Charles no sabía muy bien lo que le esperaba al abrir la habitación número catorce de la fonda, lo más parecido a un bed & breakfast que había podido encontrar en Morella. Los demás hoteles le habían parecido demasiado modernos para la escapada bucólica que esperaba, y necesitaba esa Semana Santa. El invierno en Londres había sido largo y duro y, por primera vez en muchos años, estresante. Tan solo hacía unas semanas, Charles había tenido que echar de su residencia en Eton a tres alumnos cuyos padres ya no podían costear los recibos del colegio. Nadie hablaba de crisis, pero algunos financieros, como esos padres, empezaban a tener problemas serios.
Los tres alumnos expulsados estaban entre sus favoritos, chicos brillantes que ahora se tendrían que cambiar a un colegio público y enfrentarse a las burlas de sus nuevos compañeros, quienes a buen seguro se mofarían de su pérdida de privilegios. Charles les había apoyado en todo momento, incluso después de su marcha, invitándoles a cenar en Londres y escribiéndoles cartas repletas de consejos, todo en su tiempo libre.
Ahora, solo quería días de paz y sosiego en un ambiente diferente y lejano. Morella le había cautivado desde el momento en que vio el anuncio del ayuntamiento sobre la escuela, que lamentablemente no se podía alquilar, como él pretendía, sino que solo estaba en venta, pues necesitaba una reforma total. Siempre escéptico, Charles se había desplazado ahora hasta allí para comprobarlo en persona. Eton cada vez tenía más competencia y el coste de las nuevas tecnologías se comía más y más presupuesto. Los padres pagaban treinta y cinco mil libras al año y, como acababa de comprobar, subir las cuotas no era una opción si algunas partes del sistema financiero ya empezaban a dar señales de agotamiento. A Charles esos avisos no le sorprendían, pues llevaba años contemplando el gran despilfarro del Gobierno británico y, sobre todo, las solicitudes de ingreso a Eton, que se habían multiplicado por diez en apenas un lustro. Era sospechoso que en tan poco tiempo tal cantidad de familias hubiera acumulado semejante riqueza. Algo acabaría mal, le había advertido a su amigo Robin, quien desde la City le daba la razón.
Aun así, su obligación era mantener o incrementar la calidad del departamento de lenguas extranjeras que dirigía, en el que trabajaban casi veinte profesores. Otros colegios privados, como Westminster y Harrow, se habían especializado en ciencias o en arte, y él creía que Eton debía apostar por las lenguas y el deporte, materias sin duda más prácticas que la física o la química a la hora de hacer negocios en un mundo globalizado. Además, Eton tampoco quería fabricar científicos, sino banqueros y abogados. Como Robin, Charles creía que las mejores oportunidades surgirían en Latinoamérica, más que en Asia, por lo que disponer de una residencia en España donde sus alumnos practicaran el idioma podría resultar un argumento de venta convincente para los padres. De hecho, las universidades americanas ya aplicaban ese mismo modelo: Chicago tenía un campus en Barcelona y algunos másteres se ofrecían en cuatro países diferentes.
Cansado tras casi todo un día de viaje, Charles entró en la pequeña habitación que le habían asignado y cerró la puerta tras de sí. Sin apenas mirar a su alrededor, dejó la llave sobre un pequeño escritorio y se quedó mirándola fijamente. Sintió una pequeña alegría al reparar en que no se trataba de una tarjeta de plástico con chip, sino de una pieza de metal plateado, pesado, con el número catorce en medio, bien grande. Hacía mucho que no veía una llave de verdad en un hotel.
Después de dejar cuidadosamente su chaqueta de cuero en la silla, Charles se sentó encima de la cama individual, que respondió con un ruidoso chirrido. Tras un hondo respiro, el inglés relajó los hombros y recorrió la habitación con la vista. El suelo, de típica baldosa fina y rojiza, parecía no haber visto una escoba en semanas, aunque en general el lugar no estaba ni sucio ni desaliñado. Más bien parecía que allí no se había hospedado nadie en mucho tiempo. Las sábanas desprendían cierto olor a naftalina y la pintura blanca de las paredes desnudas estaba solo interrumpida por un estuco propio de hacía muchos años. No había televisión, lo que le alegró, tan solo un teléfono de plástico sobre la mesilla de noche de madera, a juego con la silla y el escritorio.
