Gerde se aburría.
Seducir al bárbaro había sido un juego de niños. Y al principio había resultado divertido; tener al gran Señor de los Nueve Clanes comiendo de su mano y a la vez mantener el encantamiento sobre los demás hombres del campamento había requerido mucha concentración y un delicado equilibrio de fuerzas. Debían estar lo bastante embobados como para acatar hasta sus más mínimos deseos, pero no tanto como para pelearse entre ellos por celos. Le costó un poco llegar a ese punto intermedio, pero una vez que dio con él, ya no hubo mucho más que hacer. Salvo mantener vigilada a Uk-Rhiz, por supuesto.
El resto de las mujeres del campamento, guerreras o no, no supusieron un gran problema. Estaban claramente descontentas, y por supuesto que había habido disputas. Gerde había tenido que deshacerse discretamente de una de ellas, una anciana cuyas sensatas palabras gozaban de gran reputación en todos los clanes. Había sido fácil matarla, mezclando veneno en su comida. Nadie conocía tan bien como Gerde las propiedades de las plantas más ponzoñosas de los bosques idhunitas, y cómo utilizarlas en su favor. La mujer había muerto sin ruido una noche, y todos lo achacaron a su avanzada edad. Ni siquiera Rhiz sospechó del hada.
Finalmente, todas las mujeres acabaron por acatar la voluntad de su señor, como todo Shur-Ikaili, hombre, mujer o niño, debía hacer.
Y la voluntad de Hor-Dulkar era la voluntad de Gerde.
Y la voluntad de Gerde era la voluntad de Ashran.
Los hombres lo aceptaban encantados. Las mujeres, a regañadientes. Pero Uk-Rhiz era diferente. Era la Señora de la Guerra del Clan de Uk, y si bien no poseía el mismo rango que Hor-Dulkar, sí estaba sólo un peldaño por debajo de él, según las jerarquías de los bárbaros Shur-Ikaili. De momento no daba problemas, pero Gerde sospechaba que tramaba algo.
Suspiró. Llevaban ya varios días acampados junto al río. A I principio había sido interesante, pero ella empezaba a aborrecer aquella tienda de pieles y a cansarse del bárbaro con quien compartía el lecho. Se dio la vuelta para separarse un poco más de él. Hor-Dulkar dormía a pierna suelta, pero Gerde llevaba varias noches sin pegar ojo, deseando que las cosas cambiaran en un sentido o en otro, deseando que Ashran le diera permiso para regresar a la Torre de Kazlunn, o que les ordenara ponerse en marcha por fin, en dirección a Nurgon… cualquier cosa menos seguir allí parados, un día, y otro día, y otro día…
Se había puesto en contacto con su señor para pedirle instrucciones. Él la había reprendido por su impaciencia. De momento no le convenía que los bárbaros entraran en la batalla en ninguno de los dos bandos. De momento.
No dio más explicaciones, y Gerde tuvo que resignarse. Sabía que las tropas de los sheks llevaban ya tiempo cercando Nurgon; pero sabía también que era un asedio sin sentido. La base rebelde formaba ya parte del bosque de Awa. No morirían de hambre, ni aunque los sitiaran durante años. ¿Qué sentido tenía esperar? ¿Para qué? Lo único que se le ocurría era que tal vez Ashran estaba estudiando la mejor manera de romper el escudo feérico que rodeaba el bosque. De ser así, quizá la cosa llevaría tiempo. Y, en tal caso, no convenía tener a los bárbaros cerca de la Fortaleza. Allí, en las praderas, en sus propios campamentos, los Shur-Ikaili podían mostrarse impacientes por entrar en batalla, pero no molestarían a nadie. En un asedio, trescientos bárbaros aburridos podían resultar no sólo un incordio sino también incluso un peligro para las disciplinadas tropas de los szish.
Tenía que ser eso, caviló Gerde. De todas formas, la rebelión de Nurgon no era más que un suicidio en masa. Sin el dragón sin la profecía, la Resistencia no tenía ya nada que hacer. Ni siquiera con Kirtash entre sus filas.
Se estremeció al pensar en él. Trató de apartarlo de su mente, pero se resistía a abandonar sus recuerdos, especialmente en aquellos días en los que no tenía nada que hacer y sí mucho en qué pensar. Especialmente en aquellas noches, en las que, en la tienda de Hor-Dulkar, le resultaba imposible olvidar los momentos íntimos que había compartido con Kirtash, tiempo atrás, en la Torre de Drackwen.
