Sentado frente a una gran chimenea de piedra, Vicent Fernández, alcalde de Morella, esperaba a sus invitados mientras desayunaba butifarra y pan recién tostado.
—¿Dónde está el aguardiente? —preguntó a su mujer, Amparo, reclinándose en su amplio sillón de cuero—. Ya casi se me están enfriando las butifarras y todavía no he podido echar ningún trago, ¡y me tengo que entonar!
Vicent observó cómo su mujer, con quien llevaba casado más de cuarenta años, se apresuraba hacia la cocina para complacerle, como había hecho toda la vida. Orgulloso, cruzó sus gruesas piernas y asintió. Segundos después, Amparo, de complexión baja y bien dispuesta, como Vicent, colocaba en una mesilla de madera junto al sillón de su marido un buen vaso de aguardiente, con la botella al lado, exactamente como a él le gustaba. Él la miró a los ojos, quizá por primera vez en muchos meses. Como él, ella tenía sesenta y siete años, pero la piel mucho más arrugada, la cara cansada, los ojos apagados. Su cuerpo grande lo escondía bajo el mismo delantal que llevaba a diario, salvo los domingos para ir a misa. Vicent le cogió la mano y miró hacia el suelo, indicándole que se agachara. Ella, por supuesto, accedió.
—Hoy, Amparito —le dijo en tono solemne—, nuestra suerte va a cambiar. Llevamos muchos años esperando una oportunidad así y por fin nos ha llegado el momento. Debemos ser atentos y amables con todos, pero sin olvidar, para nada, a lo que vamos. Yo presentaré mi plan durante un breve discurso antes de la comida. No sirvas nada mientras yo esté hablando o mientras lo haga el presidente Roig, si se dispone a ofrecer unas palabras. Y sobre todo, no digas nada a nadie, solo pregúntales si les gusta la comida o si necesitan algo más. Asegúrate de que todos sepan dónde dejar los abrigos, dónde están los baños y todos los detalles técnicos. Sobre todo no respondas a nada sobre la escuela o los pisos. Todo eso déjamelo a mí, que yo ya me entiendo.
Amparo, con la mirada clavada en el suelo, asintió. A pesar de los años, la hija del chocolatero todavía conservaba una cara infantil, con una nariz pequeña pero bien formada y una cabeza grande, redonda, culminada por los típicos rulos, gruesos y morenos, que lucían casi todas las señoras del pueblo. De joven, a Amparo nunca le faltaron pretendientes, quizá porque era hija del propietario de la fábrica de chocolates El Gorrión, quien al final murió sin un céntimo. El negocio lo heredó el hermano de Amparo, a pesar de que ella era la primogénita, pero como era chica, el padre se la saltó. En el pueblo dicen que todavía tendrían fábrica de haberla heredado ella, mucho más responsable y avispada que su hermano, que en cuestión de pocos años acabó en la ruina. Amparo, desde muy pequeña, siempre había sido trabajadora y había respondido bien a cuantas situaciones se le habían presentado, sin protestar. Esa mujer, ya desde niña, siempre sabía cuál era su lugar.
—Y a los chicos, ¿ya se lo has explicado todo? —preguntó a su marido, recogiendo el periódico que este había dejado tirado en el suelo.
—Ah, los chicos. —Vicent suspiró—. No, todavía no les he dado las últimas instrucciones. Manolo está al caer y no sé dónde estará Isabel. Por ahí, sin hacer nada de provecho, me imagino.
Su mujer le dirigió una mirada desaprobadora, aunque no perdió el tono amable que había mantenido durante tantos años de matrimonio.
—Ay, Vicent, deja a la niña en paz, que suficientes problemas tiene con el trabajo; creo que las cosas no le van tan bien como dice.
—Pues como a todos —respondió su marido, rápido, antes de tomar el primer trago, largo, de aguardiente—. Me siento como un toro —dijo, poniendo sus gruesas manos en el pecho, hinchándolo, antes de eructar.
Amparo volvió a la cocina, donde había estado desde las cinco de la mañana preparando tortillas y canapés. El servicio de catering de un hotel de lujo cercano, en pleno puerto de Torre Miró, traería aperitivos, ensaladas, vino y licores, pero la carne y las tortillas debían ser caseras, «para dar un toque exótico-rural al evento», había insistido Vicent. Su mujer también se había pasado el día anterior en la cocina, preparando los chorizos y el cordero lechal que se cocinarían a la brasa, al aire libre.
Los Fernández esperaban a unas cincuenta personas venidas de Cataluña, Aragón y Valencia, ya que Morella se ubicaba precisamente entre esas tres comunidades. Ese emplazamiento siempre le había dado al pueblo una ventaja a la hora de negociar, pues se podía entender con todos; pero Morella también había sufrido las consecuencias de esa independencia, ya que a menudo había quedado relegada a su propio destino, sin demasiadas ayudas. Ahora, sin embargo, después de fuertes inversiones en carreteras, el pequeño pueblo medieval era mucho más accesible y Vicent, que solo llevaba un año en la alcaldía, se disponía a revitalizarlo. Morella ya había acabado su reconversión de la agricultura a los servicios, pero sus propios límites, como la muralla medieval que rodeaba la población, impedían más crecimiento. Ahora era preciso crear capital, pues trabajo ya tenían todos más o menos. A Vicent el proyecto le entusiasmaba. Por una vez, se sentía poderoso, importante. Después de tantos años de espera, ahora por fin se sentía el rey.