Necesitado de aire fresco, Charles corrió las cortinas de lana de intensos colores rojos y verdes, que, si bien encajaban perfectamente en aquel lugar, nunca podrían colgarse en los pasillos de Eton, a menos que los chicos celebraran algún carnaval peruano. Sonrió. El profesor abrió la ventana para disfrutar del sol primaveral, feliz por no estar en uno de esos hoteles modernos, acristalados, donde no entra ni una gota de aire fresco. Curioso, contempló las vistas, básicamente a una placita muy pequeña, pero maravillosamente empedrada, en la que se ubicaba la biblioteca municipal, según vio en un cartel. En Morella, ningún edificio tenía más de cuatro plantas, por lo que pudo vislumbrar un poco de campo al fondo y laderas y laderas de monte pelado sin apenas vegetación ni edificios. Un cielo azul limpio de nubes, contaminación o aviones le confirmó que el viaje había sido un acierto.
Charles empezó a deshacer la pequeña maleta, antigua y sin ruedas, que básicamente contenía libros y algunos informes de trabajo que debía leer. Cuando abrió el armario, sobrio y funcional, se sorprendió al ver la figurilla de una sevillana en el centro de una hornacina excavada al fondo del segundo estante.
Se echó ligeramente hacia atrás y, al cabo de un segundo, soltó una pequeña risa. ¿Quién construiría un santuario en semejante lugar? Recordó las palabras de su padre: «Piensa en inglés y siente en español», lo que también era una manera de advertirle de que en España no imperaba la lógica.
Curioso, Charles alargó los brazos hasta acariciar la figurilla y, observándola más detenidamente, vio que no era de plástico, como esperaba, sino de una porcelana que a todas luces parecía de calidad. Tenía hasta cierto aire de Lladró, una firma que Charles conocía bien, pues su padre guardaba algunos ejemplares en casa… que él no había dudado en dejar atrás al vender la propiedad familiar en Cambridge. Siempre le habían parecido horribles.
Con delicadeza, Charles comprobó que la estatuilla no estaba sujeta al pedestal que la soportaba y la atrajo hacia sí. El traje estaba sorprendentemente bien cosido y era de una buena tela, a pesar del polvo que la cubría. Como si volviera a las travesuras de su infancia, el inglés no pudo contener la tentación de mirar bajo las faldas de la bailaora, cuya vestimenta era mucho más alegre que la cara de pena que tenía. A medida que investigaba los bajos de la figurita, Charles descubrió una estatua de la Virgen María, pintada en tonos oscuros, más acordes con su triste expresión. Sorprendido, procedió a quitarle completamente el vestido de sevillana y contempló la pieza intentando tasar su valor. Miró a su alrededor, pero no vio pista alguna sobre el origen de semejante excentricidad dentro de un armario en una fonda de pueblo. Al escuchar dos toques fuertes y repentinos en la puerta, rápidamente volvió a vestir a la Virgen y la dejó donde la había encontrado. Por si acaso, cerró de nuevo el armario.
—¡Adelante! —dijo, con su buen acento español, aunque todavía marcadamente inglés.
—¿Se puede? —preguntó una voz dulce y femenina, sin entrar.
Charles avanzó unos pasos y abrió la puerta. En la oscuridad de la escalera, vio la figura más bien inmensa de una asistenta, ataviada con un delantal y cargada con unas sábanas y una fregona. Parecía de mediana edad, ojos cansados y algo tristes, aunque sonriente.
—Perdone que le moleste, señor Wíngel… —La pobre se trabó con el apellido, sonrojándose.
—Winglesworth —apuntó Charles con cierta superioridad mientras estudiaba a la señora.
—Wíngelworz —repitió ella, haciendo un evidente esfuerzo. Le sonrió y sin moverse de la entrada, continuó—: Perdone que le moleste —repitió—, pero hemos tenido un problema esta mañana y la persona encargada de su habitación no ha venido. Así que, si no le importa, la haré yo misma ahora, si usted no tiene ningún reparo.
La señora, que tampoco era tan mayor, según observó Charles con más atención, bajó la mirada hacia las sábanas y toallas que sostenía con las dos manos.
Charles abrió la puerta completamente, invitándola a pasar.
—Por supuesto, muchas gracias —dijo—. Pero si no le importa, yo preferiría acabar de deshacer el equipaje antes de salir.
—No hay ningún inconveniente —respondió la señora, arremangándose el amplio blusón—. Yo termino esto muy deprisa, mientras usted hace lo suyo. Sin problemas.
Con más determinación que las asistentas a las que Charles estaba acostumbrado, esta entró en la habitación, se arremangó y, en un abrir y cerrar de ojos, ya estaba en plena faena. La mujer, sin duda fuerte, sacudía las sábanas con gran energía, como si tuviera que expulsar de ellas al mismo diablo. Luego, más calmada, dio unos últimos toques, eliminando cualquier arruga de la cama, por pequeña que fuera, con cierto aire maternal. Hacía mucho que a Charles ninguna mujer le había ahuecado la almohada contra su pecho para que quedara bien mullida.
