—Todavía estás a tiempo de volver atrás —dijo Yaren.
Victoria no contestó. Tampoco se volvió para mirarlo. Seguía contemplando la sombra de la Torre de Kazlunn, recordando, tal vez, la última vez que se había detenido ante aquellas puertas.
A la luz del día, la torre parecía aún más majestuosa. Se enroscaba sobre sí misma, formando una espiral que acababa en punta, lo que le daba el aspecto de un gigantesco cuerno de unicornio que se elevaba con orgullo hacia el cielo idhunita, buscando tal vez alcanzar la curva de las tres lunas en las noches más despejadas.
Hasta aquel momento, Victoria no se había dado cuenta de ello, no se había percatado de que los magos habían construido la Torre de Kazlunn a imitación de los cuernos de unicornio que les otorgaban su poder. Pero ahora, al aproximarse por el camino del acantilado, lo había visto con total claridad. La torre, toda la Orden Mágica, rendía culto a los unicornios; tras su desaparición, la comunidad de hechiceros estaba herida de muerte. Si Victoria moría, la magia moriría con ella.
«Pero ya ha muerto», pensó.
Recorrió con el dedo las figuras de unicornios forjadas en el metal. Tampoco se había fijado entonces en la delicada filigrana que adornaba las puertas de la torre. No había tenido tiempo de observarlas, de todos modos. Los sheks habían acorralado a la Resistencia allí mismo, se habían visto obligados a pelear por su vida, porque aquellas enormes puertas habían permanecido cerradas. Ahora se abrirían para ella. Christian, el nuevo Señor de la Torre de Kazlunn, las abriría para ella.
Entornó los ojos. Parecían haber pasado siglos desde entonces. Las olas seguían batiendo la escollera, la torre se erguía igual de impresionante. Pero Jack estaba muerto, porque Christian lo había matado. Atrás quedaban los tiempos que la Resistencia había luchado unida. Aquella noche Jack había blandido a Domivat, que ahora pendía, muerta, de la cintura de la muchacha. Christian se había enfrentado a sus congeniares, transformado en serpiente alada: ella había cabalgado sobre su lomo, y Shail… Shail tenía dos piernas.
Añoró Limbhad. Aunque hacía ya tiempo que sabía que jamás iba a volver.
—No voy a echarme atrás —dijo, cuando Yaren ya creía que no lo había oído.
Sintió que el semimago avanzaba hasta situarse Junto a ella. Sintió que colocaba una mano sobre su hombro.
—Entonces conviérteme en un mago —susurro—. Me lo debes.
Ella volvió hacia él sus ojos repletos de oscuridad.
—No te debo nada —dijo solamente.
El rostro de: Varen se crispó en una mueca de rabia.
—No puedo creerlo —musitó—. ¿Me vas a dejar así?
Victoria seguía mirándolo con aquellos ojos que lo ponían tan nervioso.
—Tú lo has visto —dijo ella—. Has visto lo que pasa con mi magia. Sabes lo que es.
Yaren sintió mi escalofrío. Si, hacía tiempo que se había dado cuenta de que algo no marchaba bien. Desde el incidente con el hijo del leñador habían pasado muchas cosas que no se ajustaban precisamente a lo que él esperaba de la magia de un unicornio. Las plantas que se marchitaban entre los dedos de Victoria, el rostro aterrorizado de aquel ermitaño celeste que los había acogido en el monte Lunn…
Reflexionó. Lo del monte Lunn había sido extraño. Estaba a medio camino entre Kazlunn y Alis Lithban, pero no era necesario subir a la cumbre para llegar hasta la torre. Y; sin embargo, por primera vez en su viaje Victoria había dado un rodeo, y sólo para trepar hasta allí. Yaren la había visto arrodillarse en la cima de la montaña en la que, según la leyenda, el primer unicornio, había recibido la magia para entregarla a los mortales, muchos siglos atrás. Victoria había alzado al cielo sus ojos vacíos, sin vida y había rogado a los dioses que le devolvieran la luz.
Los dioses habían permanecido mudos.
Yaren había contemplado en silencio la oración de Victoria, había visto levantarse en silencio, su rostro tan impasible como siempre, sus ojos más intimidadores que nunca. Yaren la había oído susurrar para sí misma: «Ve a ver a mi hijo. Míralo a los ojos, como me has mirado a mí, y busca en ellos la luz que has perdido».
—¿Qué fue lo que perdiste? —le había preguntado aquella noche, cuando acamparon en la cueva del ermitaño, al pie de la montaña.
Pero Victoria había cerrado los ojos y se había llevado la mano, en un gesto inconsciente, a la empuñadura de la espada.
Aquello confirmó las sospechas de Yaren.
Victoria había perdido al dueño de aquella espada. Alguien muy querido para ella, quizás un familiar, quizás un amigo, aunque probablemente algo más. Y Yaren estaba casi seguro de que aquel que había empuñado la espada de Victoria había muerto a manos de Kirtash.
Y eso había trastornado al unicornio hasta el punto de hacerle perder su poder.
Yaren había oído hablar desde niño de la magia que entregaba el unicornio, un torrente de energía luminoso y cristalino, nada parecido a lo que aquella muchacha era capaz de transmitir.
—¿De verdad quieres que te entregue la magia? —pregunté, entonces Victoria—. ¿Mi magia?
Yaren vaciló. Tragó saliva. La mirada de Victoria le daba escalofríos.
Pero pensó en su sueño. Y miró a la joven, y se obligó a sí mismo a recordar que ella era el último unicornio.
—Sí —dijo por fin—. Prefiero tener tu magia a no tener ninguna. Y si no obtengo tu magia, no obtendré ninguna. Victoria alzó la mirada hacia lo alto de la torre, con un grácil movimiento de cabeza propio del unicornio que habitaba en ella.
—Espérame —susurró.
Se alejó de la puerta y volvió de nuevo al camino que bordeaba el acantilado. Yaren la siguió, inquieto, mientras descendía por él. Ninguno de los dos pronunció palabra hasta que alcanzaron el bosquecillo más cercano. Cuando la vegetación los ocultó de miradas indiscretas, Victoria se volvió hacia él. Como cada vez que lo miraba, el semimago retrocedió un paso instintivamente.
—Todavía estás a tiempo de volver atrás —dijo ella, con una amarga sonrisa.
Yaren tragó saliva, pero alzó la mirada con decisión.
—Adelante.
—No sabes lo que haces… —susurró Victoria—. No lo sabes.
Le dio la espalda. Yaren la vio echar la cabeza hacia atrás, vio cómo su cuerpo se estremecía y comenzaba a transformarse…
Se le llenaron los ojos de lágrimas cuando Lunnaris, el último unicornio, se mostró ante él, tan bella e indómita como la había imaginado, como él recordaba que eran aquellas criaturas: ligera como una pluma, de crines suaves y plateadas, tan tenues como los rayos de la luna mayor, de piel perlina, pequeños cascos hendidos y larga cola de león. Su cuerno, portador de magia, canalizador de parte de aquella energía que movía al mundo, se alzaba sobre sus ojos, tan puro que parecía hecho de diamante, tan brillante como la cola de un cometa.
Sin embargo, cuando ella se volvió para mirarlo, Yaren, sintió de nuevo aquel terror irracional.
Los bellos ojos de Victoria seguían irradiando tinieblas, y aquellas tinieblas enturbiaban de alguna manera la luz que emanaba del cuerno, y Yaren supo, en su fuero interno, que no debía aceptar aquella magia que rutilaba de forma tan siniestra.
