Alexander avanzaba por la espesura en una dirección muy concreta. El bosque se oscurecía por momentos, pero él no necesitaba ver para encontrar la dirección correcta. Sus sentidos estaban cada vez más desarrollados, y ellos lo llevaban, sin posibilidad de error, hacia su objetivo.
No tardó en encontrarlo, y se acercó a él dando grandes zancadas, saltando por encima de los matorrales de bayas.
Fagnor se había estrellado allí mismo. Había quedado enredado en las ramas de un gran árbol, pero éstas se habían quebrado bajo su peso, o tal vez había sido Kestra, tratando de salir, quien lo había hecho precipitarse contra el suelo.
Y allí estaba el dragón, hecho un amasijo de astillas, hundido entre las raíces del árbol sobre el que había caído. Su magia se había desvanecido, y ahora ya no tenía aspecto de dragón, sino que se veía claramente que no era más que un artefacto, una ilusión.
Alexander detectó a Kestra, intentando salir por la escotilla. Parecía atrapada. Corrió junto a ella.
La joven se volvió hacia él.
—¡No te acerques más! —le dijo, cuando Alexander ya trepaba por el ala para aproximarse.
Alexander se detuvo.
—¿No quieres que te ayude a salir?
—Sé salir yo sola, gracias.
Se impulsó con los brazos, intentando desatascarse, pero no pudo reprimir un grito de dolor.
—¿Tienes algo roto?
—Creo que… una pierna… o las dos. ¡No te acerques! —repitió, al ver que él tenía intención de seguir avanzando.
—Tengo que sacarte de ahí —gruñó Alexander, y trepó hasta llegar junto a ella.
Kestra lo miró con desconfianza y una pizca de odio latiendo en sus ojos oscuros. Alexander hizo como que no se daba cuenta, y echó un vistazo a la situación.
Era peor de lo que había imaginado.
Por dentro, Fagnor estaba hecho pedazos, y las astillas de madera habían destrozado el cuerpo de Kestra. Efectivamente, parecía que el golpe le había quebrado las piernas; pero, aunque no fuera así, de todas formas le habría sido imposible salir del dragón por sí misma, porque una enorme astilla se le había clavado en el vientre, atravesándola de parte a parte.
—Por todos los dioses —murmuró Alexander—. ¿Por qué no me lo has dicho antes?
—No lo había visto —dijo ella, pero le temblaba la voz; Alexander entendió que sí lo había visto, pero simplemente no había querido verlo.
—Voy a buscar ayuda.
—¡No! —lo detuvo ella—. No… no me dejes sola.
De pronto parecía una niña asustada. Todo su aplomo y de terminación se habían esfumado.
—No te preocupes —la tranquilizó Alexander.
Echó la cabeza atrás y dejó escapar un prolongado aullido.
Se volvió entonces hacia Kestra, que lo miraba con los ojos muy abiertos.
—Esto alertará a Shail y a los feéricos. Sabrán dónde encontrarnos. Claro que también puede que atraiga a los szish, pero no tengo ningún inconveniente en recibirlos —gruñó, enseñando los dientes.
—Tú conociste a mi hermana, ¿verdad? —dijo ella inesperadamente.
—No hables, Kestra. Tienes que…
—¡Dímelo! Necesito saberlo. Alexander la miró, muy serio.
—Si eres quien me han dicho que eres, me parece que sí. Ella desvió la mirada.
—¿Qué importa mi nombre? —dijo con esfuerzo.
—Importa. Si eres Reesa de Shia, y tu hermana era la princesa heredera Alae, puede que coincidiéramos en la Academia. Aunque, para hacer honor a la verdad, apenas la recuerdo.
Ella tembló al escuchar aquellos nombres, que le traían tantos recuerdos del pasado.
—Eso fue hace mucho tiempo —murmuró—. Antes de que sheks destruyeran mi tierra y mataran a mi familia. Antes de que nos capturaran los szish.
—¿Cuánto tiempo hace de eso?
—No recuerdo. Estuvimos varios años con el maestro Covan en las montañas, aprendiendo a luchar, a defendernos. Nos ocultábamos en los senderos, entre los riscos, en las cavernas. Éramos dos chicas shianas sin más, como tantas otras, gente sin hogar y sin ningún lugar a donde ir. Pero entonces, hace cuatro años…
—No sigas, Kestra. Reserva fuerzas.
—Hace cuatro años —repitió ella, haciendo un esfuerzo— nos capturaron los szish en las montañas. Nos reconocieron: éramos las hijas del rey rebelde. Nos llevaron ante Ashran para interrogarnos.
»Estuvimos presas mucho tiempo… mucho tiempo… en la Torre de Drackwen. A pesar de todo, Alae nunca perdió la esperanza. En nuestra celda había una ventana, demasiado estrecha para escapar por ahí, pero lo bastante ancha como para ver un pedazo de cielo. Y Alae… Alae se pasaba las horas muertas, mirando por la ventana, soñando con el dragón de la profecía, que vendría a rescatarnos. —Clavó en él sus ojos cansados—. Pero el dragón nunca vino. Igual que no ha venido hoy en la batalla, ¿verdad?
Alexander no supo qué responder.
—Se llevaron a mi hermana —continuó Kestra—. Tardé mucho tiempo en volver a verla. Llegué a pensar que estaba muerta. Pero entonces, un día… vinieron a buscarme a mí. Iban a trasladarnos a otro sitio, un castillo en otra parte, porque a Ashran le estorbábamos en Drackwen. Fue entonces cuando vi a Alae por última vez. No era… no era ella.
Alexander sintió como si una garra helada le oprimiese el corazón.
—¿Quién era, pues?
—Las lunas estaban llenas —dijo ella, como si no lo hubiera oído—. Las tres. Como esta noche. A Alae… la tenían encadenada. Eran necesarias varias personas para controlarla, incluyendo uno de los magos de Ashran. Se había vuelto loca. Y se había vuelto… diferente. Parecía una enorme bestia, gruñía y chillaba, y tenía colmillos, y garras, y una larga cola, y le había crecido pelo por todo el cuerpo, pelo a rayas, ¿sabes? Pero yo supe que era ella, porque me miró… Cerró los ojos un momento. Alexander la abrazó, con cuidado, y Kestra apoyó la cabeza en su pecho.
—Me miró y pareció enloquecer de nuevo. Y entonces ya nada pudo controlarla.
Se abalanzó sobre mí…
Sus últimas palabras fueron apenas susurros. Le contó a Alexander cómo sólo la intervención de la gente de Ashran había evitado que su propia hermana la hiciese pedazos; cómo había escapado de la Torre de Drackwen, aprovechando el caos que Alae había creado. Con una híbrida furiosa descontrolada, nadie se iba a preocupar de la fuga de una adolescente delgaducha…
Alexander cerró los ojos, agotado.
—La conociste, ¿verdad? —preguntó Kestra por fin—. Porque ella era como tú.
Le hicieron lo mismo que a ti.
—Sí —asintió Alexander con gravedad—. La conocí.
—¿Y sigue…?
—No, Kestra. Murió hace dos años.
La joven asintió, como si se esperara esa respuesta.
—¿Y el mago que le hizo eso…?
—También está muerto. Tu hermana ya puede descansar en paz.
Kestra dejó escapar un suave suspiro.
Alexander no le dijo que Elrion, el mago que los había fusionado a ambos con los espíritus de sendas bestias, había muerto a manos de Kirtash… el mismo que había matado a la propia Alae, la mujer-tigre, momentos antes, cuando trataba de escapar.
—Intentó matarme —musitó ella; su voz era cada vez más débil—. Mi propia hermana. Sólo porque las lunas la volvieron loca. Y a ti… te ocurrirá lo mismo. A cada instante que pasa te vuelves menos humano, aunque aún no te des cuenta. Mientras hablamos… la bestia que hay en ti se libera de sus cadenas. Si para entonces no he muerto, me matarás.
—No digas eso. Tú eres fuerte, Kestra, muy fuerte. Resistirás.
—No soy tan fuerte —suspiró la joven—. Yo… pensaba que lo era. Pensaba que no estaba hecha para esperar, simplemente, como hacía Alae. Yo sabía que el dragón no vendría, así que… cuando conocí a Denyal y a Tanawe y los demás, decidí que, sería el dragón.
O uno de ellos. Y cada vez que volaba con Fagnor… pensaba… pensaba en Alae, y que si seguía viva en algún lugar… tal vez me viera volar y recuperara la esperanza…
Kestra no pudo seguir hablando. Alexander quiso abrazarla con más fuerza, pero no se atrevió, por miedo a hacerle daño. La mancha oscura que destacaba sobre su vientre seguía extendiéndose, y el joven aulló de nuevo, llamando a la ayuda que no llegaba. Sintió que Kestra se estremecía entre sus brazos.
—Vas a matarme, ¿verdad? —susurró.
—Claro que no —gruñó él.
Pero en su interior empezaba a latir una sensación que, por desgracia, conocía muy bien: el ansia de caza, de carne. La reprimió.
—Lo siento por Fagnor —musitó ella—. Ya nadie va a hacer1o volar.
Alexander no respondió.