El inglés ordenaba sus libros sobre el escritorio cuando sonaron a lo lejos las primeras notas de la banda de música, el primer anuncio de que la procesión del Viernes Santo ya había salido de la iglesia. Charles se giró hacia la asistenta, ahora camino del baño fregona en mano.
—Siento que se pierda la procesión —dijo Charles, quien ya había pasado algunas Pascuas en España y sabía cómo se celebraba el Viernes Santo en los pueblos—. Señorita… —La miró por primera vez a los ojos de un verde intenso, como observó el inglés con sorpresa.
—Isabel —le respondió esta.
Todavía mirándole a los ojos, Charles continuó:
—Señorita Isabel, no desearía que se perdiera la procesión por hacerme el cuarto. No pasa nada por que termine mañana —dijo Charles, considerado.
Isabel, ya casi dentro del baño, se giró sorprendida.
—No se preocupe señor Wín…
Charles, caballeroso, la ayudó:
—Llámeme Charles.
—Pues no se preocupe usted, señor Charles, que yo no estoy para procesiones, siempre son igual de tristes y lúgubres —dijo arrodillándose en el baño, frotando la bañera y el retrete, cubriéndolos de gran cantidad de jabón y lejía. Charles siguió con sus libros y luego continuó arreglando su ropa en el armario. Isabel terminó con el baño.
—Y usted ¿no va a la procesión? —le preguntó, sacando un pañuelo del delantal para secarse un ligero sudor en la frente.
Charles la miró con interés. Parecía decidida e inteligente para ser una asistenta, pero tenía un aire de descuido que se le hacía difícil de encajar.
—No, no, gracias —le respondió—. Yo también he visto ya muchas procesiones y desde luego prefiero una puesta de sol y una buena cena a los calvarios. Acabo de llegar de Londres y ha sido un viaje largo.
—¡De Londres! —exclamó Isabel, como si nunca hubiera conocido a ningún británico—. Caramba.
Charles percibió que Isabel estaba a punto de preguntarle algo, pero por discreción no osó. Con su educación exquisita, el inglés llenó el silencio para que Isabel no se incomodara.
—Soy profesor de un colegio cerca de Londres y he venido a ver la escuela que está en venta —le dijo.
—¡Ah! —exclamó Isabel, dejando la fregona en el suelo—. Usted será el que ha quedado mañana con mi padre para que se la enseñe, ¿no? —dijo—. Pues no me había mencionado que fuera inglés.
Sorprendido, Charles preguntó:
—¿Usted es hija del alcalde?
—Para servirle —contestó Isabel sin gran entusiasmo, mirando al suelo.
Charles intentó atar cabos.
—¿Y la fonda es del alcalde también?
—Sí, es de la familia, aunque la lleva mi hermano —respondió Isabel, sacando la fregona fuera de la habitación para rebajar el intenso olor a lejía. Al volver, ahora con un trapo del polvo, empezó a limpiar la mesa y la silla mientras continuaba hablando—. Mi hermano Manolo, ya lo conocerá mañana, está en recepción. Yo solo ayudo los fines de semana y durante las vacaciones, ya que normalmente vivo en Villarreal, donde trabajo en una casa de azulejos. Mi padre apenas se pasa por aquí desde que es alcalde, aunque ha llevado este negocio desde los quince años.
A Charles le entusiasmó pensar que podría resolver el misterio de la sevillana allí mismo. Discretamente, mientras Isabel estaba repasando las puertas del armario, se le acercó.
—Seguramente usted me podrá ayudar —le dijo.
Isabel se giró hacia él con curiosidad.
—Dígame.
—Yo no sé si esto es normal, pero al abrir este armario me he encontrado con una Virgen vestida de sevillana. ¿Es algo típico de Morella o alguna superstición?
Isabel se rio a carcajada limpia. Después de unos segundos, al recuperar el tono, contestó:
—Ay, por Dios, hace tanto que esta habitación no se usa que yo ya ni me acordaba de lo de la catorce —dijo, casi sin poder contener la risa todavía.
Charles esperó, paciente, sin decir nada. Isabel lo percibió y enseguida recobró un tono más formal.
—No se preocupe, señor Charles, que no es nada malo.
—Lo celebro —dijo Charles, irónico.
—Es un poco largo, pero, si quiere, se lo explico.
—Por favor.
Isabel dejó el trapo del polvo sobre la mesa, se ajustó la cofia blanca que llevaba y apoyó los fuertes brazos en las amplias caderas:
—El antiguo amo de la fonda, el de toda la vida —dijo—, era un marqués explotador que murió a palos a manos de sus masoveros nada más proclamarse la República.