«Sólo es poco más que un niño —se dijo a sí misma, irritada—. Aunque sea el hijo de Ashran, aunque sea un shek… no es más que un crío, y lo poco que ha heredado de los humanos son sus debilidades y defectos».
Pero, a pesar de todo, no podía dejar de pensar en él.
Se dio la vuelta, irritada, tratando de dormir. Pensó en aplicarse un hechizo de sueño, pero desechó la idea; si lo hacía, dormiría tan profundamente que sería difícil despertarla, y quería mantenerse alerta, por lo que pudiera pasar.
Fue una suerte que tomara esta decisión, porque cuando llegó Allegra a buscarla estaba completamente despierta.
Fue Rhiz quien le dio la noticia. Entró en la tienda sin avisar, y Gerde se incorporó de un salto, sobresaltada.
—¿Cómo te atreves…?
—Perdón por despertarte, Señora de Kazlunn —dijo Rhiz con calma; pero a la luz de la antorcha que portaba, a Gerde le pareció ver que sus ojos reían, burlones—. Ha venido un hada preguntando por ti. Dice que es urgente.
Gerde frunció el ceño. Pocos feéricos tenían tratos con ella.
Al fin y al cabo, ella era Gerde, la traidora, la renegada.
—¿Un hada? ¿Viene sola?
—Ha dicho que no necesita a nadie más para ajustarte las cuentas —dijo Rhiz; y esta vez no pudo disimular un tono socarrón en su voz.
—¡Aile! —escupió Gerde, irritada.
Se incorporó, molesta; se echó el pelo hacia atrás y tanteó a su alrededor en busca de su ropa.
—Vaya, alguien se atreve a plantarte cara —dijo Hor-Dulkar—. Vuelve a la cama, preciosa; mis guerreros se encargarán de ella.
—Aile no luchará contra ninguno de ellos, bárbaro —murmuró el hada—. Ha venido a buscarme a mí.
Terminó de vestirse y se puso en pie. Respiró hondo. Cierto, podía dejar que los bárbaros se encargaran de Aile. Si era verdad que había venido sola, su magia no le serviría de nada contra trescientos guerreros Shur-Ikaili. Pero había tenido la osadía de decir, probablemente delante de todo el mundo, que ella sola se bastaba para vencer a la Señora de Kazlunn. Si Gerde enviaba a los guerreros de Dulkar a luchar contra Aile, quedaría de manifiesto que ella sí necesitaba a todo un ejército de bárbaros para acabar con su rival.
—Es un desafío —le explicó al Señor de los Nueve Clanes. Entre ella y yo.
El bárbaro entendió. Asintió. Entre los Shur-Ikaili también se hacían así las cosas. Jefe contra jefe, uno contra uno. Solo así se demostraba quién era el más fuerte.
Gerde sintió que Rhiz la miraba ahora con cierto respeto. Las mujeres bárbaras eran feroces guerreras, pero pocas vencían a todos los hombres de su clan, uno tras otro, hasta que nadie más se atrevía a desafiarlas. Rhiz lo había hecho atrás, y por eso era la señora del Clan de Uk. Rhiz sabía lo que era un desafío. Pero, hasta ese mismo momento, había dudado de que Gerde, que hechizaba a los hombres en lugar de luchar contra ellos, tuviera valor para aceptar un desafío y pelear de igual a igual.
Esta vez le tocó al hada dirigirle una sonrisa burlona. Rhiz frunció el ceño, pero la siguió hasta el exterior.
No aguardaron a Hor-Dulkar. En silencio, las dos mujeres recorrieron el campamento. Sintieron sobre ellas las de los guerreros, que salían de sus tiendas para verlas pasar. Se había corrido ya la voz de que la Señora de la Torre de Kazlunn había sido desafiada; su rival era otra hechicera feérica, se decía, que también había sido señora de una torre de hechicería tiempo atrás. Una hechicera mayor y de más experiencia. Por fin, Gerde había encontrado una rival de su talla.
Allegra la esperaba en los límites del campamento. Los guerreros del Clan de Uk, que eran quienes estaban acampados allí, la mantenían estrechamente vigilada, a pesar de que la maga no se movía. Simplemente estaba allí, quieta, esperando.