Se quedaron un rato así, en silencio, hasta que Alexander dijo:
—¿Sabes? Lo cierto es que al final el dragón sí fue a rescatar a Alae. Fue Jack quien abrió la puerta de su prisión… de nuestra prisión. Puede que ella no lo reconociera, porque entonces no era más que un chico humano oculto bajo un hechizo ilusorio que lo hacía parecer un szish… pero era un dragón, y fue él… quien abrió la puerta. Escapamos juntos y…
Se interrumpió. Nada más salir de aquella celda, Alae, la mujer-tigre, la antigua princesa de Shia, se había topado con el gélido filo de Haiass. Se preguntó si debía contárselo a Kestra. Se dio cuenta entonces de que ella no decía nada, de que ya no se movía. Se separó un poco y la miró a los ojos, pero aquellos ojos ya no le devolvieron la mirada. El corazón de Kestra había dejado de latir.
Alexander apretó los dientes, con rabia, y después echó la cabeza atrás y aulló, aulló por Reesa, princesa de Shia, la mejor piloto de dragones, y la más valiente.
Christian y Jack aparecieron de nuevo en la sala donde Ashran había obligado a Victoria a elegir entre los dos. Pero ni la muchacha ni el Nigromante se hallaban allí.
Era Zeshak quien los esperaba. Zeshak, el rey de los sheks, más enorme y mortífero que nunca, con las alas desplegadas al máximo, casi rozando el techo, las fauces abiertas y los ojos rezumando un odio tan antiguo como irrevocable. Ignorando a Christian, centró su mirada en Jack; y éste comprendió que el shek había abierto la Puerta porque no soportaba la idea de dejar escapar al último dragón, porque ansiaba pelear contra él y matarlo… porque había sucumbido al odio que corría por sus venas, y aquélla era la única forma que tenía de saciarlo.
Jack esbozó una sonrisa sardónica.
—Gracias por traernos de vuelta, Zeshak —lo saludó.
El shek no respondió. Con un chillido de ira, se lanzó hacia él, rápido como el rayo.
Jack saltó hacia un lado y rodó por el suelo, hacia el lugar donde había quedado abandonada Domivat, la espada de fuego. En cuanto pudo sostenerla, se sintió mucho mejor. La blandió ante el shek, vio reflejado su llameante filo en los ojos irisados de la criatura. Los dos se estudiaron mutuamente, con cautela. Jack entrecerró los ojos, como Sheziss le había enseñado, para evitar así que el shek penetrara en su mente.
Sentía que el dragón bramaba en su interior, que ya era libre para dejarle el control de su cuerpo y transformarse, si así lo deseaba. El odio se había despertado, burbujeante, como un volcán a punto de entrar en erupción.
«¡No te entretengas! —dijo la voz de Christian en su mente—. ¡Tenemos que rescatar a Victoria!».
Jack vio, por el rabillo del ojo, el suave brillo helado de Haiass. Le costó centrarse en la situación y olvidar que tenía un shek delante, un shek al que debía matar.
Empezó a retroceder, poco a poco, sin dejar de interponer a Domivat entre Zeshak y él.
El shek no se lo permitió. Con un siseo enfurecido, se arrojó sobre él, sin importarle ya la espada de fuego. Jack intentó rechazarlo.
Con un suspiro exasperado, Christian dejó a Haiass a un lado; sospechaba que una espada de hielo no le haría ningún daño a un shek. De modo que inició su propia metamorfosis, y atacó a Zeshak por detrás. El señor de los sheks se volvió hacia él, enfurecido.
Perplejo, Jack vio cómo se enfrentaban, abriendo las alas y dedicándose siseos de advertencia. «Christian, es tu padre», pensó, pero no lo dijo en voz alta. De todas formas, Christian estaba demasiado ocupado como para mantener contacto telepático con él, de forma que no lo captó.
Jack decidió transformarse él también, pero no tuvo tiempo de hacerlo, porque la puerta que llevaba a la terraza seguía abierta de par en par, y por ella se coló, de pronto, un relámpago oscuro, veloz como una flecha plateada hendiendo la penumbra, y cayó por sorpresa sobre Zeshak, con un chillido de ira.
Jack dio un par de pasos atrás; también Christian retrocedió, sorprendido, haciendo ondular su largo cuerpo de serpiente. Contempló unos instantes cómo Zeshak se enzarzaba en una pelea sin cuartel contra una hembra shek en cuyos ojos brillaba un odio no tan ancestral como el que profesaban a los dragones, pero sí igual de poderoso.
Se embistieron una vez más y después retrocedieron un tanto para estudiar a su rival.
—¡Sheziss! —murmuró Jack, desconcertado.
¿Cómo había llegado ella hasta allí?
«Lárgate, niño —oyó la voz de ella en su mente—. Zeshak es mío».
El rey de los sheks debió de contestarle algo, porque los ojos tornasolados de Sheziss relucieron nuevamente; pero era una conversación privada, y ni Jack ni Christian estaban invitados.
—Todo tuyo —murmuró Jack, sonriendo; se volvió hacia Christian y le gritó—:
¡Vámonos, Christian!
El shek volvió a la realidad y recuperó su forma humana. Jack ya corría hacia la puerta, haciendo una breve parada en el rincón donde había quedado el Báculo de Ayshel, para recogerlo. Zeshak se giró, como un rayo, y se lanzó hacia él, pero Sheziss cayó sobre la serpiente alada, silbando furiosamente, y Zeshak no tuvo más remedio que defenderse.
Ya en la puerta, Christian se volvió una vez más para contemplar a los dos sheks que trataban de matarse el uno al otro. Había algo en ellos que lo sobrecogía y lo atraía al mismo tiempo. En aquel momento, la hembra hizo retroceder a Zeshak hasta la terraza, y después se detuvo a mirarlo.
Los ojos de Christian se toparon con los de aquella hembra que, por alguna razón desconocida para él, los estaba ayudando. Sintió que algo se removía en su interior, algo parecido a una extraña añoranza.
La shek entornó los ojos y le dedicó un siseo furioso. Christian retrocedió, alerta. La hembra abrió un poco más las alas y puso el cuerpo en tensión, preparada para atacar. Christian alzó a Haiass, dispuesto a defenderse.
El tiempo pareció congelarse en el instante previo al ataque de la serpiente, y en aquel segundo en el que Christian adivinó su propia muerte entre sus letales colmillos, los dos corazones, el de la shek y el del híbrido, palpitaron a la vez.
Y entonces ella pareció cambiar de idea, porque entornó los ojos, le dirigió un último siseo de advertencia y le dio la espalda bruscamente, dando a entender que lo dejaba marchar. Aún confuso, Christian dio media vuelta y echó a correr por el pasillo, en pos de Jack. Todavía pudo ver que Zeshak volvía a abalanzarse sobre la hembra shek, y reanudaba la batalla que habían comenzado, y que no tenía nada que ver con dioses, héroes ni profecías; era un asunto personal, adivinó Christian, y muy, muy grave… al menos para ella.
No le dio más vueltas, aunque la mirada de aquella hembra shek y su extraña actitud hacia él le habían llegado muy hondo.
Pronto, sin embargo, sólo pudo pensar otra vez en Victoria.
Qaydar y Allegra se habían dado cuenta de que las serpientes aladas eran el auténtico peligro para Awa. Habían cruzado el río con el primer grupo de refugiados, pero se habían quedado para defender las fronteras. Y habían decidido unirse a los feéricos que, en lo alto de los árboles más elevados del bosque, trataban de ahuyentar a los sheks.
No disponían de muchos medios para alcanzarlos en el aire. Sus lanzas y flechas no llegaban hasta ellos, y, si lo hacían, apenas arañaban la superficie de las escamas de las serpientes. Y aunque los rebeldes humanos les instaban a disparar flechas con puntas de fuego, los feéricos eran incapaces de hacerlo.
Pero consiguieron atrapar a un shek con las redes que lanzaban desde las copas de los árboles, y otro de ellos fue capturado por una planta carnívora gigante antes de que lograran congelarla por completo. Y, por supuesto, todos los magos rebeldes arrojaban su magia contra los atacantes alados.
—Cuanto más tiempo los retengamos aquí —dijo Allegra más oportunidades daremos a los heridos de llegar al corazón del bosque. Tal vez estén a salvo allí.
Pero Qaydar movió la cabeza.
—A estas alturas, dudo que exista un solo lugar en Idhún en el que estar a salvo —dijo con amargura.
Allegra no supo qué responder.
Estaban situados en una de las enormes flores de uno de los árboles más altos de aquel sector del bosque. El cáliz de la flor constituía un excelente refugio y los ocultaba a la percepción de los sheks. Desde allí lanzaban todo tipo de conjuros de ataque, tratando de alejar a las serpientes del bosque. Otros magos se habían unido también a la batalla aérea. En una flor cercana se ocultaba Tanawe, cuya magia era especialmente feroz cuando se trataba de defender a uno de sus preciados dragones, aunque ya sólo quedaran tres en el aire. Y la forma en que se curvaba hacia abajo otra de las flores indicaba que era el refugio de Yber, el único mago gigante de Idhún.
Allegra alzó la mirada al cielo. Lo vio cubierto de sheks, y se sintió atenazada por el desaliento. Se preguntó, una vez más, qué habría sido de Victoria, y si estaría bien. Lo último que sabía de ella era que había ido a matar a Kirtash, el asesino de Jack. Por un instante, deseó que hubiera cambiado de idea. El shek todavía la amaba, y a pesar de que había acabado con el último dragón, a pesar de todos los crímenes que había cometido, era la única persona en Idhún capaz de poner a salvo a Victoria, de alejarla de aquella locura, de curar el dolor de su alma. El hada respiró hondo. Tal vez Kirtash mereciera la muerte; pero viendo toda aquella destrucción, Allegra deseó que Victoria le hubiera perdonado la vida y que estuvieran los dos juntos, lejos de aquella pesadilla.
