Sentada en la última fila de las salas góticas del ayuntamiento y vestida elegantemente para la ocasión, con el pelo acicalado de un blanco más brillante que de costumbre, Valli no daba crédito a lo que oía. La estancia, maravillosa con sus arcos de media punta góticos, suelo de madera reluciente y paredes de piedra bien cuidada, estaba prácticamente vacía. Seguramente esa era la intención, pensó la anciana, pues fijar una reunión a las tres de la tarde en día laborable era francamente un inconveniente para la mayoría de personas. Reunir a los ciudadanos en miércoles también dejaba fuera a los morellanos que trabajaban en Castellón o Vinaroz y que solo subían al pueblo los fines de semana. De todos modos, allí estaba ella para velar por todos. Solo tres mujeres un poco más jóvenes que ella y dos abuelos ya jubilados habían escuchado la presentación del alcalde sobre la posible venta de la escuela. A pesar de la brevedad de la exposición, alguno había aprovechado las cómodas sillas y la calefacción de la sala para echar una pequeña cabezadita, percibió Valli.
Como nadie tenía ni preguntas ni comentarios, Vicent puso inmediatamente fin a la sesión. Valli observó cómo el alcalde recogía sus papeles y miraba una vez más hacia el auditorio, ya casi vacío. Se encontraron las miradas.
Él rehuyó la suya rápidamente, pero Valli se levantó, con una agilidad sorprendente a su edad, y se aproximó. A pesar de que Vicent había visto perfectamente cómo se acercaba la anciana, acabó de ordenar sus cosas y se dirigió hacia la puerta, forzando a Valli a acelerar el paso para alcanzarle.
—¡Alcalde! —gritó la anciana—. No se vaya tan rápido.
Vicent, ya casi en la puerta, se volvió y, sin gran entusiasmo, respondió:
—¿Qué puedo hacer por usted?
Valli le miró fijamente a los ojos. Se conocían lo suficiente como para que él la llamara por su nombre o la tuteara, pero a Valli no le sorprendió que quisiera guardar las distancias. Por fin dijo:
—Supongo que este proyecto habrá que votarlo. ¿Ha pensado en convocar un referéndum popular o confía en el apoyo de su consejo para sacarlo adelante?
Vicent se rio a carcajada limpia.
—¡Un referéndum! ¡Por Dios santo! Usted, señora Querol, ¿en qué época vive? ¿Cuándo ha visto un referéndum en Morella?
—Pues durante la República, muchas veces —respondió la anciana, provocando una vez más la risa abierta del alcalde.
—Mire usted que el mundo ha cambiado mucho desde entonces —dijo, petulante—. Pero para responder a su pregunta, desde luego habrá que contar con el apoyo del Consejo Local, gente muy preparada técnicamente para entender bien estas complejas operaciones financieras y socioeconómicas. Pero usted no se preocupe, que todo está en buenas manos.
Sin más, le sonrió, una sonrisa helada, y se marchó hacia su despacho. Valli le siguió con la mirada, dura, seria. Esto no podía quedar así, pensó.
La anciana se apresuró a salir para alcanzar al resto de asistentes e intercambiar impresiones, pero estos ya habían desaparecido por las cuestas para refugiarse del tedio senil en sus hogares. Solo era media tarde y Valli no quería volver a casa y enfrentarse a la soledad que todavía la invadía todas las noches desde que su pareja muriera ahora ya hacía mucho, demasiado tiempo. Valli, nada religiosa, salía al campo una vez por semana para echar flores a lo largo de los caminos alrededor de Morella en tributo a quien la acompañó más de veinte años, que ahora yacía en un cementerio de París. Fueron su muerte y la de Franco las que incitaron su vuelta a España en 1977, después de un largo exilio. Ahora, sola, ya no sabía si tenía fuerzas para frenar al alcalde y su increíble proyecto. ¡Pisos en la antigua escuela! Esa era su escuela, donde enseñó durante la República y, más recientemente, desde que regresó a España y se instaló en Morella.
Una voz familiar le interrumpió el paso, ahora lento y pesaroso. Siempre se alegraba al oírla.
—¿Cómo tú a estas horas? Creía que los miércoles era tu día de paseo campestre —le dijo Cefe, acercándose y dejando a sus amigos en la puerta de Ca Masoveret, donde debatían si entrar a echar una partida de cartas o ir a dar una vuelta por la Alameda, el paseo que rodeaba el pueblo por detrás del castillo.
—¡Ay, xiquet, qué alegría me das, Cefe! —respondió Valli alzando los brazos para dar un beso a su amigo—. Hacía tiempo que no te veía. ¿Dónde te has metido?