Gerde se detuvo a unos pasos de ella. No le sorprendió que hubiera llegado hasta allí desde la cercada Nurgon; Allegra era una hechicera poderosa y era capaz de eso, y de mucho más.
—Aile —dijo Gerde por todo saludo.
—Gerde —respondió la maga—. Veo que la vida de las praderas te sienta bien.
Ella frunció el ceño. Desde que vivía con los bárbaros, su ropa estaba siempre arrugada, su pelo revuelto y su rostro marcado por oscuras ojeras. Detestaba aquel lugar, y era obvio que Allegra se había dado cuenta.
—¿Qué es lo que quieres?
—Ya lo sabes. Quiero desafiarte a la manera de los Shur-Ikaili. Pelearemos, a nuestro estilo, y la vencedora se lo llevará todo. La vencedora será la nueva Señora de la Torre de Kazlunn.
—No puedo aceptar tus condiciones. La Torre de Kazlunn no me pertenece a mí, sino a mi señor, Ashran. No importa lo segura que esté de mi victoria, no importa que acabe contigo esta noche; mi señor no vería con buenos ojos que arriesgase la torre en un duelo.
—Veo que el tiempo te va volviendo más prudente —sonrió Allegra—. O tal vez es Ashran quien te ha inculcado algo de sensatez. En cualquier caso, entiendo tus objeciones. De acuerdo; no lucharemos por la Torre de Kazlunn. Lucharemos por la libertad de los hombres Shur-Ikaili.
Se oyeron varios vítores. Todo eran voces femeninas.
—Nosotros ya somos libres, bruja —gruñó Hor-Dulkar, que acababa de llegar—. No te atrevas a insinuar lo contrario.
Las mujeres murmuraron por lo bajo. Gerde se dio cuenta, en aquel mismo momento, de que estaba en desventaja. Porque todos los hombres la apoyarían, sí, pero todas las mujeres estaban con Allegra. Por propia voluntad. Si el hechizo fallaba, perdería el apoyo de los hombres. Pero las mujeres seguirían a favor de Allegra.
No; debían solucionar aquello ellas dos solas.
—Acepto el desafío —dijo, con orgullo—. Tú y yo, Aile. Nadie más debe interponerse.
—Que así sea —asintió Allegra.
Se alejaron un poco más del campamento para no causar daños. La mayoría de los bárbaros las siguieron, intrigados, pero manteniéndose a una prudente distancia. Las dos hadas se colocaron frente a frente. Se miraron.
Gerde percibió que algo cambiaba en torno a Allegra, la brisa comenzaba a moverse, la energía fluía y la recorría por dentro, renovándola. Era su forma de prepararse para el combate. Gerde la imitó.
Permitió que la magia fluyera desde su interior y fuera acumulándose en torno a ella.
La magia que un unicornio le había entregado tanto tiempo atrás.
Apartó aquellos pensamientos de su mente. Frunció el ceño, y se concentró en lo que estaba haciendo.
Allegra sonreía. No lo consideró una buena señal. Molesta alzó las manos, dispuesta a borrar a la hechicera del mapa para siempre. Susurró las palabras de un hechizo, palabras que se deslizaron por su garganta y por su lengua, palabras pronunciadas en idhunaico arcano, el idioma de la magia. Aquellas palabras sonaban como un cántico misterioso y prohibido, y dieron forma a la magia que había en su interior, transformándolo en algo nuevo, diferente. Gerde abrió las palmas de las manos y vio la energía acumulándose en ellas. Sabía lo que tenía que hacer.
Fuego.
Levantó las manos por encima de la cabeza. Las tenía envueltas en llamas; oyó las exclamaciones de sorpresa de algunos de los bárbaros, pero no les prestó atención.
Los feéricos odiaban y temían el fuego casi tanto como los sheks. El fuego destruía los árboles, los bosques, la vida. Para las hadas, ni siquiera el asesinato era un crimen tan grave como quemar un árbol. No había piedad para los incendiarios que caían en manos de feéricos. Los plantaban en el corazón del bosque y los transformaban en árboles, y ya nada podía devolverles su forma original. Nunca más.
Los únicos feéricos que empleaban el fuego eran los magos. Pero incluso ellos lo utilizaban con muchas precauciones, y solo cuando lo consideraban estrictamente necesario.
No obstante Gerde, que había traicionado a los suyos, que se había aliado con Ashran, que había intentado matar a un unicornio, sentía que ya no tenía límites. Si había hecho todo eso, estaba más cerca de servir al Séptimo que a Wina, la diosa de todo lo verde, la madre de los feéricos. Si había hecho todo eso, también podía usar el fuego.