Pero era su sueño. Y debía cumplirlo, costara lo que costase.
Cayó de rodillas sobre la hierba. Victoria se acercó a él, inclinando la cabeza con suavidad. Yaren cerró los ojos cuando sintió el morro de ella acariciándole la mejilla. Y después… frío, y a la vez caliente, y un torrente de energía que lo inundaba por dentro. Dejó escapar una breve exclamación de sorpresa y alegría. Era tan, tan hermoso… nunca había sentido nada igual.
Pero entonces, de pronto, algo comenzó a cambiar. La magia ya no era pura, ya no era agradable. Yaren sintió una inexplicable angustia, después vino el dolor, y luego, el horror. Porque, aunque el cuerno del unicornio ya no lo tocaba, la energía que le había transmitido seguía en su interior, recorriendo todas sus venas, y era una energía turbia, oscura y llena de un minuto tan intenso que el joven lanzó un aullido de dolor.
El unicornio contempló, impasible, cómo aquel nuevo mago rodaba por la hierba, gritando de dolor, mientras la magia retorcía sus entrañas y ensuciaba su alma. Estuvo allí, mirándolo, hasta que Yaren quedó tendido a sus pies, jadeante, sin fuerzas. El dolor había remitido; pero cuando él alzó la cabeza para mirarla, Lunnaris vio en sus ojos un reflejo de la oscuridad se había adueñado de ella.
—Qui… quítamelo… —susurró Yaren, aunque sabía que era culpa suya, aunque sabía que ya no había nada que pudiera hacerse.
El unicornio sacudió la cabeza.
—Esto es todo lo que puedo entregar al mundo —dijo para sí misma.
Y dio media vuelta y se alejó del claro. Y mientras caminaba, se transformó de nuevo en la muchacha humana a la que llamaban Victoria. Yaren la vio marchar, todavía encogido sobre sí mismo, todavía sintiendo el dolor y las tinieblas en el fondo de su corazón. La vio marchar, con la espada prendida en un costado y el báculo a la espalda, en dirección a la Torre de Kazlunn, y recordó de golpe quién la esperaba allí. Consiguió levantarse, a duras penas, para seguirla. No se le ocurrió tratar de detenerla. Sabía que era inevitable que muriera en aquella torre, aquel mismo día. Porque la oscuridad se había adueñado de sus pensamientos, y no era ya capaz de albergar la más mínima esperanza.
Pero la siguió. Y la alcanzó en las puertas de la torre, donde se había detenido, porque un grupo de soldados la aguardaba.
—He venido a ver al Señor de la Torre de Kazlunn —dijo ella.
Eran cuatro: tres szish y un humano. Los szish la miraron y comprendieron al instante, pero el humano no fue tan inteligente.
—Tenemos órdenes de escoltar a la dama Lunnaris ante nuestro señor Kirtash —dijo—. ¿Sois vos la dama Lunnaris?
—Yo soy —respondió ella—. Pero nadie va a acompañarme. Yo misma encontraré el camino.
Los szish asintieron, inclinaron la cabeza, retrocedieron para dejarla pasar. El humano, por el contrario, dio un paso hacia ella.
—No podéis pasar sin llevarnos de escolta. Nuestras órdenes dicen…
No llegó a repetir qué decían sus órdenes. Como un relámpago, el Báculo de Ayshel descendió en picado hacia él, ti, se detuvo a escasos centímetros de su rostro. Su luz, preñada de nieblas, palpitó un instante ante sus ojos, amenazadora.
—Nadie va a acompañarme —repitió Victoria con suavidad y una calma inhumana—. Yo misma encontraré el camino.
—Como desseess, ssssseñora —siseó uno de los szish.
El soldado escrupuloso tragó saliva y asintió, temblando miedo, sin poder apartar la vista del báculo. Retrocedió para dejarla pasar.
Y las grandes puertas de la Torre de Kazlunn se abrieron ante ella.
Yaren la vio cruzar el umbral. Cuando las puertas se cerraron, el mago cayó de rodillas, enterró el rostro entre las manos y se echó a llorar como un niño, aun a sabiendas de que, por muchas lágrimas que derramara, ya nada podría calmar el dolor y la angustia que se habían instalado en su corazón.
—He venido a matarte —dijo ella.
Su voz no destilaba odio, ni amenaza, ni enfado. Simplemente constataba un hecho. Y aquella frialdad, aquella indiferencia aparente, hirieron a Christian más que si ella hubiera volcado sobre él toda su ira, su rencor, su dolor.
—Aún no es tarde para pensarlo, Victoria —dijo el joven.
—Ya lo he pensado… demasiado tiempo.
Pero no avanzó. Ambos se quedaron un momento en pie, cada uno en un extremo de la sala, estudiándose mutuamente. Victoria desenvainó a Domivat, y aunque la espada de fuego se había apagado tiempo atrás, aún parecía un arma temible.
—No quiero luchar contra ti, Victoria.
—Entonces no luches, te mataré igualmente.
Una parte de Christian comprendía a la perfección la actitud de ella. Pero, aun así, se sentía conmocionado. Aquélla era la mujer a la que amaba, por la que lo había dado todo. Había besado sus labios, la había estrechado entre sus brazos.
Y, de alguna manera, la había matado al hundir a Haiass en el pecho de Jack, y ahora su espectro acudía a él en busca de venganza.
—Sabes que moriría por ti. Pero eso no va a hacerte sentir mejor, no va a calmar tu dolor. Si muero ahora, ¿qué va a ser de ti después? ¿Crees que no sé lo que pretendes?
Victoria avanzó hacia él, serena y fría como una diosa de alabastro. Christian leyó la muerte en su mirada y, por primera vez su vida, tuvo miedo.
Pero no de morir, sino de la propia Victoria.
Sin embargo, se quedó quieto, esperándola. Desenvainó a Haiass.
—Si me obligas a pelear, lo haré —le advirtió—. Pero no para salvar mi vida, sino la tuya.
Cuando apenas los separaban ya unos pasos, Victoria volvió mirarlo a los ojos. Su semblante seguía frío, inexpresivo. Pero sus ojos contenían tanto dolor, odio y sufrimiento que Christian se estremeció.
—Ya no queda nada que salvar —dijo ella con suavidad.
Alzó a Domivat. Debería resultarle pesada, pero la levantó facilidad. La determinación de hierro que guiaba sus acciones y su sed de venganza no conocía obstáculos.
Y descargó la espada sobre Christian. El muchacho la esquivó e interpuso a Haiass entre ambos. Los dos aceros chocaron.
Haiass debía ser, en aquellas circunstancias, mucho más poderosa que Domivat. Había probado la sangre del dragón y había recuperado su antigua fuerza, mientras que la llama de Domivat se había apagado. Pero la espada de fuego no se quebró y de hecho Christian sintió que Haiass se estremecía al contacto con su rival.
Retrocedieron, pero Victoria apenas descansó. Volvió a embestir a Christian. Una y otra vez.
El joven se limitó a defenderse y a retroceder, pero pronto dio cuenta, con asombro, de que las estocadas de ella tenían cada vez más fuerza, que una misteriosa intuición guiaba sus movimientos hasta el punto de llegar a anticiparse a los rapidísimos pasos de Christian. «No puede ser —pensó—. ¿Tanto me odia? ¿Tantas ganas tiene de matarme?». Decidió poner fin a aquello. Blandió a Haiass y ejecutó una finta y un golpe destinados a desarmarla. Sin embargo, y ante su sorpresa la espada hendió el aire. Victoria ya no estaba allí.