El alcalde estiró las piernas para reposarlas junto al extremo de la amplia chimenea de piedra, encendida para calentar la fría mañana de febrero, y miró a su alrededor, orgulloso. El salón era amplio y luminoso, rebosante del encanto de lo que había podido conservar de la antigua masía del siglo XVI que había comprado hacía dos años. Las vigas de madera en el techo alto reflejaban siglos de vida; estaban torcidas en algunos puntos, pero todavía se mantenían fuertes y brillantes, irradiando personalidad. El estuco blanco, la piedra antigua, las baldosas de terracota fina en el suelo y una mullida alfombra de color crema daban una sensación de gran confort. Junto a su sillón señorial, otro sillón —algo menos presuntuoso— y un gran sofá, también frente a la chimenea, creaban un espacio lujoso y acogedor que llenaba de satisfacción al alcalde. Hijo de guardia civil, Vicent siempre había vivido en casas o pisos despersonalizados, por lo que siempre envidió las masías de sus amigos del colegio, apartadas y silenciosas, lugares donde la familia se congregaba felizmente alrededor de una chimenea. Por fin lo había conseguido, aunque, en realidad, pocas veces recordaba a su mujer e hijos reunidos alrededor del fuego, quizá solo en Navidad, y más bien por compromiso.
Vicent se acarició el poco pelo que le quedaba y, algo nervioso, apoyó la cabeza en una mano mientras contemplaba la chimenea. Con la otra mano, se repasó la mejilla, hoy pulcramente afeitada para la ocasión. Las cejas, por una vez, también estaban arregladas, lo que le daba un aspecto más digno que de costumbre.
Impaciente, miró el reloj. Ya pasaban las diez. Se levantó y abrió uno de los grandes ventanales del salón para mirar hacia el camino de tierra que daba acceso a la finca. Solo se oía el piar de los pájaros y el soplar del viento, que agitaba ligeramente las copas de los olivos, chopos, almendros, robles y nogales que rodeaban la casa. En ese espacio natural, en pleno puerto de montaña, había cuervos, águilas y halcones, además de un sinfín de pajarillos que alegraban todas las mañanas. Vicent miró al sol, ya alto, y sonrió.
Al cabo de unos instantes, con paso lento, el alcalde se dirigió hacia la puerta de entrada al oír el ruido del primer coche. Era la vieja furgoneta rural de Manolo, su hijo mayor.
—Llegas tarde —le dijo en cuanto le vio, mirando el reloj y abrochándose con señorío la chaqueta de cuero.
—La imprenta me ha hecho esperar, pero ya están todos los folletos listos —respondió su hijo sin apenas mirarle mientras sacaba del maletero unas cajas de cartón repletas de bebidas. Manolo se dirigió hacia la casa y tropezó con una piedra, aunque sin perder el equilibrio.
—¡Cuidado, que me vas a romper el Moët & Chandon! —le recriminó su padre irritado.
Vicent, quien aseguraba que ya estaba viejo para cargar y descargar, se quedó quieto junto a la entrada mirando cómo su hijo, de aspecto cuarentón y desaliñado, entraba los bártulos, que no eran pocos. De hecho, a Vicent le había sorprendido el interés de Manolo en la organización de la jornada, quizá porque en el fondo todo el mundo quería sentirse importante, pensó. Ya le gustaría a él que su hijo llevara la fonda con la misma diligencia, se dijo mientras Manolo seguía entrando cajas. Desde que le había pasado el pequeño hotel del pueblo hacía siete años, el negocio no levantaba cabeza y eso que, cuando lo puso en sus manos, iba viento en popa. Entonces, España se había convertido en un país de nuevos ricos y la cultura del fin de semana estaba en pleno apogeo. Una creciente desmonjización entre las chicas jóvenes también había normalizado las relaciones prematrimoniales y los jóvenes, todavía lejos de poder independizarse, aprovechaban los fines de semana para escapar del domicilio familiar.
Pero Manolo no había conseguido revitalizar el negocio, ni tan siquiera mantener los beneficios de antaño. De hecho, otros dos pequeños hoteles, en plan boutique, habían abierto en el pueblo, y le habían quitado clientela. Su fonda, la de Morella de toda la vida, había quedado desfasada y, por lo que veía, Manolo tampoco tenía ningún plan de mejora. A Vicent le dolía más la falta de ambición de su hijo —que, como él, nunca había estudiado— que ver la fonda en decadencia. De hecho, él solo se había hecho cargo del establecimiento por obligación, cuando a los quince años murió su padre y tuvo que ponerse al frente para sostener a su madre y a sí mismo. No tenían más. La pensión del padre, un guardia civil de medio rango, no era suficiente en plenos años cincuenta y el negocio tenía que prosperar. Afortunadamente, tras largos años de mucho trabajo, el pueblo empezó a atraer a paleontólogos en busca de fósiles y espabilados detrás de la trufa que se acababa de descubrir. Eso les mantuvo hasta que la explosión del turismo de fin de semana empezó a llenar la caja y por fin pudo empezar a ahorrar. Vicent recordaba muy bien cómo a principios de los sesenta, cuando Fraga abrió el país y las playas se llenaron de bikinis, algunos turistas, sobre todo franceses, se dirigían a Morella en los días de lluvia, ya que el pueblo estaba a tan solo una hora de la costa. Allí alucinaban con el precio de las chuletas, que casi volaban por encima de la mesa, pues los franceses no podían creer que por apenas cuarenta pesetas les sirvieran una fuente repleta de delicioso cordero con patatas. Amparo siempre había sido buena cocinera y eso les salvó. Los años siguientes ya fueron más fáciles y Vicent pudo enviar a sus hijos a estudiar a Valencia, aunque solo la chica terminó la carrera de licenciada en alguna Filología o Filosofía, no recordaba bien. El chico, a quien envió a estudiar Económicas, nunca dio la talla y, al cabo de año y medio, ya estaba de vuelta en el pueblo haciendo de albañil y ayudando en la fonda. Por fin le pasó las riendas del negocio cuando él decidió entrar en política, como independiente, en el año 2000, a sus sesenta años. A los sesenta y seis, por fin salió elegido alcalde, un puesto del que ahora disfrutaba plenamente, sobre todo en días como ese.