—He estado unos días en Valencia en una reunión del banco; cada día nos aprietan más —añadió, soltando una risa un tanto nerviosa.
Valli frunció ligeramente el ceño.
—Creía que solo ibas para la cena de Navidad. ¿Ahora también os convocan en pleno mes de marzo? Cuando se convocan reuniones extraordinarias quiere decir que las cosas o van muy bien o van muy mal…
Cefe miró a un lado y a otro de la calle y, después, a Valli, que tenía la mirada fija en él. El banquero, de unos cincuenta años ya entrados, todavía vestido de traje y corbata estilo rural, la asió por el brazo y dijo a sus amigos que volvería al cabo de un rato, después de acompañar a Valli a casa.
La anciana, contenta de pasearse por la plaza con su amigo, le preguntó, como siempre, directa:
—¿Ocurre algo?
Cefe enseguida negó con la cabeza.
—Nada, nada en absoluto, no te preocupes. Ya sabes, todo el mundo está construyendo mucho y ¡es hora de que paguen! Nada, el banco solo nos reunió para pedirnos un poco de precaución porque, aunque haya muchos proyectos interesantes, hay que andarse con cuidado con los típicos espabilados que creen que todo siempre subirá como la espuma, y hay que tener los pies en el suelo. Hemos prestado mucho y hay que empezar a cobrar.
—¡Eso lo llevo diciendo yo desde hace mucho tiempo! —dijo Valli, reivindicando su opinión después de aguantar decenas de comentarios acusándola de anciana conservadora y poco sofisticada—. Todos creían que les animaba a guardar el dinero debajo del colchón, pero ese no era el caso, en absoluto. Solo decía que las habas tienen que estar contadas antes de arriesgar. Cómo sabemos eso los masoveros, ¿eh? —le dijo a Cefe con una mirada intensa que reflejaba una larga y profunda amistad.
Cefe sonrió y, sin decir palabra, los dos continuaron paseando hasta llegar a Pla d’Estudi, la bonita plaza de casas blancas donde Valli tenía su piso, visiblemente reconocible por las alegres plantas que siempre decoraban su balcón. Era la plaza más grande del pueblo, abierta por un costado hacia las montañas, mientras que el resto estaba dominado por un conjunto armonioso de casas antiguas, de apenas tres pisos, todas con balcones de madera oscura. Esa uniformidad y la amplia plazoleta central, solo interrumpida por algunos árboles, más bien jóvenes, inspiraban paz y silencio a la mayoría de personas que atravesaban el espacio camino de la Alameda.
Animados por el bonito sol de una tarde casi primaveral, la anciana y el banquero continuaron hacia el paseo. El tiempo era demasiado agradable para quedarse en casa, donde no tenía más compañía que sus muchísimos libros, se dijo Valli a sí misma.
La anciana había conocido a Cefe cuando este era apenas un recién nacido, envuelto en una manta de lana junto al fuego en la masía de su familia, muy cerca de la de sus propios padres. La casa de Cefe fue lo último que Valli vio de Morella durante casi veinte años, ya que allí pasó a recoger una manta y algunas latas de comida que la madre de su amigo le había preparado sabiendo que esa noche iniciaba su marcha hacia Francia. No podía acudir a sus propios padres, entonces bajo una intensa vigilancia por parte de la Guardia Civil, que andaba detrás de ella. Sola, Valli llegó a Francia en apenas una semana, atravesando bosques y montañas con la única ayuda de la limosna que le daban las gentes de pensamiento afín. Más que el frío o el hambre, lo más difícil de aquel viaje fue saber de quién se podía fiar uno.
Valli nunca dudó de los padres de Cefe. La anciana conocía bien a su padre, a quien había tenido de alumno justo antes de estallar la guerra, cuando estaba haciendo prácticas de maestra con las Misiones Pedagógicas en Morella. Con otra profesora, agrupaban a niños masoveros de diferentes edades en casas, almacenes o incluso cuadras y allí les daban clase. Muchos niños, como el padre de Cefe, que también se llamaba Ceferino, nunca habían pisado un colegio, porque sus padres los necesitaban en el campo. Pero a ellos les encantaba la escuela, pues se pasaban el día aprendiendo y jugando a todas horas, casi siempre al aire libre. Valli todavía recordaba cómo poco antes de morir, hacía unos diez años, el padre de Cefe recitaba orgulloso algunos de los poemas de Machado que ella le había enseñado, seguramente en pleno campo.