Christian se volvió justo a tiempo para interponer a Haiass entre él y la espada de su rival. Empujó para hacerla retroceder mientras trataba de ordenar sus pensamientos.
No era posible. No podía ser verdad.
Pero lo era. La estrella de la frente de Victoria brillaba todavía, y Christian supo entonces que era cierto lo que se contaba de los unicornios: podían aparecer y desaparecer a voluntad moverse con la luz, recorrer espacios cortos a la velocidad del relámpago, o simplemente teletransportarse unos metros más allá. Al menos eso se decía, pero ni los magos más poderosos habían podido confirmarlo. Christian acababa de comprobarlo con sus propios ojos.
Pero Victoria nunca antes había manifestado aquel poder ni siquiera había dado muestras de saber que lo poseía. Con, todos los movimientos que ejecutaba en aquella lucha, daba la sensación de haberlo hecho de manera instintiva.
Christian se estremeció.
—¡Basta! —exclamó—. Victoria, esto es una locura. No hacerte daño.
—Ya es un poco tarde para eso —observó ella con voz neutra.
Christian retrocedió un poco más.
—Recapacita, por favor. No puedo cambiar el pasado, pero puedo intentar ofrecerte un futuro. No te pido que me perdones. Tan sólo lucha por seguir viviendo.
Ella apenas lo escuchaba. Seguía peleando, como una autómata. Su técnica dejaba mucho que desear en comparación con la de Christian, pero su fría cólera volvía sus golpes tan certeros como mortíferos. Y seguía desapareciendo y reapareciendo como un relámpago, y sólo los excelentes reflejos de Christian lo salvaron en más de una ocasión de una muerte segura. El joven se arriesgó a volver a mirarla a los ojos cuando una embestida de ella los dejó peligrosamente cerca.
—Te quiero, Victoria —dijo.
Ella le devolvió tina mirada profunda como una sima sin fondo.
—También es tarde para eso, Christian —respondió—. Demasiado tarde.
Christian esquivó por los pelos una nueva estocada de ella, retrocedió, turbado, tratando de asimilar sus palabras. Lo había llamado «Christian».
«Te llamo Kirtash cuando te odio, te llamo Christian cuando te quiero», había dicho Victoria, mucho tiempo atrás.
«No es posible —se dijo—. ¿Todavía…?».
Apenas unas semanas antes, Christian había conocido y comprendido a Victoria hasta el más íntimo rincón de su ser. Sabía qué pensaba, qué sentía, sabía interpretar correctamente sus más mínimos gestos.
Desde la muerte de Jack, sin embargo, la joven se había convertido en una completa desconocida para él. Podía llegar a intuirla, tal vez entenderla. Pero su mirada ya no era clara y transparente como antaño. El turbulento caos que leía en sus ojos le impedía llegar hasta su alma.
Había dado por sentado que todo el amor que ella pudiera haber sentido hacia él se había perdido en la cima, con Jack. Tuvo que dar un salto atrás, porque Victoria volvía a la carga.
—¡Espera! Aún sientes algo por mí, ¿verdad? —Eso no es importante.
Con un ágil movimiento, Christian la esquivó de nuevo y se colocó tras ella, muy cerca, sin importarle el peligro.
—Lo es —replicó, hablándole casi al oído—. Todavía puedes quedarte conmigo.
Ella se volvió con violencia y descargó a Domivat contra él.
Christian detuvo el golpe.
—Eres el asesino de Jack —le recordó Victoria, con calma—. ¿Cómo te atreves a proponerme algo así?
Sus ojos relampagueaban con una ira fría y letal. Christian comprendió entonces que era ella, su férrea fuerza de voluntad, su helado odio, lo que alentaba una espada que debería estar muerta, una espada que debería haberse quebrado bajo el poder de Haiass.
—Sabías que era un asesino —dijo él—. Lo sabes desde hace mucho tiempo. Sabías también que mi odio hacia Jack me llevaría a enfrentarme a él. Y tuviste ocasión de acabar con mi vida mucho antes, en Seattle. ¿Por qué no lo hiciste?
Esperaba que ella reconociera aquel sentimiento que los había unido, que lo acusara de haberla engañado… pero no las palabras que pronunció a continuación.
—Porque entonces no estaba preparada para matarte. Ahora si lo estoy.
Y Christian supo que decía la verdad.
La miró y la vio, de pronto, como era realmente. Una criatura desamparada, perdida en un mundo que ya no era el suyo, sumida en un dolor demasiado profundo para expresar1e y que sólo la muerte podría curar, un ser que había perdido una parte de sí mismo y se había quedado incompleto y espantosamente solo.
Christian sabía que, si él moría, a nada ataría a Victoria a la vida. Si él moría, morirían los dos.
Pero la joven lo estaba deseando con todas sus fuerzas. Y el shek pensó, de pronto; que tal vez lo mejor que podía hacer por ella fuera dejarla morir en paz. Y se dio cuenta de que, su propia vida ya no tendría ningún sentido.
Que irónico, pensó. Tras la muerte de Jack todo se había venido abajo. Ni Christian ni Victoria iban a sobrevivirle, y cuando comprendió esto, el joven fue totalmente consciente de hasta qué punto estaba unido el destino de los tres.
Tal vez fuera un segundo de desconcentración, tal vez una milésima. Christian bajó la guardia apenas un instante. Victoria apareció ante él, como surgida de la nada; Domivat golpeo con fuerza a Haiass y se la arrebató de las manos, y Christian vio impotente, como su poderosa espada de hielo volaba hasta el otro extremo de la sala y aterrizaba en el suelo con un sonido parecido al de una daga cayendo sobre una capa de escarcha.
La punta de Domivat rozó su cuello.
—Espera —la detuvo él con rapidez—. Si vas a matarme quiero pedirte una última cosa. Quiero besarte por última vez.
No apreció ningún cambio en la expresión ni en la mirada de ella. No obstante, el filo de Domivat permaneció donde estaba y el shek pudo percibir una leve palpitación en la espada, que deseaba probar su sangre. No estaba tan muerta como parecía. Eso lo sorprendió.
Victoria se acercó más a él, deslizando, casi con dulzura la parte plana de la espada por la piel de Christian. Lo miró a los ojos, pero no dijo nada.
—¿Tienes idea de lo que sería capaz de dar por un beso tuyo? —murmuró él, buscando, tal vez, reavivar recuerdos de momentos pasados, momentos compartidos, momentos íntimos, de los dos.
Victoria seguía sin hablar. Aquellos dos agujeros negros en que se habían convertido sus ojos continuaban fijos en los ojos azules de Christian.
—Moriría por un beso tuyo —prosiguió él—. Moriré por un beso tuyo.
Hubo un breve momento de tensión. Entonces, Victoria bajó la espada, se puso de puntillas y lo besó en los labios.
Intensamente. Apasionadamente.
Christian cerró los ojos y se entregó a aquel beso.
Nunca antes lo había hecho. Siempre era él quien besaba, quien controlaba la situación, mientras ella se dejaba llevar. Siempre se había sentido más interesado en las reacciones de la otra persona que en las suyas propias, porque hacer sentir cosas a otra persona implicaba tener un cierto poder sobre ella, y el shek se encontraba cómodo en esa posición de poder y control. Pero aquel momento no quiso pensar, no quiso controlar; se limitó a disfrutar de las sensaciones que aquel beso despertaba en su interior, a dejarse arrastrar por ellas; sabía que estaba bajando la guardia y que ahora era vulnerable, pero no le importó.