Vicent oyó el ruido de un segundo coche y enseguida vislumbró por la ventana para ver el Renault Cinco destartalado de su hija Isabel, que trabajaba de secretaria en una empresa de azulejos en Villarreal desde hacía años. A los cuarenta y tres, Isabel seguía soltera, algo que sorprendía a su madre, pero no a él. Su hija, por más que su madre siempre la defendiera, no contaba con la fortuna de la naturaleza, sino que, muy al contrario, la pobre siempre, desde muy pequeña, lo había tenido casi todo en contra: baja estatura, gafas de muchas dioptrías que apenas dejaban ver sus ojos y unas formas excesivamente redondas. Qué se le iba a hacer, pensó el alcalde, a alguien le tenía que tocar. Negando con la cabeza, observó cómo su hija bajaba del coche cargada de cajas y bolsas, y tropezaba con la misma piedra que su hermano, pero ella dándose de bruces. Las copas que llevaba en una de las cajas cayeron al suelo y se hicieron añicos.
—Pero ¿se puede saber qué os pasa hoy? ¿Por qué me han tocado los hijos más patosos del mundo? —protestó Vicent, mirando lo poco que quedaba de las copas de flauta.
Amparo salió a ayudar a su hija, que ya había empezado a recoger cristales.
—Ay, hija mía, ¿te has hecho daño? Esta piedra maldita, yo también me doy con ella siempre. Vicent, por favor —dijo Amparo, volviéndose hacia su marido—, ¿la puedes quitar, no vaya a ser que se nos caigan todos los invitados o el mismo presidente?
Vicent, alarmado ante semejante posibilidad, procedió rápidamente a retirar la dichosa piedra, mientras madre e hija se dirigían hacia la cocina después de recoger el estropicio. Qué mal presagio si el presidente de la Comunidad Valenciana, Eliseo Roig, se rompía algo en su propia casa, pensó. Le había costado dos años conseguir la visita, que a su vez había atraído a un gran número de inversores y negociantes, y nada podía fallar.
Vicent se ajustó la corbata de lana, informal pero elegante, y atravesó el jardín para asegurarse de que todo estuviera listo en el hipódromo. Dejó atrás la piscina, perfectamente ajardinada, y llegó al circuito ecuestre, del tamaño de dos campos de fútbol, donde las vallas ya estaban instaladas y los caballos esperaban tranquilos en las cuadras adyacentes. Vicent no era buen jinete, pero siempre le habían encantado los caballos, desde que era pequeño y jugaba con ellos en las masías de sus amigos morellanos. Como todas las mañanas, se acercó a Pablo, su caballo favorito, grande y hermoso, aunque de patas cortas, no muy alto. Pablo era tranquilo, pero miraba al frente y se defendía bien. Nadie habría dicho que fuera veloz, pero a fuerza de zancadas y brío el animal había superado cualquier presunción, sorprendiendo a propios y extraños. Quizá era verdad que el amor es, en el fondo, narcisista y uno quiere al ser en el que se ve reflejado, pensó. Como con su caballo, tampoco nadie había dado un duro por él, hijo de guardia civil y sin apenas estudios. Pero mira adónde había llegado, se dijo mientras contemplaba sus cuadras. Lentamente, acarició la crin del cuadrúpedo, que solo se dejaba querer por su amo. A los demás cuidadores, más de tres, les despedía a coces y relinchos, pero el entendimiento con Vicent era absoluto. Llevaban juntos más de diez años, después de que Vicent lo comprara por cuatro duros a un amigo masovero, ya anciano, que veía que no podría cuidar del joven caballo —entonces un poni— hasta que este se hiciera mayor. El caballo, sin embargo, continuó con el anciano masovero hasta que tres años más tarde Vicent adquirió su finca y, por fin, pudo dar a Lo Petit, como lo llamaba, el espacio que siempre había soñado. Nada más comprar la esplendorosa masía, el ahora alcalde mandó construir las cuadras y el hipódromo, feliz por dar libertad a su caballo y soñando con días como aquel.
