12
La elección de Victoria

Cuando los sheks atacaron la Fortaleza, los rebeldes los estaban esperando. Había arponeros, arqueros y ballesteros en las almenas, sobre las murallas y las torres, y recibieron a sus atacantes con una lluvia de dardos de fuego. En el patio se alineaban los artefactos de guerra diseñados por Rown, Tanawe y Qaydar.

Habían dispuesto las catapultas de cara a los muros, y las dispararían en cuanto las tropas de a pie invadieran la explanada. Se trataba de las catapultas mejoradas de Qaydar, que disparaban proyectiles de energía mágica y, sin embargo, no servían con los sheks. Por eso habían fabricado un nuevo tipo de máquina de guerra que lanzaba los proyectiles en vertical, hacia arriba. Por supuesto, era necesaria la intervención de la magia para que no les cayeran encima después. Lo habían probado ya varias veces, y funcionaba: las máquinas, que Rown llamaba «Lanzadoras», disparaban hacia las alturas proyectiles inflamables; inmediatamente después, un mago arrojaba su magia contra ellos, y los hacía estallar en el cielo. Nunca se había visto nada parecido en Idhún, y por eso las Lanzadoras cogieron a los sheks por sorpresa.

Junto con las Lanzadoras, los rebeldes disponían también de otro tipo de artefactos semejantes, que llamaban Lanzarredes, y que disparaban al cielo enormes redes fabricadas con los hilos pegajosos que habían suministrado las hadas del bosque de Awa.

Y, por supuesto, estaban los dragones.

Aparte de Fagnor y el dragón dorado, los rebeldes contaban con nueve dragones más. Todos ellos eran Escupefuegos, puesto que Qaydar había hallado por fin el modo de hacerlos inmunes a las llamas, y todos ellos estaban pilotados. Muchos de los pilotos habían aprendido hacía muy poco tiempo a manejar un dragón. Kimara era la adquisición más reciente; Tanawe se había negado al principio a dejarla pilotar, y mucho menos el dragón dorado.

—Eres una maga, Kimara —le espetó—. Tu vida es demasiado valiosa como para que la arriesgues a bordo de un dragón.

—Sólo soy una aprendiza —había protestado ella—. Aquí no sirvo de nada, no sé usar mi poder todavía para luchar contra los sheks. Pero Kestra me ha enseñado a pilotar dragones.

—Por el amor de Irial, si sólo llevas tres días pilotando —se impacientó Tanawe—. ¿Cómo pretendes que crea que estás preparada, y mucho menos para llevar el dragón dorado?

Kimara no había discutido. Sin embargo, el día anterior, durante el juicio de Alexander, se las había arreglado para llegar hasta el dragón dorado y elevarlo en el aire con el fin de que todos pudieran ver que Yandrak había regresado.

Con ello había salvado la vida de Alexander. Kimara no conocía tan bien al joven príncipe como para apreciarlo de veras, pero sabía que había sido un buen amigo de Jack, y eso le bastaba. Por supuesto, después había recibido una buena reprimenda por parte de los líderes de los Nuevos Dragones, pero incluso ellos tenían que reconocer que su acción había devuelto la esperanza a la gente de Nurgon.

Y después, aquella misma noche, Kimara había vuelto a sacar al dragón. Tanawe no se explicaba cómo era posible que hubiese burlado su vigilancia. Ahora no tenía más remedio que rendirse a la evidencia: aquel dragón era de Kimara, de la misma forma que el destino de Kestra parecía unido a Fagnor. Así, incluso después de haberse extinguido, los dragones seguían ejerciendo un misterioso influjo sobre los mortales, seguían rigiendo sus destinos de alguna manera. Tanawe amaba a los dragones, los había contemplado durante horas sobre los cielos de Awinor, cuando era joven, y sabía que no sería tan sencillo hacerlos desaparecer de la faz de Idhún.

Por eso al final había defendido la petición de Kimara de pilotar al dorado en aquella batalla. Aunque fuera muy consciente de que, probablemente, ni la joven ni el dragón sobrevivirían a aquella noche.

—Los dragones artificiales están vacíos por dentro —le dijo a Denyal cuando éste se opuso a la idea—. No tienen espíritu. Sin embargo, cuando un piloto los hace volar, él es su espíritu, su alma. Sin el piloto, la magia del dragón no funcionaría. Su cuerpo de dragón estaría muerto.

»Kimara es el espíritu de Yandrak, Denyal. Voló a lomos del verdadero Yandrak en el desierto, y una parte de la esencia del último dragón sigue junto a ella.

Denyal no había discutido más. En materia de dragones, su hermana tenía la última palabra.

Por eso aquella noche, cuando los sheks se abatieron sobre Nurgon y los once dragones se elevaron en el aire, Kimara estaba al mando de uno de ellos. Muchos se volvieron para mirar al magnífico dragón dorado que surcaba el cielo, y lanzaron vítores en su honor.

Pronto, el firmamento sobre Nurgon se había convertido en un infierno de fuego, en el que once dragones maniobraban entre el humo, arrojando su propia llama contra los sheks, aprisionándolos con sus garras de madera y metal y, sobre todo, tratando de crear el caos en sus organizadas mentes.

Shail y Allegra contemplaban el cielo desde el patio. Cada uno estaba a cargo de una Lanzadora. Yber, el gigante hechicero, también se encontraba con ellos. Pero él no necesitaba ninguna máquina. Arrojaba los proyectiles directamente con su enorme manaza, y los hacía llegar casi tan lejos como los artefactos. Él mismo se encargaba de prenderles fuego con su magia cuando llegaban a la altura precisa.

—Once —murmuró Shail—. No podrán contra tantos sheks. Es un suicidio.

—Pero es lo único que tenemos, Shail —replicó Allegra, arrojando su magia contra uno de los proyectiles disparados por la Lanzadora; el objeto estalló en el cielo, justo bajo el vientre de un shek, que chilló de dolor—. De todas formas, hay algo que me preocupa, aparte de la proporción de enemigos que nos atacan.

—¿De qué se trata?

—Mira los sheks. Míralos con atención. ¿No notas algo extraño en ellos?

Shail los observó un momento y vio enseguida lo que quería decir Allegra. Aquel extraño brillo blanco-azulado seguía reverberando en sus escamas. Al mago le recordó a la suave luz gélida de Haiass.

—Es hielo —adivinó—. Van a usar su poder sobre el hielo. De alguna manera.

Allegra asintió.

—El fuego que les estamos arrojando les impide utilizar poder. Pero no tardarán en hacerlo. Es la única forma que tienen de atacar al bosque.

Shail lanzó su magia contra un proyectil arrojado por su Lanzadora. Tuvo la satisfacción de ver cómo perforaba el ala de uno de los sheks.

—Tienes razón —admitió, frunciendo el ceño—. No lo había pensado, pero no pueden atacar el bosque con fuego. Es un elemento que odian y que no saben controlar.

—El bosque es demasiado húmedo como para que puedan hacerle daño las llamas —sonrió Allegra—. De modo que, aunque no tuvieran reparos en usar el fuego, no les serviría para nada. Pero el hielo… ah, el hielo cubre la tierra con una capa de escarcha, pudre las raíces y congela las ramas, y sume al bosque en un invierno involuntario. El hielo sí puede hacernos daño, Shail. Y es por eso por lo que nosotros hemos de pelear con el fuego. Y hemos de ser nosotros, porque Harel no lo hará. Las hadas tememos al fuego casi tanto como los sheks.

Harel no estaba allí. Había corrido a buscar a Itan-ne en cuanto las flores lelebin empezaron a morir. Ahora dirigía la defensa del bosque, pero había dejado claro que no quería a ningún humano fuera de la Fortaleza.

—Nosotros sabemos pelear en el bosque, no como vosotros, —había dicho—. Sólo nos estorbaríais. Limitaos a defender vuestro castillo y dejadnos a nosotros el resto.

Pero no había sido tan sencillo encerrar a los trescientos bárbaros Shur-Ikaili entre los muros de la Fortaleza. Un buen grupo de ellos había decidido hacer otra incursión, por su cuenta y riesgo, en el campamento enemigo. Los restantes estaban allí, repartidos entre el patio y las almenas del castillo, sin mucho que hacer. Aunque la mayoría de ellos manejaba bien el arco, no poseían la disciplina de los arqueros entrenados bajo el mando de Denyal y Covan. Algunos de ellos disparaban flechas incendiarias desde las almenas, pero los demás seguían allí, en el patio, haciendo resonar sus armas, esperando el momento en que las tropas enemigas alcanzarían los muros del castillo.

Porque lo harían, no cabía duda. Las dríades podían muy en guardar el bosque profundo, pero éste comenzaba más allá del río. La floresta que rodeaba Nurgon era joven y no muy tupida en comparación. Los feéricos serían capaces de retener los szish y sus aliados durante un tiempo, pero llegado el momento no tendrían más remedio que volver a cruzar el río y replegarse hacia el interior de Awa.

Y cuando eso ocurriera, los rebeldes estarían solos para defender su Fortaleza.

—Fuego contra el hielo —murmuró Allegra, arrojando un nuevo proyectil incendiario—. No bastará con esto, no bastará con esto. Son demasiados. Para acabar con todos ellos habría que incendiar el cielo.

Shail no respondió. Se concentró en la lucha que, sobre ellos, empezaba a ser encarnizada.

Arriba, en las murallas, Alexander daba saltos de almena en almena, poseído por una salvaje alegría. Gritaba órdenes a los hombres apostados allí, y su voz era cada vez más profunda y gutural, hasta el punto de que había momentos en los que se asemejaba a un gruñido. El conjuro del Archimago empezaba a perder fuerza; la bestia se desataba lentamente en su interior, pero, por suerte o por desgracia para él, todo el mundo estaba demasiado ocupado con los sheks como para darse cuenta.

Las enormes serpientes aladas bajaban en picado y trataban de alcanzar a los rebeldes situados en las almenas. Pero cada vez que descendían, eran recibidas por una lluvia de fuego que las obligaba a remontar otra vez. Y al mismo tiempo, la presencia de los dragones artificiales ofuscaba sus sentidos y las empujaba a buscarlos entre el humo para matarlos.

