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Él la miraba tras de los amplios ventanales góticos de Durnford House, la mansión donde residía junto a los cincuenta alumnos que tenía asignados. Sabía que ella no se giraría hacia su ventana, ya que, como miles de turistas, creía que el colegio ocupaba el amplio espacio alrededor de la capilla, que más bien parecía una importante iglesia gótica. Pero, en realidad, el centro estaba formado por más de cincuenta edificios esparcidos por el pueblo, aunque relativamente cercanos entre sí. Eton, pensó, no era como los colegios de España, más bien estáticos, donde los estudiantes se sentaban en el mismo lugar durante ocho horas para absorber una retahíla de conocimientos, en su mayoría de dudosa relevancia. La vida en Eton, en cambio, era un continuo ir y venir entre actividades y pabellones a todas horas, de las ocho de la mañana hasta casi las once de la noche, cuando terminaban las reuniones de clubes o los encuentros culturales habituales después de la cena.

Desde su noble habitación de madera oscura tallada, Charles había observado a Valli durante casi la hora que la anciana llevaba sentada en el banco de piedra. Había llegado con mucha antelación, pues la cita no era hasta las dos y media de la tarde. A esa hora, después de la comida, los profesores disponían de un breve descanso mientras los alumnos salían a practicar deporte, aprovechando las pocas horas de luz que quedaban.

Apenas faltaban quince minutos para que el antiguo reloj de pared, uno de los pocos objetos que conservaba de su padre, anunciara la hora convenida. Charles, con su frac impecable, chaleco negro y camisa y pajarita blancas, se puso la capa larga y negra que vestían los profesores para distinguirse de los alumnos. En Eton, todo eran símbolos. Los colores de los chalecos, pantalones, gorros o bufandas indicaban a qué residencia o club se pertenecía, o incluso si un estudiante estaba en el selecto grupo de los setenta alumnos más aventajados, entre un total de más de mil. Cada uno tenía su lugar, como en la vida misma.

Charles, de silueta alta y noble, nunca había dudado de su lugar. A sus cincuenta y cuatro años, era jefe de departamento, con dos docenas de profesores bajo su tutela. La residencia que gobernaba, Durnford, era de las más populares y los alumnos competían por estar a sus órdenes o para ser elegidos capitanes. En las residencias, los estudiantes tenían sus habitaciones, simples pero cálidas, en los pisos inferiores al ático, donde Charles ocupaba un apartamento amplio y confortable para él solo. En otras residencias, los directores —siempre hombres— compartían la vivienda con sus esposas, pero Charles no estaba casado, ni lo pretendía, y los viajes eran su única afición fuera del ámbito escolar. O bien trabajaba, o bien viajaba durante las vacaciones. No había término medio. Desde que se había graduado en Oxford en los años setenta, había visitado cien de los casi doscientos países que existen en el mundo, según había contado. Después de la universidad, y sin padres a los que cuidar o visitar, Charles pasó tres años viajando por Asia, sobre todo por la India, donde antiguos compañeros de Eton —donde él también había estudiado—, que eran descendientes de antiguos gobernadores británicos, habían tejido muy buenas relaciones con los rajs. Durante meses, Charles estudió hindi y la cultura india en uno de los torreones del castillo de Jaipur, cortesía de sus —todavía— propietarios. Después de otro año explorando África, en condiciones similares, Charles por fin había regresado a Inglaterra para seguir el curso que todos esperaban de él. El tío de un amigo le consiguió un trabajo muy bien remunerado en un banco de la City y allí empezó a ganar dinero de una manera sorprendentemente fácil. No había más que ir a comer con algún amigo de los propietarios que tuviera una empresa y determinar el precio de esta aplicando una conocida fórmula; a media tarde volvía para llamar a una lista de contactos y les vendía los bonos o acciones emitidas por dicha empresa a cambio de una suculenta comisión. A las seis de la tarde, con la faena hecha, remataba el día con dos copitas de jerez, para él sherry, en su club.