Porque también Victoria estaba poniendo toda su alma en aquel beso, y Christian descubrió que el amor que ella había sentido seguía allí, herido y sangrante, pero real, muy real, y más intenso de lo que jamás había soñado.
Lo sorprendió. Definitivamente, comprendió, aún estaba muy lejos de conocer a Victoria.
La rodeó con los brazos, feliz de tenerla cerca de nuevo. Por un breve momento de gloria, llegó a pensar que había vencido, que el amor había superado al dolor, al rencor. Pero entonces algo se hundió en sus entrañas, algo frío y cortante que, súbitamente, se inflamó al contacto con su carne.
Christian jadeó, sorprendido, y abrió los ojos de par en par. Miró hacia abajo cuando Victoria se separó de él. Le había clavado a Domivat en el vientre, y la espada de fuego había ardido en contacto con la sangre del shek, recuperando su antiguo poder.
Christian gritó de dolor y se la arrancó. Se quemó las palmas las manos, pero no le importó. Con un esfuerzo sobrehumano arrojó la espada lejos de sí.
Sin dar crédito a lo que estaba sucediendo, se llevó las manos a la herida del vientre, una herida mortal. Y miro a Victoria, desolado.
Ella había desenfundado el báculo, que palpitaba en sus, manos, dispuesta a rematar la ejecución de su venganza.
Pero Christian leyó la verdad en sus ojos.
Amor, dolor… y la certeza de que, de alguna manera, al matar a Christian se estaba matando a sí misma.
Y lo sabía.
Victoria no sobreviviría a aquella noche.
—Criatura… —musitó el shek, cayendo de rodillas ante ella. Alzó la mirada hacia Victoria, que avanzaba, implacable, con el extremo del báculo iluminado con una luz mortífera. Christian cerró los ojos, aguardando la muerte, y lamentando, por encima de todo, que su amor no hubiera bastado para salvar a Victoria, que su amor, como todo lo que había en él, estuviera envenenado y los hubiera destruido a los tres. Entonces, una sombra se interpuso entre ambos. Y Domivat, la espada de fuego, chocó contra el Báculo de Ayshel, deteniéndolo antes de que llegara a alcanzar a Christian. Victoria alzó la cabeza para ver quién osaba cruzarse en su camino, y se topó con unos ojos verdes que la miraban con seriedad.
—Déjalo, Victoria —dijo él.
Ella no lo escuchó.
Había soñado tantas veces que Jack regresaba, que estaba convencida de que aquello no era más que una sombra, un fantasma que acudía a atormentarla una vez más. Con un grito de ira, descargó el báculo contra aquella quimera para hacerla desaparecer, pero la espada contra la que chocó, de nuevo, era de verdad. No era una ilusión.
Volvió a mirarlo, aturdida.
—Victoria… —dijo él.
El báculo resbaló de sus manos hasta caer al suelo. Su luz su apagó de golpe.
Christian vio cómo los dos se abrazaban y parecían fundirse en un solo ser. La vida se le escapaba rápidamente, y por un instante pensó, antes de perder el sentido, que estaban los tres muertos y que acababan de reunirse en otro lugar, tal vez, mis allá de la vida.
Victoria sintió que el fuego de Jack volvía a recorrer todo su ser, desterrando las tinieblas de su corazón, buscando la luz que se agazapaba en su alma, equilibrando de nuevo la balanza y calmando, con su presencia, el dolor que la atenazaba.
Apoyó la cabeza en su hombro y, por primera vez en mucho tiempo, lloró.
Y las lágrimas limpiaron la oscuridad de sus ojos.
Jack la estrechó entre sus brazos, con fuerza. La cubrió de besos, hundió el rostro en su cabello castaño y cerró los ojos, porque sintió que se le llenaban de lágrimas. Tragó saliva. Abrazarla de nuevo después de tanto tiempo era como zambullirse era un remanso de aguas cristalinas después de estar largo tiempo perdido en un desolado desierto.
—Victoria, Victoria, Victoria… —le susurró al oído—. Estoy aquí, he vuelto. Y no volveré a marcharme nunca más, pequeña. Te lo prometo.
Tuvo que sostenerla, porque se caía. Al principio pensó que se había desmayado, pero luego se dio cuenta de que a la muchacha le temblaban las piernas y necesitaba sentarse. Pero no quería soltarla por nada del mundo, por lo que se dejó caer al suelo, junto a ella. La abrazó por detrás y apoyó su mejilla en la de ella. Se sentía tan feliz que no encontraba palabras para expresarlo.
Se quedaron un momento así, abrazados. Victoria aún era incapaz de pronunciar palabra. Entonces, Jack notó que ella trataba de moverse. Aflojó un poco su abrazo, pero no la soltó.
A ella le bastó con eso, de todas formas, para alargar los brazos hasta el cuerpo inerte de Christian, que yacía junto a ellos, y tirar de él para acercarlo a ella. Jack la vio sostener la cabeza de Christian y apoyarla en su regazo, acariciándole el pelo con ternura.
Había dejado de llorar. Pero todavía se sentía atónita y confusa. Cerró los ojos un momento para sentir junto a ella a Jack, a Christian, a los dos. Estaban vivos los tres. Le parecía un sueño, demasiado hermoso para ser real. Se volvió para mirar a Jack a los ojos.
—Has vuelto —murmuró—. De verdad.
Él sonrió, la acunó entre sus brazos, con dulzura.
—Sí, Victoria.
Ella bajó entonces la vista para contemplar el pálido rostro tic Christian.
—Está… —susurró, pero no fue capaz de decir nada más.
—Tienes que curarlo —dijo Jack con suavidad—. Aún podemos salvarlo.
Pero ella negó con la cabeza.
—No puedo. Oh, Jack, no puedo. Ha pasado algo con mi magia, yo… —gimió—. Si intento curarlo, lo mataré.
Jack tragó saliva. Entonces, no habían sido imaginaciones suyas. Momentos antes, cuando se había enfrentado a Victoria, le había parecido ver algo muy extraño en sus ojos.
—A ver, mírame.
Victoria obedeció. Jack vio en sus ojos rastros de aquella extraña oscuridad que los había velado tanto tiempo, pero descubrió también una débil luz en el fondo de sus pupilas.
—Has estado enferma —comprendió—. Pero tu luz no se ha apagado del todo, y creo que entre los dos podremos restaurarla. Tal vez necesites un poco más de tiempo…
—No tenemos tiempo —cortó ella; parecía que volvía a pensar con claridad—. Christian se muere, y yo… maldita sea, por poco lo mato…
Jack soltó a Victoria y se inclinó junto al cuerpo de Christian para examinarlo. También él había intentado matarlo, la última vez que se habían encontrado, sobre los Picos de Fuego. Pero ahora acababa de salvarle la vida, interponiendo a Domivat entre él y Victoria.
Al mirar al shek moribundo, sintió que el odio volvía a palpitar en su interior.
«Lo necesito para derrotar a Ashran —se recordó a sí mismo—. Lo necesito para que Victoria sea feliz». Se volvió hacia ella.
—¿Vas a intentarlo?
Victoria negó con la cabeza.
—No quiero hacerle más daño. Jack, tú no sabes lo que provoca mi magia ahora.
Jack sentía que la vida se escapaba de Christian gota a gota. El joven tenía el vientre casi carbonizado y su respiración era muy débil. Intentó no dejarse llevar por el pánico. Miró a su alrededor en busca de inspiración.
Y vio el Báculo de Ayshel.
No se lo pensó dos veces. Alargó la mano y lo cogió.
—¡Jack, no! —chilló Victoria.