Nurgon peleaba con todas sus fuerzas, y los sheks estaban encontrando muchos problemas para llegar hasta ellos; pero las serpientes eran numerosas, y los rebeldes eran muy pocos en comparación. Los sheks no parecían preocupados. ¿Por qué iban a estarlo? Los rebeldes no tardarían en cansarse, y entonces la Fortaleza sería suya.

Cuando Shail vio al primer dragón precipitarse destrozado sobre el bosque, perseguido por tres sheks, se preguntó cuánto más podrían resistir.

No muy lejos de allí, en las lindes del bosque de Awa, los hombres-serpiente y sus aliados buscaban senderos abiertos en la maleza.

Habían enviado los carros raheldanos por delante: enormes vehículos blindados, propulsados con un engranaje de pedales, cadenas y platos dentados, que avanzaban pesadamente, abriendo paso entre la espesura. Tras ellos marchaban los ejércitos de Drackwen, Dingra y Vanissar, en perfecta formación. Atravesaban el bosque en cinco columnas, lideradas por el rey Amrin, el rey Kevanion y tres generales szish. Cada uno de ellos caminaba tras un carro raheldano y tenía a su lado a un hechicero. Los cinco caminos que estaban abriendo desde las lindes del bosque tenían como objetivo la Fortaleza. Si lograban tornar Nurgon y destruir a los rebeldes y sus dragones artificiales, habría un obstáculo menos entre ellos y el reino de los feéricos.

Las dríades los dejaron pasar, al principio. Ocultas entre la maleza, sobre las ramas de los árboles, los espiaban atentamente, con sus enormes ojos negros brillando de odio y de cólera.

Los soldados avanzaban con decisión, pero no podían evitar sentirse inquietos. Percibían que docenas de ojos los observaban desde las sombras del bosque, sombras que ni siquiera el brillo de las lunas lograba disipar. Los humanos miraban a todas partes, recelosos y en guardia. Los szish, en cambio, sabían dónde se ocultaban las hadas. Aunque la piel feérica, en unos casos verdosa, en otros moteada, en otros de la textura de la corteza de los árboles, las hacía parecer invisibles en su elemento los hombres-serpiente percibían el calor que desprendían sus cuerpos de sangre caliente. Sin embargo, avanzaban en silencio, las armas a punto, registrando en su memoria los lugares desde donde los acechaban los feéricos.

Cuando la retaguardia de las cinco columnas se hubo internado en el bosque, las hadas atacaron.

Cayeron sobre sus enemigos todas a la vez, y por un instante éstos tuvieron la sensación de que todo el bosque se precipitaba sobre ellos. Las dríades se arrojaron sobre los soldados, enarbolando sus lanzas de madera dura, protegidas por sus armaduras de hojas secas y cortezas, tan resistentes como el mismo metal, con sus pequeños rostros parduscos contraídos en una mueca feroz y con sus pies descalzos corriendo tan veloces como la brisa entre la hierba, lanzando gritos de guerra que sonaban como la llamada de un ave nocturna. Los silfos atacaron desde los árboles, haciendo vibrar sus alas, disparando dardos que arrojaban sobre sus enemigos mediante arcos, ballestas y cerbatanas. Pequeñas hadas y duendes, no más grandes que una mano, salieron de la maleza, volando a lomos de insectos de alas parecidas a las de las libélulas, y arrojaron sobre sus enemigos proyectiles de semillas y pequeños frutos, redondos y duros como piedras del río. A simple vista, aquellas semillas parecían inofensivas; pero se colaron por el interior de las armaduras y llegaron a rozar la piel de algunos soldados, que pronto comprobaron, con horror, sus propiedades urticantes. Más de uno no pudo soportar el terrible escozor y trató de quitarse la armadura para rascarse, distracción que pagó con la vida.

Los invasores, por su parte, reaccionaron deprisa. Cargaron las ballestas y dispararon contra todo lo que se movía en la espesura, que no era poco. También desde los carros acorazados se arrojaron flechas que abatieron a un gran número de feéricos. Los hechiceros pusieron en juego su magia.

Pronto, el bosque se convirtió en un extraño campo de batalla de madera y metal, de carne y escamas, de sangre y de savia.

Victoria alzó la mirada hacia Ashran. No latía ningún tipo de emoción en su rostro, pero sus pupilas eran una espiral de tinieblas.

—Podría mataros a los tres —prosiguió el Nigromante.

—¿Y qué te detiene? —murmuró ella con suavidad—. Ya sabes que no somos rivales para ti. Ni siquiera luchando los tres unidos podríamos derrotarte. Ashran sonrió. No fue una sonrisa agradable.

—No estáis aquí para derrotarme a mí. Pero hay una parte de mí que sí puede ser derrotada, y era ésa vuestra misión. ¿Por qué he corrido el riesgo de enfrentarme a vosotros, pues? ¿Por qué me he tomado la molestia de esperar que llegaras hasta mí? ¿Lo sabes tú, Victoria?

—Porque hay algo que puedes ganar —susurró ella—. Y es algo tan valioso que no te importa correr el riesgo.

Ashran sonrió de nuevo.

—También tú puedes ganar algo. Puedes ganar a uno de los dos. Éste es el trato: elige a uno de los dos, al dragón o al shek_ y a ése le perdonaré la vida. Os permitiré marchar a los dos, a la Tierra, si así lo deseáis, y cerraré la Puerta tras vosotros… para siempre. Si queréis olvidarlo todo, lo haréis. Los sheks se ocuparán de ello. Piénsalo, Victoria. Paz, serenidad, una vida larga y feliz al lado de tu amado, del elegido de tu corazón… y no tendrás que luchar nunca más. Escaparás por fin de esta pesadilla.

Jack frunció el ceño. ¿Había oído bien? No era posible que Ashran le estuviera planteando aquello a Victoria. No tenía más que matarlos a todos, y acabaría con la amenaza de la profecía. ¿Qué se proponía ahora? Miró a Christian de reojo, y vio que el rostro de él estaba mucho más sombrío de lo habitual. La conducta de Ashran era inexplicable, era absurda, pero Christian parecía intuir que tenía razones para hacer lo que hacía… y trataba de desentrañarlas.

—Si elijo a uno… —decía entonces Victoria, a media voz—. ¿Qué sucederá con el otro?

—Que será ejecutado en el acto, mi pequeña unicornio. Mi generosidad tiene un límite, como comprenderás. Así que tú misma decidirás quién quieres que viva y quién ha de morir. Espero que entiendas que no os puedo dejar con vida a los tres.

Jack se quedó sin aliento mientras escuchaba, horrorizado cada palabra de Ashran. No le preocupó tanto la posibilidad de morir como el hecho de que el Nigromante dejaba aquella decisión en manos de Victoria. «¿Cómo se puede ser tan desalmado?», se preguntó.

Se revolvió, furioso.

—¡Victoria, no le escuches! ¡Está tratando de engañarte! ¡No…!

Su última frase terminó en un grito de agonía. Cayó de nuevo de rodillas ante Ashran, atrapado en su oscura magia. Victoria se estremeció imperceptiblemente.

Con la mano que le quedaba libre, Ashran hizo un gesto que a la muchacha le resultó vagamente familiar. Entonces, una enorme brecha brillante se abrió en el aire, un poco más lejos dejando entrever un suave cielo estrellado un poco más allá.

—¿Sabes qué es esto? —preguntó Ashran.

—Limbhad —susurró ella, con la voz teñida de añoranza.

—Limbhad —asintió Ashran—. Un lugar donde no se me permite entrar… pero a ti sí. Elige a uno de los dos, Yandrak, Kirtash… me da igual. Podrás llevártelo a través de esa Puerta, de vuelta a casa. Podrás emplear tu poder para curarlo, podrás olvidar todo lo que has sufrido aquí. La Puerta se cerrará tras vosotros para siempre, y no regresaréis jamás. Tendrás que dejar atrás al otro, pero… ¿acaso no es mejor lo que te ofrezco que lo que tienes ahora? ¿No será mejor para todos? Te doy la oportunidad de ser feliz, y yo me veré libre por fin de la posibilidad de que se cumpla esa incómoda profecía…

Victoria se volvió de nuevo hacia Ashran.

—¿Qué pasará si no elijo? —quiso saber.

—Que morirán los dos.

Victoria tembló un momento. A pesar de que parecía estar serena, todos podían intuir el dolor y la angustia que la devoraban por dentro.

—¿Cómo sé que no vas a engañarme?

—Porque la Puerta está abierta ante ti, Victoria. Sabes que es real, sabes lo que hay al otro lado. No es una trampa.

»Y porque tienes el báculo en las manos. Porque podría obligarte a deponer las armas. Una sola palabra mía, y Zeshak torturará a Kirtash hasta que exhale su último aliento. Un solo gesto mío, y lo mismo ocurrirá con Yandrak. Podría haber hecho eso, y me entregarías el báculo sin dudarlo, ¿verdad? Pero no, sigues ahí, armada ante mí. ¿No es ésa una prueba de mi buena fe?

Victoria frunció el ceño. También ella sospechaba que Ashran tramaba algo.

—Elige, Victoria. Y date prisa, porque mi paciencia también tiene un límite. Hubo un largo silencio, cargado de tensión.

—No puedes pedirme que condene a muerte a uno de los dos —susurró ella por fin.

—Intentaré ayudarte. Comprendo que debe de ser difícil para ti.

Victoria no respondió, ni se movió. Aguardó a que Ashran siguiera hablando.

—Puedes elegir a Yandrak —dijo, y la muchacha miró a Jack, con los ojos cargados de tanto amor y ternura que al chico se le escapó un pequeño suspiro—. Compartís un mismo destino, habéis pasado por cosas semejantes, cruzasteis juntos la Puerta a la Tierra. Estabais destinados el uno al otro desde que nacisteis. Él es la persona en quien más confías, el compañero de tu vida, noble, leal y valiente, y su corazón te pertenece por completo. Regresó de la muerte sólo para estar contigo, para salvarte la vida. Es el último de los dragones, una criatura extraordinaria. Sabes que serás feliz a su lado, sabes que puede ser el padre de tus hijos, sabes que no te abandonará.

