellanos, que siempre le habían visto como a un forastero e hijo de un guardia civil al que nunca tuvieron simpatía. Los Fernández habían llegado al pueblo cuando él apenas tenía cinco años.
Ahora, por fin, había llegado la hora de vengarle. Ese pueblo solo había traído desgracias y exclusión a su familia y hoy, finalmente, estarían todos a sus pies, pensó. Su padre estaría orgulloso de él. Tras un hondo suspiro, Vicent cerró los ojos sintiendo un inmenso alivio.
El alcalde por fin abandonó el lugar, seguro de cerrar su pasado para siempre.
La comitiva salió de la iglesia arciprestal poco antes de la una de la tarde. El párroco y sus sacristanes, el capitán de la Guardia Civil flanqueado por tres subalternos y los seis tenientes de alcalde escoltaban a Eliseo Roig, presidente de la Comunidad, y a Vicent, los dos vestidos de frac y luciendo cuantas medallas y condecoraciones les fue posible. Eliseo miraba hacia el público, que se amontonaba para verle y saludarle, mientras Vicent estudiaba cómo moverse con el inmenso blasón de la localidad, demasiado pesado para llevarlo a pulso, por lo que debía apoyarlo de alguna manera en la cintura. Por fin lo consiguió.
El Placet de la iglesia estaba a rebosar de morellanos ese Domingo de Ramos, que había amanecido soleado y primaveral, idóneo para la fiesta que Vicent había organizado. La banda municipal arrancó con el himno morellano, alegre aunque un poco martilleante, pero muy útil para marcar el paso, se dijo Vicent, asiendo fuerte su estandarte. El alcalde sonreía a un lado y a otro mientras la comitiva bajaba por la calle de la Mare de Déu a un ritmo sustancialmente más rápido que el de las procesiones de los días anteriores.
—No sabe lo entusiasmado que está todo el pueblo con su llegada —dijo el flamante y repeinado Vicent a Eliseo, quien parecía no cansarse de sonreír—. La radio y la televisión local llevan toda la semana hablando de su visita. Creo que hacía más de diez años que no venía un presidente de la Comunidad a visitarnos —le dijo Vicent, atribuyéndose más mérito él mismo por traer a Eliseo que a este por venir.
Eliseo no contestó, pues seguía concentrado en sonreír y saludar a los morellanos que flanqueaban la calle a su paso. Vicent no se inmutó, aunque sabía que debía aprovechar esa oportunidad para estrechar la relación.
—¿No ha podido venir su mujer hoy, don Eliseo? —insistió el alcalde, intentando cambiar el estandarte a la otra cadera. Durante el movimiento, el pesado tejido acabó cubriéndole la cara, justo en el instante en que Eliseo se giraba hacia él.
El presidente soltó una pequeña risa, aunque cruzó las manos atrás y bajó la cabeza, como si sintiera vergüenza ajena. Con cierta superioridad y como si le hiciera un favor, Eliseo por fin se dignó a contestar a su pregunta, sin dejar de saludar a los presentes.
—No, Adela no ha podido venir, hoy se iba a Mallorca de compras —le dijo.
—¿A Mallorca? —preguntó Vicent curioso—. ¿Y se va a Mallorca solo por un día?
Eliseo le miró y le contestó como si estuviera explicando una obviedad:
—Ha volado en el jet privado, con unas amigas. Se plantan allí en media hora, se van de compras, a comer y luego a la playa, y están otra vez en casa para la cena. Rápido y cómodo.
Vicent no quiso mirarle para disimular la cara de sorpresa que a buen seguro mostraba. Poco a poco, el asombro se transformó en envidia y, finalmente, en ilusión. Le faltaba muy poco para alcanzar ese nivel. Aunque más que a Mallorca, él se iría con Lo Petit a recorrer el Pirineo aragonés, cerca de Jaca, donde pasó los primeros años de su vida. Pero antes, era menester terminar la faena.
—Presidente —le dijo cuando entraron en el Pla d’Estudi, justo antes de la Alameda—. Sobre lo que hablamos el otro día en mi casa acerca de la escuela, ¿le importa si anuncio ahora en el discurso que la Comunidad ha aprobado invertir cinco millones en remodelar la antigua escuela? Los morellanos le mostrarán infinito afecto por ello.
Eliseo se detuvo inmediatamente y se giró hacia Vicent con ojos centelleantes. Con el ceño fruncido y la mirada clavada en los ojos del alcalde, le dijo:
—Ni se te ocurra. Esos son movimientos delicados y se necesita un proceso legal. —El presidente empezó a andar de nuevo, pues su parada había detenido a toda la comitiva. Saludando a ambos lados, el presidente se volvió a dirigir a Vicent, aunque sin mirarle—: Ni se te ocurra abrir el pico. Si no, no hay trato.
Vicent, cada vez más cansado y harto del estandarte, asintió varias veces con la cabeza.
—Por supuesto, señor presidente, no se preocupe usted de nada —contestó.