Pero, ante su sorpresa, el artefacto no reaccionó contra el muchacho, y se dejó sostener dócilmente. Jack la miró con una sonrisa de oreja a oreja.
—Sólo apto para unicornios y semimagos, ¿recuerdas? —le dijo—. Y semimagos son aquellos que han visto a un unicornio, pero no han sido tocados por él.
Victoria recordó de pronto que ella se había mostrado como Lunnaris ante él, en Limbhad. Pero no había permitido que la tocase. Nunca se le había ocurrido pensar que había convertido a Jack en un semimago. Comprendió enseguida cuáles eran las intenciones de su amigo cuando éste se inclinó sobre Christian, pensativo, aún con el báculo en la mano.
—¿Podrás usar el poder semimágico? —preguntó, dudosa—. No has dejado de ser un dragón. ¿Tu poder de dragón no interferirá?
Recordaba el caso de Christian. Un unicornio le había entregado su magia cuando era niño, el mismo día de la conjunción astral; Christian era, por tanto, un mago, pero aquel poder quedaba ahogado por el poder superior del shek.
—Tenemos que intentarlo —musitó Jack—. Espero que el báculo ayude. Tú sólo dime qué tengo que hacer.
Victoria se incorporó, resuelta. Tiró un poco más de Christian, con delicadeza, para colocarlo completamente boca arriba, y lo sostuvo, con suavidad pero con firmeza. Lo sintió tan frágil entre sus brazos que se le encogió el corazón. «Dioses, ¿cómo he podido hacerle esto?», se preguntó, horrorizada. Todavía no entendía muy bien cómo y por qué había regresado Jack, todavía estaba segura de que Christian lo había matado. Pero ahora, con Jack a su lado, era incapaz de sentir rencor. Tenía la sensación de haber despertado de una oscura pesadilla, como si nada de lo que había vivido desde la caída de Jack en los Picos de Fuego hubiera sucedido en realidad. Pero lo recordaba, lo recordaba todo, igual que si lo hubiera visto a través de los ojos de otra persona.
Ahora, la presencia de Jack iluminaba de nuevo su existencia, como un sol hermoso y brillante. Como si él la hubiera llevado de la mano por el camino de vuelta a la vida, desde las tinieblas de un extraño estado entre la muerte y la vigilia.
«Estoy viva —pensó—. Y Jack también lo está. Y he de salvar a Christian, porque…».
Porque su muerte, comprendió de pronto, la sumiría de nuevo en la más honda oscuridad, una oscuridad de la que, esta vez, ni siquiera Jack podría rescatarla. Respiró hondo.
—Coloca una mano sobre la herida —indicó—, pero sin llegar a tocarla. Sujeta el báculo con la otra mano. ¿Sientes la energía que te transmite?
—No —dijo Jack, un poco desconcertado.
Victoria respiró hondo, tratando de tranquilizarse.
—¿No está cálido?
—No más que yo.
Victoria cerró los ojos e intentó ordenar sus pensamientos.
—Vale, tú eres más cálido que el resto de personas. Puede ser que por eso no lo notes. Inténtalo otra vez, concéntrate. Tienes que notar que el báculo irradia energía y calor y te la transmite a través de la mano.
Jack frunció el ceño y cerró los ojos. Sí, ahí estaba. Una pequeña corriente cálida que recorría sus dedos y se desparramaba por sus venas, brazo arriba. Pero aquella calidez quedaba ahogada por el fuego del dragón.
—Por favor… —susurró Victoria.
Jack abrió todavía más los dedos de la mano que mantenía sobre el vientre de Christian. «Cúrate, maldito shek, no me hagas esto ahora…».
Y, de pronto, la herida de Christian empezó a sanar. Con rapidez.
Con demasiada rapidez. Victoria lanzó una exclamación de alegría, pero enseguida se dio cuenta de que algo iba mal: en el centro de la quemadura apareció un punto rojo y brillante. Christian gimió débilmente.
—¡Para! —dijo Victoria, alarmada.
Jack cerró la mano. El punto rojo desapareció.
—Por poco… por poco lo quemas otra vez —murmuró ella, temblando, estrechando a Christian entre sus brazos—. ¡El báculo no sólo ha canalizado la energía del ambiente, sino también tu propio poder de fuego!
Jack se dejó caer al suelo, agotado.
—Tendrás que intentarlo tú.
Victoria tragó saliva. Contempló unos instantes el rostro de Christian, lo acarició, con ternura.
—No puedo dejarlo morir —susurró—. No puedo. Aunque te hubiera matado mil veces… no puedo ver cómo se muere y seguir viva después. Si le pasa algo, yo…
No pudo continuar. Jack colocó una mano en su hombro, para reconfortarla.
—Lo sé. Vamos, te ayudaré a levantarlo.
Entre los dos alzaron a Christian y lo llevaron a la habitación más próxima. Lo tendieron en la cama. Victoria seguía mirándolo, insegura.
—No es una herida superficial —dijo—. Aunque le curara la piel, sus órganos han quedado dañados, quemados por el fuego de Domivat. Tendré que transmitirle mucha energía… durante mucho tiempo. No sé si… —vaciló.
Jack le hizo alzar la cabeza para mirarla a los ojos.
—Tu luz está volviendo —dijo—. Es un poco distinta… pero… yo creo que podrás hacerlo, Victoria. Eres su única opción.
Ella asintió. Se tendió en la cama, junto a Christian. Rodeó su cintura con el brazo, con cuidado de no rozarle la herida. Apoyó la cabeza en su hombro. Pero antes de cerrar los ojos, volvió la cabeza hacia Jack.
—¿Estarás aquí cuando despierte?
Él sonrió. Se sentó en el alféizar de la ventana y cruzó los brazos ante el pecho.
—El tiempo que haga falta —respondió en voz baja.
Victoria sonrió a su vez. Sus ojos parecieron iluminarse un poco más.
Y entonces, lentamente, fue deslizándose en el seno de un sueño profundo, reparador, mientras la magia de la Torre de Kazlunn la recorría por dentro y pasaba a través de ella, hacia Christian, como un torrente cálido y renovador que, en esta ocasión, no arrastraba consigo otra cosa más que amor.
Jack se quedó contemplándolos un momento, el shek herido de muerte, con el vientre casi abrasado por la llama de Domivat, en brazos del unicornio que había estado a punto de matarlo y que ahora trataba desesperadamente de salvarle la vida.
«Victoria, Victoria, con lo mucho que lo quieres —pensó, conmovido—. Y por poco lo matas. Por mí».
Sintió que se mareaba. Él sabía hasta dónde llegaba su propio amor por la muchacha. Había luchado por ella, había estado a punto de morir por ella, se había sentido horriblemente vacío en Umadhun, sin ella. Estaba dispuesto a darlo todo por Victoria. Se preguntó, por un momento, qué pasaría si, en lugar de sentir eso por una sola mujer, lo hubiera sentido por dos. Si, por ejemplo, hubiera amado también a Kimara de la misma forma que amaba a Victoria. «Me habría vuelto loco», se dijo.
Y comprendió a Victoria un poco mejor.
«Más vale que salgas de ésta, shek», pensó.
«El dragón ha vuelto», dijo Zeshak. Sus palabras arrastraban un matiz tan gélido y letal que cualquier hombre se habría estremecido de terror. Ashran sólo entrecerró los ojos.
—Lo sé —dijo—. Confieso que no esperaba que siguiera vivo. Pero eso explica muchas cosas. Explica, por ejemplo, por qué todo ha estado tan tranquilo últimamente. Por qué los Seis no parecieron reaccionar a la pérdida de su héroe.