Charles se sobresaltó ligeramente, pues más bien esperaba una historia andaluza trivial y divertida, y no trágica. De todos modos, siguió la explicación con sumo interés.
—El caso es que el señor marqués tenía dos hermanas, muy beatas ellas —continuó Isabel—. Ellas tomaron la fonda al morir su hermano y, básicamente, la usaron para esconder a fascistas y a curas, que iban muy buscados. También guardaron los objetos más valiosos de la iglesia y de algunas casas, como cálices de plata, cuadros religiosos, biblias y similares para salvarlos de la gran hoguera que los rojos prendieron en el Placet.
Charles no daba crédito y cada vez sentía más curiosidad por aquella Virgen.
Tras un hondo respiro, Isabel continuó:
—Una de las beatas, rezando, rezando, resulta que se enamoró de un comerciante de Sevilla que se hospedó en la fonda durante un tiempo. En el pueblo dicen que era un estraperlista de cuidado, pero nunca se supo de verdad. El caso es que se comprometieron y él regresó a su tierra. La beata, retenida en un pueblo tomado por el ejército rojo, se quedó aquí protegiendo sus obras, incluida su Virgen María, a quien le cosió el vestido de sevillana para esconderla de los rojos y como tributo a la que sería su nueva ciudad. Durante esos años de dominio rojo, las beatas vivieron prácticamente enclaustradas en la fonda, pues justo enfrente, donde la biblioteca, estaba el Casino Republicano, desde el que los rojos las espiaban. Al acabar la guerra, la beata se mudó a Sevilla en un santiamén y ya nunca más se supo de ella. Se iría con tanta prisa que se olvidó hasta de su Virgen.
Charles no pudo ocultar una pequeña risa, por lo increíble de la historia y por el desparpajo con que Isabel la había contado, como si fuera la cosa más natural del mundo. Curioso, preguntó:
—¿Y por qué no se le da un lugar más prominente, abajo en la entrada o en el comedor, en vez de tenerla aquí escondida?
Isabel asintió.
—Yo pienso igual, pero mi padre quiere que se mantenga donde la santa beata la escondió, aquí, en la que fue su habitación. Así que ahí dentro se ha quedado, muerta de la risa.
Pensativo, Charles todavía no entendía aquella situación.
—Estará usted cansada de explicar la misma historia cada vez que alguien se hospeda en esta habitación —le dijo.
Isabel lanzó un sonoro suspiro y continuó con aire casi confidencial:
—Yo no le he dicho nada, pero hace mucho que nadie duerme en este cuarto —confesó—. Solo tenemos una media de cuatro o cinco habitaciones ocupadas y siempre damos las de arriba, que tienen mejores vistas, pero esta vez no ha podido ser, porque ha venido una familia entera de Barcelona, unos diez, y las han ocupado todas.
Isabel estiró el cuello hacia la puerta entreabierta, como si quisiera comprobar que no había nadie. Seguramente pensaba que ya había hablado demasiado.
—Pero no se preocupe usted —le dijo, recogiendo sus bártulos y saliendo de la habitación—. No se preocupe, que yo le he dejado un cuarto perfecto y no tendrá ningún problema.
—Por supuesto, y le quedo muy agradecido —dijo Charles, provocando una ligera cara de sorpresa en Isabel, quien no debía estar acostumbrada a huéspedes tan correctos, pensó el inglés antes de despedirse.
De no ser por el horrible té que le sirvieron, aquella habría sido una mañana perfecta. Tras digerir un consomé casero con yema de huevo fresco aderezado con tomillo, dos salchichas tiernas de infinito sabor rural y un vaso de aguardiente, Charles, reclinado en su silla, se sentía como un rey. Eran las ocho en punto de la mañana y no había nadie más en el comedor, tan solo Isabel, quien, aparte de cocinar y limpiar, también servía.
Los demás huéspedes, sobre todo la familia de Barcelona, debían de estar todavía dormidos, pensó. Él ya sabía que un sábado a las ocho todavía era pronto para desayunar en España, pero al profesor ni se le pasaba por la cabeza cambiar el hábito de toda una vida. Desde su primer internado, cuando apenas tenía seis años, Charles siempre había desayunado a esa hora, aunque, desde luego, nunca de aquella manera.
Miró hacia la ventana. El día había amanecido espléndido y estaba ansioso por conocer el pueblo y sus gentes. Siempre impecable y preocupado por causar una buena impresión, Charles se había calzado sus zapatos de críquet, elegantes pero un tanto informales, unos pantalones marrones de pana fina y un chaleco de lana sobre una camisa a cuadros. Su pañuelo de seda favorito alrededor del cuello y su afeitado apurado le daban un aire de distinción, como a él le gustaba.