—Así me gusta —dijo el presidente, ahora mirándole a la cara.
La comitiva atravesó el portón de entrada a la Alameda hasta detenerse en una pequeña placita justo por encima de la nueva escuela, al pie del castillo. Las autoridades y el resto de público, unas trescientas personas en total, se fueron acomodando alrededor de una pequeña tarima levantada para la ocasión mientras la banda tocaba ya las últimas notas de un pasodoble. Todos parecían alegres y orgullosos de su pueblo.
Todos, excepto una persona.
Con su bandera republicana en la mano, Valli llevaba más de media hora esperando a la comitiva, pues ella no había ido a misa. De hecho, no había pisado una iglesia en más de cinco décadas. Vicent la vio nada más atravesar el portón de la Alameda, lo que le provocó cierta irritación. Esa mujer era ya casi como los árboles del paseo, siempre presente, siempre haciéndose notar, pero, en el fondo, irrelevante, se dijo.
Eliseo también observó la bandera republicana.
—¿Qué coño hace esa tricolor allí? —preguntó a Vicent con discreción.
—No se preocupe, presidente, es la loca oficial del pueblo —respondió el alcalde.
Los dos hombres se ajustaron las corbatas y subieron a la pequeña tarima para inaugurar la remodelación de la Alameda y la nueva piscina municipal. La banda por fin concluyó el interminable Paquito el Chocolatero y las voces cesaron hasta que solo se escuchaba el animado piar de los pájaros. Vicent, con su pelo negro tan repeinado hacia atrás como cuando había salido de la iglesia, tomó la palabra, contemplando la multitud y el brillante cielo azul. Se ajustó la voz y dejó pasar unos segundos para sentir las trescientas miradas sobre él.
Esa expectación le gustaba.
—Es un gran honor para mí, como alcalde de esta fiel, fuerte y prudente ciudad de Morella —dijo por fin—, contar con la presencia de su excelencia el señor presidente de la Comunidad Valenciana, Eliseo Roig —dijo mirando a Eliseo y posando ligeramente la mano sobre la espalda del presidente, como si estuviera dando la bienvenida a un dignatario en la Casa Blanca—. En tan solo un año y medio desde que tuve el honor de llegar a la alcaldía, hemos planeado y realizado obras impresionantes. La piscina olímpica cubierta, por ejemplo —dijo, señalando la construcción—, será una clave para que en nuestro pueblo primen el deporte y la salud. —Vicent dejó pasar unos segundos para que los asistentes contemplasen el techo de la piscina cubierta, visible desde su posición. Mirando hacia el paseo, prosiguió—: Las obras en la Alameda hacen que nuestro paseo sea más accesible, sin baches ni agujeros incómodos, y más seguro por la noche gracias a estas estupendas farolas —dijo señalando una de ellas. Vicent se interrumpió de nuevo, girándose de un lado a otro, mirando a los ojos de cuantos morellanos podía—. Pero esto solo es el principio: tengo muchos planes que convertirán este pueblo en el mejor, el más emprendedor y el más rico ¡de toda España! —exclamó con los brazos en alto, triunfal.
El público aplaudió, aunque sin demasiado entusiasmo, pero al menos lo suficiente para no dejar al orador en evidencia. Al volver el silencio, Vicent se disponía a presentar a Eliseo cuando una voz soltó:
—¿Y se puede saber cómo vamos a pagar todo esto? —gritó Valli, bandera republicana al alza, con su sorprendentemente potente voz.
Vicent la ignoró y miró a Eliseo.
—Hoy tenemos el honor…
Valli no le dejó continuar.
—¡Pregunto que con qué fondos vamos a pagar estas obras y estos planes de los que habla usted, señor alcalde!
—Por favor —dijo, mirando al cielo con aire de exasperación—. Las cuentas del ayuntamiento son públicas y claras. Ahora no es el momento, así que vamos a continuar. —Sonrió de nuevo a los asistentes y procedió—: Es para mí un honor…
—¡No me va a callar usted, señor alcalde! —insistió Valli—. ¿Cómo va a pagar los planes para la escuela? Seguro que no podemos. ¡No pasarán!
Vicent y Eliseo intercambiaron una mirada y una risa de superioridad, ridiculizando a la boicoteadora anciana. Vicent susurró al presidente:
—No se preocupe, siempre hace lo mismo; en el fondo es inofensiva.
Valli por fin se calló, aunque no bajó su bandera tricolor durante los quince minutos que duró la ceremonia. Eliseo ofreció seguramente el mismo discurso que daba en cada pueblo todos los domingos, sin una nota de color local, y los dos señores procedieron a cortar la cinta de seda inaugural. Entre vítores, aplausos y más pasodobles, la comitiva, los trescientos asistentes al acto y todo aquel que quisiera se dirigieron hacia la plaza Colón, donde el ayuntamiento había invitado al pueblo entero a una costillada popular para celebrar la ocasión.