«Es por la profecía, ¿no es cierto? Los dioses le protegen».
—También protegen a la criatura que ha estado a punto de matarlo —replicó Ashran, con una enigmática sonrisa—. Aunque te cueste creerlo.
«Después de lo que ha sucedido hoy, pocas cosas pueden sorprenderme. Jamás habría llegado a imaginar que alguien de los nuestros protegería a un dragón».
Habló con profundo disgusto, pero Ashran seguía sonriendo.
—Sois criaturas sorprendentes, los sheks. Igual que lo fueron los dragones. O los unicornios.
Zeshak replegó las alas, molesto.
«¿Te divierte? No tendrás tiempo para reírte cuando se cumpla la profecía».
La sonrisa de Ashran se hizo más amplia.
—Detecto en ti cierto respeto por la profecía. Esto sí que es una novedad.
Zeshak no respondió. Apoyó la cabeza sobre sus anillos y cerró los ojos, profundamente irritado.
—Ah, Zeshak, Zeshak, estás empezando a ponerte nervioso. Ya no puedes controlar la situación. Ya no sabes qué más hacer. Kirtash acabó con la vida de Gerde y yo acepté que se quedara con la Torre de Kazlunn. También permití que el unicornio siguiera con vida, porque Kirtash me lo pidió. Y ahora hemos perdido una torre, un unicornio, una maga y un híbrido de shek. Y seguimos teniendo al dragón.
«Hasta aquí nos ha llevado tu debilidad por ese monstruo». —Sí, siento debilidad por él, lo confieso. Es único en su especie, y disfruto estudiando su evolución, sus reacciones…
«Es un monstruo. Tan traicionero como su madre».
—Como una de sus madres. Zeshak, debiste acabar con la vida de Sheziss cuando tuviste la oportunidad. Te dije que las madres supondrían una molestia.
«No tardaré en corregir esa equivocación. Pero ¿de qué servirá? La tríada se ha reunido de nuevo. La profecía se cumplirá…».
—Sí —cortó Ashran, pensativo; había clavado su mirada de plata en el cielo nocturno que se veía desde la ventana, y donde las tres lunas relucían misteriosamente—. La profecía se cumplirá, dentro de siete días exactamente. Bonito número, ¿no crees?
Zeshak se irguió, como movido por un resorte.
«¿Siete días? ¿Estás seguro?».
—Siete días. Dentro de siete días, el dragón y el unicornio vendrán aquí a presentar batalla. Es la última oportunidad que tenemos de revertir la palabra de los Seis a nuestro favor.
Zeshak estrechó los ojos y siseó por lo bajo.
«¿En qué estás pensando?».
El Nigromante suspiró.
—No me gusta arriesgarlo todo en una sola jugada, Zeshak, pero no me quedará más remedio. Sabes lo que sucederá dentro de siete días, ¿no es cierto? Esa noche… venceremos a la Resistencia y a los héroes de la profecía y obtendremos el poder absoluto sobre Idhún… o seremos derrotados en esta batalla.
«¿Batalla?», repitió Zeshak.
Ashran se volvió hacia él y le dirigió una fría mirada.
—Una batalla más de una guerra eterna, amigo mío. Pero no una batalla cualquiera. Tenemos tanto que ganar… tanto que ganar…
Hubo un breve silencio.
«¿Te enfrentarás al dragón y al unicornio, pues?».
—Y a mi hijo, si sobrevive a las heridas que el unicornio le infligió. Sí, vendrán los tres… y, si las cosas salen como yo espero, uno de ellos morirá.
«¿Sólo uno?».
—Me basta con uno. Me basta con uno para derrotar a la profecía y, créeme, ya sé cuál es su punto débil, sé cómo vencerlos.
«El odio no acabó con ellos».
Ashran rió suavemente.
—No, es cierto. Y no será el odio lo que haga que caigan a mis pies. Ellos no lo saben, pero desde que pisaron este mundo los he estado observando, he estado sometiéndolos a pruebas cada vez más duras. Tenía la esperanza de que alguno de ellos muriera antes de llegar hasta aquí, pero hasta yo sé que la profecía acabará por cumplirse y que es inevitable que nos enfrentemos.
«Esas pruebas sólo los han hecho más fuertes».
—Y, en cierto sentido, más vulnerables. Porque ahora los conozco. Y sé cómo derrotarlos. Pero ellos siguen sin conocerme a mí.
«Tuvimos tantas oportunidades. Has tenido al unicornio en tus manos en dos ocasiones. Las dos lo dejaste marchar». Ashran sonrió.
—Veo que te preocupa mucho el asunto de la muchacha. Para tu tranquilidad, te diré que ella forma parte de mi plan. Ahora la necesito viva.
Zeshak no dijo nada, pero lo observó con un cierto escepticismo. Ashran volvió a asomarse a la ventana y contempló las lunas en silencio.
—Victoria… —murmuró—. Mi unicornio herido. Pronto volveremos a vernos, sí, y, aunque todavía no lo sabes, serás la clave para mi triunfo absoluto sobre Idhún y sobre la profecía.
Algo lo recorría por dentro, algo puro y muy dulce, llenándolo, reparando sus heridas y desterrando la angustia y el dolor. Era la magia de Victoria.
Y ella…
Ella dormía profundamente entre sus brazos.
Christian la miró, todavía algo confuso. Los dos se hallaban tendidos en una cama, en una de las habitaciones de la Torre de Kazlunn. El escenario le resultó conocido y muy real. «Estamos vivos», pensó.
Todavía no entendía muy bien qué estaba sucediendo. Pero Victoria estaba allí, abrazada a él, y estaba empleando su magia para sanar la herida que ella misma le había causado. Y su rostro reflejaba paz y felicidad, en una expresión dulce que Christian había llegado a creer que no volvería a ver nunca en ella.
—Victoria —susurró, pero ella no despertó.
—Está en trance —dijo de pronto una voz junto a la ventana.
Christian se volvió hacia allí, alerta. La luz de la tarde recortaba una silueta que conocía bien.
—Jack —murmuró—. Estás vivo. Entonces, no ha sido un sueño.
El sonrió. Christian apreció que había cambiado. Parecía mayor y más curtido, y el pelo, que se sujetaba con una cinta atada a la frente, le crecía en mechones desordenados, dándole un cierto aspecto indómito y rebelde. Pero su porte transmitía serenidad y seguridad en sí mismo, a la par que una reflexiva cautela que, por alguna razón, a Christian le recordó a la actitud de algunos sheks, incluyéndose a sí mismo.
—Pensé que te había matado.
Jack ladeó la cabeza.
—Hace falta algo más que un híbrido de shek para acabar conmigo —hizo notar; pero no había desafío en sus palabras, sino más bien una especie de burla amistosa.
—¿Dónde has estado todo este tiempo?
—En el infierno —dijo Jack tras un momento de silencio.
Christian lo miró. Los ojos azules del shek se encontraron con los ojos verdes del dragón. Y ambos entendieron muchas cosas.
En aquel momento, Victoria se removió en brazos de Christian, todavía en sueños.
—Va a despertar —dijo Jack con suavidad.
—¿Qué le pasa?
—Nada, sólo que ha tenido que sumirse en un sueño profundo para que la magia fluyera mejor.
—Entonces, al recuperarte a ti ha recuperado su magia.
—Al recuperarnos a los dos —puntualizó Jack—. Por unos momentos pensamos que te perderíamos, pero también tú eres duro de matar.
—¿Cuánto tiempo…?