Con un grito salvaje, arrojó aquel fuego contra Allegra, con toda la violencia de que fue capaz. Por un momento vio el brillo de las llamas reflejado en los ojos negros de Allegra, su expresión de terror…
O tal vez lo imaginó. Porque las llamas se deshicieron en torno a la maga, sin causarle el menor daño.
—Qué previsible eres, niña —sonrió Allegra—. Y qué poco conoces a tu oponente.
—Pero… —balbuceó Gerde.
Se calló enseguida, sintiéndose ridícula.
—Protegí a un dragón, Gerde. Lo vi incendiar los árboles de mi casa. Tuve que perdonárselo. Tuve que asimilar la idea de que el fuego podía ser mi aliado. Pero ahora dime… ¿está la magia de tu parte… todavía?
Gerde captó el peligro unas centésimas de segundo antes de que Allegra alzara las manos. Se apresuró a levantar una protección mágica a su alrededor. El ataque de Allegra chocó contra la barrera y se deshizo.
Gerde contraatacó. Echó a correr hacia Allegra, ligera como una centella; sus pies descalzos apenas tocaban el suelo. Allegra alzó sus defensas mágicas en torno a ella… pero, de pronto, la imagen de Gerde se desdobló, una, y otra, y otra vez. Y Allegra vio a ocho Gerdes corriendo hacia ella, rodeándola, ocho pares de ojos negros reluciendo de ira, ocho melenas color aceituna agitándose en el aire, dieciséis manos cargadas de energía mágica dispuesta a buscar el cuerpo de su enemiga.
Allegra cerró el escudo en torno a ella, pero Gerde, la de verdad, la golpeó por detrás. Allegra sintió que se quedaba sin respiración. Su magia la había protegido de una muerte segura, pero el golpe había sido muy fuerte. Se le doblaron las rodillas y cayó al suelo. Las ocho Gerdes se rieron, con ocho risas burlonas y cantarinas. Allegra trató de levantarse. Alzó entonces la cabeza y vio una espiral de negros nubarrones que se estaba formando justo sobre ella. Gritó, rodó a un lado, evitó que el rayo le cayera encima. Alzó las manos y desplegó su protección antes de que cayera la segunda centella.
El rayo rebotó en el escudo de Allegra, y su magia lo desperdigó en todas direcciones, como si de un abanico se tratase. Allegra oyó chillar a las ocho Gerdes. Las vio tratar de protegerse del rayo reflejado por su magia. Vio desaparecer a siete de ellas. Vio caer de rodillas a la octava, jadeando, ilesa pero agotada.
Allegra también estaba muy cansada. Las dos cruzaron una mirada, de rodillas sobre la hierba, respirando con dificultad.
—Ríndete, Gerde. Regresa a la Torre de Kazlunn ahora que aún puedes.
El hada apretó los dientes.
—Jamás.
Se levantó con la agilidad de un corzo y atacó de nuevo. Y Allegra respondió…
Cuando el primer rayo de sol del primero de los soles ya asomaba por el horizonte, aún seguían peleando. Estaban agotadas, y no parecía que ninguna de las dos fuera claramente superior a la otra. Allegra era más vieja, y los años pasados en la Tierra habían hecho disminuir su poder; pero Gerde debía mantener activo el encantamiento que hacía que los hombres Shur-Ikaili, en especial el Señor de los Nueve Clanes, la contemplaran embelesados, como si en su vida hubieran visto una criatura tan bella.
Fue entonces cuando la magia de Allegra empezó a fallar.
Se dio cuenta de ello cuando uno de sus conjuros actuó con menos fuerza de la que ella había esperado. Titubeó apenas un segundo. Sabía que aquello sucedería tarde o temprano; la magia de los hechiceros no era inagotable, consumía muchas energías y ellas llevaban ya mucho rato utilizando al máximo su poder. Pero Gerde no daba señales de agotamiento, todavía no, y Allegra supo que tendría que resistir un poco más. Deseó que Gerde no se hubiera dado cuenta de lo que le estaba sucediendo.
A partir de aquel momento se mostró más cauta. Se limitó a defenderse y a esquivar los ataques, reservando fuerzas para cuando se le presentara una buena oportunidad de utilizarlas.