La plaza estaba engalanada como si se tratara de las fiestas sexenales. Todos los balcones que daban a ella lucían banderas morellanas, cortesía del ayuntamiento, y los árboles estaban decorados con decenas de guirnaldas de papel de color. En el centro de la plaza, unos grandes plafones exhibían fotografías imponentes del pueblo, como si de una exposición de National Geographic se tratara. Al fondo, el chiringuito de toda la vida había sido contratado para ofrecer barra libre de agua, Coca-Cola, vino y cerveza para todo el pueblo, ahora sí plenamente congregado y con hambre para comer.
Dos grandes fogones y otras dos hogueras se habían instalado en los cuatro extremos de la plaza. En los fogones, dos paellas gigantes ya hervían, una de ellas patrocinada por el empresario Paco Barnús, quien, a pesar de vestir una elegante chaqueta azul con botones dorados, se había puesto un delantal y echaba sal de puñado en puñado a su creación. El negociante detrás del rascacielos de Cullera, presente en la jornada hípica en casa de Vicent hacía unas semanas, no se había querido perder la fiesta, convencido de que Morella ofrecía oportunidades de inversión. Aquella era su primera aparición en el pueblo, así que, para impresionar, el empresario había echado al arroz más de trescientos langostinos y otras tantas almejas; nada de pollo y tocino.
Junto a las hogueras donde ya se asaban más de quinientas costillas y otras tantas longanizas, Charles, solitario, contemplaba el espectáculo con cara de susto, según atisbó Vicent. Sin tiempo que perder, el alcalde se dirigió hacia el inglés, a quien imaginaba al frente de una cuenta bancaria millonaria en libras esterlinas. Había investigado cuanto había podido y, ciertamente, ese señor inocuo, larguirucho y claramente enemigo del sol estaba allí en representación del mejor colegio del mundo. El mismo al que el sah de Persia, multimillonarios asiáticos, petroleros de Oriente Medio o mafiosos rusos enviaban a sus hijos a estudiar. Aquello podía ser una mina, se dijo.
Justo cuando le alcanzaba, Isabel apareció con dos vasos de vino, seguramente para compartirlos con Charles. Rápido, Vicent pensó que lo último que le faltaba era la intromisión de su torpe hija, así que, sin miramientos, le quitó un vaso de la mano para quedárselo él y le entregó el otro al inglés.
—Gracias, hija, qué atenta eres —le dijo delante de Charles, quien levantó ligeramente la cabeza en señal de sorpresa, pues él también la había visto llegar con una sonrisa, pero no hacia su padre. Vicent cogió al inglés por el hombro y acercó el vaso hacia el suyo, proponiendo un brindis por el mejor pueblo de España, según dijo. Dándole la espalda a Isabel, el alcalde se tomó el vino de un trago y miró a su interlocutor directamente. Su hija desapareció.
—¿Cómo estás, inglés? —le espetó.
Charles parecía contrariado. Apenas había tomado un sorbo del vino peleón que le habían servido, mucho más fuerte que los suaves bordeaux a los que su paladar estaba acostumbrado.
—Macho, bebe un poco más, ¡que es gratis! —dijo Vicent, a lo que Charles, educado, respondió con un sorbito de medio segundo. Vicent le dio un par de palmaditas en el hombro y se giró hacia la plaza—. Mira, mira, ¿a que esto no lo organizáis en Londres, eh? —dijo en voz más bien alta para la poca distancia que les separaba.
Charles se echó un poco hacia atrás antes de responder.
—Es un montaje espectacular, desde luego, ¿organizan siempre fiestas así de grandes?
—Nooo —exclamó Vicent, alzando las manos—. Solo es para celebrar los buenos tiempos, que este pueblo ha cambiado mucho desde que yo soy alcalde —dijo, y soltó una amplia carcajada. Dirigiéndose hacia Isabel, quien ahora les miraba a unos escasos metros, gritó—: Nena, trae un poco de la paella del Barnús, que este se va a chupar los dedos. ¡Rápido!
Vicent observó cómo Charles seguía con la mirada a Isabel mientras esta pasaba por delante de Valli, todavía bandera en mano y sentada al pie de la fuente junto a Ceferino, el del banco.
—Esa señora anciana de la bandera —comentó Charles— ¿quién es?
Vicent alzó los ojos en señal de suplicio y luego le sonrió.
—Es un incordio de mujer, una auténtica reliquia del pasado, más terca que una mula, pero ya le quedan menos días que longanizas.
—Pues parecía que sabía muy bien lo que preguntaba —apuntó Charles, mirando a Vicent con fría distancia.
El alcalde no quería que nada ni nadie le aguara la fiesta y mucho menos ese lord inglés que parecía vestido para un carnaval más que para una costillada. ¿A quién se le ocurriría venir a una comida popular con una inmaculada camisa blanca, una chaqueta de ante y unos pantalones de pana, con los que además se tenía que estar asando? Él iba de frac, porque era el alcalde, pero los demás se habían vestido conscientes de que las chuletas se comen básicamente con las manos. Mirándole casi de arriba abajo, Vicent pensó que el inglés apenas se habría rasgado las vestiduras en su vida. Pero a él le daba igual, solo quería su inversión.