—Lleváis tres días inconscientes; tú, malherido, y ella en su trance curativo, ahí, tendida a tu lado. No se ha separado de ti ni un solo momento.
—Pero…
—… pero no creas que durará siempre —cortó Jack, sonriendo—. En cuanto estés mejor, espero que me cedas su compañía durante un largo rato. La he echado mucho de menos, ¿sabes?
Christian sacudió la cabeza y esbozó una cansada sonrisa.
—Has aprendido mucho en el infierno —comentó—. Ya era hora.
—Los tres hemos aprendido, cada uno en nuestro infierno particular. Espero que eso nos sirva para salir adelante. —La expresión de su rostro se tornó seria de pronto—. Ashran sabe que estamos aquí.
Christian se puso tenso, pero Jack lo detuvo con un gesto.
—De momento estamos a salvo. Ya te explicaré con detalle cuál es la situación cuando estés un poco mejor, pero ahora tienes que recuperarte del todo o no nos serás de mucha ayuda. Además —añadió, sonriendo—, calculo que Victoria no tardará en despertar. Así que mejor os dejo solos para que hagáis las paces.
Christian sonrió de nuevo.
—Jack —lo llamó, cuando él estaba ya en la puerta—. Gracias.
Jack hizo un gesto de despedida y salió de la habitación.
Victoria despertó apenas unos momentos después. Alzó la mirada, un poco aturdida, y se topó con los ojos de Christian. Sonrió.
—Hola —susurró.
El shek sonrió a su vez. Los ojos de Victoria volvían a ser luminosos, como antaño, y rebosaban amor. Christian le apartó el pelo de la cara con la punta de los dedos, para poder verla mejor.
—Hola —dijo solamente.
Victoria emitió un sonido parecido a un suspiro. Parpadeó varias veces para despejarse un poco.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó entonces.
—Bien —respondió él—, teniendo en cuenta cómo estaba la última vez que te vi.
Ella sonrió. Se incorporó un poco y retiró las sábanas, y luego la camisa de Christian, para poder examinar su herida. El joven se estremeció cuando los dedos de Victoria rozaron su piel, con infinita ternura.
—La espada te quemó por dentro —dijo ella con suavidad—. He tardado mucho en poder regenerar todo lo que el fuego destruyó. Si no fueras tan frío por naturaleza, habrías ardido al instante.
Los ojos de ambos se encontraron.
—No quería matarte —dijo Victoria—. No quería hacerte daño. Pero sentía como si no tuviera opción, ¿entiendes?
Christian sacudió la cabeza.
—Me clavaste una espada en el vientre —dijo—. Yo te clavé una espada en el corazón. Teniendo eso en cuenta, creo que no he salido muy mal parado.
—Habría muerto antes que matarte —susurró ella—. Pero ya estaba muerta. De alguna manera.
—Lo sé —dijo Christian en voz baja—. Ven aquí.
Ella se acercó más, y Christian vio que lo hacía sin vacilar, sin dudas, sin temor. La miró a los ojos y la vio más madura, más sabia. Los dos sonrieron, casi a la vez. Ambos se sentían profundamente aliviados de que la pesadilla hubiese terminado por fin; tanto, que no se reprocharon el uno al otro el dolor que se habían causado mutuamente. Y deseaban recuperar el tiempo perdido, reconstruir el sentimiento que los había unido, superar la profunda brecha que se había abierto entre ellos en los últimos tiempos… en definitiva, hacer las paces, como había dicho Jack.
Cuando comprendió esto, Christian entendió también que no quería perder el tiempo con palabras.
Y no pudo evitarlo. La besó.
En uno de los pisos superiores de la torre había un mirador. Todos los edificios más emblemáticos de Idhún tenían uno, una amplia terraza con balconada que en realidad servía para que los dragones pudieran posarse en alguna parte cuando llegaban de visita. También la casa de Limbhad contaba con uno de ellos, muy similar al de la Torre de Kazlunn. Jack reprimió un suspiro de nostalgia y se esforzó por centrarse en el presente.
Avanzó con paso resuelto hacia Sheziss, que se había enroscado sobre sí misma junto a la balaustrada. Aquel mirador era uno de los pocos espacios del edificio en los que no se sentía estrecha.
—Saldrá de ésta —informó Jack, sentándose a su lado, sobre el antepecho.
Sheziss no hizo ningún comentario. Ni siquiera se movió. Seguía con los ojos cerrados, como si todo aquello no le interesara lo más mínimo. Pero Jack la conocía lo bastante bien como para saber que estaba escuchando con atención.
—En cuanto se sienta un poco mejor —prosiguió Jack— percibirá tu presencia. ¿Vas a mostrarte ante él?
Tras un momento de silencio, Sheziss respondió: «¿Para qué?».
—Entonces, ¿vas a tomarte la molestia de ocultarte a su vista?
Sheziss alzó la cabeza y lo miró, entornando los ojos. Jack sonrió. La había pillado. Si respondía que sí, demostraría que sí le importaba Christian, aunque sólo fuera un poco. Si respondía que no, tarde o temprano tendría que enfrentarse a él. Y Christian haría preguntas.
La serpiente esbozó una breve sonrisa.
«¿Por qué no? —respondió—. Llevo mucho tiempo ocultándome».
Jack abrió la boca, pero no le salieron las palabras.
«¿De veras quieres que me vea? O, peor aún… ¿quieres que yo lo vea a él? Podría sentir tentaciones de hacer con él lo que debí hacer hace quince años, y no hice».
—¿El qué?
«Matarlo, para acabar por fin con su penosa existencia». Jack sintió que se le secaba la boca.
—No puedes estar hablando en serio.
Sheziss volvió a tumbarse y cerró los ojos otra vez.
—Mírame, Sheziss —protestó Jack—. Mírame bien. Maldita sea, después de todo lo que hemos pasado juntos… ¿todavía me consideras un monstruo? Si la respuesta es no, entonces no tienes por qué seguir viendo un monstruo en él también.
Sheziss no se movió. Jack apoyó la espalda contra la balaustrada, con un resoplido exasperado.
«¿Tanto te importa?», dijo ella entonces. Jack meditó la respuesta.
—Supongo que sí —dijo por fin—. Todo el mundo quiere matarle, humanos, sheks… simplemente por ser lo que es, y al fin y al cabo él no es más que lo que otros hicieron de él. Y en muchos sentidos es como yo. Somos muy diferentes, sí, pero tan parecidos… que hasta compartimos los mismos sentimientos por la misma chica. Y después de todo lo que me has enseñado ya no puedo verlo como un enemigo. Porque las cosas podrían haber sido al revés. Los dragones podríamos haber exterminado a los sheks. Él podría haber sido el último shek. Y tal vez a mí me habrían creado y entrenado para matarlo, a él y a cualquiera que lo ocultara o lo protegiera. ¿Cuál es la diferencia? —Se incorporó, resuelto—. Maldita sea, todavía lo odio. Pero no puedo evitar pensar que podría haber sido yo. Que nuestros destinos no son tan diferentes.
Sheziss lo observó, pero no dijo nada.
Jack se asomó al mirador. Ante él se abría un mar infinito, y a sus pies, un precipicio de una altura estremecedora. La marea estaba baja, y el agua que batía las rocas parecía encontrarse muy lejos.
Pero Jack no sintió vértigo. Al fin y al cabo, era un dragón.
—¿Cuánto tiempo tenemos? —le preguntó a Sheziss, cambiando de tema.
Ella se alzó con parsimonia y se deslizó junto a él.