El padre de Cefe siempre decía que, de no ser por Valli y las Misiones, él nunca habría enviado a su hijo al colegio, con lo que este nunca se habría convertido en un respetado banquero. Cefe se había ganado el respeto del pueblo porque, si bien tenía fama de austero y era consciente de sus límites, tampoco dudaba en ayudar y comprender a aquellos que lo necesitaban. En sus más de treinta años al frente de la oficina, esta nunca había tenido ningún problema grave y muchos morellanos todavía le agradecían que en un momento u otro les hubiera sacado de algún apuro.
—Qué bonita está la tarde hoy, Valli —dijo Cefe, encendiéndose un pitillo y deteniéndose en uno de los balcones de la Alameda que habían construido recientemente, con bancos de madera de diseño. Desde allí contemplaron las espectaculares vistas a las montañas, secas y arduas, lejanas, pero que no parecían tener fin a medida que se adentraban en la provincia de Teruel.
Valli, cansada, se sentó en el banco, seguida por su amigo. Este, sobre todo después de la muerte de su padre, siempre que podía la acompañaba a dar la vuelta a la Alameda, un paseo bonito y tranquilo en el que a veces hablaban y otras, simplemente, contemplaban el paisaje o la imponente silueta del castillo. Se llenaban de olor a campo, de tranquilidad. La Alameda había quedado indiscutiblemente bonita después de que el nuevo alcalde invirtiera nadie sabía cuánto en quitar baches, nivelarla, instalar más zonas de recreo y unas farolas de época, negras y más luminosas que nunca. Los mayores decían con orgullo que, por la noche, aquello parecía Nueva York, mientras que los más jóvenes se quejaban de que lo que se había ganado en seguridad se había perdido en intimidad. El alcalde Fernández también había construido otro paseo similar, justo unos metros por debajo del principal, creando espacio para los coches y los numerosos autobuses de turistas que llegaban los fines de semana.
Cefe y Valli, de nuevo andando, saludaron a dos ancianas, bien tapadas con anoraks modernos, que paseaban cogidas del brazo. Al fondo, un abuelo, con su boina típica y con la ayuda de un bastón, se aproximaba lentamente. Hacía una tarde preciosa, quizá el primer indicio de la primavera después de un invierno largo y frío.
—Con semejante día, ¿por qué no has ido a dar tu habitual paseo por el campo? —preguntó Cefe, curioso.
Valli suspiró.
—Ay, xiquet, no te lo puedes imaginar —dijo, con voz cansada, como vencida—. Vengo del ayuntamiento, donde el alcalde nos ha reunido a las tres de la tarde para vendernos una moto que no se la debe de creer ni él. Pretende convertir la antigua escuela en pisos e incluso quiere poner un parador. Este alcalde nos llevará a la ruina, ¿no crees?
Cefe la miró con atención.
—¿Por qué lo dices?
—Pues porque Morella no es América o Valencia, que para el caso ya es lo mismo —respondió Valli, alterada—. Si llena el pueblo de pisos nuevos, ¿qué pasará con los precios? Yo no sé nada de economía, pero sí recuerdo de la masía que, si vendes el trigo a los de la capital, estos siempre pagan más y dejan los precios a un nivel prohibitivo para los del pueblo, que se quedan sin pan. Mi padre siempre decía que los mercados son para los de la zona y que, si los abres a otras comunidades, ya la has liado.
—¡Eres una antiglobalización! —sonrió Cefe.
—¡Y yo qué sé! —concedió Valli, relajando los hombros—. No sé, no sé, no lo veo claro esto de los pisos en el colegio. Además, ¿no tendríamos que destinar el edificio a una iniciativa social más enriquecedora, en vez de para pisos?
—Aquí está el tema, Valli, aquí está el tema. ¿Qué hay más enriquecedor que los pisos? —dijo Cefe, mirando al suelo.
—Sí, enriquecedor, pero ¿para quién?
Cefe no contestó, miró al frente, a las montañas oscuras y secas que él conocía tan bien.
—Esa escuela, además, es que me trae tantos recuerdos… —añadió Valli, después de un breve silencio—. Aquello tendría que convertirse en una universidad de verano, en un teatro o algo por el estilo. Seguro que no está tan mal por dentro, se podrían renovar las clases, pero claro, hace tanto tiempo…
—El lugar está horrible, totalmente derruido —dijo Cefe—. Estuve allí hace poco y, desde luego, hay que meter una millonada. Son ya casi quince los años que lleva abandonado.
—Jesús, cómo pasa el tiempo. Pero de todos modos, me gustaría verlo —insistió Valli—. Siempre dicen que está cerrado, pero yo querría ir para ver qué se trae este alcalde entre manos exactamente. Además, quién sabe, igual todavía tengo libros o algunas cosas por allí. Igual hay recuerdos interesantes. Pero siempre que lo he pedido me han dicho que no, que está cerrado a cal y canto, porque es peligroso entrar.
