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Desde la primera vez que le miró a los ojos, sospechó quién era. Aunque de eso hiciera ya casi un año y mucho hubiera sucedido desde entonces, a Vallivana Querol le temblaban las manos antes del reencuentro. Quizá él estaba esperando detrás de los portones centenarios, u observándola a través de una de las ventanas góticas del solemne edificio. Quizá él estuviera tan nervioso o se sintiera tan ambivalente respecto al encuentro como ella misma.

Sentada en un banco de piedra y con la paciencia que dan ochenta y nueve años de vida, la anciana suspiró mientras contemplaba los torreones de ladrillo, cada vez más oscuros e imponentes a medida que caía la tarde fría y triste. Llevaba allí un buen rato, aparentemente tranquila, sintiendo todavía el calor de una taza de té entre sus manos, fuertes y largas, símbolo de una vida completa y comprometida. Eran unas manos que habían trabajado y se habían defendido. Unas manos grandes y vivas. El resto de su cara, en cambio, parecía cansado, ojeroso, arrugado y triangular, totalmente dominado por unos inmensos ojos negros.

Valli, como todos la conocían, todavía no sabía si iba a entrar. Pensaba que atravesar esas puertas centenarias y colaborar con Eton, el colegio más elitista del mundo, traicionaría toda una vida de lucha por unos ideales. Pero ahora, después de los últimos acontecimientos, ya no sabía si esa lucha había merecido la pena o si había sido un error. Toda una vida equivocada.

La anciana permanecía casi inmóvil, protegida por un largo abrigo de paño, con la cabeza enfundada en un gorro de lana que apenas le dejaba ver. Tampoco quería observar demasiado. Prefería cerrar los ojos y pensar. Recordar el largo camino que la había llevado hasta las puertas de ese colegio desde que naciera en el seno de una familia de masoveros valencianos que apenas sabían leer y escribir. Ocho décadas más tarde, la anciana estaba allí invitada por Charles Winglesworth, director del departamento de lenguas extranjeras del prestigioso centro, que durante más de seis siglos había formado a primeros ministros, escritores, artistas y financieros de múltiples países. El profesor la había invitado para que compartiera su dilatada experiencia con los alumnos y ella, en principio, había aceptado, pero no porque quisiera conocer la institución que ahora tenía delante.

Valli solo quería encontrar la paz que la había rehuido toda la vida, a pesar de buscarla durante largos años. Ahora, por fin, con décadas de experiencia a sus espaldas, se sentaba a reflexionar, intentando hilvanar los hechos de toda una vida. La anciana había llegado a Londres dos días antes de la cita precisamente para recorrer las calles de una ciudad que pudo haber cambiado su destino hacía más de cincuenta años. Durante esos dos días, Valli había recordado los múltiples vaivenes de su existencia recluida en un pequeño bed and breakfast de Bloomsbury, exactamente el mismo donde se había hospedado en 1953.

Charles había insistido en que se quedara en el pequeño pueblo de Eton, a una hora de Londres, en un hotel pequeño y acogedor cerca del colegio. Pero a Valli nunca le habían gustado los barrios señoriales y ese, desde luego, lo era de lleno: salones de té y pastas para señoras ociosas, concesionarios Aston Martin para maridos financieros, tiendas de tarjetas para aquellos que tienen que comprar un mensaje personal, porque no saben escribirlo, o boutiques de ropa al más puro estilo lord: chaquetas de tweed, sombreros de copa, pajaritas o corbatas y chalecos con escudos heráldicos. A la antigua maestra, que se había pasado la vida ayudando a los más humildes, aquel ambiente, francamente, le repugnaba.

Pero, a diferencia de en tiempos pasados, ahora lo aceptaba. Además, esos años en los que había viajado por toda España enseñando a leer y a escribir a centenares de personas, hacía más de setenta años, ya le quedaban muy lejos. Todo había cambiado. Hasta el mismísimo barrio de Bloomsbury, cuna de intelectuales cuando ella lo conoció en los años cincuenta, ahora estaba dominado por cadenas de moda o comida rápida, frecuentadas por estudiantes que parecían más interesados en consumir que en debatir ideas. La música de estos establecimientos era atronadora, seguramente para que la gente entrara, comprara y se fuera en un santiamén, pensó. Ninguna cafetería tenía sillas cómodas que incitaran a una conversación calmada, a reflexionar. Londres ya no era una sociedad de creación, como antaño, sino de distribución, se decía Valli mientras paseaba sola por las calles del Bloomsbury de Virginia Wolf, donde apenas quedaban librerías. Si en 1953 había pasado una semana sentada en el suelo de aulas universitarias o incluso de pubs intentando mejorar el mundo, hablando con quien fuera —daba lo mismo, pues ella creía que todos eran iguales—, ahora, después de dos días, apenas había cruzado palabra con nadie. Todos iban a la suya y a un ritmo vertiginoso.

El viaje en tren desde la estación de Waterloo a Eton esa misma mañana también le había recordado una vez más que la mujer joven y fuerte que rechazó una vida estable en Inglaterra para luchar por España se había convertido en una viejecita pequeña y vulnerable, abrumada por un mundo rápido y devorador que nada ni nadie —ni ella misma— podían cambiar. Es más, las diferencias contra las que ella tanto había luchado parecían incluso mayores: a los bloques altos y sucios del sur de Londres, habitados por familias que seguramente nunca mejorarían su posición social, les seguían vastos campos de golf y casas de ladrillo rojo impecable a medida que avanzaba el tren. Los campos de fútbol públicos llenos de charcos embarrados cerca de la estación también contrastaban con los arreglados estadios de rugby de los colegios privados a las afueras de Londres. Valli ya sabía que en Inglaterra el rugby era el deporte de los gentlemen por excelencia, mientras que el fútbol era el deporte rey entre la clase trabajadora.