Vicent miró a su alrededor, todo parecía correcto, listo. Las sillas de los invitados se habían acolchado, los caballos estaban alimentados y los carriles del circuito de competición aparecían bien marcados. El alcalde hinchó el pecho y respiró el aire puro de monte seco que tanto le gustaba. Para él, los verdes valles, ríos y abetos eran para las películas. El verdadero monte era duro, seco, con olor a romero, de árboles chatos, de animales que se sabían proteger del frío y del viento. Era un monte abierto y directo, que dejaba ver el paisaje, que no se escondía. El monte de verdad era un macho, como él, se dijo orgulloso.
Tres camareras vestidas de negro con delantal y cofia blancos abrieron el pequeño pabellón de madera junto al circuito ecuestre, acondicionado con un bar, sofás y mesas. En una terraza de madera, de cara al hipódromo, encendieron dos hogueras dentro de sendos bidones de diseño y dispusieron las mesas, con manteles de hilo blanco y la cubertería de plata —lo único de valor que Vicent había heredado de su madre—. Al cabo de unos instantes, las tres camareras trajeron dos enormes cubiteras repletas de botellas de Moët & Chandon y dos ollas de caldo caliente para dar una bienvenida cálida a los invitados.
Como de costumbre, el presidente de la Comunidad se personó con un coche escolta, justo detrás del suyo propio, un Porsche descapotable último modelo que conducía él mismo. Su mujer, alta, rubia y, claramente, con miles de euros de trabajo plástico en todo el cuerpo, bajó primero, pero enseguida se evidenció que no podría andar por la finca con los enormes tacones de aguja que llevaba. Vicent rápidamente se dispuso a ayudarla y ordenó a Amparo, que también había salido a recibir a la comitiva, que le enseñara la habitación que les habían dispuesto. Las dos mujeres enseguida se ausentaron.
—¡Vaya palacete que tienes, machote! —dijo Eliseo Roig, presidente de la Comunidad Valenciana, dando un fuerte abrazo, más bien un encontronazo, a Vicent. Eliseo era un hombre alto, corpulento, de mirada directa. Tenía una presencia de esas indispensables para triunfar en política: ojos bonitos, en su caso verdes, dentadura blanca, espalda ancha, buen vestir y, sobre todo, una sonrisa de niño bueno tras la que se escondía un hombre político sin duda leviatanesco—. ¡Caramba, caramba! —exclamaba, mirando la inmensa finca, que gozaba de vistas espectaculares a las montañas sin que apenas se divisara ninguna otra edificación.
Ese emplazamiento privilegiado, por supuesto, había tenido su precio. En primer lugar, tuvieron que construir un camino de tierra de unos cinco kilómetros para conectar la antigua masía con la carretera local más próxima. Luego, llevar agua y luz había costado más de doscientos mil euros, ya que más de una docena de obreros se pasó casi tres meses cavando y cubriendo surcos para instalar tuberías, cañerías e instalaciones eléctricas. La estancia, de cuatro pisos y diez habitaciones, no se habitaba desde el siglo pasado, cuando seguramente alguna familia latifundista se autoabastecía, a la vez que comerciaba con animales en los mercados más próximos. De hecho, Morella siempre había sido una zona rica, con grandes parcelas de tierra y una ganadería muy apreciada, con corderos, jabalís y, por supuesto, cerdos de fama internacional.
El presidente Roig volvió de su pequeño recorrido alrededor del jardín más inmediato a la casa, de la que sobresalían pequeñas ventanas y balcones de madera pulcra, tallada y brillante. Alta y esbelta, como los cipreses que la rodeaban, la construcción transmitía poder y control sobre las vastas tierras de alrededor.
—¡Y parecías tonto, tú aquí, calladito, calladito en tu pueblo, pero las matas callando! —exclamó Roig, dando a Vicent palmaditas en la espalda, pero incapaz de dejar de contemplar la finca, claramente sorprendido.
—Bueno, uno hace lo que puede, son muchos años de trabajo —respondió el alcalde mirando al suelo para no quitar protagonismo al político, recordándole que él era sin duda el protagonista de la jornada. Siempre había tenido muy presente que España era un país de envidiosos y él necesitaba al presidente, ahora más que nunca. Debía mantenerle contento a toda costa.
—Pase, pase, por favor, entre en la casa, que es el primero en llegar.
Los dos hombres se sentaron junto al fuego, donde Amparo, de charla en la cocina con Adela, la señora presidenta, les sirvió un coñac.
—Ah, esto sí que es vida —dijo Eliseo, mirando a Amparo de arriba abajo, con cierta desaprobación.
Vicent rápidamente observó a Adela y luego a Eliseo, cuya mirada parecía decir: «Tú tienes la casa, cabrón, pero yo el puesto y la chica, sí, veinte años más joven que yo. Toma, jódete».
Los dos hombres habían coincidido en varias reuniones sobre el aeropuerto de Castellón y Vicent siempre le había apoyado: una vez, enfrentándose al mismo alcalde de Castellón, quien dudaba de que la ciudad se pudiera permitir semejante proyecto. Pero con la insistencia del presidente y sus aliados, como Vicent, el plan, de momento, iba hacia delante; seguramente, por eso Roig había aceptado la invitación.
Vicent, a quien no importaba lo que Roig pensara de su mujer, porque él ya tenía lo que quería y cuando quería, procedió con su plan, pues no tenía tiempo que perder. Se aclaró la voz y cogió uno de los folletos que su hijo había dejado bien dispuestos junto a la chimenea, exactamente donde su padre le había indicado.