—A ver si esta hija mía trae ya la paella, que es más lenta que un caracol —dijo Vicent, riéndose.
—Hay mucha cola, ¿no lo ve? —respondió el inglés, serio.
—Pero, hombre de Dios, para algo es la hija del alcalde, ¡que se la salte!, ¡que diga que es para mí!
Charles fijó la mirada en la larga cola que se había formado junto a la paella de Barnús hasta que por fin Isabel salió con dos platos de plástico repletos del humeante arroz. Segundos más tarde, los dos hombres degustaban el suculento manjar mientras Isabel desaparecía de nuevo.
—Pero esa anciana, dígame —insistió el inglés—, ¿forma parte de algún grupo local?, ¿podría interferir en la venta de la escuela? Se la ve muy capaz.
Vicent se rio de nuevo.
—Esa mujer no puede hacer absolutamente nada y no tiene ningún apoyo. Mire, el pueblo está hoy aquí celebrando los éxitos del ayuntamiento. No se preocupe, que todo va por el buen camino.
—¿Seguro? —preguntó Charles, mirándole con una ceja levantada.
Vicent se sorprendió del escepticismo del inglés, pues no estaba acostumbrado a que le cuestionaran. Los extranjeros podían ser el colmo cuando querían, se dijo. De todos modos, si el british tenía algún problema, mejor atajarlo de raíz.
—Pues si tiene alguna duda, compruébelo usted mismo: venga conmigo, que se la presentaré —le propuso, inconsciente de las consecuencias que esa acción conllevaría.
Sin esperar respuesta, el alcalde echó a andar y Charles le siguió con el enorme plato de paella en la mano, intentando que no se cayera.
Llegaron a la fuente donde Valli estaba royendo una chuleta, todavía junto a Cefe.
—Hola, queridos paisanos —dijo Vicent con una sonrisa forzada.
Ninguno contestó, aunque, con la boca llena, hicieron un ligero ademán con la cabeza.
—Ya veo, Valli, que, a pesar de tus protestas, enseguida te apuntas a las fiestas del ayuntamiento —dijo Vicent a la anciana—. Seguro que, en el fondo, estás encantada con la gestión. Tu presencia así lo indica.
—Mire, alcalde, que estas butifarras las pagamos entre todos con nuestros impuestos y yo tengo tanto derecho a ellas como cualquiera, me guste o no me guste su gestión —replicó la anciana.
Vicent sonrió con paternalismo y se dirigió hacia Charles.
—Querido Charles, le presento a Ceferino, encargado del banco local, y a Vallivana, una de nuestras ciudadanas más activas en la política municipal —dijo con sorna.
—Encantado —dijo Charles a ambos, haciendo una ligera reverencia ante Valli.
Esta le miró con sorpresa e interés.
—¿De dónde ha salido usted? —preguntó, siempre directa.
—Soy Charles Winglesworth, director del departamento de lenguas de Eton College, y he venido a ver la escuela de Morella —explicó el inglés.
—¿La escuela? ¿Para qué? —preguntó Valli, mirando a Cefe con cara de sospecha.
Vicent y Charles también se intercambiaron la mirada. Lo mejor era no dar demasiadas explicaciones, pues la anciana agotaría al inglés en cuestión de minutos y él no tenía tiempo que perder, pensó Vicent. Pero antes de que pudiera cortar la conversación, Charles se le adelantó.
—Buscamos un lugar en España en el que nuestros alumnos se puedan instalar durante unos meses, practicar el idioma y conocer esta interesantísima cultura —dijo el inglés, como siempre exquisito.
—Pues mala suerte —replicó Valli, rápida—. Búsquense un hotel si quiere venir, porque esa escuela no se va a vender nunca.
—No le haga caso, Charles —apuntó Vicent rápidamente—. Esta señora no sabe lo que dice, no tiene ninguna influencia —añadió mirando a Charles e ignorando a la anciana completamente.
—¡Sé muy bien lo que me digo! —exclamó Valli exaltada mientras alzaba vigorosamente la chuleta que todavía tenía en la mano.
Cefe le puso una mano sobre el brazo para calmarla.
—Tranquila, Valli, que este no es el momento —le dijo.
Valli se serenó. De todos modos, continuó la embestida.
—¿De Eton me dice que viene? —preguntó a Charles, mirándole con sus enormes ojos negros incisivos.
Los ojos de una cobra antes de picar, pensó Vicent.
—Sí, Eton College, en Windsor, ¿lo conoce? —preguntó Charles, sorprendido.
—Sí, claro que lo conozco —respondió Valli, mirándole con cierto aire de desprecio—. Es el colegio más clasista, elitista y capitalista del mundo. Todo contra lo que yo he luchado toda mi vida.
Charles dio un paso hacia atrás. Sin perder la compostura, preguntó:
—Si no le molesta que le pregunte, tengo curiosidad por saber de qué conoce mi escuela.