Un grito de Tanawe interrumpió sus pensamientos:
—¡Atención, el dorado! Allegra se irguió de inmediato y se asomó por el borde del cáliz de la flor, justo para ver al dragón dorado planeando peligrosamente por encima de los árboles. Tenía a tres sheks en la cola.
—¿No estaba Kimara a bordo de ese dragón? —dijo el Archimago.
Allegra asintió, y Qaydar dejó escapar una maldición. Quedaban muy pocos magos en Idhún, y, que él supiera, hasta el momento Kimara era la única nueva hechicera consagrada por Lunnaris, el último unicornio. Había que preservarla con vida a toda costa. Con voz potente y terrible, pronunció las palabras de un hechizo de fuego y lo arrojó contra las serpientes que perseguían al dragón artificial. Allegra vio, no sin satisfacción, cómo las tres estallaban en llamas y se precipitaban sobre el bosque, emitiendo chillidos agónicos. Miró a Qaydar, pensativa. Era un hechicero poderoso, no cabía duda. En el pasado, los Archimagos eran respetados por los mismísimos dragones. Pero a veces daba la sensación de que Qaydar no sabía muy bien cómo utilizar aquel poder. Había pasado largas décadas dedicado al estudio de los más complicados hechizos y conjuros, de las formas más sutiles e intrincadas de la magia, pero se había limitado a la teoría, no a ponerlas en práctica. Allegra ya se había dado cuenta de que Qaydar se sentía un poco perdido en el mundo real, tratando con gente de verdad. Y, sin embargo, el poder estaba ahí.
—Archimago —dijo suavemente—, tú conoces todas las formas y variantes de la magia. Hasta ahora hemos utilizado siempre una magia simple, tosca y violenta para luchar contra los sheks, pero está claro que eso no sirve.
Qaydar se volvió hacia ella.
—¿Qué quieres decir? El fuego les hace daño, ya lo has visto.
—Sí —asintió Allegra—. Pero son demasiados. El hechizo sencillo de fuego sólo puede alcanzar a uno cada vez, dos o tres, como mucho. Necesitaríamos destruirlos a todos al mismo tiempo.
—¿Con fuego? Imposible.
—Pocas cosas hay imposibles para los que dominan los misterios de la magia, ¿no es cierto?
«Para acabar con todos ellos habría que incendiar el cielo», le había dicho a Shail. Respiró hondo. Si fuera posible…
Observó, con el corazón encogido, cómo el dragón de Kimara se precipitaba sobre los árboles, un poco más allá, sin control. Oyó la exclamación de angustia de Tanawe. Y no pudo evitar recordar los tiempos de la conjunción astral. Los dragones artificiales que habían fabricado durante todos aquellos meses estaban ahora cayendo como moscas, igual que en su día habían caído todos los dragones del mundo, bajo el poder de Ashran el Nigromante. Igual que había caído Jack, bajo el poder de Kirtash, su hijo. Un shek.
«Nadie más», se dijo el hada y, luego, en voz alta, añadió lentamente:
—Archimago, hemos de prender fuego al cielo.
Todo había sido muy breve. Demasiado breve, quizá.
Victoria había esperado un largo y complicado ritual; tal vez, incluso, con la asistencia de varios magos. Aunque, pensándolo bien, ningún mago en Idhún, probablemente ni siquiera Gerde, sería capaz de contemplar aquella agonía. Tal vez por eso seguían estando Ashran y ella solos en la habitación.
Tampoco el ritual fue largo, ni complicado. Al fin y al cabo Ashran no era un mago corriente.
Se limitó a pasar los dedos por encima de la cabeza del unicornio, varias veces, como tejiendo sobre ella una red de hilos invisibles. Lentamente, sus dedos comenzaron a emitir una extraña luz fría y pálida, hasta transformarse en garras brillantes. Victoria intentó tranquilizarse, pero no pudo. Tenía miedo, mucho miedo. Temblaba violentamente y le costaba estarse quieta, por lo que cerró los ojos para no ver aquellas garras de luz.
Entonces, de pronto, percibió una cálida presencia en su corazón, que hasta entonces había sentido frío, apagado y solo. «¿Jack? —pensó—. ¿Jack está aquí?».
Demasiado tarde. Las garras luminosas hendieron su frente, como dagas de hielo, y giraron…
El unicornio no pudo resistirlo por más tiempo. Gritó.
Nadie en Idhún había oído nunca gritar así a un unicornio. Era un sonido estremecedor, que no se parecía a ningún otro, que atenazaba el alma y que sumía a quien lo escuchaba en una honda tristeza.
Jack y Christian lo oyeron cuando ya subían las escaleras a la carrera. Se detuvieron en seco, horrorizados. Fueron incapaces de moverse mientras el lamento del unicornio recorrió la Torre de Drackwen hasta los cimientos.
También los dos sheks que peleaban más abajo lo escucharon, e interrumpieron su lucha, conmovidos y sacudidos por el espanto. Cuando el grito se apagó, poco a poco, como la luz de tina vela que se extingue, Sheziss musitó:
«Chica unicornio».
Se alzó sobre sí misma, aún temblando, y dirigió a Zeshak una mirada colérica.
«¿Cómo has podido permitir esto? ¿Cómo pudiste permitir… lo de nuestros hijos?».
«Él tiene el poder y el derecho de hacer todo esto —replicó el shek; pero seguía conmocionado—. No sabes a quién te enfrentas».
«Lo sé —respondió Sheziss—. Ella misma me lo transmitió. Lo más bello que quedaba sobre el mundo… y tú has dejado que él lo destruya».
«Puede crear muchas otras cosas bellas. Cosas nuestras. Y un mundo seguro para todos nosotros. ¿Qué otra opción teníamos? ¿Seguir temiendo y odiando a los dragones, condenados al exilio y al exterminio? ¿Permanecer eternamente en la oscuridad?».
«Ella era la luz —respondió Sheziss—. Ella era la luz, y el futuro. Igual que nuestros hijos».
Furiosa y todavía conmocionada, se lanzó sobre Zeshak, dispuesta, más que nunca, a ejecutar su venganza.
En la escalera, Christian y Jack cruzaron una mirada. No hubo necesidad de palabras. Echaron a correr de nuevo, desesperados. Habían olvidado su dolor y su debilidad. Sólo permanecía en su alma el eco del grito del unicornio, el grito de muerte de Victoria.
Su instinto los guió directamente al lugar donde Ashran acababa de realizar su conjuro. Jack golpeó la puerta con su espada, con una furia sin límites, y el fuego de Domivat la hizo estallar en llamas. Los dos se precipitaron al interior.
Kimara miró a su alrededor, aturdida y tiritando de frío. Le parecía un milagro que siguiera viva.
Continuaba en el interior de su dragón artificial. Este no se había estrellado contra el suelo, a pesar de haber caído desde una altura considerable. Sin embargo, estaba claro que el artefacto había sufrido graves daños. Su magia había dejado de funcionar.
Se incorporó, poco a poco, pero el dragón se bamboleó peligrosamente. Se quedó quieta y echó un vistazo a través de la ventana frontal. Sólo vio ramas congeladas. Con infinitas precauciones, y aún muerta de frío, logró alcanzar la escotilla superior y se asomó al exterior.
Se encontró con que el dragón artificial estaba colgado de las ramas de un enorme árbol. Todo el paisaje estaba cubierto de escarcha.
Se arriesgó a mirar hacia abajo. Prefirió no haberlo hecho. Estaba tan alta que apenas veía el suelo. Se aferró a la escotilla, lamentando no ser más que una aprendiza sin nivel suficiente como para conocer los hechizos de levitación.
Se volvió lentamente, para calcular la distancia que la separaba del tronco, y si podría llegar a salvo hasta una rama… y se topó con una carita sucia y húmeda que la miraba con una ferocidad inusitada brillando en sus negros ojos feéricos.
—¡Fuera de mi árbol! —gritó la dríade.
—Lo siento —murmuró Kimara, un poco perpleja—. No tenía intención de caer aquí. ¡Ha sido un accidente!
—¡Siempre es un accidente! ¡Los humanos destrozan los bosques y luego siempre dicen que fue un accidente!
—¡Un momento! Primero, yo no soy del todo humana, soy semiyan, y debo decirte que no sé cómo tratan los bosques los humanos, puesto que en mi tierra no hay muchos humanos, y bosques, todavía menos. Y segundo, ¡estamos en mitad de una batalla! Que sepas que me he jugado la vida luchando contra los sheks que están congelando tu bosque, y que sin duda han causado más destrozos que yo.
Entonces la dríade se echó a llorar, y Kimara se dio cuenta de que no era más que una niña. La miró con atención. El hada se había acurrucado sobre la rama y se abrazaba al tronco cubierto de escarcha, acariciándolo con cariño. La semiyan entendió que no soportaba ver a su árbol sufriendo.
—Siento lo de tu árbol. Pero… ¿qué tal si me ayudas a bajar de aquí?
La dríade la miró de nuevo, dubitativa. Entonces se oyó un grito desde abajo:
—¡Kimara! ¿Estás ahí?
La dríade entrecerró los ojos y se ocultó entre las ramas, pero la escarcha que cubría las hojas impedía que éstas ocultaran con eficacia su cuerpo verdoso. Kimara no le estaba prestando atención.