—Estoy encantado de tener la oportunidad de recibirle en mi casa, ya verá qué día tan espléndido pasamos —dijo, inclinándose hacia delante—. Los caballos están a punto, el cordero tiene una pinta que seguro que no ha visto uno igual…
—¡Ahora te escucho! —le interrumpió Eliseo—. A mí, estas gilipolleces de los caballos, la verdad, tanto me dan. Yo vengo aquí a verte, a por el cordero y a ver qué negocios terciamos. —Antes de continuar, se incorporó, acercándose a Vicent, adoptando un tono más confidencial—. Pero dime, que tengo curiosidad, ¿qué te traes realmente entre manos con esto de la escuela? Porque ya te aviso que las cosas van bien, pero que tampoco está el horno para bollos. Hemos hecho mucho en muy pocos años y los objetivos ya se han cumplido.
Vicent sonrió, percibiendo el aviso, pero con la confianza de que atajaría cualquier problema. Ahora, lo único que importaba era ganar las próximas elecciones.
—No se preocupe, presidente, que está todo controlado —aseguró, ahora reclinándose hacia atrás, cruzando las piernas, seguro de sí mismo—. En Morella, como ya le dije por correo electrónico, tenemos una antigua escuela enorme que lleva abandonada años y años. Está junto a la iglesia, en una ubicación inmejorable, así que tiene grandes posibilidades.
—Escucho —dijo Eliseo, juntando las manos sobre las piernas, mientras las cruzaba con deferencia presidencial.
—Es una oportunidad única para un inversor o un grupo de socios que quieran convertir el edificio en pisos, aunque también hay espacio para un cine o un supermercado, que en este pueblo tenemos muchas tiendas pequeñitas que abusan del consumidor cobrando barbaridades. Aunque —Vicent se detuvo un instante— el gran golpe sería instalar un casino, en plan Las Vegas, que atraería a miles y miles de turistas. Con el aeropuerto de Castellón en marcha, los guiris vendrían como moscas. Se trata de uno de esos proyectos que engrosan las arcas de la comunidad, que contentan a la gente y que, también —hizo una pausa y miró al presidente directamente a los ojos—, hacen ganar votos.
Eliseo levantó una ceja en señal de sorpresa y también de interés.
—Mira este alcalde de pueblo, qué espabilado nos ha salido —dijo con una sonrisa cínica—. Continúa —añadió, sirviéndose otra copa del coñac que Amparo había dejado en la mesilla junto a él. Su marido le había insistido toda la semana en que el presidente debía tener todo a su alcance, de manera inmediata, durante su estancia.
—Es una oportunidad única que hoy presentaré a este grupo de inversores, estrictamente seleccionados, por supuesto. —Vicent hizo otra pausa para servirse otra copita él también. Había que demostrar lealtad, pero también ganarse el respeto de Roig teniendo una conversación de igual a igual.
Eliseo tomó un largo sorbo de su copa. Hombre de avanzada edad y vasta experiencia, hacía mucho que había aprendido a no perder el tiempo.
—¿Qué necesitas de mí exactamente y qué ofreces a cambio? —preguntó.
Vicent tosió ligeramente. Se había preparado para no arrugarse en este momento.
—Pues yo solo soy un alcalde de pueblo, independiente, sin padrinos —aseguró.
—Al grano, querido, que ya somos mayorcitos —atajó Eliseo, serio.
Vicent se ajustó la corbata y habló con determinación:
—Necesito su apoyo para vender el proyecto a potenciales inversores, como hoy, pero también necesito un colchón financiero. El colegio está en un pésimo estado y rehabilitarlo costará más de diez millones de euros, una cantidad que será difícil de amortizar para cualquier inversor. Si la Comunidad pudiese sufragar parte de la rehabilitación, eso nos facilitaría mucho la venta y, una vez conseguida, podríamos invertir, como siempre hemos querido, aunque no podido, en el aeropuerto de Castellón. Tengo entendido que usted tiene invertido buena parte de capital financiero y político en ese proyecto, si no me equivoco.
Eliseo respiró hondo y, del bolsillo de su chaqueta de piel impecable, sacó un puro. Rápido, Vicent le ofreció un cenicero a su disposición, pero Eliseo lo apartó con desdén, echando las primeras cenizas a la chimenea. Estaba claro quién mandaba allí.
—Ya veo, ya veo —dijo Eliseo, aspirando lentamente su puro—. La situación del aeropuerto es un poco delicada, te lo digo en confianza, Vicent. No nos está saliendo como quisiéramos, desgraciadamente hay algunos retrasos, pero nada que no se pueda solucionar. Las cosas mejorarán, no cabe la menor duda. —El presidente guardó silencio durante unos segundos mientras acariciaba el puro con sus manos gruesas, manos de poder. Por fin, dijo—: ¿Y cuánto crees que podríais invertir en el aeropuerto?
—Si vendemos el edificio por cinco millones y usted pone, digamos, otros cinco en la remodelación, nosotros podríamos meter dos en el aeropuerto.
—Pero, hombre —respondió el presidente—, ¿cómo me voy a gastar cinco millones para conseguir dos?
Vicent, que no tenía miedo a dar la estocada cuando convenía, respondió:
—Porque creo que el capital político en el aeropuerto de Castellón se le ha acabado y, si bien cinco millones en Morella son justificables, porque la Comunidad no ha hecho nada por este pueblo que no sean carreteras, más dinero en el aeropuerto sería difícil de explicar después de todo lo que se ha gastado allí, y todavía sin resultados.