La reunión con el alcalde no era hasta las nueve, así que todavía tenía tiempo de dar un breve paseo antes de volver a la fonda, donde habían quedado. Dejando de lado el té —incomprensiblemente servido con la bolsita—, Charles miró a su alrededor, observando una serie de pinturas en las paredes que, durante el desayuno, absorto como estaba en el manjar, había ignorado. Eran cuadros de fuertes colores, vivos, llamativos, algo que en principio no le gustaba; pero las formas rectilíneas de las montañas y los pueblos representados daban a los lienzos un ligero aire picassiano, una violencia casi dulce que le resultaba atractiva. Al menos, uno se quedaba mirándolos, pensó.
Isabel salió de la cocina y se acercó con una pequeña cazuela de agua hirviendo.
—¿Más agua para el té? —preguntó simpáticamente, pero horrorizando a Charles, quien no había visto un peor servicio de té en su vida.
Intentando disimular, Charles permaneció en silencio, aunque Isabel enseguida observó su taza, todavía llena de té, posiblemente ya frío y con la bolsita flotando.
—¿No está el té conforme a su gusto, señor? —preguntó, dulce.
Charles bajó la mirada e, inglés como era, pensó que mentir siempre era mejor que protestar.
—Es que esta mañana, después del aguardiente, no me apetece tanto —respondió.
Isabel sonrió ampliamente creyéndose sus palabras, lo que sorprendió gratamente a Charles. Él, de todos modos, ya sabía que muchos españoles no podían descodificar la lengua inglesa y su arte para esconder conceptos negativos o atroces bajo un lenguaje suave, educado o, sencillamente, hipócrita.
—¡Sí, ya sé yo que el aguardiente es mejor que el té! —exclamó Isabel, contenta.
Los dos rieron.
Mirando de nuevo los cuadros, antes de que Isabel entrara de nuevo a la cocina, Charles se preguntó si aquellas obras también guardarían algún secreto como el de la sevillana.
—Son unos cuadros muy interesantes —dijo—, ¿son de un artista de la zona?
Isabel, ya casi en la puerta de la cocina, se giró y le miró con cara de sorpresa unos segundos.
—Pues sí, localísimo —dijo—. Yo misma, para servirle.
Charles bajó el vaso de aguardiente que ya iba camino de su boca y miró a Isabel con interés.
—Son muy bonitos —le dijo amablemente, aunque todavía procesando que quien inicialmente se había presentado como la asistenta luego resultó ser la hija del alcalde, la cocinera y, ahora, también una artista.
—Muchas gracias —respondió ella, sin saber muy bien si continuar la conversación o adentrarse en la cocina.
Charles se dio cuenta.
—¿Ha realizado alguna exposición? —le preguntó—. En mi muy modesta opinión, creo que tiene calidad para ello, ¿no?
—No me trate de usted, por Dios —dijo Isabel, acercándose a la mesa de Charles con una amplia sonrisa; sus ojos verdes brillaban.
Charles no dijo nada, pero al mirarla con más atención, observó que esa mañana Isabel tenía un poco más de color en las mejillas y quizá era hasta más alta.
—No, una exposición no, cielo santo —continuó Isabel, arreglándose la misma cofia blanca que llevaba el día anterior—. Yo solo soy una secretaria en una fábrica de azulejos en Villarreal y de eso vivo. Lo de la pintura es solo un pasatiempo, para divertirme, no lo hago por dinero. ¡Iba yo apañada si así fuera!
—Pues igual deberías —apuntó Charles, contemplando fijamente los cuadros uno a uno y luego mirando a Isabel otra vez.
—Gracias, muy amable, señor Charles —dijo esta con un punto de timidez.
—Solo Charles, por favor —replicó este enseguida.
Isabel bajó la mirada y continuó:
—Bueno, alguna vez algún amigo o algún bar del pueblo me han comprado uno o dos, pero solo porque no pueden pagar cuadros de verdad.
Charles levantó las cejas.
—¿Cómo que de verdad? A mí estos me parecen sugerentes y originales.
El inglés se levantó para contemplar las piezas más de cerca, dirigiéndose a la que más le había llamado la atención, una vista abstracta de Morella, muy angular y un tanto oscura, pero claramente reconocible. Evidentemente, no tenía los trazos de una obra maestra, pero era lo suficientemente buena para apreciarla. Al aproximarse más, Charles distinguió los trazos de la brocha, que parecían dirigidos por una mano firme, decidida. El cuadro, sin embargo, ganaría mucho si estuviera enmarcado con una fina madera negra, en vez de con los horribles contornos barrocos y dorados que ahora lo protegían, pensó.