—Gracias a los dioses —susurró la joven, sonriendo.
Había reconocido la voz. Era la de Shail.
Ziessel y sus compañeros llegaron de nuevo a las lindes del bosque. La shek mantenía abierto el vínculo de comunicación con su señor, estaba alerta y sabía que algo no marchaba bien. Los sheks que seguían combatiendo contra los rebeldes y congelando el bosque se detuvieron un momento para mirarla. Ella los llamó, se hizo eco de la convocatoria de Zeshak. Los sheks intercambiaron rápidos mensajes telepáticos, y en pocos segundos ya habían decidido quiénes acompañarían a Ziessel a la Torre de Drackwen y quiénes mantendrían el asedio al bosque de Awa. De modo que un buen número de serpientes aladas se unieron al grupo de Ziessel, y pronto se perdieron en el horizonte.
Ocultos entre las copas de los árboles, los magos los vieron marchar.
—¿Adónde van? —murmuró el Archimago.
Allegra frunció el ceño.
—Al oeste —respondió—. A la Torre de Kazlunn, con Gerde. O a la Torre de Drackwen… con Ashran.
—¿Y para qué iba a necesitar Ashran a los sheks precisamente ahora?
Los dos hechiceros cruzaron una mirada.
—Es imposible —dijo Qaydar, adivinando los pensamientos de Allegra.
—Tampoco yo quiero hacerme ilusiones. Pero ¿y si…?
—El dragón está muerto, Aile. Ya lo sabes.
—Pero Victoria no. Y tal vez… tal vez…
—Hace casi dos meses que no sabemos nada de ella. Tal vez haya muerto también.
—Pero quizás exista una mínima posibilidad. Y sólo por eso debemos hacerlo.
Qaydar sostuvo la mirada de los ojos negros de Allegra. Sabía de qué estaba hablando.
Llevaban un rato discutiéndolo, mientras trataban de alejar a los sheks del bosque desde la flor en la que se habían refugiado. El Archimago había llegado a la conclusión de que sí había una manera de incendiar el cielo, como proponía Allegra. Pero era muy arriesgada.
—Yo estoy dispuesta —dijo ella—. Si eres capaz de generar tanto fuego, yo soy capaz de dispersarlo.
—¿Capaz? Soy un Archimago, Aile. Puedo hacer eso y mucho más. Pero tú… tú eres un hada. ¿Sabrás manejar el fuego?
—Si es necesario que sepa, sabré.
Qaydar dudó un momento, pero por fin asintió.
—Bien —dijo—. Te explicaré cómo vamos a hacerlo.
Más tarde, Jack recordaría aquel momento de forma confusa. Se acordaría vagamente de haber gritado el nombre de Victoria mientras entraba en aquella habitación en penumbra; de había visto enseguida el hexágono que iluminaba la estancia, y en cuyo centro estaba ella.
Eso sí que lo recordaría con claridad. La imagen de Victoria, yaciendo en el centro del hexágono, se le quedaría grabada a fuego en el corazón y, mucho tiempo después, todavía lo visitaría en sus peores pesadillas.
La imagen de un unicornio moribundo, tendido en el suelo, con un extraño y horrible agujero negro en la frente.
Incluso así, sin el cuerno, que ahora lucía mágicamente una de las manos de Ashran, el unicornio seguía sin parecer un caballo. Era demasiado bello y delicado, sus crines demasiado suaves, su piel demasiado pura, y sus ojos demasiado grandes, hermosos y expresivos. Alzó la cabeza con dificultad, con tal gesto de dolor y desconsuelo que a los dos chicos se les rompió el corazón.
—Victoria… —musitó Jack, aterrado.
Enseguida se dieron cuenta de que no sobreviviría mucho tiempo. Apenas tenía fuerzas para moverse, y el tenue brillo sobrenatural de su piel se apagaba poco a poco.
Christian reaccionó antes que Jack. Se volvió hacia su padre con los ojos húmedos. Dejó escapar un grito de rabia y de odio y se transformó violentamente en shek. Jack no tardó en seguir su ejemplo.
Ya no les importaba nada, ni los dioses, ni la profecía, ni el hecho de que Ashran los había derrotado con insultante facilidad en su anterior enfrentamiento. Estaban ciegos de ira y sólo tenían un objetivo: acabar con la vida del hombre que se hacía llamar Ashran el Nigromante, vengar a Victoria y evitar que aquel monstruo le hiciera aún más daño del que ya le había causado. Por una vez, un dragón y un shek peleaban juntos, porque habían encontrado alguien a quien odiar todavía más de lo que se odiaban entre ellos. Apenas cabían en la habitación, pero se las arreglaron para llegar hasta Ashran, que sonreía de forma siniestra.
—¡Shek! —dijo solamente.
Y Christian se detuvo en seco y cayó pesadamente al suelo, detenido por una barrera invisible. Trató de moverse, pero no fue capaz.
Jack apenas se percató de esta circunstancia. Él sí podía moverse, sí podía luchar. Se sentía henchido de una nueva fuerza, maravillosa y viva, que quedaba, no obstante, teñida por la oscuridad de su odio. Comprendió, de pronto, que Ashran no tenía poder sobre él. Y exhaló sobre el hechicero una intensa bocanada de fuego. Christian logró estirar la cola en el último momento para proteger con ella a Victoria.
Jack, exhausto, se detuvo y miró a su alrededor… pero Ashran había desaparecido.
Lo vio de pronto junto al cuerpo de serpiente de Christian, que seguía en el suelo, retorcido sobre sí mismo. Aún sonreía.
—El shek no te ayudará en la lucha, dragón —dijo—. No podría hacerlo aunque quisiera, porque ya cumplió su misión, que era conduciros ante mí, para que yo pudiera conseguir el cuerno del último unicornio que queda en el mundo.
Levantó en alto el cuerno de Victoria, de Lunnaris, y Jack vio, impotente, cómo el objeto se desvanecía en el aire.
—¿Qué has hecho con él? —gritó.
—Ponerlo a salvo —sonrió Ashran—. Lejos de tu alcance.
Jack se giró de nuevo hacia Christian, desesperado. Pero el shek no se movió.
—Ya te he dicho que no te ayudará —le recordó Ashran—. Es un shek, un instrumento del Séptimo, y no puede escapar a su esencia. Ha de obedecer a su dios, lo quiera o no.
Cada palabra que Ashran pronunció penetró en la cabeza de Jack como un rayo de luz cegadora. Anonadado, contempló de nuevo al Nigromante, y lo vio diferente, mucho más seguro de sí mismo, emanando un halo de oscuro poder. Y no se debía al cuerno que le había arrebatado a Victoria, ni tampoco al poder del Triple Plenilunio. Jack tuvo que bajar la cabeza porque descubrió que no era ya capaz de mirarlo a los ojos. Los iris artificiales de Ashran habían desaparecido; ahora se veía claramente qué era lo que había estado ocultando aquella mirada plateada unos ojos que sugerían una naturaleza inmortal, una fuerza tan intensa que ni siquiera un dragón podía resistirse a ella.
«No es posible —pensó, anonadado—. Tenemos que enfrentarnos contra… ¿un dios?».
—¡Alsan de Vanissar! ¡Alsan de Vanissar! ¡Da la cara, cobarde! ¡Sal a pelear! Kevanion se detuvo en medio del bosque y escudriñó las sombras a su alrededor. Estaba furioso porque había perdido de vista a sus hombres en una emboscada de los feéricos. Había visto cómo sus soldados caían uno tras otro, y, aunque se había vengado con creces, segando la vida de cuantas liadas, silfos y duendes se habían cruzado en su camino, todavía no estaba satisfecho. Limpió su espada, bañada en sangre, mientras seguía buscando a Alexander con la mirada. Él era el culpable de todo, se decía. El culpable de haber arrastrado a Nandelt a la guerra cuando ya hacía años que estaba establecido el sistema de gobierno de los sheks; el culpable de haber resucitado la Orden de Nurgon, de haber reconstruido la Fortaleza, símbolo de una institución caduca que ya no tenía razón de ser en Idhún; el culpable, en definitiva, de haber creado todo aquel caos. Kevanion lo había tenido frente a sí en aquella descarada incursión que habían hecho en su campamento, apenas unas horas antes. No se le volvería a escapar esta vez.
Las voces de las hadas, susurrantes y amenazadoras, le advertían desde algún lugar de la espesura que no siguiera profanando el bosque, pero el rey de Dingra no las escuchaba.
—¡Alsan! —gritó de nuevo.
Distinguió una figura entre los árboles, una figura humana. Corrió hacia allí.
La silueta lo estaba esperando en un claro del bosque. La luz de las lunas iluminó los rasgos de Covan, el maestro de armas de la Fortaleza.
—Kevanion —lo saludó, con una torva sonrisa—. Qué sorpresa. Me temo que no soy Alsan, pero me encantará batirme contra ti. Estoy deseando hacerte probar el filo de mi espada, ¡traidor!
Kevanion se había puesto en guardia nada más reconocerlo, y los aceros de ambos guerreros chocaron con violencia.