»Eso significa condenar a Kirtash, pero ya estuviste a punto de matarlo una vez, ya sabes lo que es odiarlo, y, al fin y al cabo no es más que una serpiente que te ha hecho mucho daño que no puede garantizarte felicidad ni estabilidad, que te ha traicionado en varias ocasiones y que podría volver a hacerlo. Hay muchos otros sheks en el mundo, y éste no es el mejor de todos ellos. Nadie lamentará su muerte. Con el tiempo, acabarás por olvidarlo.

Jack escuchaba todo esto sin poder creer lo que estaba oyendo. Pero el rostro de Victoria permanecía impasible, y tampoco Christian daba muestras de que le importaran aquellas palabras. Daba la sensación de que se había rendido a lo inevitable, perdida ya toda esperanza. Victoria se volvió para mirarlo, aquella mirada fue como un grito silencioso que tratara de atravesar el miedo, el odio y la ansiedad que nublaban los sentidos de los tres jóvenes, para llegar hasta el corazón del shek y de volverle con su cálido aliento el brillo que sus ojos de hielo habían perdido.

—Pero también —añadió Ashran, como si le hubiera leído el pensamiento— podría ser Kirtash el elegido de tu corazón. Kirtash, que lo ha dado todo por ti, que ha luchado contra los suyos, contra su instinto, contra su padre… por ti. Kirtash, cuya mirada te persigue en sueños, cuya presencia te hace sentir cosas que jamás antes habías experimentado… cuya sombra cubre tu espalda, vayas a donde vayas. Podríais iniciar una vida juntos en la Tierra, los dos solos. O podríais quedaros aquí y heredar mi imperio, los dos, como ya te propuse hace tiempo. Sabes que su corazón y su lealtad te pertenecen. Sabes lo mucho que vale y que, a pesar de ser un híbrido, es también una criatura extraordinaria. Sabes que luchará y morirá por ti, hasta el último aliento. Después de todo lo que ha sufrido por tu causa, ¿serías capaz de darle la espalda?

»Eso supondría matar al dragón, pero, de todas formas, ya conoces la experiencia de perderlo, y de hecho debería estar muerto. Creíste una vez que lo habías perdido, sobreviviste a esa pérdida: puedes hacerlo otra vez. Por otra parte, esta criatura no puede comprenderte. Por mucho que se esfuerce, no puede, ni podrá, aceptar tu relación con Kirtash. Te ha hecho sentir culpable desde el mismo instante en que descubriste tus sentimientos hacia los dos, te ha hecho sentir mezquina y egoísta, precisamente él, que pretendía tenerte sólo para sí mismo, que pretendía que fueras suya, y solamente suya, obligándote a renunciar a una parte de tu alma. ¿Acaso es eso amor? ¿Acaso no ha sido más generoso contigo el shek, el asesino, que el dragón, el héroe de la profecía, tu mejor amigo? Y tú, ¿le amas de verdad? ¿O es sólo cariño lo que sientes por él? ¿No será que, tal vez, os han hecho creer que el destino os obliga a estar juntos, sin que vosotros tengáis nada que decir al respecto?

Victoria sacudió la cabeza, confusa, y por un instante vieron en su rostro un rastro del sufrimiento que la corroía por dentro. Alzó la cabeza para mirar a Jack. Lo contempló un momento, respirando con dificultad a los pies de Ashran, el pelo rubio revuelto y húmedo de sudor, la frente despejada y, sobre todo, aquellos ojos verdes cuya mirada iluminaba su corazón desde el primer instante en que se habían cruzado con los suyos. Victoria vio que el joven estaba herido y agotado, y reprimió el impulso de correr hacia él, abrazarlo, mecerlo en sus brazos y calmar su dolor. Apretó los dientes y se giró hacia Christian. Tragó saliva al verlo tan frágil, atrapado entre los anillos del cuerpo de serpiente de Zeshak. Él sintió su mirada y alzó la cabeza, apenas un poco. Pero Victoria pudo ver sus ojos, que, como de costumbre, le tapaba parcialmente el cabello castaño claro, aquella mirada que una tarde, en una estación de metro, se le había clavado en el alma como un puñal de hielo, y que ya jamás podría olvidar. Christian entornó los ojos un momento, y Victoria tuvo que cerrar los suyos porque no soportaba verlo en aquella situación. Los volvió a abrir inmediatamente, porque tampoco quería perderlo de vista ni un solo instante, no fuera que Zeshak lo aplastara sin que ella pudiera hacer nada. De nuevo sus miradas se encontraron. «Dime algo, por favor», le rogó ella. Pero la voz telepática de Christian permaneció muda.

Victoria suspiró y se volvió otra vez hacia Jack, luego de nuevo hacia Christian… y Jack casi pudo escuchar el suave chasquido que hizo su corazón al romperse en mil pedazos. Tembló un momento, pero no de miedo, ni de dolor, sino de ira.

—Eres… diabólico —dijo, furioso—. ¿No puedes dejar de hacerla sufrir? ¿Por qué le haces esto?

Ashran le dirigió una mirada inescrutable.

—Porque es necesario, dragón. Pero ¿qué es lo que te molesta tanto? ¿Acaso no es esto lo que querías? ¿No estabas deseando que ella eligiera a uno de los dos?

—¡No de esta manera! —casi gritó Jack.

—¿Y qué diferencia hay?

Jack no supo qué responder. Seguía temblando de rabia y de impotencia, sintiéndose cobaya en un extraño experimento, que no terminaba de comprender, pero que era tan cruel e inhumano que le producía un horror indescriptible. Volvió a mirar a Ashran, y le sorprendió ver que él no estaba disfrutando con aquella situación, con la angustia de Victoria y la incertidumbre de los dos chicos. Sólo observaba a la chica con curiosidad, esperando su reacción, como un niño que le arranca la, alas a una mosca sólo para ver qué pasa.

La muchacha se había dejado caer al suelo, demasiado débil como para sostenerse en pie, y había enterrado la cabeza entre las manos, presa de violentos escalofríos. Entonces Jack fue consciente, por primera vez, de que su propia vida estaba en manos de Victoria. La suya y la de Christian.

Se quedó sin aliento. Incluso aunque Ashran mantuviera su promesa de dejar marchar a Victoria y a su elegido, lo que le había propuesto era demasiado atroz. Por un momento le atenazó el miedo de que ella eligiese a Christian, de verlos marchar en dirección a Limbhad, de quedar a merced de Ashran y de Zeshak, que estaba deseando matarlo desde que había puesto los pies en aquella habitación. Pero inmediatamente se reprendió a sí mismo por aquellos pensamientos. Tampoco el shek merecía morir, aunque fuera un asesino; al menos, no de aquella manera, condenado a muerte por la mujer a la que amaba, y por la que lo había dado todo. Lo miró de reojo. Christian seguía quieto, con el semblante inexpresivo, como si aquello no fuera con él. «¿Y si ya supiera que Victoria no lo va a elegir a él? —se preguntó Jack, de pronto—. ¿La conoce hasta ese punto? ¿Supone entonces que ella… me va a elegir a mí?». Se preguntó si Ashran estaba al tanto también. Alzó la cabeza para mirarlo, comprendió, de pronto, que sí. El Nigromante había demostrado conocerlos muy bien… demasiado bien. Sabía cuál era la relación entre los tres, conocía a la perfección las dudas que al criaba el corazón de Victoria, las había expresado con mucha más claridad de la que ella habría sido capaz. Debía de saber, por tanto…

—Piensa que no se trata de condenar a uno a muerte —trató de ayudarla Ashran, con suavidad—. Ya están condenados los dos. Lo estaban desde el mismo momento en que pisaron el umbral de esta habitación. Se trata de salvar la vida de uno de ellos. Piensa, Victoria, si pudieras elegir… ¿a quién salvarías?

¿A quién amaba Victoria de verdad?, se preguntó Jack. ¿Lo sabía Ashran? ¿Lo sabía Christian? ¿Y la propia Victoria? «Yo no lo sé», pensó el muchacho, abatido y confuso.

La joven seguía encogida sobre sí misma, temblando. Y Jack se sintió culpable por todas aquellas veces que le había exigido que tomase una decisión. Bien, ahora tenía que hacerlo, pero, por alguna razón, Jack lo habría dado todo para que ella no tuviese que elegir. Y no se trataba de que su propia vida estuviese en peligro. Desde el mismo momento en que habían atravesado el Portal de la Torre de Kazlunn había estado dispuesto a morir. Era simplemente… que, fuera cual fuese el resultado, sería tremendamente injusto para uno de los dos.

—¡Harel ha caído! ¡Harel ha caído! ¡Las dríades han sido derrotadas y se repliegan al interior del bosque!

La noticia llegó de labios de un silfo que había logrado, a duras penas, atravesar la explanada hasta las puertas de la Fortaleza. Covan recibió la noticia de la muerte de Harel con resignado pesar, pero no perdió tiempo. Sabía que los szish no tardarían en llegar a Nurgon y atacar sus murallas. El área de bosque que separaba la Fortaleza del campo abierto era muy pequeña, y relativamente fácil de atravesar, comparada con el denso bosque de Awa. Así que mientras, arriba en las murallas, Alexander dirigía a los arqueros, el maestro de armas volvió a recorrer el patio una vez más, asegurándose de que todas las catapultas estaban donde debían estar, de que había ballesteros situados en todas las poternas y de que el portón principal estaba bien asegurado. Tanawe le ayudó en esta tarea, fortaleciendo los sellos mágicos que los hechiceros habían aplicado a la puerta. Mientras, en el cielo, la batalla arreciaba. Ya habían caído tres dragones.