Charles recorrió el comedor fijándose detenidamente en cada una de las cinco obras expuestas: dos de Morella, otras dos de algunos rincones que parecían del pueblo y la última de una mujer desnuda, pero muy estética y nada erótica. Bella. Charles quedó impresionado por la sensualidad de esa obra, sobre todo procediendo de alguien cuya figura, grande y voluminosa, distaba mucho de resultar atractiva. Charles dirigió a Isabel una mirada cargada de curiosidad.
—¿Tienes más cuadros? —le preguntó.
—Sí, guardo algunos en el garaje, abajo, junto a la entrada.
Ilusionado por descubrir a una artista, pero también ante la posibilidad de hacerse con una ganga que incluso podría revender en Londres, Charles quiso ver su obra de inmediato. Había viajado lo suficiente para saber que, sobre todo en el extranjero, uno debía aprovechar las ocasiones cuando aparecían, ya que muchas veces no había una segunda oportunidad.
—Si no hay nadie más para el desayuno y tienes un momento ahora, me encantaría verlos, todavía falta un poco para que llegue tu padre —propuso Charles, luciendo su sonrisa más encantadora. Hacía años que el británico no intentaba seducir a una mujer, pero cuando se trataba de conseguir un objetivo, Charles podía ser tan cautivador como el mayor galán.
Isabel se encogió de hombros.
—Bueno —dijo—, como quiera. Hoy está usted solo, que la familia de Barcelona ha salido de buena mañana con unos bocadillos que les he preparado, se iban de excursión.
Charles se sorprendió.
—¡Y yo que pensaba que eran unos dormilones!
—Ustedes los extranjeros siempre piensan que este es un país de pacotilla; pues no es verdad —dijo Isabel, ahora seria, posando de nuevo las manos en sus amplias caderas, con aire desafiante.
—True —contestó Charles, más para sí mismo que para Isabel.
El profesor la siguió escaleras abajo hasta el garaje, un local frío, tan grande como el comedor, que albergaba una furgoneta Renault tipo masovero y algunos sacos de víveres. Junto a unas estanterías polvorientas llenas de botes de pintura medio abiertos, cajas de herramientas y alguna máquina de coser anticuada, Isabel descubrió un bulto milagrosamente protegido del polvo y la humedad. La joven —pues así la veía ahora Charles— encendió una luz, más bien industrial, que iluminó una docena de cuadros apoyados los unos contra los otros sin ninguna lámina o protección entre sí.
Isabel se los fue enseñando uno a uno: un ramo de flores, una masía solitaria, un gato en una ventana, un rebaño de ovejas, un racimo de uvas…, todos con el mismo estilo pueblerino-cubista que a Charles antes le había impresionado y ahora, al ver la consistencia, todavía apreciaba más. Eran objetos mundanos y rurales elevados a una abstracción simpática, atractiva, que resultaba agradable de mirar por lo que evocaban. Era una visión inocente, más cerca del concepto que un niño se podría formar del objeto retratado que de la mirada de un artista genial. Esa visión le daba a la obra un aire entrañable que Charles no podía dejar de contemplar.
—¿Desde cuándo pintas? —le preguntó, todavía sin quitar ojo a los cuadros.
Isabel se apoyó en la estantería y, algo nerviosa, se frotó las manos en el delantal.
—Pues desde siempre —dijo—. En el pueblo tampoco hay tanto que hacer, o al menos cuando yo era joven, así que me gustaba salir al campo con mis pinturas y distraerme.
—Alguien te enseñaría.
—Pues no —contestó ella, natural.
—O te regalarían los lienzos, ¿no?
—Mi madre, sí, ella me regaló un caballete y una caja preciosa de óleos un año para Reyes —apuntó, mirando a Charles sorprendida, pues no estaba acostumbrada a tantas preguntas.
Isabel tenía la palabra en la boca cuando, de repente, se oyeron unas voces.
—¿Se puede saber dónde está todo el mundo? —gritó una voz masculina, dominante, desde fuera.
Isabel enseguida tapó los lienzos con una vieja lona de plástico y mientras apagaba las luces dijo:
—Vamos, corra, que es mi padre y siempre quiere que estemos listos arriba.
—Pero si no hay nadie —dijo Charles, siguiendo sus pasos apresurados.
—Da igual, vámonos.
Los dos salieron del garaje y subieron las escaleras de dos en dos.
—¡Alma de Dios, nunca estás donde te toca! —gruñó Vicent a su hija antes de darse cuenta de que Charles la seguía. Entonces, se calló.