Cefe dejó pasar unos segundos y finalmente miró a Valli.
—Si quieres, yo tengo unas llaves, te lo puedo enseñar si me guardas el secreto. La mejor hora es un domingo bien de mañana, cuando no haya nadie por las calles. ¿Qué te parece?
A Valli se le iluminaron los ojos.
—Fantástico. ¿El próximo domingo?
—Hecho.
El olor a pan recién cocido le abrió el hambre a medida que avanzaba por la calle de la Virgen hacia la iglesia. Valli había salido de su casa con mucha antelación, hacia las seis y media de la mañana, para no tener que andar con prisas. A medio camino, se detuvo para mirar el reloj y para comprobar que no hubiera nadie más en la calle. Efectivamente, no había ni un alma, no se oían ni los pájaros. Los primeros rayos de sol no habían llegado a las casas, que todavía irradiaban la luz tenue y calmada del amanecer.
De repente, a Valli le entró hambre, pues de los nervios apenas había probado bocado desde el día anterior. Todavía con tiempo, decidió bajar la cuesta que daba a la calle de los porches, la más comercial del pueblo, para comprar algún bollo en la panadería. Por el olor que le llegaba, seguro que la Paca ya estaba allí en formación, tan temprano como de costumbre, pensó.
—Pero, Vallivana, ¡qué madrugadora está usted hoy! —exclamó la panadera, alegre y rechoncha, a quien Valli conocía de toda la vida.
La antigua maestra dio una vaga respuesta y la Paca no insistió más. En los pueblos, las personas habían aprendido a proteger su intimidad, algo difícil de por sí dado el reducido espacio donde vivían y socializaban todos. Valli se lo agradeció y, bollo en mano, continuó el camino hacia la escuela unos instantes después.
Las calles empedradas estaban limpias, vacías, silenciosas. Morella siempre había sido un pueblo precioso, un entresijo de cuestas y calles estrechas asentadas sobre una montaña coronada por un castillo medieval, y todo abrazado por una muralla con cinco puertas señoriales, una de ellas flanqueada por torreones. El imponente conjunto, enclavado en pleno Maestrazgo, era remoto y silencioso, árido y duro, como sus gentes. Eran personas que habían aprendido a sobrevivir con muy poco, en un medio agreste, con un frío helado en invierno y casi sin la ayuda de nadie. El pueblo, majestuoso, había ganado su batalla al tiempo y al olvido y había conseguido retener a parte de su juventud, que ya no se veía abocada a la emigración para subsistir. A pesar de los servicios, tiendas y otras modernidades que habían llegado al pueblo como a cualquier parte, Morella conservaba el olor a campo y a romero de sus alrededores, pero sobre todo había mantenido el espíritu de supervivencia de sus habitantes, siempre fuertes y emprendedores.
Los ancianos más madrugadores ya empezaban, con mucha paciencia, a subir algunas de las cuestas, protegidos del frío con jerséis de lana local y una boina negra tradicional que, aunque muchos la consideraran desfasada y pueblerina, ahora se vendía en las boutiques más chics de París y Londres, por lo que Valli había leído en alguna parte.
Intentando pasar desapercibida, la anciana dejó la calle de los porches y subió por otra, más recta y sin apenas comercio, hacia la placita de la iglesia. Hacía tiempo que no paseaba sola por las calles del pueblo, pensó al oír el ruido de sus zapatos sobre el empedrado. Se detuvo un segundo a pensar y, ciertamente, no recordaba una sensación igual desde que las tropas franquistas entraron en Morella, el cuatro de abril de 1938, después de unos tres días de preparación. Por aquel entonces, la mayoría de republicanos del pueblo ya había huido hacia la costa, pensando que unos barcos ingleses y franceses les recogerían para llevarles al exilio. Cuántos murieron esperando, recordó Valli con tristeza. Tras la caída de Morella, las calles estaban igual de vacías que ahora, aunque entonces el silencio duraba todo el día, ya que la gente no salía de casa por miedo. Los soldados nacionales, recluidos en los campamentos organizados en las plazas Colón y Estudis, patrullaban por el pueblo con sus uniformes verdes y boinas rojas, pues la mayoría eran requetés navarros. Morella sucumbió pronto a su presencia dominante, al paso firme y rápido que marcaban sus botas. Valli todavía guardaba en los recovecos de su memoria el sonido martilleante de esos pasos tan seguros que siempre le infundieron terror.