El dinero corría rápido en la City. Margaret Thatcher, tras solo un año en el poder, estaba derribando barreras y eliminando sindicatos, liberalizando sectores y vendiendo empresas públicas. Las oportunidades se seguían una detrás de otra. En esas noches de champán y celebraciones, a Charles no le costó enamorar a la hermana de Robin, todavía su mejor amigo y compañero suyo en Oxford. Meredith, de diecinueve años, era callada y respetuosa y, sobre todo, muy bella, tanto que parecía una muñeca de porcelana con la tez blanca, grandes ojos azules, pelo largo, rubio y rizado, y una silueta frágil, como de bailarina. Se casaron tan solo unos meses después y se mudaron a la casa que los padres de Meredith les habían regalado en Chelsea, a pesar de que Charles contaba con la pequeña fortuna que su padre le había dejado.

La felicidad en la enorme casa de estuco blanco que pensaban llenar de niños duró poco y Charles, tan solo unos meses más tarde, dejó mansión, esposa y trabajo para volver a Eton como profesor. La convivencia con una mujer educada para coser y callar no le interesaba en absoluto, y las casas de sus amigos, con recién nacidos llorando continuamente, le irritaban, por más niñeras que emplearan. A Charles le gustaba el silencio de bibliotecas y castillos, y de los lagos y montañas más remotos que exploraba en su tiempo libre. Consideraba a la familia una vulgaridad mediocre, poco estimulante, por lo que echaba enormemente en falta el continuo aliciente de la vida en Eton y Oxford. El matrimonio y la vida doméstica le aburrían soberanamente.

Eton, por supuesto, le acogió con los brazos abiertos, dándole el mismo apoyo que había recibido en su segundo curso como interno, cuando apenas tenía catorce años y su padre murió súbitamente de un cáncer fulminante.

A pesar de la gran admiración que le profesaba, Charles apenas había conocido a su padre. A los cinco años, ya había ingresado en un internado cercano a Cambridge, en cuya universidad el señor Winglesworth era un renombrado hispanista. Este siempre le había hablado en castellano, mientras que la institutriz, con quien de hecho pasaba la mayor parte del tiempo, lo hacía en inglés. La insistencia de su padre con el idioma fue tal que, en su primer internado, tuvieron que contratar a un profesor especial para que Charles no olvidara el castellano que había aprendido en casa. Si bien conservó la lengua, lo que perdió fue a su padre, a quien apenas vio desde entonces, ya que, cuando este murió, él ya llevaba interno muchos años. Durante su infancia, Charles veía a su padre una vez al mes, cuando este le visitaba y salían a comer a un restaurante cercano al colegio. En esas comidas, frías y distantes, solo intercambiaban logros académicos o su padre le explicaba su última teoría sobre Cervantes. Tan solo una vez, mientras discutían acerca del bilingüismo, su padre, que ya debía de conocer el alcance de su enfermedad, le dijo que durante la vida lo mejor era pensar en inglés y sentir en español.

Charles nunca acabó de entender el sentido de aquella frase, como tampoco comprendió nunca a su propio padre, aunque sospechaba que debía de haber sido bastante parecido a él: un gentleman solitario y excéntrico que disfrutaba de la vida en silencio y a su manera. Hombres hechos para los cuadriláteros góticos de Eton, Oxford y Cambridge, seres atemperados y cuidados que avanzan por la vida refinados y discretos, sin arremangarse ni mojarse, pero siempre hacia delante. A su manera, eran felices.

Charles, al igual que Valli, vio a los dos estudiantes que salían por el portón principal. Eran alumnos suyos y estaban entre el grupo que le había acompañado a Morella hacía ya unos meses. Allí había empezado todo.