Eliseo le miró fijamente.
—Hay más —continuó Vicent, consciente de la importancia del momento—, pero ya acabo. Todo resultaría mucho más fácil si, además, entre los dos, presionamos en Madrid para que construyan por fin el dichoso parador, del que llevan hablando meses. Hay una fonda en el pueblo que se podría reconvertir en parador, daría a Morella mucho más caché y atraería a miles de turistas nacionales, además de extranjeros.
—Me gusta cómo piensas, Vicent —dijo el presidente, contemplando su puro en el mismo momento en que se oyó el ruido de una furgoneta fuera.
Vicent pensó que se trataría de la comitiva de Zaragoza, que se habían organizado para viajar todos juntos. Había que concluir la conversación, pero lo más importante ya estaba dicho, pensó el alcalde, satisfecho.
—No hace falta que me dé una respuesta hoy, presidente, ni mucho menos. Se lo puede pensar y llamarme cuando quiera, yo quedo aquí a su disposición. Por supuesto —añadió en voz un poco más baja—, el éxito de esta transacción podría ser el principio de una larga y fructífera cooperación.
Vicent estaba convencido de que un parador y una caja municipal repleta de millones para financiar obras imponentes le convertiría en uno de los alcaldes más populares de Valencia y que eso le daría por fin la entrada al partido de Roig, la derecha valenciana de toda la vida. Vicent había intentado hacerse con las riendas del partido en Morella durante muchos años, pero los terratenientes del pueblo se lo habían impedido. A pesar de la prosperidad de la fonda y de la comodidad financiera alcanzada, Vicent siempre se había sentido un extraño entre las personas más influyentes de Morella, todas descendientes de morellanos latifundistas que le miraban con superioridad por ser, al fin y al cabo, forastero y trabajador. A los terratenientes también les inquietaba, en el fondo, que Vicent, burgués como era, llegara a alcalde y empezara a hacer añicos las enormes parcelas morellanas que apenas habían cambiado de apellido o tamaño en más de tres siglos.
Al oír el jaleo fuera, los dos hombres se levantaron, serios. El presidente le ofreció una sonrisa helada, pero aceptó la mano que el alcalde le tendió. Los dos, con sus chaquetas de piel cuidada e imponente, salieron a recibir al resto de invitados.
A las doce en punto, un pistoletazo fuerte, rápido y seco dio paso a la primera carrera, sin obstáculos, en la que diez jinetes encabezados por el marqués de Villafranca compitieron durante más de cinco minutos. Su estimado Lo Petit, cedido de manera excepcional al presidente de la Comunidad, quedó rezagado, aunque no el último, puesto que no parecía entender o responder a los deseos de nadie más que del propio Vicent.
El alcalde, las esposas de los jinetes y demás invitados contemplaban la escena desde la tribuna, aunque había más personas que observaban el paisaje, abierto a las montañas, que la propia carrera. Vicent, que no quería competir, puesto que su tiempo rendía más como anfitrión, descorchó la primera botella de Moët para servirlo en las copas de fina cristalería que el servicio ya había distribuido entre los invitados. Los empresarios venidos y sus esposas no disimularon su sed de champán y empezaron a vaciar botellas con tanta rapidez que Vicent tuvo que enviar a uno de los mozos a buscar más suministro a Morella. Y eso que a él le daba igual un vino o un champán que otro; mientras hubiera una buena mesa, una mujer rechoncha como la suya u otra y un buen trago, todo lo demás eran mariconadas, pensaba. Pero sabía que el Moët era importante para los invitados, así que se paseó repartiendo las finas burbujas por todas las mesas, hablando y bromeando con todos. La política le había enseñado a buscarse aliados y nunca crearse enemigos.
—Por favor, un poco más. Es usted un encanto, querido —dijo la esposa del marqués, asegurando tener mucha sed después del largo viaje desde Zaragoza. Qué cansada estaba, decía mientras se echaba hacia atrás la melena rubia.
—Bueno —respondió Vicent—, si usted supiera que mi padre iba de Morella a Zaragoza andando una vez por semana después de la guerra, ¡lo que habría dado por una copita de Moët a medio camino!, ¿eh? —bromeó, soltando una carcajada tan vacía como sonora, pero que no impidió que el grupito de la marquesa se echara también a reír antes de brindar y seguir bebiendo.
—Jesús, pero qué tiempos aquellos —comentó la señora marquesa, también con miles de euros de cirugía en la cara, botas altas de montar, chaqueta verde acolchada y un pañuelo de seda alrededor del cuello—. ¿Y a qué se dedicaba su padre? —preguntó, con más deferencia que interés—. He oído historias de auténticas fortunas hechas por estas tierras con el aceite del bajo Aragón, que se vendía a precio de oro…
—Ah, señora, mi padre no era un estraperlista —respondió rápido Vicent—, solo un guardia civil que llegó a esta región en 1946, después de unos años en Jaca, donde nací yo. Pero sí que tuvo que lidiar con muchos ladrones y estraperlistas por aquí, sí. En los pueblos, sobre todo en los lugares recónditos como este, quien no corre, vuela. Hay que ver cómo se despierta la imaginación en caso de necesidad.