Dos de ellos se habían estrellado en algún lugar del bosque, y al otro lo había hecho pedazos, literalmente, el brutal abrazo de una serpiente alada. Un cuarto estaba a punto de seguir sus pasos. Se trataba de un dragón negro de diseño especialmente elegante, que aleteaba desesperado entre los anillos de un shek, justo sobre el patio de la Fortaleza. Los rebeldes hicieron funcionar las Lanzadoras a toda prisa, disparando proyectiles incendiarios a la serpiente. Ésta siseó, furiosa, y, en respuesta, arrojó el dragón contra los humanos del patio y sus molestas máquinas.

Alguien lanzó la voz de alarma, y todos se apresuraron a ponerse a cubierto. Yber cargó con Shail y llegó junto a la muralla en dos zancadas, justo antes de que el dragón se estrellase pesadamente contra el suelo, destrozando de paso un par de Lanzadoras y una catapulta. Tanawe gimió, y Denyal soltó una sonora maldición. Corrieron a socorrer al piloto caído… pero era demasiado tarde.

Justo en aquel momento se oyó una voz desde lo alto de la muralla:

—¡Llegan los szish!

Los momentos siguientes fueron confusos. Los arqueros dispararon contra los atacantes, a una voz de Alexander. Las catapultas, preparadas desde hacía horas, arrojaron sus proyectiles por encima de las murallas. La magia de los hechiceros situados sobre las murallas los guió directamente a los carros raheldanos. Después de un par de descargas, uno de ellos estalló en llamas.

En las almenas, Alexander clavó la mirada en una figura familiar. Reconoció al instante a su hermano Amrin, porque llevaba puesta la armadura que había sido de su padre, el rey Brun. El joven dejó escapar un suave gruñido. Tenía sentimientos encontrados con respecto a su hermano. Por un lado, se sentía traicionado, lo odiaba por haberle dado la espalda. Por otro, sabía que, posiblemente, él habría hecho lo mismo en su lugar.

—Alsan —dijo entonces una voz tras él.

Se volvió, y vio a Qaydar, que se erguía junto a las almenas muy serio.

—Tenemos que marcharnos de aquí —le dijo—, o moriremos todos.

Alexander enseñó los dientes.

—Aún podemos resistir un poco más —dijo, y sus ojos relucieron salvajemente bajo las lunas.

—¿Hasta cuándo? Sé realista: sin la cúpula feérica sobre nosotros no tenemos nada que hacer.

En aquel momento, los muros de la Fortaleza se estremecieron violentamente: los hechiceros szish estaban tratando de echar abajo la puerta principal.

Alexander hizo rechinar los dientes.

—Me niego a dejar Nurgon en manos de las serpientes.

—Pero no tenemos otra opción. ¡Escúchame, maldita sea! No tenemos escudo, y estamos nosotros solos peleando contra todas estas serpientes. ¡Solos! ¿Entiendes? Todo Idhún ha caído ya en manos de Ashran. Con el dragón y el unicornio teníamos alguna oportunidad, pero ahora Yandrak está muerto, y Lunnaris vaga por quién sabe dónde. Hemos perdido, ¿entiendes? ¡Hemos perdido!

Alexander le respondió con un escalofriante gruñido y, con los nervios desatados, se arrojó sobre él. Pero algo lo hizo detenerse y retroceder, con un aullido de dolor.

—Recuerda que soy un Archimago —dijo Qaydar con frialdad—. No creas que te será fácil tocarme, bestia.

Alexander sacudió la cabeza y trató de controlarse. El Archimago le dirigió una última mirada severa.

—¿Qué es más importante para ti? ¿Tu orgullo, o la vida de toda esta gente? ¿Prefieres perder a tus amigos antes que perder un castillo? Piénsalo, príncipe. Pero piénsalo pronto, porque las serpientes están a punto de hacernos pedazos.

Alexander le dio la espalda, temblando. En aquel momento, los arqueros disparaban otra vez. Muchos soldados enemigos cayeron abatidos por las flechas, pero la mayoría siguió avanzando. Ya habían lanzado ganchos contra las almenas y escalaban por las cuerdas. En el muro oeste, cuyas almenas se habían desmoronado como consecuencia del coletazo de una serpiente, habían apoyado una escala por la que ya trepaban las fuerzas enemigas. Alexander se volvió con violencia y gritó a su gente que corrieran a defender aquel flanco… pero tenían muchas bajas, eran pocos y los sheks volaban cada vez más bajo.

Después, bajó la vista al patio. Vio los restos del dragón que acababa de caer, las catapultas destrozadas, vio a Shail y a Allegra tratando de hacer funcionar una Lanzadora que se había atascado. Se fijó en el bastón de Shail, recordó que su amigo había perdido una pierna, que Jack había perdido la vida, que el mismo había perdido parte de su humanidad. Y se preguntó m valía la pena seguir perdiendo, sólo para salvaguardar a cualquier precio una esperanza que era ya tan débil como la llama de una vela bajo un furioso vendaval.

Alzó la mirada al cielo y vio que ya sólo les quedaban seis dragones. Buscó a Fagnor, y lo descubrió, más alto que ninguno vomitando fuego despiadadamente contra los sheks. Un poco más abajo volaba el dragón dorado, pilotado por Kimara tenía un ala torcida, y se escoraba hacia la derecha. Maniobraba con mucha dificultad. Alexander entendió que si el dragón seguía en aquel infierno repleto de serpientes, acabaría por ser destrozado… y la semiyan que iba dentro también. Y entendió que no sería capaz de ver morir a aquel Yandrak. Sería casi como si matasen a Jack por segunda vez.

Y tomó una decisión.

Momentos más tarde, los rebeldes abandonaban la Fortaleza por un túnel que los llevaría directamente al río. Una vez lo cruzaran, podrían refugiarse en el bosque profundo y tendrían más posibilidades de sobrevivir. Las Lanzadoras siguieron funcionando para protegerlos en su huida, pero los encargados de dispararlas no fueron los últimos en marcharse. Cuando los szish lograron echar abajo la puerta y coronar las murallas de Nurgon, se encontraron con un numeroso grupo de bárbaros que se había negado a huir en pos de Alexander y los demás. Los dirigía Hor-Dulkar, el Señor de los Nueve Clanes.

Muchos vacilaron al ver al imponente bárbaro lanzarse sobre ellos enarbolando su enorme hacha de guerra. Su grito salvaje resonó por toda la Fortaleza.

La última batalla de Nurgon fue brutal y encarnizada. Los bárbaros cayeron, abatidos por los szish y sus aliados. Hor-Dulkar peleó hasta el último aliento, y se llevó por delante a un gran número de enemigos. Antes de sucumbir, con la sangre repleta de veneno szish, tuvo la satisfacción de acabar con la vida de uno de los generales del ejército de Drackwen, y de hundir el filo de su hacha en su piel escamosa.

Por fin, la Fortaleza quedó en manos de las serpientes. Y, cuando el fuego dejó de estallar en el cielo, los sheks sisearon, triunfantes, y batieron las alas en dirección al inmenso bosque que se abría ante ellos, llevando consigo su mortífero aliento gélido.

Victoria alzó la cabeza. Su rostro estaba pálido, y su semblante, puro y frío como el de una diosa de mármol, no traicionaba sus sentimientos. Sus grandes ojos castaños quedaban nublados por aquella espiral de oscuridad que ocultaba la luz de su alma.

—Ya he tomado una decisión —anunció, con voz neutra.

Ashran sonrió. A Jack se le encogió el corazón. «No puede decidir —pensó—. No puede condenar a muerte a uno de nosotros. Ni siquiera a ese maldito shek. Ella, no».

Pero todo indicaba que lo había hecho. Victoria se levantó, resuelta, sacudió la cabeza para echarse el cabello hacia atrás y clavó en Ashran una mirada fría y altiva.

—Bien —dijo el Nigromante solamente.

Jack quiso llamar a Victoria, quiso pronunciar su nombre, pero no le salió la voz.

—He tomado una decisión —repitió ella, con suavidad—. Sé a quién voy a salvar. Pero antes de que se ejecute la sentencia… me gustaría despedirme.

La sonrisa de Ashran se hizo más amplia.

—Cómo no. Pero deja el báculo ahí en el suelo, mi pequeña unicornio. Como prueba de buena fe.

Victoria obedeció, como un autómata. Después, se fue derecha a Christian.

Jack sintió que su corazón quedaba ahogado por un océano de sentimientos contradictorios.

Victoria iba a despedirse de Christian.

«Me ha elegido a mí».

«Ha condenado a Christian a muerte».

No era posible, no, Victoria no podía hacer eso. Pero Jack contempló cómo ella se acercaba en silencio al shek, y cómo Zeshak, sin soltar su presa, se retiraba un poco, para dejarles intimidad. Vio cómo la joven tomaba el rostro de él entre las manos, con infinito cariño, y depositaba un suave beso en sus labios.

Christian no reaccionó. Parecía completamente ido. Pero cuando Victoria lo abrazó con fuerza, Jack lo vio cerrar un momento los ojos, para disfrutar de ese último abrazo. «Victoria no puedes estar haciéndole esto», pensó. Pero ¿qué otra opción tenía? ¿Condenar a Jack? Desvió la mirada, incómodo, sintiéndose extrañamente culpable de la elección de Victoria.

Ella estrechaba a Christian entre sus brazos, consciente de que aquélla era la única opción posible. Volvió a besarlo, y a abrazarlo, deseando qué aquel instante durase toda la eternidad.

—Christian —le dijo al oído, acariciando con ternura su suave cabello castaño—. Ya sabes que te quiero, ¿verdad? Sabes que no tengo otra salida.

El joven asintió, casi imperceptiblemente.

—Bien —musitó ella; entonces se inclinó todavía más para susurrarle algo al oído, algo que sólo oyera él; y con cada palabra que pronunció Victoria, el semblante de Christian se transformó, pasando de la comprensión al asombro, a la incredulidad al más puro horror.

—Victoria… —murmuró, con voz ronca.

Ella se separó de él, con suavidad.

—¡Victoria, no! —gritó Christian; se debatió furiosamente entre los anillos de Zeshak, pero éste no lo dejó marchar—. ¡Victoria, no lo hagas!

Jack lo miró, un poco perplejo. No era propio de Christian suplicar por su vida de aquella manera, aunque no podía culparlo. Al fin y al cabo, también era en parte humano.