—¿Y por qué no la iba a conocer? —replicó Valli, hoy realmente en forma, pensó Vicent, quien muchas veces la había visto más quieta y apagada. La anciana continuó—: ¿Se piensa que porque soy mujer, vieja y de pueblo no he visto mundo?
Charles negó con la cabeza.
—Por supuesto que no, no he dicho nada parecido, solo tenía un poco de curiosidad, pero no quiero molestarla.
—Ah, inglés refinado, no te pienses que no sé ver al lobo con piel de cordero —largó la anciana ante la sorpresa de los tres hombres.
Vicent iba a intervenir, pues aquella conversación no iba hacia ninguna parte, pero el veneno de Valli se adelantó.
—Si usted cree que sus pequeños lores con sus fracs y sombreros de copa se van a pasear por mi pueblo, lo lleva muy claro. Vuélvase a su país y arreglen el clasismo imperante que todavía les corroe y luego, si quiere, nos viene a ver —lanzó Valli, irguiendo la espalda al finalizar.
Vicent no sabía cómo disculparse, arrepintiéndose inmediatamente de haber propiciado el encuentro.
—Por favor, discúlpela —dijo Vicent a Charles—, es muy mayor y no sabe lo que dice. Pero vamos, vamos, que hay otra gente en el pueblo que sí es encantadora y que debería conocer. Lo siento, señor Charles, venga, sígame. Por Dios, qué gente.
Los dos hombres salieron por piernas y volvieron a su antigua posición, claramente contrariados. Menos mal que al poco tiempo llegó Eliseo Roig, a todas luces aburrido y con ganas de hablar.
—Qué éxito de fiesta popular —le dijo a Vicent, dándole unos golpecitos en la espalda.
—Morella es la mejor inversión —replicó el alcalde mirando a sus dos interlocutores y proponiendo un brindis por el futuro del pueblo.
Vicent aprovechó la ocasión para que los dos potenciales inversores se conocieran mejor y, para dejarlos solos, se aproximó a Paco Barnús, quien llevaba tiempo haciéndole señales desde la enorme paella que regentaba. Al cabo de unos minutos, los dos hombres pudieron hablar tranquilos en un lugar discreto, bajo la sombra de una morera solitaria en un rincón de la plaza.
—Por fin, chico, es más difícil hablar contigo que con un ministro —le dijo Paco.
—Ya sabes que hoy es un día especial, tengo que estar por todo y, con Roig aquí, hay que estar muy pendiente —respondió Vicent, conciliador.
—Oye —le dijo Paco, poniéndole una mano sobre el hombro—, sobre tu escuela: el proyecto me interesa, a mí y al marqués de Villafranca, en principio.
Vicent le miró con ojos brillantes.
—Ya sabía yo que un tiburón de las finanzas como tú no iba a dejar pasar esta oportunidad por alto —dijo con las pupilas cada vez más dilatadas.
—Bueno, tranquilo, tranquilo —respondió Paco abrochándose los botones de la chaqueta, muy elegante pero que ya apestaba a ajo y a costillas. El tiburón de Cullera, como se le conocía, continuó—: Pero una cosa, como comprenderás, necesitamos una garantía de que la Comunidad meterá esos cinco millones en la remodelación, como me aseguraste por teléfono el otro día.
Después de un breve titubeo, Vicent respondió:
—Pues claro, aquí tienes al mismísimo presidente apoyando a Morella, ¿qué más garantía quieres que su presencia y apoyo al pueblo?
—Una confirmación por escrito —replicó el inversor.
Vicent le miró, sorprendido.
—¿Por qué tanto formalismo?
—Tú mismo me has llamado tiburón —le respondió—. El nombre no es en vano.
Vicent rumió un momento, dirigió la mirada hacia Roig, que seguía hablando animadamente con Charles.
—Pues no te preocupes, que esto te lo arreglo yo ahora mismo —le dijo, dándole un golpecito en la espalda y dirigiéndose directamente hacia Roig.
Antes de alcanzarles, una voz le interrumpió.
—Señor alcalde, muchas gracias por esta fiesta, es impresionante, nunca habíamos visto tanta generosidad por parte del ayuntamiento —le dijo Fernando, el propietario de la empresa de servicios encargada de la construcción de la nueva piscina.
—Muchas gracias —respondió Vicent sin ninguna intención de detenerse.
—Alcalde, un segundo, por favor —insistió Fernando, casi cortándole el paso.
Vicent no tuvo más remedio que prestarle atención.
—Dígame —le dijo, seco.
—Estamos encantados con el resultado y con la oportunidad de haber trabajado con usted, pero también entenderá que yo tengo que planear el año y hacer frente a unas mensualidades. Ya sé que la obra pública es lenta, aunque por supuesto segura, pero querría saber si sabe más o menos cuándo podemos esperar nuestra retribución —dijo Fernando, un hombre más bien bajito y algo rechoncho, morellano de toda la vida.