—Bueno, bueno, Vicent, no nos echemos piedras en el propio tejado, que aquí somos muy honestos y todo lo que tenemos nos lo hemos ganado —irrumpió Ceferino, o Cefe, como le conocían en el pueblo. Alto y delgado, Cefe hablaba con un cigarrillo en la boca desde una mesa en el rincón que compartía con Eva, la joven secretaria técnica del ayuntamiento, morellana también. Cefe, de unos cincuenta años, llevaba media vida al mando de la sucursal morellana de un banco valenciano de renombre. Los dos resaltaban en un grupo tan fino, pues vestían jerséis de lana gruesa, con toda la pinta de confección casera, y unas botas de montaña desgastadas que contrastaban con las impecables botas de montar que lucían la mayoría de invitados.
—Por supuesto —cortó Vicent, quien no quería dar mucho protagonismo a Cefe, con quien solo se llevaba bien por necesidad. El banquero, de hecho, tenía muy pocos amigos, solo una vieja irreverente que se había pasado media vida fuera de España y que ahora quería salvar el pueblo de todos los males. Pero ese no era día para preocuparse por esas nimiedades—. Por supuesto que nos hemos ganado cuanto tenemos… y lo que vendrá a partir de ahora, como luego les explicaré a todos.
—Nos morimos de curiosidad —dijo Paco Barnús, uno de los inversores detrás del nuevo rascacielos de Cullera, una torre de cristal de veinte pisos recientemente inaugurada en el pequeño pueblo de pescadores valenciano—. Yo ya tengo experiencia en convertir pueblos en auténticas capitales de progreso, así que soy todo oídos —dijo Barnús, reclinándose hacia atrás y ajustando los botones dorados de su chaqueta azul. El inversor alzó la mano haciendo un sonido con los dedos para indicar a las camareras que quería más champán, aunque en ningún momento las miró.
Las chicas, acostumbradas a un trato diferente, no percibieron la señal y Vicent las tuvo que alertar con una mirada intensa. Por fin, una camarera se apresuró hacia Barnús y, con amabilidad, le preguntó:
—Vol més?
El empresario, sorprendido por el uso del valenciano en semejante reunión, lanzó una mirada helada a la joven, que instintivamente se echó un poco hacia atrás.
—Por favor —le respondió en castellano y con cierta exasperación, sin mirarla.
La joven, con manos temblorosas, le llenó la copa y volvió a su puesto tan rápido como pudo. Justo cuando recuperó su puesto, junto a la pared, Ernesto Mitjavila, uno de los principales inversores del banco valenciano donde trabajaba Cefe, dijo que él también quería más champán. Nadie rompió el tenso silencio que se creó mientras la pobre camarera, botella en mano, recorría de nuevo la terraza bajo la mirada de todos y servía nerviosamente al señor. Este miraba atentamente cómo su copa se llenaba de Moët y esperó, en silencio, a que la camarera volviera a su sitio para retomar la conversación. No sin antes dar un suspiro cargado de paciencia.
—En la Comunidad Valenciana —dijo Mitjavila, ahora ya mirando al resto de invitados—, nos estamos convirtiendo en el ejemplo para el resto de España, me lo dijeron el otro día en Madrid. ¿Quién lo habría imaginado, hace tan solo unos años, cuando aquí no había más que huertas y naranjas? —preguntó, riendo y bebiendo más champán—. Ahora, en cambio, mira Valencia, foco internacional de turismo y centro global de Fórmula 1. El otro día estuve comiendo precisamente con Ecclestone —añadió, acariciándose ligeramente el poco pelo blanco que tenía, peinado hacia atrás, y ajustándose el pañuelo de seda que le envolvía el cuello.
—En Zaragoza también avanzamos, ¿eh? —apuntó Federico Muñoz, de pie junto a una de las hogueras—. Tenemos un plan de desarrollo para los mismísimos Monegros: de desierto, nada. Vamos a levantar un parque temático sobre la naturaleza que generará miles de puestos de trabajo y, sobre todo, capital, del que se queda.
Todos emitieron sonidos de admiración.
Vicent contemplaba la escena fascinado, pues eso era precisamente lo que quería. España se había convertido por fin en un país que generaba capital, no solo mano de obra, y todos estaban sacando tajada: ahora le había llegado el turno a él.
De pie junto a la barbacoa donde ya se cocía el cordero, Vicent agradeció a los jinetes su participación una vez concluidas las carreras y les dio copas y medallas a cada uno. Tras los aplausos de rigor, el alcalde se dirigió de nuevo a sus invitados, pero ahora en un tono más serio.
—Queridos amigos —dijo—. Muchas gracias por haber hecho el esfuerzo de llegar hasta aquí, es un honor para mí contar con un grupo tan selecto de personalidades como lo son todos ustedes. —Vicent se detuvo brevemente para mirar a Eliseo—. Muy especialmente quisiera agradecer la presencia de Eliseo Roig, presidente de nuestra Comunidad, todo un honor para nosotros.
Sin más introducción, el presidente tomó la palabra; seguramente estaba acostumbrado a ser el centro de todos los actos a los que asistía, pensó Vicent.
—Muy queridos amigos y alcalde Fernández —dijo Roig con la voz alta y clara, y con la espalda bien recta—. Este olor a cordero asado me está matando, así que seré claro y directo, un estilo que tantos éxitos le está reportando a la Comunidad Valenciana, la región española con más crecimiento.