¿O es que había algo más?

Christian siguió llamando a Victoria, desesperado, pero ella no lo escuchó. Y Jack no entendió qué estaba pasando hasta que ella se plantó ante él y lo miró con aquellos ojos que le daban escalofríos.

Y lo besó, con tanto amor y dulzura que Jack se quedó sin aliento. Apenas pudo recuperarse, porque ella lo abrazó entonces con todas sus fuerzas, y le susurró al oído:

—Jack… Sabes que te quiero, ¿verdad? Y que no tengo otra opción.

Jack se quedó de piedra.

—Victoria —pudo decir—. Te estás… ¿despidiendo de mí?

—Sí, Jack —suspiró ella, y su voz sonó como un sollozo ahogado—. Para siempre.

«¿Ha elegido a Christian?», se preguntó Jack, confuso; pero no se atrevió a formular la pregunta en voz alta. Ella volvió a besarlo, y a abrazarlo, y entonces le dijo al oído tres palabras que le hicieron comprender, de pronto, lo que estaba pasando, y llenaron de angustia su corazón:

—Cuida de Christian.

—¿Qué…?

Pero ella ya se había separado de él. Ashran lo arrojó hacia Zeshak, que lo atrapó con su larga cola, como había hecho antes. Esta vez le fue un poco más difícil, porque Christian pataleaba y luchaba con todas sus fuerzas por liberarse. Jack también se debatió, sin suerte. Entre las ondas del largo cuerpo de serpiente de Zeshak vio, anonadado, cómo Victoria se situaba al lado de Ashran, y cómo éste colocaba la mano sobre la cabeza de ella, anunciando:

—Zeshak, la dama Lunnaris ya ha elegido.

Un poco de mala gana, Zeshak hizo restallar su cola como un látigo, y soltó a los dos muchachos. Christian se lanzó hacia Victoria, pero Zeshak lo golpeó con la cola, con desprecio, como quien barre la basura fuera del umbral de casa, y lo hizo precipitarse al interior de la Puerta interdimensional. Con un grito, Christian desapareció en la oscuridad. Jack se quedó un momento mirando a Victoria.

Victoria —susurró, desolado—. ¿Qué has hecho?

Pero ella giró la cabeza bruscamente, y un par de lágrimas rodaron por sus mejillas.

—Zeshak —insistió el Nigromante.

El cuerpo del shek vibró de ira, sus ojos se estrecharon. Alzó la cola sobre Jack y por un momento pareció que iba a aplastarlo como a una cucaracha; pero en el último instante se sobrepuso a su odio y lo empujó hacia la brecha que lo conduciría hasta Limbhad… hasta la libertad.

Jack trató de resistirse, pero no tenía nada que hacer contra Zeshak.

Aún tuvo tiempo de gritar por última vez el nombre de Victoria antes de desaparecer también.

La Puerta se cerró tras ellos.

Hubo un momento de silencio, sólo roto por el leve suspiro de alivio de Victoria.

—Están a salvo —dijo entonces la muchacha—. Los dos.

—Sí —asintió Ashran—. Aunque te cueste creerlo, yo suelo cumplir mis promesas.

Ella se volvió para mirarlo.

—¿Ya sabías a quién iba a elegir?

—Sí, lo sabía. Contaba con ello. No era tan difícil de adivinar que preferirías morir antes que sentenciar a uno de ellos. Ese es tu punto débil, Victoria.

—O mi punto fuerte. Porque los he salvado a los dos.

—En cualquier caso… ahora me perteneces. He soñado con este momento desde que escapaste de mí, moribunda, en este mismo lugar, hace varios meses.

—¿Por qué soy tan importante? ¿Por qué tienes tanto interés, en mi poder… precisamente tú?

—Precisamente yo —sonrió Ashran—, que puedo hacer cosas como mover los astros. Precisamente yo, a quien tanto temen los Seis. Precisamente yo, a quien incluso los sheks obedecen… ¿nunca lo has pensado? El único poder que no poseo, el único que me está vedado, es el que tienes tú. El don de entregar la magia. De consagrar a más hechiceros.

Victoria desvió la mirada.

—No pareces sorprendida —sonrió Ashran.

—Lo sospechaba desde hace tiempo —respondió Victoria.

—Eso hace aún más noble tu sacrificio. Sabías ya lo que te iba a pasar cuando decidiste que, si uno de los tres tenía que morir, serías tú. ¿Estás dispuesta?

Victoria alzó la cabeza.

—No tengo otra salida, ¿verdad?

—No, no la tienes —concedió Ashran—. Ya he descubierto que la única forma de obtener tu poder es que me lo entregues por ti misma. Voluntariamente. Y no me refiero al poder que entregas a aquellos a los que transformas en magos. Hablo de tu propio poder. Del poder del unicornio.

»Si me lo entregas, Victoria, Yandrak y Kirtash estarán a salvo. Por la sencilla razón de que no me interesa que regresen, así que mantendré la Puerta cerrada… y, por otra parte, sabes que morirás en el proceso. De modo que la profecía no se cumplirá, y no tendré ya motivos para matar al último dragón, y tampoco a mi propio hijo. Aprenderán a llevarse bien en la Tierra, no tienen otro remedio. Es tu última voluntad, ¿es cierto?

Victoria esbozó una sonrisa cansada.

—Sí, es cierto. Te entregaré lo que pides, Ashran. Pero has de saber que si en alguna ocasión te vuelves contra ellos, si les haces daño, mi poder se volverá contra ti, aunque yo ya no esté. Ashran se volvió hacia ella.

—¿Te atreves a amenazarme?

—Tengo un poder que tú no tienes.

—Por poco tiempo.

En los ojos de Victoria brilló un destello de tristeza.

—Por poco tiempo —asintió.

Tras una breve vacilación, se transformó lentamente en unicornio. Ashran la observó con interés, sin un solo rastro de emoción en sus ojos plateados. Zeshak también la contemplaba, sombrío, con los ojos entornados.

—Estoy lista —anunció ella con suavidad.

—Bien —asintió Ashran—. Pero no lo haremos aquí. —Echó un vistazo hacia las tres lunas, que aún brillaban, llenas, en el cielo, como tres ojos que lo contemplaran acusadoramente—. Ven conmigo.

Se dio la vuelta y salió de la sala, y el unicornio lo siguió, trotando dócilmente, con la cabeza inclinada bajo el peso de su largo cuerno.

Alexander se volvió un momento hacia la sombra de la Fortaleza que acababa de abandonar, y la contempló con melancolía. Tantos meses trabajando en su reconstrucción, tanto esfuerzo, tantas ilusiones… para que ahora cayera en manos de las serpientes… por segunda vez.

Sus compañeros corrían hacia el interior del bosque; alguien lo empujó sin darse cuenta, pero él no reaccionó. Seguía sin poder alejarse de la orilla del río. Sabía que, en cuanto lo hiciera, daría la espalda a Nurgon para siempre.

Apretó los puños, con rabia. Todo era culpa de aquel maldito Ashran y de su condenado hijo. Gruñó, furioso, y la bestia que había en él se liberó un poco más.

—Alexander —dijo junto a él la voz de Shail.

El joven se volvió hacia él.

—Tenemos que irnos —dijo el mago.

Alexander asintió, no sin esfuerzo. Respiró hondo y se volvió hacia el bosque.

Esta vez fue Shail el que no se movió. Se había quedado mirando al cielo, y a los sheks que sobrevolaban el bosque.

—¿Hasta dónde crees que llegarán? —preguntó, preocupado Alexander trató de volver a la realidad. Lo miró, y adivinó en qué estaba pensando.

—El bosque protegerá a los refugiados —lo tranquilizó. Además, es posible que a estas alturas Zaisei ya haya llegado al templo del Padre. Si los dioses existen de verdad, los protegerán. Al menos a ellos… porque, tal y como están las cosas, no parece que los Seis ya han perdido muchos creyentes, así que lo menos que pueden hacer es cuidar a los pocos idhunitas que siguen teniendo fe en ellos.

—¡Dejaos de cháchara! —dijo entonces una voz femenina—. ¡No tardarán en venir tras nosotros!

Era una de las mujeres bárbaras; ni Shail ni Alexander conocían su nombre, pero sabían que era la líder de un clan. Cargaba a hombros a un herido. No se detuvo a esperarlos, sin embargo. Siguió caminando hacia el corazón del bosque, y los dos jóvenes la siguieron.

Pronto les salió al paso un grupo de feéricos.

—Deprisa, deprisa —dijeron—. Los que no quieran quedarse a luchar, que lleven a los heridos a lo más profundo del bosque. Allí trataremos de cuidar de ellos. Los que quieran defender el margen del río, que nos sigan; los llevaremos hasta lugares un poco más despejados, donde podrán pelear con más comodidad.

La seguridad de las hadas les dio confianza. Allí, al otro lado del río, se extendía el reino feérico. Y nadie podía derrotar a las hadas en su territorio.

—Yo me quedo —anunció Alexander.

Shail iba a hablar, cuando, de pronto, algo pasó silbando sobre ellos, algo grande y pesado. Lo reconocieron de inmediato: era Fagnor.

El enorme dragón artificial sobrevoló las copas de los árboles más altos. Un shek lo perseguía, y su escalofriante siseo les heló la sangre en las venas. Tras él volaba el dragón dorado de Kimara, tratando de distraerlo y de apartarlo de la cola de su compañera. Los perdieron de vista un momento, y casi enseguida oyeron el ruido de una aparatosa caída: el dragón de Kestra se había estrellado en el bosque. De nuevo, el shek los sobrevoló; pero en esta ocasión perseguía al dragón dorado, que trataba de escapar.

Shail lanzó un grito de advertencia y arrojó, casi sin pensarlo, un conjuro de fuego contra la serpiente alada. Le dio en un ala, y el shek chilló, furioso. Se volvió violentamente hacia ellos.

—¡Has descubierto nuestra posición! —dijo Alexander.

Shail no estaba en condiciones de responder. Había quedado agotado tras aquella irreflexiva explosión de magia.