El alcalde le miró de arriba abajo, con superioridad, y esperó unos segundos antes de contestar. Fernando bajó la mirada y, mientras esperaba una respuesta, empezó a jugar nerviosamente con la boina negra que sostenía entre las manos.
—No se preocupe, Fernando, que todo se andará —contestó por fin Vicent—. Y si ahora me disculpa, tengo importantes negocios que atender.
Solventando más asuntos de los que esperaba, el alcalde enseguida alcanzó a Roig y, tan educadamente como pudo, envió a Charles al bar, diciéndole que acababan de servir unas copas de café irlandés y que, si se apresuraba, conseguiría una. El inglés picó, o más bien captó la indirecta, y se ausentó.
—Al british le gusta la escuela, lo tienes en el bote, cabrón —le dijo el presidente con cierto orgullo—. Lo tienes todo bien controlado con el tema de la escuela, ¿eh?
—De eso precisamente le quería hablar, presidente.
—¿Otra vez? —preguntó Roig—. Pero si ya hemos hablado antes.
—Hay inversores que precisan una confirmación, por escrito, de la inversión pública, de los cinco millones —dijo Vicent en voz más bien baja.
Roig miró a su alrededor y se encendió un Marlboro que extrajo del frac sin invitar a Vicent. Le dio una primera calada, larga.
—Ni hablar —contestó, expulsando a continuación el humo.
Vicent no sabía qué decir, mientras que Roig permanecía impasible.
—No, a menos que me suavices un poco las condiciones —apuntó el presidente.
Vicent frunció el ceño.
—No entiendo.
—Ah, pobre, qué poca experiencia tienes al más alto nivel —le dijo, sin dejar de mirar al frente—. A ver, ¿por qué me iba a mojar yo, convencer al parlamento de esta inversión, que a ellos ni les va ni les viene?
—Porque se podrá colgar la medalla del proyecto y, desde aquí, meteremos los dos millones en el aeropuerto de Castellón, su obra maestra.
Eliseo dio tres caladas cortas, muy seguidas. Seguía sin desplazar la mirada, mirando al frente.
—Sí, eso ya lo sé, pero yo, ¿yo qué gano?
Vicent alzó las cejas. Empezaba a comprender, aunque no había visto nada semejante a ese nivel; él tan solo había visto algunos incentivos locales.
—Ya veo —dijo con un hilo de voz, como si de repente el frac le fuera grande, como si no sintiera la camisa en la piel.
Al observar que Roig tiraba la colilla del Marlboro contra un árbol cercano, Vicent, nervioso, sacó del bolsillo interior de su chaqueta dos puros que había preparado para la ocasión. Eran dos habanos de casi cien euros cada uno. Mientras rebuscaba en los bolsillos en busca de un mechero, Roig, rápido, casi violento, le puso el suyo, encendido, casi delante de la cara.
Vicent aspiró el habano varias veces, muy seguidas, hasta que tosió ligeramente. El presidente le dio unos golpes en la espalda, esta vez bastante fuertes, más bien poco amigables.
—Venga, muchacho, ¿estás con los mayores o no? —le dijo, mirada al frente.
Vicent, sosteniendo el puro con manos temblorosas, dijo casi lo primero que le vino en mente:
—¿Un cinco de comisión?
—Vale —respondió Roig, inhalando el habano.
—Pero ¿en concepto de qué? —preguntó Vicent, sin conocer técnica alguna.
—Hay una empresa de suministro de cemento a nombre de Adela en las islas Caimán. Solo existe una con ese nombre, es muy fácil de encontrar —dijo, frío.
Vicent le miraba incrédulo, aunque siempre había sospechado que solo había una manera de llegar al nivel de Roig y sus jets privados a Mallorca: precisamente esa. Si aquellas eran las reglas del juego, él las acataría como uno más, pensó.
—De acuerdo —le dijo, luchando por mantener la calma, pero sin poder evitar unas pequeñas gotas de sudor frío en la frente. Vicent tragó saliva y cruzó las manos detrás de la espalda tirando el puro al suelo, pues no quería que Eliseo viera su pequeño temblor.
—Buen chico —respondió el presidente.
Vicent emitió un suspiro grande y ruidoso de manera casi inconsciente.
—Una cosa más —continuó Roig, haciendo que Vicent irguiera la espalda de golpe y mirara a un lado y a otro como un gato asustado.
—Dígame —le dijo, tragando saliva y fijando la vista en un punto lejano.
—También necesito, y te lo digo de hombre a hombre, no dos, sino tres millones en el aeropuerto y el primero mañana lunes sin falta.
Vicent no pudo mantener la frialdad y se giró hacia el presidente, que ni se inmutó.
—Eso es imposible —contestó, con ojos casi suplicantes.
—No hay nada imposible, si uno quiere algo de verdad.
—Este es un pueblo pequeño, con pocos recursos…
—Pero sueños muy grandes, ¿eh? —replicó Eliseo, ahora mirándole con ojos de zorro cazador—. Hay que poner los recursos y los sueños al mismo nivel, querido.