El profesor miró hacia la pared, donde tenía una foto inédita y original de George Orwell, exalumno de Eton, observando algo con ojos inquisidores mientras sus compañeros de clase parecían escuchar a alguien pasivamente. Ya entonces, el adolescente Eric Blair, como se llamaba hasta que cambió de nombre, destellaba revolución en los ojos. Obras suyas como Rebelión en la granja o 1984 habían encandilado a Charles desde muy pequeño, en parte gracias a la insistencia de su padre, quien se había hecho amigo del famoso escritor en la guerra de España. Al acabar el conflicto, Orwell y Winglesworth regresaron a sus privilegios en Gran Bretaña, uno ya como autor consagrado después de Homenaje a Catalunya, y el otro con una cátedra en la Universidad de Cambridge. Los dos hispanistas mantuvieron correspondencia hasta que Orwell murió en 1950. Su padre, que falleció años más tarde, había dejado a Charles algunas cartas del autor, aparte de centenares de libros, el reloj de pared y los gemelos de camisa de plata que siempre llevaba. Eso, además de una sustancial cantidad de dinero y la casa familiar en Cambridge, que Charles vendió después de su fallida experiencia matrimonial, cuando resultó evidente que no le interesaba construir un hogar. De esa casa, de hecho, solo recordaba las largas tardes de estudio en solitario y a la institutriz. A su madre nunca la había conocido y tampoco tuvo hermanos, por lo que, en su opinión, el valor de la familia estaba socialmente sobredimensionado. Para Charles, pretender ser feliz con muy pocas personas a las que, de hecho, no se puede elegir era una pérdida de tiempo. En realidad, siempre había pensado que el origen de la familia, desde la época de los romanos, no era más que un mecanismo de transmisión patrimonial y que la institución nunca se había concebido como algún tipo de soporte emocional. Él, además, tenía recursos en abundancia, así que, en un momento de necesidad, tendría cuantos asistentes precisara sin necesidad de pedir ningún favor. Durante las fechas señaladas, como la Navidad, lo mejor era viajar y descansar, mucho más enriquecedor que hacer todos los años lo mismo, viendo a las mismas personas, hablando de los mismos viejos tópicos. En las últimas Navidades, por ejemplo, había estado en Sudáfrica y en las anteriores había visitado a unos amigos en Singapur. Durante la década de 1990, había pasado muchas Nocheviejas en Nueva York, centro financiero y cultural del mundo durante décadas que le maravillaba. Ahora, en cambio, tenía que seguir a sus amistades a lugares diferentes, como Shanghái, Qatar o Abu Dabi. Pero a él le daba igual. Las últimas Navidades en Ciudad del Cabo y Singapur habían sido estupendas, puesto que nada había sido navideño. Los árboles, belenes y Papá Noel eran, para él, una auténtica horterada.

Esa vida de ideas claras y ordenadas, sin embargo, se había trastocado hacía casi un año, en febrero de 2007, cuando empezó a buscar en España un lugar para realizar un curso intensivo de lengua y cultura españolas con sus alumnos. Conocía bien el país y, como muchos británicos, tenía preferencia por el sur, donde alardeaba de haber visitado la mayoría de pueblos. A Charles no le gustaban las grandes ciudades, prefería el silencio y la tranquilidad rural. Buscando en Google, encontró un anuncio del ayuntamiento de Morella, una pequeña población medieval en la provincia de Castellón rodeada de montañas áridas. Se trataba de un antiguo colegio, enorme y majestuoso, que la alcaldía había puesto en venta tras construir unas escuelas más modernas. El antiguo edificio quedaba, pues, libre para remodelar y adecuar para otros usos.

Charles miró las fotografías con interés y le entusiasmó la idea de pasar allí una semana con sus chicos. El pueblo parecía ideal: pequeño, adoquinado, prácticamente en medio de la nada, pero solo a dos horas del aeropuerto de Valencia. La página web también anunciaba que el nuevo aeropuerto de Castellón, que estaría a punto en breve, se encontraba a menos de una hora de distancia.

Acostumbrado a que los españoles nunca le respondieran los mensajes de correo electrónico, Charles llamó directamente para interesarse. Lamentablemente, le dijeron, el edificio no se podía alquilar, ya que su interior estaba en estado casi ruinoso, por lo que solo estaba a la venta. Desilusionado, Charles aparcó el asunto, aunque no dejó de interesarse por Morella.

Al cabo de un mes, curioso como era, decidió aprovechar los días de Semana Santa para conocer la población. Y allí se personó.