El presidente hizo una breve pausa para alzar la vista hacia las montañas. Tras unos segundos de silencio, Roig respiró hondo antes de continuar, una fórmula reiteradamente usada en política para revestir el mensaje de más importancia.
—Las posibilidades de nuestros pueblos —continuó—, algunos todavía anclados en el pasado, son ahora mejores que nunca; pero esto también significa que todavía queda mucho por hacer. Tenemos ejemplos de reconversiones milagrosas, como Cullera, en las que comunidades enteras han avanzado un siglo casi de golpe solo con un poco de inversión. Por eso, en la Comunidad estamos orgullosos de iniciativas como las del alcalde Fernández, de la que estamos ansiosos por conocer más detalles.
Roig miró a Vicent, mostrándole una amplia sonrisa. El presidente, visiblemente satisfecho consigo mismo, miró hacia cada uno de los presentes y se dirigió hacia el alcalde para darle unas palmaditas en el hombro. Vicent, con el pecho hinchado y la cabeza bien alta, retomó la palabra.
—Muchas gracias, presidente —dijo en tono firme y seguro—. Señores, les he convocado para pasar un día fantástico y para hablarles de un proyecto estelar: la rehabilitación de la antigua escuela de Morella. En el ayuntamiento, ya saben, estamos dispuestos a hacer que Morella sea un pueblo rico y próspero, tanto como otros pueblos medievales de Europa, como San Gimignano en Italia, Rotemburgo en Alemania o Carcassone en Francia. —Algunos miembros del público intercambiaron miradas interrogadoras, como si no hubieran oído hablar de esos lugares en su vida. Vicent continuaba su breve discurso—: Esos pueblos han generado capital gracias a su paraje, pero en Morella, en cambio, solo tenemos un puñado de tiendas y apenas cuatro negocios medianos. Nosotros queremos más. —El alcalde pausó brevemente para respirar hondo, tal y como había ensayado. El discurso le estaba saliendo bien, aunque esperaba que nadie le preguntara por esos pueblos europeos que, por supuesto, nunca había visitado. Continuó—: Como les enseñaremos después de la comida, la escuela ocupa el edificio más grande y distinguido del pueblo. Más de mil metros cuadrados de espacio libre para albergar un hotel, un cine, pisos o la mejor opción: un casino como los de Las Vegas, que atraería a miles de españoles y turistas extranjeros.
Vicent pudo ver la sonrisa que se dibujaba en más de una cara. Todo estaba saliendo a pedir de boca.
—Acondicionar el edificio, sin embargo, cuesta una cantidad elevada, cerca de cinco millones de euros que esperamos compartir con algunas administraciones. Pero ya me han advertido en Madrid que el resto de la inversión debe ser privada, algo que no me da ningún temor, porque, si construimos pisos, estos se venderán solos, y si al final instalamos un casino, el primero en España de estas características, el éxito está garantizado. —Vicent hizo una breve pausa para observar la reacción de los invitados.
—Un casino, qué original —susurró Barnús al marqués de Villafranca, que se encontraba a su lado y asintió—. Esto podría ser muy, muy interesante —se dijo Barnús a sí mismo, levantando una ceja y acariciándose la barbilla con el dedo pulgar.
—Ya no les digo más —prosiguió Vicent—. Hemos dejado más información sobre la mesa —dijo, señalando los folletos junto a las cubiteras de champán, ya repletas de nuevo—. Yo estoy, por supuesto, a su disposición y, en una hora y media exactamente, después de la comida, nos recogerá un autobús para llevarnos al edificio; a las señoras también —añadió, sonriendo hacia una concentración de melenas rubias en una de las mesas del costado—. Luego volveremos aquí hacia las seis de la tarde para tomar un poco de café, pastas y licores justo antes de terminar la jornada. Espero que encuentren el proyecto tan suculento como el cordero lechal que ahora nos espera. ¡Salud y buen provecho!
Entre aplausos y múltiples palmaditas en el hombro, Vicent se adentró en la fiesta que llevaba meses preparando. El champán corría como nunca, tanto como el marisco especialmente traído de la costa para los más finos que no tomaban carne. Todo eran risas, bromas y relatos de congratulación; todos parecían tener historias de éxito, proyectos de grandeza. Vicent, exultante, casi se había olvidado de Lo Petit, al que no miraba desde hacía un buen rato a pesar de que el animal continuaba de pie no muy lejos de la terraza mirando al vacío, cabizbajo, con ojos tristes. Parecía exhausto. Nunca había sido un caballo de carreras, solo el amigo de un masovero mayor a quien ayudaba en todo lo que podía. Los otros caballos parecían más enteros después del esfuerzo. Cuatro eran purasangres, adquiridos por Vicent en la Feria de Abril de Sevilla el año anterior, y los otros cinco habían sido alquilados a un hipódromo de Barcelona para la ocasión.
En la mesa del rincón, Eva y Cefe literalmente se chupaban los dedos de lo bueno que estaba el cordero trufado. El resto de comensales, por supuesto, partían las chuletas con cuchara y tenedor.
—¿En qué acabará todo esto? —preguntó Eva mirando al grupo, distante.
—No lo sé, Eva, no lo sé —respondió Cefe, sin añadir más y encendiéndose un cigarrillo.