Afortunadamente, eso ya había pasado, como también quedaban atrás los veinte años de exilio en París, se dijo Valli, arrancando de nuevo a andar hacia el Placet. El espacio, no muy grande, estaba dominado por una iglesia arciprestal, si no muy imponente, sí de una belleza gótica más accesible y menos presuntuosa que las grandes catedrales. No tenía demasiada altura, pero el arco principal estaba flanqueado por otros dos arcos más pequeños que dejaban la entrada en su parte ancha y horizontal como si se estuviera abriendo al pueblo. El color oscuro de la piedra estaba perfectamente integrado en el empedrado tradicional de la plaza, que no había cambiado desde que lo habían construido, piedra a piedra, hacía décadas.
Valli se sentó en el largo banco de piedra de cara a la iglesia al tiempo que los primeros rayos de sol empezaban a caer sobre la plaza. Sacó de su bolsa de tela, que siempre llevaba consigo, la madalena que le había preparado la Paca, todavía caliente del horno. Estaba deliciosa, pensó tras dar el primer bocado. En las ciudades, esto no lo podrían ni soñar, se decía para sus adentros mientras degustaba el desayuno a la vez que contemplaba su querido Placet, ahora sin coches ni turistas.
En el fondo, Valli estaba nerviosa. Hacía mucho que no entraba a la escuela, al menos los quince años que llevaba cerrada, desde que construyeron los nuevos edificios junto a la Alameda, más modernos y, sobre todo, con calefacción. Valli miró a su alrededor, observando las acacias, que llevaban allí desde que tenía memoria, ahora desnudas y tristes. Tanto como en tiempos de la guerra, cuando unos republicanos empezaron a quemar allí mismo cuantos símbolos religiosos encontraron a su paso. Morella había caído inicialmente en zona roja, pero el pueblo, tranquilo y, sobre todo, siempre práctico, había pasado los primeros meses del conflicto con la máxima normalidad posible, dadas las circunstancias. Hasta que, de repente, ante la sorpresa de todos, una columna republicana venida de Barcelona llegó y arrasó crucifijos, biblias, imágenes de santos, santas y santitos. Los revolucionarios entraron en la iglesia y desvalijaron parte de la sacristía y el altar para ponerlo todo en una gran pira en medio del Placet y prenderle fuego en plena noche. Ella, con tan solo dieciocho años y educada para respetar, no entendía por qué tanto odio y destrucción. El caso es que, pocas horas más tarde, aquel Placet estaba lleno de cenizas y anarquistas borrachos bailando con sus camisas rojas y malolientes, mientras los más conservadores del lugar no osaban moverse de casa, presas del pánico. La joven Valli, más sorprendida que atemorizada, enseguida se fue a por una escoba para limpiar la plaza y poder continuar en la escuela al día siguiente.
—¡Muy buenos días! —saludó Cefe de repente, con su habitual pitillo entre los labios.
Valli se sobresaltó.
—Uy, xiquet, por favor, ¡qué susto!
—Pero si una mujer como tú, Valli, no se asusta por nada. ¿De qué vas a tener miedo tú a estas alturas de la vida? —sonrió su amigo, ayudándola a levantarse y apagando el cigarrillo en el suelo.
—Ay, calla, calla —respondió Valli—, que yo ya no estoy para mucho trote, pero me huelo que todavía me quedan algunas batallas por lidiar.
—Déjaselas a otros, Valli, que ahora les toca a ellos; y tú, a descansar —le dijo Cefe, siempre afable.
Valli no respondió y los dos, en apenas un par de minutos, llegaron a la fachada de la antigua escuela, fundada por los padres escolapios hacía más de ciento cincuenta años. La puerta principal, a un costado, no hacía honor a la majestuosidad del enorme edificio clásico, que solo desde fuera del pueblo se podía contemplar en todo su esplendor. Era largo, de piedra oscura y con grandes ventanales de madera. Junto a la entrada, había un frontón triangular que culminaba la fachada del edificio, visible desde el Placet.
Cefe abrió la puerta de madera carcomida y mal pintada, a la que tuvo que pegar un patadón para desatascarla. La entrada era oscura, lúgubre, con todas las ventanas cerradas. Solo entraba un poco de luz a través de unos ventanales oscuros, en los que había pintada una imagen de la Virgen bajo la palabra «Piedad».
Con cuidado de no pisar cristales o lo que olía como restos de orina, Valli y Cefe se acercaron al patio principal, un cuadrilátero desde donde se veían los dos pisos del edificio, cubierto por un techo de un plástico casi transparente por el que ahora sí entraba la luz. Una estatua de un padre escolapio junto a dos niños presidía el centro neurálgico del lugar.