Vicent sintió un calambre frío por todo el cuerpo. Mientras la banda empezaba el baile, él permanecía inmóvil, con las manos fuertemente cogidas la una a la otra a la espalda. Parecía que la sangre se le hubiera congelado, sentía palidecer su tez a una velocidad alarmante. Solo quedaba suplicar.
—Necesito más tiempo. Además, mañana es fiesta, es Lunes de Pascua…
—No —zanjó el presidente, interrumpiéndole—. En el resto de España es día laborable, así que no tendrás ningún problema. ¿Hay trato o no?
Vicent volvió a tragar saliva y sintió cómo se le humedecían los ojos. Maldijo ese día, pues esperaba acabar la jornada en un pedestal de popularidad y no sumido en semejante aprieto. Vio a los morellanos bailar, abalanzarse sobre los barriles de vino, que todavía corría gratis. Algunos, ya ebrios y descamisados, claramente disfrutaban más que él. Su mujer, Amparo, a quien había imaginado en un jet privado camino de Mallorca, seguía sentada en un banco en la esquina, junto a sus hijos, sin apenas comer ni beber.
Después de una larga pausa y a pesar de las contrariedades, Vicent se dijo que había llegado el momento de echar suertes, como todos los grandes hombres habían hecho en su momento. Había llegado la hora de mostrar a todos su casta.
—Cuente con ello —dijo finalmente.
Volviéndose hacia el alcalde y luciendo su dentadura blanca, Roig abrazó a Vicent, sin apretar, le dio unos golpecitos en el hombro y se despidió escuetamente.
—Ha sido un placer —fue cuanto dijo.
Vicent no pudo terciar palabra, solo fue capaz de asentir con la cabeza. Miró a su alrededor. Su familia seguía a lo suyo; Valli y Cefe también; y el resto del pueblo, contento, celebraba la fiesta. Todos felices y acompañados, menos él, que había organizado la ocasión. Vicent sintió ganas de escapar al campo solo con Lo Petit, pero no podía, era el alcalde y debía quedarse hasta el final. Su vida todavía no había dejado de ser un sacrificio.
Así lo seguía pensando unas horas después, mientras sostenía la cabeza con las dos manos, apoyando los codos en su amplia mesa de alcalde. Estaba agotado, pero debía mostrar entereza ahora que acababa de oír llegar a Eva, la administradora, a quien había hecho regresar de Valencia a toda prisa para realizar la operación. Él no podía ejecutarla directamente sin levantar sospechas. Sacó su botella de Chivas Regal preferida y se sirvió un pequeño vaso, que enseguida le reanimó.
La joven administradora, morellana de raíz y siempre obediente —por eso la había fichado—, le saludó amablemente.
—Caramba, qué raro estar aquí un domingo por la noche —dijo, quitándose el abrigo y dejando el bolso sobre la gran mesa redonda que el alcalde tenía en su amplio despacho.
Este estaba bien decorado, muy a lo morellano, con cortinas de lana de fuertes colores, paredes de piedra bien cuidada y lámparas rústicas de hierro negro que daban una luz amarillenta y suave. El parqué le daba un ambiente cálido, así como las amplias alfombras que cubrían buena parte de la estancia.
—Será algo muy importante —dijo Eva, sentándose frente al alcalde.
La joven, de unos treinta años, tenía cara de visible excitación, quizá por romper con su trabajo rutinario, pensó Vicent. Menos mal que había fichado a un cordero, se dijo; si no, la situación se le complicaría mucho. Intentando disimular sus nervios y el ya casi insufrible cansancio, Vicent se puso en pie aparentando total normalidad.
—Eva, querida —dijo—, no pasa nada, solo que se me olvidó hacer una transferencia la semana pasada. Resulta que el mismo presidente de la Comunidad, Roig, me ha recordado hoy que la esperaban la semana pasada por una simple cuestión de tesorería. Así que debemos realizarla esta noche para que los fondos lleguen mañana sin falta a su destino, nada más —dijo.
Eva, sorprendida, respondió:
—Pero si mañana es Lunes de Pascua…
—Sí, ya lo sé, pero podemos trabajar con nuestro banco de Madrid, allí no es fiesta.
Ante la mirada insistente de Vicent, Eva pareció no dudar.
—Por supuesto, alcalde, aquí me tiene para lo que necesite —dijo sumisa.
—Pues pongámonos manos a la obra —dijo Vicent, sentándose de nuevo en su sillón.
Eva se desplazó a una pequeña mesa en el rincón, donde había un ordenador en el que a veces trabajaba. Encendió la máquina, antigua y ruidosa, sobre todo en contraste con el silencio sepulcral que invadía la sala —nada que ver con el vaivén diario que siempre había caracterizado a ese ayuntamiento, por naturaleza activo y emprendedor, cualquiera que fuera el color de sus gobernantes.