La lucha fue breve, pero intensa. Poseído por una furia asesina, el rey de Dingra asestaba mandobles violentos y certeros, pero Covan era más rápido y gozaba de más experiencia. Ambos tenían una edad similar, habían estudiado juntos en Nurgon, habían tenido los mismos maestros. Sin embargo, Covan había pasado toda su vida perfeccionando su técnica, mientras que Kevanion había estado ocupado dirigiendo un reino… o creyendo que lo dirigía, jugando a ser rey bajo la atenta mirada de Ziessel.
Cuando la hoja de la espada de Covan se hundió en el cuerpo del rey de Dingra, los ojos del maestro de armas relucieron un breve instante.
—Suml-ar-Nurgon —dijo solamente.
Sacó su arma del cuerpo inerte de su enemigo y, cuando la estaba limpiando, oyó con claridad un escalofriante aullido que le puso la piel de gallina.
Jack retrocedió un paso. Sintió entonces el cuerpo de Victoria muy cerca de él, el cuerpo del unicornio al que Ashran le había extirpado el cuerno. Pero si el Séptimo dios quería arrebatar el cuerno del último unicornio… ¿quién podía impedírselo?
Los otros Seis, se dijo Jack. ¿Dónde estaban los Seis? ¿Seguían en Erea, contemplando desde allí cómo el Séptimo provocaba una conjunción astral, exterminaba a dragones y unicornios, hacía regresar a los sheks y, en definitiva, conquistaba Idhún? ¿Qué habían hecho ellos al respecto?
«Formular una estúpida profecía», pensó, furioso.
La profecía.
Y entonces lo comprendió.
Christian no podía moverse, porque era un shek, una criatura del Séptimo. Tenía que obedecerle, lo quisiera o no. Pero él, Jack, no lo era. Ashran no tenía poder sobre él. Los Seis dioses estaban allí, con él, en aquella habitación. De alguna manera.
Volvió a atacar, pero en esta ocasión no utilizó el fuego. Se arrojó sobre Ashran, con las fauces y las garras por delante, buscando destrozar el cuerpo en el cual se ocultaba el dios de los sheks. Un frágil cuerpo humano… que tal vez sí fuera vulnerable. Se aferró a esa esperanza.
Ashran lo detuvo con un solo gesto de su mano. Lanzó contra él algo que Jack no vio, pero que lo arrojó violentamente hacia atrás y lo hizo estrellarse contra la pared. El dragón sacudió la cabeza para despejarse y volvió a la carga. Una y otra vez.
Guiados por el aullido, Shail y Kimara llegaron al lugar donde se había estrellado Fagnor.
Y se toparon con una escena sobrecogedora.
El dragón artificial estaba hecho pedazos entre las raíces del árbol. El cuerpo de Kestra sobresalía apenas por la abertura superior; parecía que la joven estaba inconsciente, tal vez malherida, tal vez muerta.
Y junto a ella se erguía una enorme bestia que recordaba a un lobo, pero que también tenía un vago parecido a un hombre.
—Alexander, no —susurró Shail, aterrado.
El ser se volvió hacia ellos, enseñando los colmillos. Sus ojos relucían con un brillo de locura asesina; su espeso pelaje grisáceo se encrespaba sobre los músculos tensos.
—¡A cubierto! —gritó Shail, justo antes de que la bestia se abalanzara sobre él.
Kimara dio un salto hacia un lado y rodó por el suelo.
El ser que había sido Alexander chocó contra la barrera mágica levantada por Shail en el último segundo. Cayó al suelo ~ volvió a intentarlo…, pero de nuevo le fue imposible acercarse al mago.
Los dos se miraron un momento. Shail buscó en los ojos de la bestia el brillo inteligente y sereno de la mirada de Alexander, o al menos una chispa de reconocimiento, pero no encontró nada de eso. La criatura gruñó de nuevo y saltó… hacia lo más profundo de la espesura, lejos de Shail y Kimara.
—Que Aldun nos proteja —susurró Minara—. ¿Qué era eso?
Shail no respondió, al menos al principio. Se había quedado de pie, apoyado en su bastón, contemplando el lugar por donde había desaparecido la bestia.
—«Eso» era mi amigo —murmuró por fin, a media voz; sacudió la cabeza—. ¡Tengo que detenerlo!
Se puso en marcha de nuevo, caminando todo lo rápido que podía; sabía que no podría alcanzar a Alexander, no con una sola pierna… pero tenía que intentarlo.
Kimara también echó a correr, pero en dirección a Fagnor, para ver si Kestra estaba bien. No tardó en descubrir lo que había sucedido.
Durante un rato se quedó allí, temblando, sin saber qué hacer, con los ojos llenos de lágrimas… hasta que sintió una presencia tras ella y se volvió, lentamente.
Se trataba de un mago humano. Kimara lo contempló con cautela. Era un mago, de eso no tenía duda. No llevaba las túnicas propias de los magos, pero seguía portando sus amuletos. Sin embargo, la joven estaba segura de no haberlo visto nunca en Nurgon.
Parecía agotado tras un largo viaje. Y desesperado.
—Alsan de Vanissar —pudo decir—. Tengo que encontrar a Alsan.
En aquel momento, un nuevo aullido resonó por la espesura.
—Me temo que él no está en condiciones de recibirte ahora, mago —murmuró Minara.
El hechicero dio un puñetazo al tronco del árbol, impaciente.
—Tengo que hablar con él. Traigo un mensaje urgente desde la Torre de Kazlunn. Un mensaje de un muchacho llamado Jack.
El corazón de Kimara se olvidó de latir por un breve instante.
El poder de Ashran lo golpeaba, lo hería, lo dañaba, pero no lo mataba, comprobó Jack, sorprendido. Algo lo protegía, y ese algo, sospechó, eran los Seis dioses que, supuestamente, lo habían convocado a aquella batalla. En cualquier caso, no bastaba para derrotar a Ashran, ni siquiera para llegar hasta él.
—No puedes matarme —rugió el dragón, cuando se levantó por enésima vez.
—Todavía no —respondió Ashran con indiferencia—. Pero no importa. No necesito esperar a que mueras de agotamiento. El unicornio morirá antes que tú y, cuando lo haga, ya no tendrás energía para seguir luchando.
Horrorizado, Jack se dio la vuelta hacia Victoria, y se dio cuenta de que tenía razón. El unicornio no tenía ya fuerzas para levantar la cabeza. Respiraba con dificultad, y su hermosa piel perlina se estaba volviendo de un mustio color grisáceo. El dragón entendió, de pronto, que en el momento en que ella muriera todas sus fuerzas lo abandonarían, porque, con dioses o sin ellos, aquella lucha no tendría sentido sin Victoria.
Ashran golpeó de nuevo, aprovechando el breve momento de desconcierto de Jack. No necesitaba tocarlo para hacerle daño, ni siquiera precisaba lanzar ningún conjuro ni utilizar la energía mágica como hacían los hechiceros. Alzaba la mano… Y Jack sentía como si algo enorme e invisible machacara sus huesos, una y otra vez. Se dejó caer pesadamente al suelo, muy cerca de Victoria. Inconscientemente, alargó un ala para cubrir el cuerpo del unicornio, como ya había hecho en una ocasión, muchos años atrás. Oyó la suave risa de Ashran, pero no le prestó atención.
—Lo siento —le susurró a Victoria—. No he podido salvarte, pero… te quiero, te quiero con toda mi alma.
Ella no tuvo fuerzas para responder. Cerró los ojos y dejó caer la cabeza, y Jack temió que se hubiera ido para siempre. Con un soberano esfuerzo, se puso en pie para enfrentarse a Ashran otra vez. Había decidido que, mientras palpitase en Victoria un hálito de vida, él seguiría luchando…
El rey Amrin de Vanissar avanzaba abriéndose paso por la espesura, con la espada desenvainada, muy desorientado. Hacía rato que había perdido de vista a su gente. Había peleado contra hadas y silfos, contra guerreros rebeldes y solitarios luchadores bárbaros, pero empezaba a temer que Awa no se conquistaría por tierra. Nuevamente, la clave estaba en los sheks y en el conjuro de hielo que estaban arrojando sobre el bosque. De modo que tal vez lo más sensato fuera replegarse y salir de allí… si es que lograba encontrar la salida.
Por un momento, echó de menos a Eissesh. Había vivido muchos años sometido al poder del shek y siempre lo había odiado, pero ahora se daba cuenta de que le resultaba cómodo no tener que tomar decisiones, hacer simplemente lo que Eissesh le ordenaba que hiciera. Alzó la cabeza para contemplar el cielo, surcado de serpientes aladas. Cualquiera de ellas podía ser Eissesh. Desde tan lejos no era capaz de asegurarlo.
Cuando bajó de nuevo la mirada, se encontró con que algo lo estaba mirando a él. Algo enorme, terrorífico y letal, algo cuyos ojos relucían siniestramente bajo la luz de las lunas.
A Amrin se le heló la sangre en las venas.
—¿Al… san? —pudo decir.
La criatura gruñó, enseñando dos impresionantes hileras de dientes.
Shail corría como podía por el bosque, cojeando… hasta que su bastón tropezó con una raíz… y el mago cayó al suelo cuan largo era.
Se quedó allí un momento, temblando de rabia y de impotencia, maldiciendo el día en que un shek le había arrebatado la pierna, sintiéndose torpe e inútil. Ni siquiera su magia podía servirle en esta ocasión, porque sólo podía teletransportarse a lugares que hubiera visto con antelación, y el conjuro de levitación apenas duraba unos minutos, no lo suficiente como para alcanzar a Alexander.
Fue entonces cuando oyó el grito de horror del rey Amrin. Se incorporó, alerta.