El shek ya se abalanzaba sobre ellos, y los rebeldes se dispersaron. Alexander dio un salto y se internó en el bosque, hacia el lugar donde había caído el dragón de Kestra. Shail sintió que tiraban de él para ocultarlo en alguna parte.

El shek descendió entre los árboles, pero no fue capaz de llegar hasta ellos porque la maleza era demasiado intrincada. Un aire helado recorrió aquella zona del bosque, y permaneció allí incluso después de que la serpiente hubiese remontado el vuelo.

Cuando el peligro inmediato hubo pasado, los rebeldes prosiguieron su camino, unos en pos de los feéricos que defenderían sus fronteras, otros hacia lo más profundo del bosque.

—Deberías irte con ellos, mago —le dijo un silfo—. No estás en condiciones de pelear.

Shail negó con la cabeza, agotado y tiritando de frío.

—No —decidió—. Tengo que ir a buscar a Alexander. Tengo… tengo un mal presentimiento.

Esta vez fue Christian quien tropezó con Jack. Los dos rodaron por la hierba.

—¿Qué…? —empezó Jack, aturdido.

Se incorporó un poco y apretó los dientes para no gritar de dolor. Estaba física y psicológicamente destrozado.

Christian ya se había puesto en pie, pero se tambaleaba un poco. Respiraba pesadamente. Los dos miraron a su alrededor. Se encontraban en una explanada que ambos conocían muy bien, bajo un suave cielo estrellado. Sin lunas.

—Limbhad —murmuraron a la vez.

Cruzaron una mirada. Christian fue el primero en reaccionar.

—¡Victoria! —dijo solamente, y Jack entendió sin necesidad de más palabras.

—¡Tenemos que volver!

—Pero ¿cómo? Ashran ha cerrado la Puerta tras nosotros.

—¡Pues ábrela! ¿A qué esperas?

—Ya te dije que no puedo; ya no tengo poder para abrirla.

—¡Pero va a matar a Victoria! —gritó Jack, hecho un manojo de nervios.

—¡Ya lo sé, no hace falta que me grites! —gritó Christian a su vez—. ¿Crees que no me he dado cuenta? ¡Entiendo las cosas más deprisa que tú!

—¡Deja de hacerte el listo! ¡Planeaste tú el asalto, y mira lo que ha pasado! ¡Tu inteligencia superior nos ha llevado directamente al desastre!

—¡No me grites! —vociferó Christian, perdiendo la calma. ¡Lo de acudir a la Torre sin Victoria fue idea tuya!

—¡Se supone que la habías dormido!

—¡Y lo hice! ¡No tendría que haber despertado hasta el amanecer! ¿Cómo iba a saber que encontraría la manera de seguirnos?

—¡Porque no cerraste bien el Portal, pedazo de inútil! O eso… ¡o nos has traicionado otra vez! —¿Qué…?

—Estás vivo y a salvo, ¿no? ¡Y pensar que Victoria ha dado su vida por ti, gusano traidor!

Christian no siguió discutiendo. Se transformó violentamente en shek y se arrojó sobre él.

La metamorfosis de Jack también fue casi instantánea. A pesar de lo dolorido que se sentía, expandir su alma en el interior del cuerpo de Yandrak le sentó de maravilla. Inspiró hondo s vomitó una llamarada contra el shek, que chilló de ira y trató de esquivarla.

Pronto, las dos criaturas estaban enzarzadas en tina terrible pelea, luchando por matarse el uno al otro, por conjurar así su rabia, su dolor, su impotencia.

Duró apenas unos minutos. De pronto, Jack sintió que el letal abrazo de la serpiente se aflojaba un poco. Se la sacudió de encima, con un rugido de triunfo, creyendo que por fin había matado al shek. Pero entonces vio que él no estaba muerto: sus ojos irisados lo miraban con cansancio.

«No quiero seguir con esto», dijo en su mente.

Jack se desembarazó de él. Respiró hondo varias veces, cerró los ojos y trató de calmarse. Cuando los abrió, Christian volvía a ser otra vez humano. Le dirigió una mirada sombría.

—No quiero seguir con esto —repitió, esta vez en voz alta.

Dio media vuelta y echó a andar hacia la casa. Jack se dio cuenta de que cojeaba pero, aun así, su paso era ligero. Volvió a transformarse él también, y corrió tras él, como pudo. Se sentía como si le hubiera atropellado un autobús.

—¿Adónde vas?

—A intentar contactar con el Alma.

Jack asintió, pero no dijo nada más.

Entraron en la casa, y un aluvión de recuerdos inundó el corazón de Jack. Se esforzó por reprimirlos y parpadeó para contener las lágrimas. Llevaba mucho tiempo soñando con regresar a Limbhad, pero ahora sentía que sin Victoria aquel lugar no era más que una cárcel fría y oscura, una prisión sin paredes, pero una prisión, al fin y al cabo.

Ninguno de los dos dijo una palabra hasta que entraron en la biblioteca. Allí, al fondo, seguía estando la mesa sobre la cual flotaba la esfera en la que se manifestaba el Alma.

Christian se detuvo en seco.

—Habla tú con ella —dijo con brusquedad—. Todavía no estoy seguro de caerle bien.

Por toda respuesta, Jack colocó las palmas de las manos sobre la mesa y llamó en silencio al espíritu de Limbhad. Ella acudió enseguida a su llamada, y Jack percibió que se alegraba de verle de nuevo. Sonrió.

«Alma, queremos ir a Idhún», le dijo.

La respuesta fue negativa.

Los dedos de Jack se crisparon sobre la mesa.

«Christian es un mago —insistió—. No es gran cosa como mago, pero creo que podría llegar a combinar su poder con el tuyo para llevarnos a los dos».

La respuesta siguió siendo negativa. La Puerta está cerrada, explicó el Alma.

Jack apretó los dientes y golpeó la mesa con los puños.

—¡Victoria está en peligro, maldita sea! —gritó—. ¡Tenemos que volver, no me importa cómo!

Sintió la mano de Christian sobre su hombro. Se desasió con violencia y se volvió bruscamente hacia él. En sus ojos brillaba la ira del dragón, que por fin había sido liberado de las cadenas que Ashran le había impuesto.

También en los ojos del shek se apreció un destello de helada cólera, pero Christian retrocedió un paso y alzó las manos.

—No quiero pelear contra ti —dijo con frialdad—. Así no ayudaremos a Victoria, y por otra parte… —vaciló.

Jack se tranquilizó un poco.

—… te pidió que cuidaras de mí —completó a media voz.

Christian esbozó una media sonrisa, triste y cansada.

—Fue lo último que me dijo.

—A mí… me dijo que cuidara de ti. —Sacudió la cabeza—. ¡Espera, hablamos de ella como si estuviera muerta! ¡Y no lo está! No lo está, ¿verdad? —preguntó, con una nota de pánico en su voz. Christian negó con la cabeza.

—Todavía no.

Jack respiró hondo. El vínculo que lo unía a Victoria le decía si ella estaba bien o estaba en peligro, era una intuición, un sentimiento. Pero ese vínculo se rompía cuando estaban demasiado lejos, cuando se encontraban en mundos diferentes. Como cuando él había viajado a Umadhun.

En cambio, el poder de Shiskatchegg, el Ojo de la Serpiente, podía superar cualquier barrera espacio-temporal.

Jack se dejó caer sobre una de las sillas y enterró el rostro entre las manos, destrozado.

Había un enorme hexágono dibujado en el suelo, parecido al que servía de Portal entre las torres de hechicería. Pero los símbolos grabados en sus bordes eran diferentes, por lo que estaba claro que su propósito era otro muy distinto.

—Un hexágono de poder —le explicó Ashran al unicornio. Ella alzó hacia él su clara mirada.

—¿Un hexágono? —repitió—. ¿Y dónde está el séptimo punto?

—El séptimo punto, querida, es su centro —respondió Ashran con una sonrisa—. El séptimo punto eres tú.

Ella entendió sin necesidad de más palabras. Tembló un momento, de miedo y de angustia, pero enseguida levantó la cabeza y avanzó hasta situarse en el centro.

La habitación estaba a oscuras. Tan sólo había dos fuentes de luz, aparte del brillo sutil del cuerno del unicornio: la suave luminiscencia azulada que emanaba del hexágono y una tenue aura plateada que envolvía el cuerpo de Ashran. Victoria lo miró, reparando en ello por primera vez.

—Es el poder de las lunas —le explicó el Nigromante—. El poder robado a las Damas de la Noche, que hoy nos muestran su rostro en todo su esplendor. Por eso tenías que venir ahora, Lunnaris. Es irónico… eres la criatura más querida y mimada por las diosas y, sin embargo, lo que voy a hacer esta noche contigo no habría sido posible sin el poder arrebatado al Triple Plenilunio.

Victoria bajó delicadamente la cabeza, pero no dijo nada. Dobló las patas delanteras y se echó en el suelo, en el centro del hexágono luminoso.

Ashran la miró un momento.

—Si haces esto por mí —le dijo con suavidad—, ellos dos estarán a salvo. Te lo prometo.

El unicornio cerró los ojos.

—Haz lo que tengas que hacer —dijo, e inclinó la testuz hacia él; su cuerno perlino palpitó un momento en la semioscuridad.

Ashran sonrió.

Las tropas de los sheks no tardaron en cruzar el río, en persecución de los rebeldes. Los szish trataron de mantener el orden en sus filas, pero muchos soldados humanos, enardecidos por la batalla y la victoria, penetraron en el bosque sin control.

El rey Kevanion fue uno de ellos. Amrin lo detuvo cuando ya estaba a punto de internarse en la espesura, con la espada desenvainada.

—¡Espera! No creo que sea buena idea entrar en Awa antes de que los sheks lo hayan destruido.

Kevanion se rió. No fue una risa agradable.

—¡Cobarde! —le espetó—. ¿De qué tienes miedo? ¿Acaso tu hermano mayor todavía te impone respeto?

El semblante de Amrin se ensombreció.

—No, no es él quien me preocupa. Awa es el corazón de Derbhad. Los feéricos no nos dejarán pasar tan fácilmente.