Valli sintió un vuelco en el corazón ante el estado tan desolado de su antigua escuela. Después de un suspiro, miró a Cefe y le dijo:
—No sabes cómo era esto en los tiempos de la República. Todavía veo a tu padre correteando por la huerta que teníamos aquí, en este mismo patio, ahora de cemento. Entonces no teníamos estatuas ni símbolos de poder o autoridad, solo lechugas, tomates, nabos y zanahorias, y hasta gallinas que los alumnos cuidaban con mucho cariño y atención.
La anciana se tomó otro respiro antes de continuar.
—Yo le tenía mucho aprecio a tu padre. Ya sabes que de pequeños éramos vecinos, ya que nuestros padres servían al mismo amo, el marqués, con quien hablaron una o dos veces en toda su vida. Y ellos, pobres, que le dedicaron todo su trabajo, por nada. Si es que les robaba, a ellos y a otros muchos, descontándoles parte del salario si la cosecha no era buena, aunque fuera por cuestiones de clima o por falta de mulas para labrar. —Valli suspiró—. Así acabó el marquesito, muerto a pedradas nada más proclamarse la República. Nunca más supieron de esa familia —continuó Valli, en tono grave—. No digo que aquello estuviera bien, ni mucho menos, pero lo cierto es que eso liberó a mi padre, que pudo así comprar la fonda al cabo de unos años y trasladar la familia al pueblo.
Cefe la miraba con gran atención, como hacía siempre con todo el mundo. Sus años en el banco le habían enseñado a escuchar más que a hablar. Como banquero, y como persona, él siempre favorecía la estabilidad y la discreción, huyendo de los chismes, que, por lo general, solo empeoraban las situaciones. Y en cuestiones de dinero, todavía más, según decía.
Valli continuaba recorriendo su escuela, acercándose ahora lentamente hacia la estatua del escolapio.
—Madre mía —dijo, girándose hacia Cefe—. Recuerdo cuando se llevaron a este escolapio de piedra nada más proclamarse la República, cuando yo tenía doce añitos y venía aquí al colegio. A mí siempre me había gustado leer y escribir, en parte porque me encantaba la que fue mi señorita de toda la vida, doña Eleuteria se llamaba. Era buena y paciente con todos, nunca se enfadaba y parecía que lo sabía todo. Nos explicaba la historia con una afición y unos detalles que parecía que ella misma hubiese estado en medio de esas batallas. Ella me animó a pedir una beca, bueno, más bien la pidió ella por mí, porque mis padres no entendían nada, y así conseguí entrar en la Residencia de Señoritas. En Madrid pasé unos años maravillosos, terminando el bachillerato, y ya en 1935 ingresé en la Escuela de Magisterio. Un año más tarde, justo antes de estallar la guerra, estaba aquí realizando prácticas con las Misiones, así que la guerra me pilló en Morella. Menos mal, porque al menos pude estar con mis padres, y no lejos y sola en Madrid. —Valli miró a su alrededor, todavía desolada por el triste estado de su antiguo colegio. Continuó—: Durante la guerra, tanto con los republicanos como con los fascistas, yo siempre intenté seguir las clases con la máxima normalidad posible, porque no era cuestión de tener un país analfabeto, además de devastado y, peor aún, franquista. Por aquel entonces, cuántos analfabetos había, no lo sabes tú bien. Como nuestros padres, la mayoría realmente no sabía ni leer ni escribir. En las masías era peor, claro, porque las familias querían que los hijos y las hijas trabajaran en el campo. Por eso nosotros íbamos a lomos de burro repartiendo libros por todas las masías. ¡Qué divertido era y cómo nos lo agradecían! —Valli por fin esbozó una sonrisa—. Después de mucho esfuerzo pude convencer a mi amigo Casona para que viniera hasta Morella, un viaje de todo un día desde Madrid, pero aquí se personó. Organizamos unas obras de teatro impresionantes; recuerdo a tu padre haciendo de Hamlet, con una calavera que me trajo él mismo, pequeñico como era, diciendo que se la había encontrado por el campo. ¡Qué susto me llevé!
Cefe sonrió, en dulce memoria de su padre, a quien todo el pueblo quería.
—Mi padre siempre me insistió en que, si no estudiaba, nunca sería nada en la vida, como él, tantos años dedicados al marqués y luego a su propio campo, pero sin ganar ni una perra, nunca —dijo, con pesar.