—Hechicero… —susurró de pronto una voz junto a él, sobresaltándolo.
Shail se volvió. A su lado había cuatro silfos, que lo observaban con gravedad. Parecían cansados y estaban heridos, y sus armas, manchadas de sangre.
—Hay algo en el bosque —dijo uno de ellos—. No podemos controlarlo. No podemos detenerlo. Necesitamos de tu magia.
—No puedo andar —dijo Shail.
—Nosotros te llevaremos.
Se oyó entonces otra voz pidiendo auxilio: la de Denyal, el líder de los Nuevos Dragones.
Sólo obtuvo el gruñido de la bestia como respuesta.
Ziessel y sus compañeros sobrevolaban ya el corazón de Dingra cuando le llegó la voz telepática de Zeshak: «Os he fallado, Ziessel».
Ziessel siseó suavemente, pero no dijo nada. Su mente había acompañado a su rey mientras luchaba contra el dragón y, después, cuando se presentó Sheziss de improviso para enfrentarse a él. Había acelerado el vuelo, había instado a su grupo a imprimir más velocidad al movimiento de sus alas, pero sabía que no llegarían a tiempo, que estaban demasiado lejos.
«He sucumbido al odio —prosiguió Zeshak—, y ahora el dragón va a enfrentarse Ashran. Puede que se cumpla la profecía. Puede que seamos derrotados. Si yo caigo, Ziessel, tú tomarás mi relevo. Quiero que seas la nueva reina de los sheks. Quiero que busques al último dragón, si sobrevive a esta batalla, y que acabes con su vida para que los sheks sean libres. Y una vez hayas hecho esto… guiarás a nuestro pueblo hasta un lugar donde puedan establecerse en paz. Sé que es una gran responsabilidad, Ziessel, pero también sé que tú puedes triunfar donde yo he fracasado».
Ziessel escuchó, anonadada.
«Así se hará, mi señor», pudo murmurar. Apenas fue consciente del mensaje que transmitió Zeshak a las mentes de todos los sheks de Idhún: «Ziessel es nuestra nueva reina. Seguid a Ziessel. Ziessel es la nueva heredera de Shaksiss, Ziessel es la señora de todos los sheks. Seguid a Ziessel. Seguid a Ziessel».
Ella no prestó atención. Sólo estaba pendiente del tono de la voz de Zeshak, que era cada vez más débil… hasta que se apagó por completo.
La alta figura del Nigromante se alzaba ante él, más poderosa y amenazadora que nunca. Jack desvió la vista para no tener que mirarlo a los ojos. Lo atacó otra vez, y otra vez cayó al suelo, jadeante.
—¿No vas a rendirte? —preguntó Ashran.
Volvió entonces la cabeza hacia Victoria, alzó la mano, y Jack entendió enseguida qué era lo que se proponía.
—¡No! —pudo gritar, antes de ponerse en pie, con sus últimas fuerzas.
Pero Ashran no tuvo tiempo de ejecutar a Victoria. Algo hendió su espalda, algo gélido y cortante, y, cuando volvió la cabeza, se topó con unos ojos azules, no menos fríos que el filo de la espada que lo atravesaba.
—Tienes poder sobre el shek que hay en mí, padre —dijo Christian—. Pero has olvidado que también soy humano en parte.
Ashran entrecerró los ojos y alzó la mano. Le bastó aquel gesto para lanzar a Christian hacia atrás, lejos de sí. El muchacho cayó al suelo, con un grito, y Jack se dio cuenta de que el poder del Nigromante le había hecho daño de verdad. Por un instante, temió que estuviera muerto, pero le pareció que lo veía estremecerse. No recuperó la consciencia, sin embargo.
Jack comprobó, horrorizado, que la espada de hielo no había matado a Ashran. El Nigromante se volvió hacia ellos, todavía con el arma clavada en su cuerpo, y con los ojos relucientes de ira. Jack actuó por instinto: vomitó su fuego sobre él.
Tuvo la satisfacción de oírle gritar. Cuando las llamas se disolvieron, vio, sin embargo, que sólo las manos de Ashran ardían; por lo demás, el resto de su piel estaba intacto. Jack dejó escapar un rugido de frustración. Apenas le quedaba ya fuego, y estaba completamente agotado. Haciendo un último esfuerzo, volvió a arrojarse sobre su enemigo. Lo derribó de un zarpazo o, al menos, eso le pareció. Porque enseguida vio que ya no estaba donde se suponía que debía estar, sino que lo tenía a su derecha, peligrosamente cerca de él.
—Ya hemos jugado bastante —dijo.
Jack se dio cuenta de que no podría moverse ya más. Volvió la cabeza hacia Victoria… y descubrió, sorprendido, que el unicornio ya no estaba allí.
Ashran también la buscó con la mirada… y la vio justo junto a él.
Sólo que ya no era un unicornio. Volvía a ser Victoria, una muchacha humana, aunque aquel agujero de tinieblas todavía desfiguraba su rostro, marcando el lugar donde se había alzado su largo cuerno espiralado.
Jack la miró, sobrecogido. Apenas podía tenerse en pie, pero se sostenía sobre el Báculo de Ayshel, que había llegado misteriosamente a sus manos. Y había algo en sus ojos que daba escalofríos.
—Dijiste que no sufrirían daño —le dijo a Ashran, muy seria—. Ése era el trato.
El Nigromante no tuvo ocasión de responder. Victoria alzó el Báculo y, con un movimiento rápido y certero, hundió su extremo en el pecho de Ashran, que lanzó un grito y alargó la mano hacia la muchacha, tratando de aferrarla; pero ella di, un paso atrás, apartándose de su alcance. Los dedos del Nigromante no llegaron a rozarla, sino que se enredaron en la cadena de su colgante, la Lágrima de Unicornio, y se la arrancaron del cuello. Victoria no pareció darse cuenta. La Lágrima de Unicornio cayó al suelo, y el cristal se hizo pedazos contra 1as baldosas de piedra.
La energía del báculo se expandió por el cuerpo del Nigromante, convulsionándolo. También pareció reactivar el poder de Haiass, que arrojó sobre Ashran un destello de luz gélida, una capa de escarcha empezó a cubrir su espalda.
«Mi turno», pensó Jack, agotado.
Inspiró hondo y arrojó sobre Ashran sus últimas llamaradas de fuego de dragón.
El Nigromante volvió a gritar, y en esta ocasión fue un agónico grito de muerte.
«Ya está —se dijo Jack—. Hemos vencido».
Los silfos depositaron a Shail en un claro del bosque, y después se elevaron un poco en el aire, cargando sus arcos y preparando sus lanzas, listos para entrar en la acción.
También Shail estaba preparado. O al menos… eso era lo que pensaba, antes de ver la escena que lo aguardaba allí.
La criatura que antes había sido Alexander se alzaba, imponente y terrorífica, bajo las tres lunas. Frente a ella estaba Denyal, temblando, tratando de mantenerla alejado con su espada. Era evidente que la bestia ya había logrado alcanzarlo, porque tenía el brazo izquierdo destrozado.
A los pies de la criatura yacía un cuerpo ensangrentado.
El cuerpo del rey Amrin de Vanissar.
—Por todos los dioses —susurró Shail, horrorizado—. Alexander, ¿qué has hecho?
La bestia había detectado su presencia, y se volvió hacia ellos con un gruñido aterrador. Para cuando saltó hacia ellos. Shail, todavía conmocionado, ya tenía preparado el hechizo paralizador, y gritó las palabras en idhunaico arcano. Le tembló un poco la voz, pero la urgencia, el miedo y la desesperación le dieron al hechizo la fuerza necesaria.
La magia golpeó a la criatura, pero, para horror de Shail, no la hizo detenerse. Volvió a repetir el hechizo, y esta vez consiguió aturdirla un poco.
Los silfos aleteaban sobre la bestia, atacándola con todo lo que tenían, pero las lanzas no hendían su piel, y las flechas apenas parecían molestarle más que picaduras de insectos. Aquello que antes había sido Alexander volvió a saltar sobre Shail, y el joven hechicero vio la muerte y la locura brillando en sus ojos. Tenía que probar con un hechizo letal, o la bestia lo mataría a él.
Con un nudo en la garganta, pronunció un conjuro de ataque y lanzó la energía mágica hacia la bestia, con toda la violencia de la que fue capaz. La criatura cayó hacia atrás, con un agónico gemido. Se levantó de nuevo. Estaba furiosa.
—¡No me obligues a matarte! —gritó Shail—. ¡Alexander! ¡Alsan! ¡Escúchame!
La bestia gruñía. Nada en su actitud indicaba que hubiera escuchado las palabras del mago.
En aquel momento llegó alguien más al claro. La bestia se volvió hacia él.
—¡Covan! —exclamó Shail al reconocerlo—. ¡Márchate! ¡Aléjate de él!
El maestro de armas se había quedado contemplando a la criatura, horrorizado. La bestia, con un gruñido, se arrojó sobre él. Covan interpuso su espada entre ambos. Shail supo que sólo tendría una oportunidad.
«Por lo que más quieras, mago —se dijo a sí mismo—. Pon en juego hasta la última gota de tu magia, o estaremos perdidos».
—¡Covan! —le gritó al caballero—. ¡Que no se mueva!
Covan acababa de hundir la espada en el pecho de la bestia y había comprobado, con estupor, que con ello sólo había logrado enfurecerla todavía más. Y, para colmo, se había quedado sin el arma. Retrocedió lentamente, sin apartar la vista de la criatura.