—Hadas que pelean con espadas de madera y armaduras de hojas secas. Estoy temblando de miedo.

—Esas hadas han resistido a los sheks durante quince años. Kevanion. Eso es más de lo que hemos conseguido tú y yo.

—¡Nosotros hemos conseguido mucho más! ¡Estamos en el bando de los vencedores! Escúchame bien, Amrin. Tu hermano ha sido derrotado, huye de nosotros y ahora es vulnerable. Si lo dejamos escapar, puede que no tengamos otra oportunidad. Y cuando acabemos con él, la rebelión habrá terminado. ¿Acaso no quieres que se acabe esta guerra?

Amrin no dijo nada. Kevanion le dirigió una última mirada desdeñosa, reunió a un grupo de soldados en torno a sí y, emitiendo un grito de guerra, se internó en el bosque.

El rey de Vanissar no se movió. Sintió entonces una fría presencia junto a él, y se volvió. Era un hombre-serpiente. Amrin 1o conocía. Se llamaba Usseth y era uno de los generales del ejército de los szish.

—¿Qué ordenan tus amos? —preguntó el rey suavemente.

—Hemosss de dar caza a los rebeldesss, majessstad. Pero no de esssa forma —añadió, señalando el lugar por donde Kevanion se había marchado.

—Lo suponía —asintió Amrin—. Bien, traed uno de los carros para abrir camino entre la maleza. Reunid un grupo de cincuenta personas. No creo que el bosque nos deje entrar en grupos más numerosos —añadió, echando una mirada pensativa a la amenazadora sombra de Awa.

Usseth asintió, y corrió a obedecer la orden.

Momentos después, el rey y el general se adentraban en la maleza, tras uno de los carros acorazados, capitaneando una pequeña tropa compuesta por humanos y szish. Caminaban con precaución, pues ya habían visto lo que las hadas eran capaces de hacer.

Según avanzaban, el bosque se tornaba cada vez más oscuro. Las frondosas ramas de los árboles impedían que pasara la luz de las lunas, y las enredaderas tejían un techo vegetal sobre sus cabezas. Los troncos eran cada vez más gruesos, tanto que algunos de ellos no habrían podido abarcarlos diez hombres con los brazos. Las plantas crecían salvajes e indómitas, v las flores los envolvían con su perfume embriagador.

El carro avanzaba, despejando la maleza. Pero llegó un momento en que los troncos estaban tan juntos que le impidieron continuar. El carro se detuvo, con un chirrido. La compuerta superior se abrió, y del interior emergió uno de los tripulantes, un oficial del gremio de constructores de carros de Thalis.

—No vamos a poder pasar por aquí, majestad —dijo—. Tardaríamos toda la noche en talar uno solo de estos árboles.

Amrin respiró hondo.

—Bien. Volved atrás, pues. Continuaremos nosotros.

Se oyó un murmullo inquieto entre la tropa. El oficial dejó caer la compuerta; enseguida, los raheldanos pedalearon de nuevo en el interior del carro, y éste volvió a ponerse en marcha, con un chirrido. Momentos después, los soldados de a pie se quedaron solos.

—¡En marcha! —dijo Amrin simplemente.

Rodearon los árboles, pasando por el único hueco que había, en fila de a uno.

Cuando estuvieron todos, prosiguieron la marcha, en silencio.

Entonces, una risa burlona y cantarina se oyó en algún lugar del bosque, una risa femenina, juguetona, pero que les puso los pelos y las escamas de punta. Los soldados alzaron sus armas y miraron en torno a sí, desconfiados. Pero no vieron a nadie.

Amrin se volvió hacia el szish que tenía más cerca.

—¿Y bien? ¿Dónde están?

Pero el hombre-serpiente negó con la cabeza. En esta ocasión ni siquiera podían percibir el calor de los cuerpos de sus enemigos.

—¿Qué clase de magia es ésta? —se preguntó Amrin.

Tiritó. La humedad de Awa se colaba por debajo de sus ropas y le helaba los huesos, y la atmósfera era cada vez más inquietante.

Se oyó entonces un siniestro crujido. Todos dieron un respingo y se giraron, sobresaltados. Y descubrieron que los árboles se habían movido un poco, cerrándoles el paso, como una muralla vegetal. Algunos se precipitaron sobre los troncos, golpeándolos con las espadas. El mago que acompañaba al grupo lanzó un conjuro de fuego, pero la madera estaba tan húmeda que no prendió.

—Dejadlo essstar —dijo Usseth—. No conssseguiréisss que nosss permitan sssalir.

—Eso sólo nos deja un camino —hizo notar el rey.

Armándose de valor, la compañía siguió avanzando.

A partir de entonces, Amrin empezó a tener la sensación de que el propio bosque los iba guiando en una dirección determinada, cerrando caminos aquí, abriéndolos allá. Sabía que debía de ser una trampa, pero de todas formas no podía hacer nada al respecto, así que siguieron adelante.

Desembocaron por fin en un inmenso claro iluminado por las lunas. Aliviados, los soldados se precipitaron en él.

—¡Esssperad! —trató de detenerlos Usseth—. ¡Esss…!

No llegó a terminar la frase. De repente, alguien disparó una flecha desde la maleza, una flecha que se clavó en su garganta y la atravesó de parte a parte. El general szish cayó al suelo entre gorgoteos agónicos.

Hubo un instante de silencio incrédulo. Todos se agruparon en el claro y espiaron a las sombras, nerviosos. Pero los atacantes permanecían a cubierto.

De nuevo se oyó la risa burlona. Amrin parpadeó, soñoliento. De pronto, todo le parecía extrañamente irreal, los contornos de los árboles estaban borrosos, y la luz de las lunas tenía una tonalidad turbadora y fantástica. Una rara debilidad se apoderó de su cuerpo; se veía incapaz de sostener la espada y, a la vez, se sentía ligero, muy ligero, como si estuviera viviendo dentro de un misterioso sueño. Se volvió para mirar a sus hombres, y se dio cuenta de que todos pestañeaban con expresión estúpida. «¿Qué está pasando aquí?», se preguntó, confuso. Las risas cantarinas de las hadas todavía resonaban en su cabeza.

Fue un szish el primero en darse cuenta.

—¡Un círculo de sssetasss! —siseó—. ¡Hay que sssalir de aquí!

La tropa se esforzó por volver a la realidad. Amrin descubrió que, efectivamente, el claro estaba bordeado por unos extraños hongos que despedían una suave luminiscencia verdosa. «¿Cómo diablos no los hemos visto antes?», se preguntó.

Todos lucharon por vencer el sopor y trataron de avanzar para salir del círculo.

Y entonces, los feéricos atacaron. Todo tipo de dardos, flechas y proyectiles vegetales cayeron sobre ellos desde los árboles. Muchos de los soldados no llegaron a salir del círculo de setas.

Amrin fue uno de los que lograron alcanzar la espesura. Hostigado por los feéricos, el grupo se dispersó y se internó aún más en el bosque de Awa.

Pronto, aquello se convirtió en un auténtico infierno. Todas las tropas de los szish se dispersaron, a pesar de su intención inicial de avanzar en grupos compactos. Algunos de esos grupos fueron a parar a mágicos y engañosos círculos de setas, como el que había disgregado a la patrulla del rey Kevanion. Otros habían sido atacados desde la espesura por feéricos tan difíciles de distinguir entre el follaje que parecían invisibles. Otros habían acabado en terrenos que resultaban trampas mortíferas, como laberintos de zarzas envenenadas, cenagales traicioneros que podían tragarse a tina persona en apenas unos minutos, o letales jardines de plantas carnívoras y hiedras que se enredaban en torno al cuello de los soldados y los oprimían hasta asfixiarlos. El bosque entero atacaba a los intrusos, y los feéricos no tenían más que estimularlo y acudir a rematar el trabajo. De manera que cuando un soldado aterrorizado lograba escapar de una planta hostil o de un terreno cenagoso y se detenía a descansar en un claro que parecía más o menos tranquilo, pronto era atacado por guerreros feéricos.

Luchaban de forma caótica, nada que ver con la organización y disciplina szish. Las armas que portaban no llevaban ni una pizca de metal, estaban hechas íntegramente con elementos del bosque y, sin embargo, eran tan mortíferas como las que fabricaban los herreros humanos y szish. Lanzas de madera dura, látigos de zarzas y extraños frutos explosivos que, una vez arrojados contra su objetivo, estallaban en miles de semillas que se hundían dolorosamente en la carne del enemigo… para germinar instantáneamente, generando plantas que hundían sus raíces en las entrañas del aterrado soldado, que todavía estaba vivo para ver cómo aquellos vegetales lo devoraban por dentro.

Awa no necesitaba ser defendido, porque se defendía solo. Y, sin embargo, los feéricos pronto descubrieron que había algo a lo que ni siquiera su amado bosque podía hacer frente.

Si bien había sectores de la floresta en los que las hadas masacraban a los intrusos, y además disfrutaban con ello, otros lugares se habían convertido en auténticas tumbas de frío y silencio.

Porque los sheks estaban sobrevolando Awa, una y otra vez, casi rozando las copas de los árboles, y allá por donde pasaban la temperatura descendía súbitamente y la humedad del bosque se convertía en una helada capa de escarcha.

Nunca antes había llegado el invierno al bosque de Awa. Pronto, las plantas empezaron a morir de frío bajo el hielo de los sheks. Y en los lugares donde el bosque se congelaba, lo, feéricos eran vulnerables. Sus ropas de hierbas y hojas no los protegían del intenso frío. Sus pieles verduscas, pardas o moteada, ya no se mimetizaban contra la escarcha blanco-azulada que cubría los troncos de los árboles. Las mismas plantas, encogida, sobre sí mismas en un forzado letargo, ya no reaccionaban para tender trampas a los enemigos. Y allí donde el invierno azotaba el bosque, la gente de Ashran masacraba feéricos, de la misma forma que ellos aniquilaban a los humanos en las zonas verdes.

Zaisei corría todo lo deprisa que podía en dirección al corazón del bosque. Llevaban un día entero marchando. Desde que el semiceleste les había advertido de que el escudo caería con el Triple Plenilunio, muchos de los habitantes de la Fortaleza habían optado por huir.