«No mucho —respondió—. Esta torre es nuestra, sí, y tanto los magos como los szish que hay en ella son nuestros también. No es mucha gente, los he contado. Cuatro magos y dos docenas de soldados szish. Los magos lucharán a favor de Kirtash porque va a proteger al último unicornio. Los szish me obedecerán a mí, y también a Kirtash, porque somos los sheks más cercanos a ellos, y les enseñaron que así deben comportarse. Pero no son suficientes. Ah, Jack, si Ashran está tardando tanto en atacar es porque tu regreso lo ha cogido por sorpresa. Entregó la Torre de Kazlunn a su hijo, perdonó la vida al último unicornio. Estaba seguro de su victoria. Tiene a toda su gente concentrada en la guerra de Nandelt. Mientras los repliega hacia Kazlunn, nosotros podemos ir a Drackwen a atacarlo para que se cumpla la profecía. Por eso no ha venido a buscarnos aún».
—¿Porque preferirá llamar a los sheks a que defiendan Drackwen, en lugar de atacarnos?
Sheziss asintió.
«En esta torre somos fuertes, Jack. Él es fuerte en su torre. De modo que prefiere quedarse allí y redistribuir a su gente, y examinar cuál es la situación, ahora que has regresado, antes que lanzarse a un ataque a ciegas. Por otro lado, no le conviene que se corra la voz de que has vuelto. Eso les daría alas a los rebeldes de Nandelt, y si las tropas se replegaran hacia Kazlunn, ellos sospecharían algo. Podrían perseguirlos, incluso, y atacarlos por la retaguardia. Así que Ziessel, Eissesh y los suyos se encontrarían en una situación delicada, entre los rebeldes de Nurgon y los renegados de la Torre de Kazlunn», añadió con una larga sonrisa.
—Entiendo.
«Pero ya han pasado tres días. Aunque Ashran no quiera precipitarse, a estas alturas ya habrá actuado, en algún sentido. O, por lo menos, tendrá un plan».
Jack reflexionó.
—Tengo que ponerme en contacto con Alexander —dijo—, tengo que decirle que estoy bien. Que los tres estamos bien. Si la Resistencia…
Se interrumpió, porque Sheziss se irguió, alerta, y entornó los ojos. Jack comprendió lo que sucedía y no hizo ningún comentario cuando ella se deslizó por encima de la balaustrada, desplegó las alas y echó a volar.
Justo acababa de desaparecer hacia el otro extremo de la torre cuando Christian y Victoria salieron al mirador. Ambos tenían bastante buen aspecto, aunque el shek seguía pálido, y se apoyaba en Victoria para caminar.
—¿Con quién hablabas? —preguntó la muchacha, sonriente.
—Conmigo mismo —respondió Jack, devolviéndole la sonrisa.
Sintió la mirada inquisitiva de Christian. La sostuvo, sereno. Percibió el ligero desconcierto del shek cuando topó con su barrera mental. Sheziss le había enseñado a dejar la mente en blanco para resistir los sondeos telepáticos de los sheks; por supuesto, cualquier shek podría desbaratar aquellas defensas, podría obligarlo a revelarlo todo, si se lo proponía, pero Jack dudaba de que Christian llegara a tanto. Lo sintió retirarse de su mente.
Ninguno de los dos hizo el menor comentario. Jack seguía sonriendo cortésmente, Christian lo miró con un nuevo respeto, y le dirigió su habitual media sonrisa.
Victoria alargó la mano que le quedaba libre, y Jack la cogió, de buena gana. Se acercó más a ella y le pasó un brazo por la cintura. Los tres contemplaron juntos la puesta del primero de los soles, que se hundía lentamente en el mar.
—Jack —dijo entonces Victoria—. ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Dónde has estado todo este tiempo?
Daba la sensación de que no terminaba de creérselo. También Christian alzó la cabeza, intrigado.
Jack tardó un poco en contestar.
—La espada no me mató —dijo por fin—. No rozó mi corazón.
Cruzó una mirada con Christian; pero los ojos de hielo del shek seguían siendo impenetrables.
—Pero caíste en… —Victoria se estremeció y desvió la mirada; el simple recuerdo de Jack cayendo en la sima de lava le ponía la piel de gallina y llenaba de angustia su corazón.
Jack se volvió hacia Christian.
—¿No sabes lo que es ese lugar?
El shek negó con la cabeza.
—Nunca imaginé que fuera algo más que una brecha de fuego líquido —respondió con calma—. Es evidente que lo era, porque, de lo contrario, no habrías regresado para contarlo. Y además, entero. Estoy impresionado.
Victoria le dirigió una mirada de reproche. Pero no había burla en las palabras del joven. Jack sonrió.
—Esa brecha de fuego líquido oculta una Puerta interdimensional, Christian. He estado… —dudó un momento antes de añadir— he estado en otro mundo.
Victoria ahogó una exclamación de sorpresa.
—¡Por eso… por eso sentí que tu vida se apagaba! Por eso tuve la sensación de que ya no existías en nuestro mundo. Te fuiste muy lejos… tan lejos que yo no podía sentirte.
—¿A la Tierra? —quiso saber Christian.
Jack negó con la cabeza. Los ojos del shek lo estudiaron con atención. Se fijó en su indumentaria, en su postura, incluso pareció detectar en él algo invisible que el resto de la gente no percibía. Frunció levemente el ceño.
—Ya veo —dijo con suavidad—. Entonces es todavía más sorprendente que hayas regresado vivo de allí, Jack.
—No estuve solo —respondió él en voz baja, pero no añadió nada más.
Tanto Christian como Victoria entendieron que no daría más detalles. Victoria se puso de puntillas para besarlo en la mejilla, con cariño.
—Lo importante es que estás de vuelta —dijo en voz baja.
—¿Has regresado desde allí transformado en dragón? —preguntó entonces Christian—. ¿Te ha visto mucha gente? Mi padre no tardará en venir a buscarnos.
Jack lo miró.
—¿Estás con él, o con nosotros?
Christian sacudió la cabeza, sonriendo.
—Deberías saber ya la respuesta.
Jack asintió.
—Estás con ella —comprendió, señalando a Victoria—. Y, ahora que he vuelto, ella está otra vez en peligro. De modo que vuelves a dar la espalda a Ashran y a los sheks, y de nuevo, podemos considerarte un miembro de la Resistencia. A no ser, claro… que decidas protegerla acabando con mi vida.
Los ojos de Christian relampaguearon un instante.
—¿Sabes lo que estás diciendo? —siseó—. Tu muerte casi la mata. ¿Crees que volvería a pasar por ello otra vez?
Victoria respiró hondo y apoyó la cabeza en el hombro de Christian.
—Estás con ella —asintió Jack, sonriendo—. Si estás con ella, estás conmigo. Los tres juntos. Si cae uno, caemos los tres.
«La tríada», pensó, recordando las palabras de Ha-Din.
Victoria sacudió la cabeza y se separó de ellos para mirarlos fijamente. Allí, junto a la balaustrada, con el mar y los soles ponientes, les pareció a los dos más hermosa que nunca.
—Estoy con vosotros —anunció ella—. Pase lo que pase, por encima de todo. Y si hemos de luchar, lucharé con vosotros, por vosotros. Por los dos. Lo sabéis, ¿verdad?
Jack esbozó una sonrisa cansada.
—Lo sabemos, Victoria. Y ojalá no hubiera que luchar. Pero nacimos para esta batalla. Nos crearon para esta batalla. Lo queramos o no, tenemos que librarla.
—Y más vale que ganemos esta vez —añadió Christian, sombrío.