Shail pronunció entonces las palabras del conjuro que mantenía quieta a la bestia en el interior de su amigo. La magia brotó, pura y vibrante, y se transformó, a través de las palabras arcanas, en el hechizo que el mago deseaba.
La bestia se quedó sin aliento, como si acabara de recibir un fuerte golpe en la espalda, y dejó escapar un gañido. Sacudió la i cabeza y se volvió hacia Shail, que se había dejado caer al suelo agotado.
El mago sintió que la criatura se acercaba, pero no tenía fuerzas para escapar. Alzó la cabeza.
Y descubrió por fin los rasgos de Alexander en aquel rostro animal. Seguía sin ser del todo humano, pero su mirada era inteligente, racional, y parecía aturdido y preocupado.
—¿Shail? —gruñó—. ¿Qué ha pasado?
El joven hechicero sacudió la cabeza, incapaz de hablar. Alexander miró entonces en torno a sí. Vio a Covan, que lo observaba con profundo espanto. Vio a Denyal, que, demasiado débil como para tenerse en pie y apoyado contra el tronco de un árbol, se sujetaba la profunda herida que quedaba del brazo que la bestia le había arrancado de un mordisco, o de un zarpazo.
Y vio en el suelo el cuerpo sin vida de su hermano.
—No puede ser —susurró, aterrado.
Se volvió hacia Shail, con violencia, esperando una explicación. El mago no tuvo fuerzas para hablar, pero Alexander leyó la verdad en su expresión.
—No puede ser —repitió—. ¡No! —gritó, y la palabra terminó en una especie de aullido.
Los miró a todos, alternativamente, como un animal acorralado, torturado por el horror y por la culpa.
Y entonces dio media vuelta y echó a correr, internándose en la espesura.
—¡Alexander! —lo llamó Shail.
Trató de ponerse en pie, pero no tuvo fuerzas. Soltó una maldición por lo bajo.
En aquel momento irrumpieron dos personas en el claro.
—¡Shail! ¡Shail! ¿Eres tú?
Era la voz de Kimara. Shail quiso responder, pero ella ya lo había visto, y no le dio tiempo.
—¡Shail! —dijo ella atropelladamente, hablando tan deprisa que apenas pudieron entenderla—. ¡EstemagovienedeKazlunn! ¡DicequetraeunmensajedeJack! ¡ElyVictoriaestánbienytenían pensadoenfrentarseaAshranestamismanoche! —inspiró hondo y trató de calmarse un poco para decir—. ¡Jack está vivo!
Shail no contestó. Hundió el rostro entre las manos y sus hombros se convulsionaron en un sollozo silencioso.
—Estoy preparada —dijo Allegra.
—También yo —respondió Qaydar; la miró a los ojos, muy serio—. ¿Sabes lo que estás a punto de hacer?
—Sí —sonrió ella.
Hubo un breve silencio.
—Debería impedírtelo, Aile Alhenai.
—Lo sé. Pero no lo harás, Qaydar el Archimago. No lo harás, porque sabes que es la única solución posible.
Qaydar no respondió.
—Si no salgo de ésta —prosiguió la maga—, quiero que me jures por lo que sea más sagrado para ti que respetarás a Victoria.
El Archimago alzó la cabeza. Sus ojos relucieron un breve instante.
—Ella es el último unicornio. La última esperanza de la Orden Mágica. Si sigue viva…
—… si sigue viva debe poder entregar la magia a quien ella quiera. Lo primero que nos enseñan cuando entramos en la escuela de hechicería, Qaydar, es que los unicornios deben ser libres…
—… para que la magia sea libre —completó Qaydar—. Lo sé, Aile Alhenai.
—Júramelo, Qaydar. Quiero estar segura de que estamos creando un mundo mejor para ella. Un inundo donde el último unicornio pueda ser libre para otorgar su don.
—Lo Juro, Aile —dijo Qaydar tras una breve pausa.
El hada asintió y sonrió con dulzura. Después usó el conjuro de levitación para elevarse varias decenas de metros por encima de la flor que les servía de refugio. Se concentró, tratando de ignorar a las serpientes que la habían detectado y se abalanzaban sobre ella, siseando de furia. Y se quedó allí unos segundos, suspendida en el aire, sobre las copas de los árboles de Awa, con los cabellos flotando en torno a ella.
Abrió los brazos. Extendió los dedos y los separó al máximo.
No vio la violenta columna de fuego que generó Qaydar momentos después, y que dirigió hacia ella. No quiso verla, no quiso mirarla, porque los feéricos temían el fuego casi tanto como los sheks, y sabía que eso le haría perder concentración. Pero estaba ahí, la percibía.
Cuando las llamas alcanzaron su cuerpo, Allegra echó la cabeza hacia atrás y gritó las palabras del conjuro.
Y el fuego se expandió a través de ella, recorrió sus brazos, sus manos y sus dedos y, amplificado por la fuerza de su magia, se extendió de forma semejante a las ondas de un estanque cuando se tira una piedra, cada vez más lejos, cada vez más lejos…
El anillo de fuego siguió expandiéndose hasta cubrir todo el cielo como una inmensa cúpula incandescente.
Los sheks que estaban más cerca de Allegra ardieron en llamas de forma instantánea. Los que vieron venir el fuego dieron media vuelta y trataron de escapar…
La mayoría de ellos no lo logró, y murieron, entre chillidos y siseos aterrorizados, mientras sus cuerpos de hielo se deshacían entre las llamas como gotas de escarcha.
Y el incendio del cielo siguió extendiéndose, y dispersándose, mientras el cuerpo de Allegra, la hechicera feérica, la Señora de la Torre de Derbhad, se consumía entre las llamas y alimentaba, a su vez, la desgracia y caída de los sheks.
Jack y Victoria contemplaron, exhaustos, cómo el cuerpo de Ashran se consumía envuelto en un manto de fuego, hielo y luz. Cuando sus últimos rescoldos se desvanecieron en el aire, una sombra se alzó sobre ellos, una sombra que parecía hecha de nada y hecha de todo, el frío más inhumano, la oscuridad más desoladora. La sombra pareció observarlos un momento, y no habrían sabido decir si les transmitía el odio más exacerbado o se reía de ellos. En cualquier caso, no era una sensación agradable. Victoria dejó escapar un pequeño grito de terror.
Entonces, la sombra se desvaneció.
Hubo un momento de silencio, mientras ambos recuperaban la voz.
—Oh, ¿qué hemos hecho? —musitó entonces Victoria.
Tembló un instante, y cayó al suelo como una hoja en otoño. Jack la recogió con una garra y la miró, ansioso. Victoria sonrió débilmente, pero en su rostro había una profunda huella de miedo.
—Hemos derrotado a Ashran —dijo Jack.
—Hemos… hemos liberado al dios oscuro en el mundo, Jack —musitó ella.
Él se quedó helado.
—¿Qué?
—Nadie… nadie puede vencerlo, no nosotros —dijo Victoria con esfuerzo—. Y ahora… si no tiene cuerpo… ¿cómo vamos a detenerlo?
Jack calló, horrorizado. Victoria le sonrió de nuevo. Jack bebió de aquella sonrisa, tratando de no fijarse en el horrible agujero de su frente.
—Pero… lo importante… —prosiguió ella— es que estáis vivos… los dos.
Sonrió otra vez… y perdió el sentido.
Ziessel sentía que le iba a estallar la cabeza. No dejaba de recibir mensajes telepáticos de los sheks, de muchos sheks, mensajes de alarma, de horror, de muerte…, mensajes caóticos que le costaba trabajo asimilar.
«Zeshak ha caído». «Ashran ha caído».
«El cielo arde en llamas». «Estamos siendo derrotados».
«¿Qué hacemos? ¿Qué hacemos?».
«Estamos muriendo, estamos muriendo». «El fuego…».
«Nosotros…». «No…».
Ziessel chilló, tratando de ordenar toda la información. Deseó con todas sus fuerzas que las voces se callaran… y entonces lo hicieron.
Aunque no fue exactamente así. Las voces seguían sonando, pero hubo otra, helada, oscura y autoritaria, que sonó por encima de todas ellas, una voz que no podía ser ignorada. «Ziessel», susurró la voz.
«¿Quién eres?», preguntó ella, estremeciéndose de terror, sin saber por qué.
«Ya sabes quién soy», fue la respuesta. Y Ziessel lo supo.
«Ashran —comprendió, anonadada—. No. Ashran. Sí eres Ashran, pero eres…».
«Mucho más».
Ziessel calló. Estaba tan confusa que no se le ocurría nada que decir. Entonces, los siseos de los sheks que la acompañaban en su vuelo hacia Drackwen la alertaron de que algo sucedía. Se volvió y vio que en la línea del horizonte el cielo estaba ardiendo. Y no era el primer amanecer. Dejó escapar un suave siseo de terror cuando comprendió que las llamas se expandían hacia ellos con tanta rapidez que no tardarían en alcanzarlos.
«Escúchame, Ziessel —dijo la voz—. Hemos perdido esta batalla, una batalla más, pero no la guerra. No voy a permitir que sucumbáis entre las llamas. Tenéis que marcharos de aquí».
«¿Adónde? ¿A Umadhun?».