Sin apresurarse demasiado y encantador como siempre, Charles, bien erguido, extendió su mano hacia el alcalde en cuanto llegó junto a él, al final de las escaleras.
—Charles Winglesworth —dijo con su impecable acento inglés—. Supongo que usted es el señor alcalde.
—Para servirle —respondió Vicent. Mirando de reojo a Isabel, continuó—: Espero que mi hija no le haya molestado.
—Por supuesto que no —contestó Charles inmediatamente—. Debe de estar muy orgulloso de tener semejante artista en casa. Estoy impresionado —dijo mirando a Isabel, quien se alejaba hacia la cocina.
Vicent esperó a oír cerrarse la puerta para continuar.
—Es usted muy educado, señor —le dijo en tono confidencial—, pero tampoco hay que halagarla demasiado para que no se lo crea. Está muy bien que pinte para ella, y aquí tenemos los cuadros porque las cosas no están para más, pero hay que ser realistas: esas pinturas son una bazofia y nunca nadie le ha comprado nada. —Vicent soltó una risa forzada, breve—. De todos modos —continuó el alcalde—, siempre es bueno tener a las mujeres entretenidas, ¿eh? —añadió, soltando otra risa, esta vez natural.
Charles dio un paso hacia atrás sin dar crédito a lo que oía. Por fin apuntó:
—Pues a mí me parece que tiene talento y que podría exponer en alguna galería.
El alcalde ahora sí se rio a carcajada limpia.
—Anda, qué bueno —le dijo.
Charles no entendía qué pieza se le escapaba de aquella conversación o por qué, a partir de entonces, Vicent le empezó a tratar con más familiaridad.
—Ya veo que te ha sentado bien el desayuno, macho —continuó el alcalde—. ¿Cuántos vasos de aguardiente te ha dado esta hija mía? —le preguntó mientras echaba a andar hacia el comedor, todavía riéndose.
Incrédulo, Charles le siguió.
Los dos hombres se sentaron en la mesa del centro, la más amplia.
—¡Nena, tráenos un poco de pan y vino! —gritó Vicent, sin apenas girarse hacia la cocina.
Antes de que Charles pudiera decir nada, Isabel apareció con un plato de pan con tomate, otro de jamón y una botella de tinto con dos vasos pequeños.
—Gracias —dijo Charles sintiéndose muy incómodo y, por supuesto, sin hambre.
Isabel, sin decir palabra, se ausentó.
Durante la breve presentación sobre el pueblo que Vicent había preparado, los dos hombres terminaron el vino y se dispusieron a salir hacia la escuela, que el alcalde se había comprometido a enseñar a Charles. Este, aun sabiendo que le interesaba alquilar y no comprar, todavía quería ver el inmueble por si se trataba de una buena ocasión. La libra esterlina se había revalorizado y miles de británicos estaban vendiendo sus pequeñas casas en Londres para comprar magníficos chalés en España, sobre todo en el sur y en la costa valenciana. Ingleses de clase trabajadora que llevaban media vida en los grises barrios obreros de la capital vivían ahora sentados en tumbonas frente al mar. En el mundo hay países ricos y países pobres, se dijo el inglés.
Con paciencia, mientras recorrían el pueblo, Charles escuchó la promoción de casi dos horas que Vicent le ofreció sin apenas guardar detalle. Al final de la mañana, el inglés sabía más acerca del nuevo paseo y la flamante piscina municipal de lo que realmente quería. Por cortesía, tampoco pudo rechazar una invitación a la inauguración de las dos obras, programada para el día siguiente. A Charles no le había gustado cómo Vicent trataba a su hija, pero, racional como era, decidió ser práctico. Estaba allí para estudiar una operación inmobiliaria y para pensar si ese pueblo sería adecuado para sus alumnos; no había venido ni a comprar cuadros ni a hacer amigos, así que mejor centrarse en el inmueble, se dijo.
Hasta pasadas las seis de la tarde, no se liberó Charles del alcalde, después de que este le enseñara absolutamente todas las calles del pueblo, algunas de las nuevas carreteras y, finalmente, la escuela. Aparte de mostrarle caminos de montaña y de presentarle a media vecindad, también había sido necesaria una larga y copiosa comida que no le había sentado demasiado bien. Él estaba más acostumbrado a un ligero roast beef que a un cabrito, que, por calidad y volumen, podría haber alimentado al mismísimo Enrique VIII, pensó Charles mientras, por fin, se relajaba.
Sentado en un solitario banco de la Alameda, el inglés contempló la puesta de sol, tan cálida, tranquila y rojiza como las de la India, recordó. A pesar de las excentricidades de la fonda y de las maneras de Vicent, aquel pueblo le había maravillado. Sus cuestas silenciosas y laboriosamente empedradas, sus casas bajas, el olor a chimenea y a campo, la pulcritud de una comunidad amurallada, orgullosa y consciente de su belleza le habían cautivado.