Como si nada, mientras recogía unos papeles en su mesa, Vicent por fin soltó:
—Solo se trata de una contribución al aeropuerto de Castellón, a la que me comprometí con Roig.
Por el rabillo del ojo vio cómo Eva se giraba hacia él.
—Ah, creía que habíamos decidido esperar a que otros invirtieran antes o a que el proyecto estuviera más avanzado antes de comprometernos nosotros —dijo.
Vicent tosió ligeramente.
—Sí, bueno, pero las cosas han cambiado, ya que el tema va viento en popa y, si no nos espabilamos, aún nos dejarán fuera —respondió el alcalde, sin mirarla.
Eva pareció dudar.
—Ah, pues no me había enterado.
—No pasa nada, tranquila, no te preocupes, uno no puede estar en todo —le dijo, ahora sí, sonriéndole con paternalismo.
Aquella actitud le costó, pues Eva siempre había sido honesta y leal. Esa era indiscutiblemente una situación incómoda, pero no tenía opción.
—Siento mucho haberte hecho regresar tan pronto, Eva, ya te pagaré bien remuneradas las horas extras, te lo prometo —le dijo, suspirando y recuperando una honestidad que hacía horas que no sentía.
Él sabía, mejor que nadie, que no era un hombre perfecto, pero tenía su corazón y, en el fondo, quería proteger a los suyos. Esa, de todas maneras, era otra manera de hacerlo, así que continuó.
—El caso es que la cantidad es algo elevada, pero con el tiempo parecerá una ganga —dijo.
—El pueblo se nos llenará de guiris, señor alcalde —respondió Eva, de nuevo de buen humor, mientras abría documentos en el rudimentario ordenador.
—Pues en cuanto puedas, por favor, transfiere a la cuenta del aeropuerto, con la que ya hemos hecho pequeñas operaciones, un millón de euros —dijo, mirando al suelo, de espaldas a Eva.
—¡Un millón! —exclamó esta, girándose de nuevo hacia él.
Vicent tuvo que volverse hacia ella y hacer frente a la situación.
—Mujer, que un millón estos días no es tanto como parece, y ya verás cuánto vamos a ganar. Es muy poco, comparado con el presupuesto total de la obra —dijo, continuando con sus papeles.
Eva se quedó pensativa.
—Sí, ya me imagino que un aeropuerto es muy costoso —dijo—, pero este millón de Morella no lo hemos aprobado, ¿verdad?
—Es un proyecto acordado con el mismo presidente de la Comunidad, así que viene de las altas esferas. Forma parte de un gran plan estratégico para toda Valencia del que nos tenemos que sentir orgullosos por participar.
—Pero y la oposición ¿qué dirá cuando se enteren? Ellos siempre han estado en contra de esa obra.
—Que canten misa —respondió Vicent, cada vez más seguro en su papel—. Es un proyecto bendecido por Roig y no hay más que hablar. Además, debemos ser discretos y esperar un tiempo antes de publicitarlo. Hablaremos cuando se generen beneficios, así todo quedará más claro.
Eva le miró incrédula.
—¿Me está pidiendo que transfiera un millón del presupuesto municipal y que no se lo diga a nadie?
—No, Eva, eres muy joven y, pobrecita, no lo entiendes —le dijo, levantándose y acercándose hacia ella. Cuando estuvo a escasos centímetros y la pudo mirar, literalmente, de arriba abajo, continuó—: Solo te pido que continúes siendo tan eficiente y discreta como siempre y que confíes en mí. Ya te avisaré en cuanto estemos listos para comunicarlo, pero ahora me tienes que prometer discreción. No te estoy diciendo que escondas nada, solo que confíes en mí y esperes a que yo dé explicaciones. Ahora, por favor, realiza la transferencia, que es urgente; el pueblo nunca me lo perdonará si perdemos este barco de progreso. —Eva hizo gesto de preguntar más, pero Vicent fue más rápido—. Chist —le dijo, poniéndose un dedo delante de la boca—. Hay veces en que simplemente tenemos que acatar decisiones, aunque no las entendamos. A mí también me pasa.
Vicent volvió a su mesa, metió algunos papeles en su cartera de cuero y se puso la chaqueta del frac, ahora mucho más pesada que por la mañana.
—Esto me llevará horas, puesto que debo rehacer unas cuentas para que el sistema me permita transferir los fondos —le dijo, con cara de susto.
Vicent se acercó hacia ella otra vez y le puso una mano en el hombro, cariñosamente.
—Te pagaré muy bien estas horas extras, simplemente dime cuántas has dedicado y se te abonarán.
Cuando el alcalde estaba a punto de salir, Eva salió corriendo detrás de él. Mirándole a la cara, le dijo:
—No puedo, señor alcalde, no puedo hacerlo.
Él la miró fijamente a los ojos.
—Claro que puedes, Eva —le dijo—. Confío en ti.
Sin más, Vicent salió del despacho orgulloso de su actuación, convencido de que era lo mejor para él, para su familia y para el pueblo.