«No, Ziessel. Tú tienes la clave. Eres la nueva reina de los sheks. Tienes un poder que Zeshak poseía, porque yo se lo otorgué. El mismo poder que poseía su hijo… el hijo de Ashran… hasta que yo se lo arrebaté. Zeshak te ha elegido como sucesora… y yo te entrego sus mismos poderes».
Ziessel comprendió. Y en su helado corazón de shek se encendió una luz de esperanza.
De pronto se oyó un sonido estruendoso… y, sin ninguna razón aparente, todas las paredes empezaron a resquebrajarse. El suelo tembló.
«La torre se hunde —pensó Jack—. Tengo que conseguir sacarla de aquí».
Miró a su alrededor. Aquella habitación no tenía ventanas. Comprendió que la mejor forma de salir de allí era volando, y recordó la sala que se abría a la terraza, donde había dejado luchando a Zeshak y a Sheziss. Con un poco de suerte… la Puerta a Limbhad seguiría abierta.
Se transformó de nuevo en humano. Ser dragón le consumía muchas energías, y las iba a necesitar para el vuelo. Cargó con Victoria, recogió a Domivat y el Báculo de Ayshel y fue hasta donde estaba Christian.
El shek estaba malherido, pero seguía vivo. Jack lo sacudió sin contemplaciones.
—¡Despierta! ¡Esto se viene abajo!
Christian no reaccionó. Jack estuvo tentado de dejarlo allí, pero finalmente optó por acercar a Domivat a su rostro inerte. El calor del fuego alertó todos sus sentidos de shek y lo hizo incorporarse y retroceder por instinto.
—¡Tenemos que irnos! —le urgió Jack—. ¡Recoge a Haiass y levántate, aunque sea lo último que hagas!
Christian lo miró, aún un poco aturdido, pero se levantó, vacilante. Estuvo a punto de caer, y Jack tuvo que sostenerlo. El shek logró llegar hasta su espada. No se fijó en el montón de cenizas que era todo lo que quedaba de Ashran. Como un autómata, se arrastró detrás de Jack y de Victoria, fuera de la habitación.
Aquel tramo de escaleras fue el más largo de sus vidas. Jack avanzaba delante, cojeando, cargando con Victoria. Christian los seguía, apoyándose en la pared, demasiado débil como para mantenerse en pie por sí mismo, mientras la Torre de Drackwen temblaba, como sacudida por un seísmo, y todo a su alrededor parecía venirse abajo.
Cruzaron la última puerta momentos antes de que el arco de la entrada se derrumbase sobre ellos. Christian saltó hacia delante para esquivar los bloques de piedra, pero las piernas le fallaron y cayó al suelo.
Un cuerpo frenó su caída. Un cuerpo enorme y escamoso.
Christian se incorporó a duras penas y retrocedió, receloso.
Pero aquel shek estaba muerto, al igual que el que yacía junto a él. Las dos grandes serpientes aladas habían sucumbido juntas, luchando el uno contra la otra, en un último abrazo de amor y de muerte.
Christian los contempló, anonadado. Algo le oprimía el alma y, por alguna razón, el shek que habitaba en su interior derramaba lágrimas amargas. Alzó la cabeza y vio a Jack, y le sorprendió ver que él también lloraba. Supo, de alguna forma, que no lloraba la muerte del rey de los sheks, sino la de la hembra que lo había matado, y había muerto con él.
—Se llamaba Sheziss —le dijo Jack, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano—. Era…
—No lo digas —cortó Christian, con esfuerzo—. Sé lo que vas a decir… pero no lo digas. Ahora no.
Jack asintió. Se sobrepuso y avanzó, cojeando, hacia la terraza. Christian vaciló un momento, pero finalmente lo siguió. Se reunió fuera con Jack. Los dos advirtieron, sorprendidos, que en la línea del horizonte, hacia el este, el cielo parecía envuelto en llamas, llamas que se expandían rápidamente hacia ellos.
—¿Qué diablos…? —empezó Jack.
Pero no pudo seguir, porque la torre tembló una vez más, y el techo de la estancia que acababan de abandonar se derrumbó tras ellos. Jack se volvió con brusquedad.
—¡Sheziss! —gritó.
Se topó con la mirada cansada de Christian.
—Debes de ser —comentó, con sus últimas fuerzas— el primer dragón que ha llorado la muerte de un shek… desde el principio de los tiempos.
También sus ojos estaban húmedos. Jack no supo qué responder.
La mirada de Christian se nubló entonces. Jack alargó el brazo rápidamente, y pudo cogerlo antes de que cayera al suelo. Había perdido el sentido otra vez. Jack maldijo en voz baja. Se transformó en dragón para poder cargar con los dos, con Christian y con Victoria, y desplegó las alas…
Se volvió una vez más, sin embargo. Algo le impedía abandonar la torre, y no era sólo el hecho de que Sheziss había muerto allí.
«El cuerno de Victoria», pensó.
No sabía si, recuperando el cuerno, los magos podrían volver a insertarlo en su lugar. Tampoco sabía si seguía allí, en la torre, o Ashran lo había enviado a otro lugar. Pero en cualquier caso…
Una última sacudida de la torre lo hizo decidirse. No había tiempo para buscarlo. El suelo de la terraza se hundió bajo sus pies.
«Pero no podemos pasar —dijo Ziessel, angustiada—. No podemos pasar».
«Podéis pasar —respondió la voz—. Podéis pasar, porque ahora yo estoy aquí para romper el sello. Antes estaba encarcelado en un cuerpo, tenía muchos límites…, ahora ya no los tengo. Y mientras esto siga así, Ziessel, mientras sea libre, antes de que ellos vengan, puedo romper ese sello».
Ziessel seguía volando en círculos, indecisa. El fuego se acercaba rápidamente desde la línea del alba.
«No podemos pasar», susurró.
«Podéis pasar —repitió la voz—. Pero tiene que haber alguien que cruce primero, que se sacrifique por los demás. Créeme, Ziessel. El sacrificio no será en vano. Id, marchaos y aguardad a mi señal. Os estaré esperando».
Ziessel dio un par de vueltas más. Después se armó de valor y, con un chillido, cruzó…
Jack se elevó en el aire en el último momento, llevando consigo a Christian y Victoria. Oyó un crujido tras él, y se volvió justo a tiempo para ver que una parte del muro se derrumbaba sobre ellos. Con sus últimas fuerzas, el dragón batió las alas con desesperación, esquivando los grandes bloques de piedra que amenazaban con aplastarlos a los tres. Voló hacia las tres lunas, alejándose de aquel lugar maldito; pero no se atrevió a elevarse mucho, porque el fuego que venía de oriente seguía incendiando el cielo a su paso.
Entonces vio, clavada en el firmamento, desafiando a las llamas, una enorme espiral luminosa que rotaba sobre sí misma, como una galaxia en miniatura. «¿Qué es eso? —pensó—. Parece… una Puerta».
¿La Puerta a Umadhun? ¿Regresaban los sheks a su dimensión, ahora que Ashran había sido destruido? Pero… ¿no estaba la Puerta a Umadhun en los Picos de Fuego? ¿O es que había otra Puerta?
La espiral comenzó a girar más deprisa; y Jack vio que un shek se precipitaba hacia su centro, huyendo del fuego, con un chillido de ira y terror. Su cuerpo se desintegró en el acto. Jack jadeó, sorprendido.
Entonces la espiral mostró una imagen; fue sólo un momento, pero quedó grabada en la retina de Jack y en su corazón. Un paisaje estrellado, iluminado por una sola luna.
La imagen desapareció, tan súbitamente que Jack pensó que lo había imaginado.
Vio que otros sheks, cerca de una veintena, seguían al primero y penetraban a través de la espiral. A Jack le pareció que, en esta ocasión, pasaban ilesos.
Un estallido a su espalda le hizo olvidarse del fenómeno; volvió la cabeza y vio que la Torre de Drackwen estaba ardiendo en llamas, y su calor se expandía con mucha rapidez. Comprendió que todavía estaban en peligro.
Luchó por volar más deprisa, mientras, a sus espaldas, la Torre de Drackwen ardía en un infierno de llamas. Encogió las garras para estrechar contra él los cuerpos de Christian y Victoria, en un esfuerzo por protegerlos a ambos.
Pero las fuerzas lo abandonaban, y la conciencia se le escapaba lentamente. Y cuando se precipitó sobre las copas muertas de Alis Lithban, sólo tuvo tiempo de rotar sobre sí mismo para caer de espaldas y evitar el choque a los dos frágiles cuerpos que protegía. Sintió que se quebraba un ala, y rugió de dolor. Pero Christian y Victoria rebotaron con suavidad sobre su propio cuerpo, sin hacerse daño. Los notó resbalar sobre su pecho, ti alargó una garra para sujetarlos, pero se le escurrieron, y cayeron al suelo.
«Victoria», pensó el dragón, aún aturdido por el golpe. La sintió fría junto a su cuerpo. Demasiado fría. «Victoria, no».
Quiso abrazarla para transmitirle parte de su calor, pero era demasiado grande. Se metamorfoseó de nuevo en humano. La atrajo hacia sí, con torpeza, y la abrazó con todas sus fuerzas.
Ella no reaccionó.
Demasiado fría.
Jack percibió que Christian se arrastraba con esfuerzo hacia ellos y alargaba el brazo para rodear la cintura de Victoria. Jack quiso impedírselo, pero sólo tuvo fuerzas para pensar: «Vete. Estás frío», antes de perder el sentido definitivamente.