Gerde lo notó.
—¡Estás acabada, Aile! —exclamó, triunfante—. ¡Reconoce tu derrota!
Alzó las manos, y dos espirales de energía verde brotaron de sus palmas. Allegra se lanzó a un lado, tratando de esquivarlas. La magia de Gerde golpeó el suelo e hizo germinar de él dos matas de plantas espinosas, que se movieron buscando los tobillos de Allegra. El hada se apresuró a apartarse; conocía bien aquellos brotes, y sabía que eran venenosos. Por el rabillo del ojo vio que Gerde volvía a la carga. Parecía dispuesta a sembrar toda la pradera de arbustos venenosos.
—¡Se pueden sacar cosas mejores de la tierra, Gerde! —le espetó, irritada.
Se volvió hacia ella para lanzar el conjuro que llevaba un rato preparando, un conjuro que transformaría a Gerde en una estatua de piedra. Pronunció las palabras… pero nada sucedió. Allegra se miró las manos, desconcertada.
—¡Te has quedado seca, vieja! —gritó Gerde—. ¡Ahora sí que ya no tienes escapatoria!
Allegra respiró hondo, sin dejarse llevar por el pánico. Se concentró. Sintió que su enemiga se preparaba para lanzar un ataque final. Esperó, con calma.
Gerde llevó a cabo su último hechizo. En esta ocasión, y como burla final, volvió a emplear el fuego, en un conjuro muy similar al que había utilizado en los primeros momentos del duelo. Lanzó todo su poder contra Allegra, que seguía sin moverse, sin reaccionar, con los ojos cerrados.
Los bárbaros dejaron escapar gritos de asombro cuando la magia de Gerde cruzó el espacio que las separaba, como una centella de fuego, en dirección a Allegra…
… y entonces ella abrió los ojos y alzó las manos, y su rostro presentaba una terrible expresión de ira que dejó sin aliento a cuantos la contemplaron. Allegra gritó y puso en juego su propio poder.
El poder de Aile Alhenai, que había sido la Señora de la Torre de Derbhad, emergió de su interior con la violencia de un meteoro; detuvo el ataque de su rival a menos de un metro de su cuerpo, y lo lanzó hacia atrás con tanta fuerza que empujó también a Gerde y la arrojó de espaldas contra los árboles cercanos, que estallaron en llamas.
Después, silencio.
Allegra se dejó caer al suelo, exhausta. Gerde se incorporó un poco y chilló al ver los árboles ardiendo. Trató de apagar las llamas, pero la magia no le respondió. También ella estaba agotada. Se apartó del fuego, temblando. Se volvió hacia Allegra y hacia los bárbaros que contemplaban la escena, y se dio cuenta de que los hombres sacudían la cabeza como si despertasen de un largo sueño. Comprendió, con horror, que el hechizo que mantenía sobre ellos se había roto.
Allegra se puso en pie trabajosamente.
—Creo que has perdido, Gerde —dijo con calma.
Ella no dijo nada.
Porque uno de los hombres se acercaba por detrás a Allegra, enarbolando una maza, dispuesto a acabar con su vida porque no podía soportar que Gerde hubiera sido derrotada.
El hada nunca llegó a saber si Hor-Dulkar, el Señor de los Clanes, actuaba todavía bajo los efectos del hechizo o lo hacía por voluntad propia. Porque, antes de que llegara a tocar un solo pelo de la cabeza de Allegra, alguien lo golpeó por detrás con un contundente garrote.
El señor de la guerra se volvió, aturdido, pero su atacante no le dejó un respiro y volvió a golpear.
Hor-Dulkar puso los ojos en blanco y cayó al suelo, a los pies de Uk-Rhiz.
Hubo un breve silencio.
—Todos lo habéis visto —dijo entonces Rhiz, con frialdad—. Hor-Dulkar ha intervenido en un desafío. No es una conducta propia de un Señor de los Nueve Clanes.
Hubo murmullos entre la multitud. Los hombres todavía no terminaban de entender qué había sucedido, las mujeres apoyaban a Rhiz sin reservas.
Allegra respiró hondo y se volvió hacia Gerde. No le sorprendió comprobar que ella se había ido.
—Corre a tu torre, niña —murmuró el hada—. Corre a contarle a Ashran que los Shur-Ikaili son libres. Cuéntale a Ashran que la Resistencia sigue peleando, aunque su hijo nos haya matado nuestra última esperanza. Seguiremos luchando mientras el corazón nos siga latiendo, mientras quede un unicornio vivo en el mundo.