—Era tan bueno tu padre…, yo le quería mucho. Aunque nos llevábamos pocos años, yo le había cuidado de pequeño, cuando tu familia estaba en el campo. Me hizo mucha gracia tenerle en clase cuando vine a Morella a realizar mis prácticas…
Mientras Valli continuaba, Cefe extrajo del bolsillo interior de su chaqueta un pequeño paquete, envuelto en papel de embalar, que tendió suavemente hacia su amiga.
Valli inmediatamente dejó la frase a medias y, con mucha curiosidad, cogió el pequeño envoltorio. Sin preguntar, lo abrió rápidamente para encontrar una edición que parecía muy antigua de Platero y yo, el cuento casi poesía de Juan Ramón Jiménez.
—¡Platero…! —exclamó, en voz muy baja.
Con ojos llenos de ilusión y manos temblorosas, Valli abrió el pequeño ejemplar de bolsillo cuyo lomo había sido protegido con celo y vio que se trataba de una edición de 1916, editada en Madrid. Pero su corazón latió con mucha más fuerza cuando vio el sello, inapelable, de «Misiones Pedagógicas» en la página siguiente.
—¡Un libro de los que repartíamos! —exclamó, ahora con los ojos húmedos.
—Mi padre me lo leía a mí por las noches —explicó Cefe—. Siempre lo he guardado con mucho cariño, pero quería enseñártelo.
Valli acarició el ejemplar, amarillento, que olía a papel antiguo, pero cuya impresión seguía perfecta después de casi cien años. Como hacía en plenos años treinta, la anciana no dudó en releer en voz alta el maravilloso inicio del relato, que describe al burrito más famoso de la literatura española —con permiso de Rucio— como «pequeño, peludo, suave», y con unos ojos de azabache «duros cual dos escarabajos de cristal negro».
—¿Sabes que yo le conocí, a Juan Ramón? —dijo, emocionada y ante la sorpresa de Cefe—. Sí, sí, cuando vivía en la Residencia de Señoritas, que él frecuentaba, un día nos invitó a su casa, en el barrio de Salamanca. Allí fuimos un grupo de estudiantes y nos recibió su esposa, Zenobia, que nos ofreció una merienda estupenda de chocolate con churros. Lo que más recuerdo es que nos atendió poco tiempo y que tenía el despacho insonorizado con una especie de corcho por todas las paredes, porque decía que el ruido le desconcentraba. Hay que ver qué manías.
Valli suspiró y miró hacia la gran escalera que subía al segundo piso, ahora llena de cristales rotos y papeles pisados ya por muchos pies. Dos grandes murales con motivos religiosos habían reemplazado una pintura de la República, la hermosa mujer semidesnuda, bandera tricolor en mano, que habían dibujado en 1931. Valli formó parte del grupo que fue a buscar escaleras, brochas y demás material a casa de Alfredo el pintor, quien les ayudó en todo cuanto pudo. Los requetés, al tomar el pueblo, enseguida la cubrieron con motivos místicos e instalaron de nuevo la estatua del padre escolapio, que la señorita Eleuteria había escondido en el desván del colegio durante la República.
—Fíjate —decía Valli mientras subía las escaleras—, nosotros formábamos aquí todas las mañanas cantando el himno de Riego, con todos los estudiantes gritando «¡libertad, libertad, libertad!». Qué tiempos. Entonces todavía no habían puesto este techo horrible de plástico, pues los profesores preferían la luz del sol y el aire libre. Si llovía en el patio, pues nos mojábamos y ya está. Nunca nadie se murió por ello. Las paredes eran de colores y las aulas no tenían tarimas; se oía música por todas partes, sobre todo por la tarde, cuando los alumnos se apuntaban a talleres de teatro, danza o a tocar en la banda de la escuela. Todos participaban en una actividad u otra, y aquí se quedaban hasta las nueve de la noche, hasta que oscurecía o los echábamos.
Cefe negó varias veces con la cabeza.
—Pues yo no recuerdo nada igual —dijo—. En mis años, cantábamos el Cara el sol y, como un regimiento, asistíamos uniformados a las clases, siempre tristes y aburridas, y con un cura en la tarima listo para golpearnos los nudillos si cometíamos algún error.
—Sí, sí, xiquet, ya sé, ya sé. —Valli le asió el brazo brevemente, mientras contemplaban el majestuoso edificio desde el segundo piso—. Yo no quise quedarme. Podría haber conseguido un carné de maestra, porque por entonces yo solo era una estudiante, no había pertenecido a ningún sindicato o partido y mi familia tampoco estaba involucrada en política, masoveros como eran. Pero me negué. Me negué a vivir de la manera opuesta a como me habían educado en la Residencia. No soporté la idea de ir en contra de mis ideales y decidí irme al exilio, como hicieron la mayoría de mis compañeros. Yo crucé a Francia con Machado y su familia, todos muy débiles y cansados. Fíjate el pobre cómo acabó y qué pronto. Como Azaña, míseramente enterrado en Montauban, o como tantos otros.