En tan solo unos minutos, el sol se escondió detrás de las montañas, apagando lentamente la luz del agradable paseo. Enseguida se encendieron las antiguas farolas negras, lo que recordó a Charles que había prometido llamar a su amigo. Rebuscó en la chaqueta su móvil, que no había cambiado en diez años.
—¿Robin? —gritó unos segundos después. Charles solo elevaba el tono de voz cuando usaba el artilugio, tan solo una o dos veces al mes. Él prefería las cartas o los correos electrónicos, siempre menos directos.
—¡Hola, chico! —respondió Robin al otro lado de la línea—. ¿Cómo está España? ¿Ya te han puesto en una cruz de Viernes Santo y te están llevando al calvario? —dijo, soltando una carcajada.
Charles cerró los ojos con paciencia. Su amigo de Oxford siempre había sido, ya desde la universidad, un rebelde, un provocador profesional. Lo mejor era seguirle la corriente.
—Sí, ya tengo la corona de espinas puesta, pero no te preocupes, no hace demasiado daño y el seguro me paga la repatriación —le respondió.
Después de un breve silencio, que siempre indicaba que su amigo estaba ocupado, Charles fue al grano:
—Oye, gran Dios de las finanzas… —comenzó.
—Para servirle —apuntó rápidamente el aludido.
—He visitado esa escuela de la que te hablé, te envié algunas fotos —dijo—. Es un auténtico horror por dentro, hay que remodelarla toda, pero por fuera es una auténtica maravilla. La ubicación es inmejorable, en medio del pueblo, que es precioso. Hay unos patios interiores con mucho potencial, muy apropiados para un colegio o un hotel.
—Ya te han vendido la moto, querido —apuntó Robin—. Tú mismo dices que por dentro es una basura, pero con potencial. ¡Pues claro que todas las basuras tienen potencial! ¡A poco que se haga, ya mejoran!
—Tranquilo, escucha —dijo Charles—. El alcalde dice que el Gobierno regional puede poner los cinco millones que costarían las reformas, una oferta muy generosa.
—Y tan generosa, así acabarán los españoles —respondió Robin, ahora en tono más serio—. No hay semana que no tenga en Londres a un grupo de políticos o empresarios españoles vendiéndome algún fasto, uno detrás de otro. No, thank you.
Charles permaneció en un silencio pasivo-agresivo.
—¿Y se puede saber cuánto piden por ese edificio, que en la foto que me enviaste más bien parece el cuartel general de la Inquisición? —continuó su amigo.
Charles empezó a exasperarse.
—Robin, por favor, al menos escúchame.
—Vale.
—Piden cinco millones…
—¿Estás loco?
—Ese es el precio de salida, pero por supuesto podemos negociar.
—Yo no meto ni cinco, ni cuatro, ni dos ni ningún millón en España, y mucho menos en esa Comunidad, que se ha llenado de rascacielos en pueblos de míseros pescadores. Ni en broma.
—Robin, por favor —insistió Charles.
—Querido amigo, no estoy de guasa —dijo el financiero, a quien Charles imaginaba en su habitual pose descarada, sentado imperialmente en el sillón de cuero de su despacho, quizá fumando un puro o bebiendo una copa de jerez. Este continuó—: Sabes que no te engañaría nunca, Charles. Créeme que yo veo los mercados todos los días. España es una bomba a punto de estallar, sobre todo esa Comunidad de la que me hablas. Es que lo estoy viendo venir, no hay manera de que un país pobre pueda pagar semejante despilfarro. La única operación posible en España es un movimiento a la contra, apostando por que las cosas van a ir mal.
Después de una breve pausa, Charles respondió:
—Eres un exagerado. Por aquí no hay ningún indicio de lo que tú dices.
—Charles, tú créeme, que los mercados nunca sorprenden, solo a los tontos. Las señales las veo muy claras, más de lo que querría…, porque ya me están haciendo daño incluso a mí.
Los dos guardaron silencio.
—Pero pasa unas felices vacaciones —concluyó Robin, muy inglés—. Aunque, ya que estás en España, mejor mira más a las mujeres y la comida que los edificios, ¡que buena falta te hace!
Charles sonrió y colgó sin decir más.
El inglés fijó la mirada al frente, aunque apenas podía distinguir ya la silueta de las montañas, ahora imponentes y oscuras. Le inquietó pensar que Robin, en sus más de treinta años de amistad, nunca le había dicho nada sobre él que no fuera cierto o que no acabara ocurriendo.