Zaisei todavía sentía el corazón encogido al pensar que había dejado atrás a Shail. Pero su sentido común le decía que ella no podía ayudar en la batalla que había de librarse aquella noche. Había comprendido que no era más que un estorbo.

Por otra parte, Tanawe, la maga constructora de dragones, le había pedido que cuidara de su hijo Rawel. Y eso era una responsabilidad. Era otra manera de ser útil a la Resistencia, a la rebelión. Porque no se trataba sólo de cuidar de Rawel, sino de los otros niños que iban en el grupo.

Habían marchado durante todo el día, y se habían parado a descansar con la salida de las lunas. Pero un rato más tarde, los feéricos del grupo se pusieron en pie y gritaron, alarmados.

Las flores lelebin estaban muriendo. Todas las flores lelebin del bosque se estaban marchitando.

De modo que Ashran lo había conseguido. Había hecho caer el escudo de Awa.

En unos instantes, se había acabado el descanso. El grupo se había puesto en pie y corría en dirección a lo más profundo del bosque, al nuevo Oráculo que el Padre estaba erigiendo allí en honor a la tríada solar. «No llegaremos a tiempo —se decía Zaisei, desalentada, mirando las caritas de los niños, el gesto desalentado de las gentes de las gentes que no habían querido o no habían podido luchar—. Los sheks nos alcanzarán antes de que lleguemos al templo».

Sus sospechas se vieron confirmadas cuando horas más tarde la temperatura empezó a bajar. Tiritando los refugiados siguieron adelante, los más fuertes cargando que a aquellos a los que el agotamiento había vencido, sintiendo que el invierno los perseguía y no tardaría en alcanzarlos.

Momentos después alguien tropezó Y cayó cuan largo era. Mientras sus compañeros le ayudaban a levantarse, Zaisei echó la vista atrás…

… y vio a siete sheks que sobrevolaban el bosque, y que no tardarían en darles alcance. «Padre Yohavir, Señor de los Vientos —suplicó— impídeles volar en tu seno. Madre Wina savia de la tierra. Mantén verde tu reino. Protégenos de su mirada de hielo».

Le llegó de pronto el recuerdo de la voz de Salí, de las palabras que él había pronunciado tiempo atrás: «Los dioses nos abandonaron hace mucho tiempo, y lo sabes».

—Padre Yohavir, madre Wina… —susurró.

Cerró los ojos un momento y se aferró a su plegaria como a un talismán salvador.

Cuando volvió a abrir los ojos, los sheks habían dado media vuelta y se alejaban de nuevo hacia el oeste.

Y el frío se marchó con ellos.

Ziessel sabía que los rebeldes seguirían presentando batalla mientras tuvieran un lugar al que continuar retrocediendo. Se había cansado de aquel juego. Tardarían varias horas en congelar todo el bosque, y sus linde ya eran un reino de hielo y escarcha… pero su corazón todavía latía. De modo que llamó telepáticamente a seis sheks más, y los siete habían emprendido sobrevolando las copas más altas dejando tras ellos un rastro de árboles congelados para atacar Awa desde su mismo centro. Además sospechaba que era allí, en lo más recóndito de la espesura, donde los rebeldes del bosque tenían su base.

Sintió de pronto una llamada telepática en su mente. Era Zeshak.

«Ziessel», le dijo, y ella supo que aquel mensaje era privado.

Se preguntó qué tendría que decirle el rey de los sheks, solamente a ella, en mitad de una batalla importante. Le transmitió su asentimiento, dándole a entender que estaba receptiva.

«Ziessel —repitió él—. Ven aquí. Inmediatamente».

Otra criatura habría preguntado los motivos, pero Ziessel era una shek. De modo que dio media vuelta y orientó su vuelo a la Torre de Drackwen, sin discutir y sin hacer preguntas. Sabía que Zeshak no le ordenaría retirarse del combate sin un motivo de peso.

Una breve orden telepática hizo que sus compañeros la siguieran en su nueva ruta.

Ziessel no había pedido ninguna explicación, pero Zeshak se las dio:

«Ashran ha dejado escapar al último dragón».

Ziessel emitió un suave siseo de ira. Sus compañeros de vuelo la miraron, intrigados, pero no dijeron nada. Sabían que estaba manteniendo contacto telepático con otro shek, y que era una conversación privada. Los ojos irisados de los sheks se volvían de un tono distinto, un poco más azulado, cuando hablaban entre sí por telepatía. Era una diferencia muy sutil para cualquiera que no fuera un shek, pero para ellos resultaba muy evidente.

«¿Nos ha traicionado?», le preguntó ella a su señor.

«No lo pienses siquiera», replicó él, y a Ziessel le pareció detectar una sombra de temor en su mente. Supuso que serían imaginaciones suyas. No era posible que Zeshak tuviera miedo de un humano, ni siquiera de uno como Ashran el Nigromante. «No, no lo pienses siquiera —insistió el rey de los sheks—. Hemos derrotado a la profecía. El unicornio ya está en manos de Ashran. El acabará con ella de un momento a otro. Pero a cambio ha dejado marchar al dragón. A otro mundo, lejos de nuestro alcance».

Ziessel se estremeció de ira.

«Debería haber sido al revés. Era el dragón el que debía morir».

«Ella eligió», respondió Zeshak simplemente.

Ziessel se preguntó por qué le estaba contando Zeshak todo aquello. Él percibió la duda en su mente.

«No puedo dejar escapar al último dragón. No puedo. Pero si le dejo volver, la profecía puede cumplirse, porque el unicornio sigue vivo todavía».

«Espera entonces a que muera el unicornio», sugirió ella, aunque la idea de que el último dragón pudiera estar al alcance de un shek, tan cerca, hacía que el odio volviera a burbujear en su interior, más intenso que nunca.

«No puedo esperar. No puedo esperar. La libertad de nuestro pueblo depende de que muera ese dragón de una vez por todas. Y el odio… el odio es demasiado intenso…».

Ziessel no dijo nada, pero aceleró el vuelo. Sintió que Zeshak se retiraba de su mente, pero ella permaneció alerta, receptiva, aguardando noticias. Sospechaba que algo no iba bien.

—Otra vez igual —dijo Jack, y su voz sonó ahogada—. No hace tanto tiempo que te llevaste a Victoria a Idhún para entregarla a Ashran, y yo me quedé aquí atrapado, sin poder hacer nada. Fue la noche más larga y horrible de mi vida.

Christian lo miró, pero no dijo nada.

—Ahora, al menos —añadió, alzando la cabeza—, puedo saber si sigue viva. No vas a engañarme al respecto, ¿verdad? Christian se encogió de hombros.

—¿Para qué?

—Dime entonces qué le pasa. Si está bien… si está herida…

—Está bien, de momento —respondió el shek, cerrando los ojos para concentrarse en las sensaciones que le transmitía el anillo—. Por un lado está serena, porque sabe que estamos a salvo, y eso la hace feliz. Pero por otro lado… tiene miedo de lo que va a hacerle Ashran.

A Jack no le gustó el tono en que pronunció la última frase.

—¿Qué va a hacerle Ashran? ¿Va a… matarla?

Christian lo miró largamente.

—Me temo que… algo peor.

Jack se levantó de un salto y lo agarró por el cuello de la camisa.

—¿Qué va a hacerle Ashran? ¡Dímelo!

Christian se lo quitó de encima y le dirigió una mirada de advertencia.

—No estoy seguro —dijo—. Son sólo suposiciones, pero…

—¿Qué?

—Creo que sabía cuál iba a ser la elección de Victoria. Le puso en esa situación para obligarla a entregarse a él voluntariamente. Sabía que lo haría… para salvarnos la vida.

Jack desvió la mirada.

—¿Y?

—Si quisiera matarla solamente, lo habría hecho ya, no se habría tomado tantas molestias. Creo que quiere algo de ella.

—¿Volver a extraerle su magia? Christian lo miró con gravedad.

—¿Para qué extraerle magia, cuando puede conseguir la fuente de esa magia?

Jack lo miró un momento.

—No te estás refiriendo al Báculo de Ayshel —dedujo—. Pero no puedes estar hablando de… oh, no —lo miró, horrorizado. No puedes estar hablando en serio.

Christian asintió. Sobrevino un tenso e incrédulo silencio.

—Por todos los… —murmuró Jack, pero se le quebró la voz.

—Ella lo sabía. Sabía lo que Ashran le pediría a cambio de nuestra vida, mucho más que su propia vida, mucho más que su esencia. Jack, ¿tienes idea de lo que Victoria está a punto de entregar… por nosotros?

Volvió la cabeza con brusquedad, pero Jack ya había visto las lágrimas brillando en sus ojos.

—No podemos permitírselo, Christian —murmuró—. Jamás… jamás imaginé que llegaría tan lejos.

Christian no reaccionó. Jack sacudió la cabeza, destrozado. Alzó la mirada hacia su compañero.

—¿Y tú? —le preguntó—. ¿Sabías ya cuál iba a ser la elección de Victoria?

—Debería haberlo sabido —respondió el shek en voz baja—. Siempre he tenido muy claro lo importantes que somos para ella, los dos. Así que debería haber deducido lo que Ashran entendió con tanta claridad. Pero… bueno, el corazón me jugó una mala pasada. —Alzó la cabeza para mirarlo—. Por un momento estuve convencido de que ella iba a elegirte a ti.

Jack iba a replicar, pero entonces el Alma los llamó a los dos, con urgencia.

Se volvieron hacia la esfera.

—¿Qué?

El mensaje del Alma fue muy claro.

La Puerta a Idhún podía abrirse de nuevo. Sin ninguna razón aparente, alguien la había desbloqueado. Ambos cruzaron una mirada.

—Es una trampa —dijo Christian.

—Me da igual —replicó Jack.

No tardaron ni dos minutos en dejar atrás Limbhad y regresar a Idhún, en busca de Victoria, deseando llegar a tiempo… porque, si no lo hacían, el sacrificio de ella habría sido en vano.