Con paso lento, entraron en una de las aulas, con algunos pupitres amontonados contra la pared y las sillas, medio rotas, arrinconadas de cualquier manera.
—Aquí dábamos las clases de inglés —continuó Valli—. Había un joven inglés a quien conocí en la Residencia de Estudiantes que estuvo de paso por Morella durante la guerra con las Brigadas Internacionales. —La anciana se detuvo y miró al suelo antes de seguir—. Se llamaba Tristan, era muy british, atento y educado, no tenía más de veinte años. Era más poeta que soldado, menos mal que nunca le llamaron al frente. Siempre lo dejaban en intendencia o en alguna escuela, donde hacía una magnífica labor. ¡Y cómo se reía cuando veía representar a Shakespeare en morellano!
—Qué pena que a nosotros no nos enseñaran nunca inglés —apuntó Cefe.
—A vuestra generación os pasaron al francés, porque la mentalidad práctica y protestante anglosajona siempre incomodó al nacionalcatolicismo —replicó Valli—. Aparte, por supuesto, de que Inglaterra luchó contra Alemania en la Segunda Guerra Mundial y eso Franco nunca se lo perdonó a la pérfida Albión, como decían —añadió Valli con sorna.
—Pues mira lo bien que nos vendría ahora el inglés para encontrar inversores.
Valli le miró con curiosidad.
—¿Qué inversores buscáis? —preguntó.
Cefe suspiró y la miró a los ojos.
—El ayuntamiento está buscando capital para remodelar este lugar —dijo, mirando al suelo.
Valli alzó las cejas, sorprendida.
—¿Estás tú metido en esto de los pisos en la escuela?
—No, no, yo no formo parte del plan, pero como somos el banco del ayuntamiento y conocemos a algunos inversores, pues nos han involucrado en el proceso. Además, como la deuda la tienen con nosotros, pues tampoco pueden firmar nada sin nuestro consentimiento.
—Pues me alegro mucho de oírlo y espero que paréis semejante majadería. ¿Cómo van a vender este edificio que tendría que aprovecharse para alguna obra cultural, como un teatro, una universidad de verano o una academia?
—Eso sería fantástico —concedió Cefe—, pero el ayuntamiento necesita dinero y los pisos quizá son el camino más rápido.
—Pues si necesitan dinero, que no hubieran gastado tanto en la nueva Alameda, los nuevos colegios, tanta fiesta y fuegos artificiales que solo organizan para ganar votos —dijo Valli, exaltada. Sus mejillas cobraban color a pesar del frío que hacía en el edificio—. Si quieren dinero, que vayan a buscarlo a otra parte.
Cefe se aclaró la voz antes de añadir otro detalle.
—Eso no es lo peor —dijo—. Otra opción encima de la mesa es poner un casino, en plan Las Vegas.
—¿¡Un casino!? —exclamó Valli, inclinándose ligeramente hacia atrás. Sus ojos irradiaban rabia, no lo podía comprender—. Pues eso no lo dijo en la reunión del otro día, el muy miserable. ¿Quién en su sano juicio quiere un casino al lado del Placet?
—Crearía muchos puestos de trabajo y llenaría las arcas del ayuntamiento —contestó Cefe con poco convencimiento.
—No puede ser —se repetía Valli, moviendo la cabeza de un lado a otro—. ¿Desde cuándo queremos que el pueblo se llene de ludópatas?
Cefe guardó silencio, hasta que concluyó:
—Igual no tenemos elección.
—¿Cómo que no? —preguntó Valli exaltada, mirando a Cefe a los ojos, como si se lo fuera a comer—. Todo esto es cuestión de dinero, ¿no? ¿Cuánto, cuánto quiere esa ave de rapiña por este lugar? —Cefe se mantuvo en silencio. Valli se le acercó mucho—. Dime, Cefe, dime por la memoria de nuestros padres y por el bien de nuestro pueblo: ¿cuánto piden?
—Cinco millones…, pero yo no te he dicho nada.
Valli dio dos pasos hacia atrás y abrió mucho los ojos.
—Cielo santo, cinco millones… —La anciana asió fuerte el libro de Platero, que todavía tenía entre las manos, y dijo—: Pues si cinco millones quiere, cinco millones tendrá. Le presentaremos un plan alternativo. Yo lo haré, aunque sea lo último que haga en esta vida. Esa rata fascista tendrá que pisar mi tumba antes de poner un casino en mi escuela republicana.