Inglaterra y sus clases. Igual que España, pero más fino, pensaba la anciana en el tren.

Al menos, se dijo, en Inglaterra la élite estaba mejor educada y nadie dudaba de que los grandes colegios privados británicos fueran excepcionales. Mientras, en España, una repentina fiebre por el ladrillo estaba sacando alumnos de las aulas para llevárselos a la construcción, donde seguramente ganarían más dinero y mucho más rápido que con cualquier título universitario. Valli no daba crédito a todo lo que se estaba construyendo en el país. Hacía dos años, en 2006, se quedó impresionada al ver decenas de grúas levantando casas adosadas en Alcañiz, una ciudad de provincias más bien pobre y rácana, no muy lejos de su pueblo. ¿Quién podía pagarse un chalé con piscina en Alcañiz, si la ciudad apenas tenía industria o servicios?, se preguntaba Valli. Ella hacía tiempo que decía que todo aquello acabaría mal y que los tres factores que de verdad determinan la riqueza de un país son educación, educación y educación. Nadie le hacía caso, pues para la prensa, los políticos, incluso para sus vecinos y amigos solo parecía existir el milagro constructor. De repente, y ante su sorpresa, todo el mundo tenía casas y coches desproporcionados a sus ingresos. Masovera como se había criado, Valli sabía muy bien que las habas no estaban contadas hasta el final y ya había leído en alguna parte que algunos bancos extranjeros empezaban a flaquear. Pero en España no pasaba nada. Nunca pasaba nada. España siempre iba bien.

En todo momento atenta y todavía sentada en el banco de piedra frente al majestuoso colegio, Valli vio a dos estudiantes salir del edificio principal a través de los amplios portones de madera antigua. Como de costumbre, llevaban el tradicional frac sobre chaleco negro, pantalones también negros de raya diplomática y una camisa blanca con un cuello especial, una tira blanca doblada que parecía una pajarita sin serlo. Andaban rápido, cabeza en alto, vista al frente. La mirada autosuficiente, las mejillas rosadas, la tez blanca y el pelo alborotado, ligeramente más largo en la parte delantera, les distinguía como miembros de su clase.

Al pasar por delante de ella, ni la miraron, a pesar de ser la única persona que se encontraba en la calle. Sus padres pagaban más de treinta mil libras al año para que allí aprendieran a distinguir con quién mezclarse y con quién no. Habían aprendido bien.

Valli miró al suelo. Había perdido esa batalla, el mundo siempre sería de las élites que se buscan y se encuentran para mantener sus privilegios. El corazón se le inundó de tristeza, ya que había dedicado su vida a luchar por lo contrario. Recordó con nostalgia el brío con el que conducía una tartana repleta de libros con su amigo y conocido autor teatral Alejandro Casona, director de las Misiones Pedagógicas de la República. Juntos recorrieron el Maestrazgo enseñando a leer y a escribir a decenas de personas y, siguiendo el ejemplo de Menéndez Pidal, también aprovecharon para recoger los romances antiquísimos que recitaban muchos labradores, auténticas minas de saber popular. A los niños les contaban cuentos, les regalaban libros y, si daba tiempo, les organizaban funciones de teatro que representaban por la noche, al aire libre, bajo esos maravillosos cielos estrellados que solo se ven en los pueblos. Muchas veces, los mismos padres o abuelos de los niños se unían a las clases de lectura, unos más avergonzados que otros, pero todos con la ilusión por el cambio que les había infundido la democracia. Recordó con felicidad cómo les agradecían las visitas esas gentes a las que nunca nadie había regalado nada; unas veces les daban pollos o codornices, y otras sencillamente les daban un fuerte abrazo, siempre con una sonrisa. Para Valli, sin duda, la mejor recompensa siempre fue el brillo de sus ojos al aprender. Hasta que se apagó la luz.

De lejos, aunque todavía absorta en sus pensamientos, Valli oyó cómo los dos señoritos se reían con desdén y se alejaban sin mirarla, con las manos en los bolsillos, a paso firme, superior, acelerado. Siempre con determinación. Estaba claro que esos chicos sabían adónde iban, ahora y en general en su vida. Iban hacia donde les habían marcado, pensó la anciana, mientras ella apenas podía hilvanar los hechos de una existencia sin rumbo —en el mejor de los casos— o, simplemente, una vida con un destino equivocado.

Valli volvió a mirar fijamente el portón de madera, ahora cerrado. Cerrado a los que no podían pagar, a los que no habían sido instruidos para entrar y, sobre todo, cerrado a las mujeres. ¿Qué iban a pensar estos chicos de las mujeres, que no pueden ir a los mejores colegios del mundo? Naturalmente, cuando dirigieran gobiernos o empresas, esos hombres no tratarían a las mujeres de igual a igual, dándoles oportunidades, porque ellas nunca habían formado parte de su sistema, de su entorno. Y así era como se perpetuaban los hábitos.

Valli miró al cielo, ya casi oscuro, y sintió el frío en los huesos. Después de una Navidad triste y solitaria, se había propuesto empezar el año con determinación. Tenía que decidir. No había venido a Londres para ganar la batalla de la igualdad, esa ya la había perdido hacía mucho tiempo. Estaba allí para vencer la batalla contra sí misma.