Los bárbaros discutían. Las mujeres hablaban todas a la vez, los hombres pedían explicaciones sin escuchar lo que las mujeres les estaban contando.
Allegra no les prestó atención. Avanzó hasta los árboles usó su magia para apagar las llamas, y después se dejó caer de rodillas sobre el suelo y lloró amargamente, y pidió perdón a Wina y a aquellos árboles por haberles hecho tanto daño.
Fue muy duro para Victoria atravesar el bosque de Alis Lithban.
Allí había nacido Lunnaris, el unicornio que habitaba en su interior, quince años atrás.
El día en que todos los unicornios, menos uno, fueron barridos de la faz de Idhún.
El bosque había cambiado mucho desde entonces, delicados árboles, cuyas ramas parecían filigranas tejidas por las hadas, se habían secado tiempo atrás. La hierba se había vuelto gris, y las flores se habían marchitado y formaban sobre el suelo un manto ceniciento. Incluso el aire parecía mustio.
Victoria no recordaba el aspecto que había presentado Alis Lithban quince años atrás. Pero aun así, se sintió presa de una pesada melancolía. Todo a su alrededor le recordaba que ya no había unicornios, que ya no los habría nunca más, que ella era la última y que su vida ya no tenía ningún sentido.
Sin embargo, eso le daba fuerzas para continuar adelante. La Torre de Drackwen estaba cada vez más cerca. Y Christian también.
Pronto, todo acabaría por fin.
Victoria miró a Yaren, que la contemplaba, abstraído; volvió a la realidad cuando se dio cuenta de que ella lo estaba observando.
—Disculpa —dijo el semimago—, estaba convencido de que, cuando regresaras a Alis Lithban, la hierba reverdecería bajo tus pies, las flores volverían a crecer… —Sacudió la cabeza—. Pero claro, era una idea estúpida. Imagino que los unicornios no sois exactamente como cuentan en las leyendas.
Victoria se quedó un momento mirándolo, pero no dijo nada. Después se dejó caer de rodillas sobre el suelo, junto a una enorme flor cuyos pétalos se habían enroscado sobre sí mismos al secarse. Con todo, se adivinaba la exquisita belleza que había poseído. La joven la tomó entre sus manos, con delicadeza, y empezó a transferirle energía.
La flor se reanimó al instante. Se enderezó, y sus pétalos comenzaron a avivarse con un suave color violeta.
Pero entonces, de pronto, el proceso se invirtió; la flor tembló y se marchitó aún más deprisa que antes. Y cuando Victoria quiso darse cuenta, entre sus dedos sólo quedaban unas tristes hebras resecas.
Yaren, que la había estado contemplando, tragó saliva. No entendía muy bien qué estaba pasando, pero no quiso preguntar.
Victoria tampoco hizo ningún comentario. Se levantó, con expresión impenetrable, y prosiguió su camino hacia el corazón del bosque.
—Me voy, padre —anunció Christian.
Ashran se volvió hacia él. Había estado escuchando los informes de un grupo de szish que acababa de regresar de Awinor, pero los despidió con un gesto para prestar atención a su hijo.
—El unicornio está cerca —hizo notar—. Ha venido a buscarte. —Ha venido a matarme.
—¿Por eso te vas? ¿Temes enfrentarte a ella?
—No quiero enfrentarme a ella, es todo.
—Y yo no quiero que desaparezcas de nuevo, Kirtash. La rebelión del norte se está volviendo un asunto demasiado molesto.
—Allí es precisamente adónde voy —respondió Christian suavemente—. A la Torre de Kazlunn.
Ashran lo miró con el interés brillando en sus ojos plateados.
—¿Con Gerde?
Christian asintió. El Nigromante se levantó del sillón que ocupaba y avanzó hacia él.
—¿Qué te propones, Kirtash?
—Ocupar el lugar que me corresponde en tu ejército, mi señor —respondió el muchacho con voz neutra.
Ashran lo miró un instante, en silencio.
—Gerde me ha vuelto a fallar —dijo por fin—. Lo sabías, ¿no?
—Sí, lo sé.
—Los bárbaros ya no me interesan —prosiguió Ashran—. Hay otra forma de ganar esta guerra definitivamente, una forma más rápida y segura. Pero tal vez no sea mala idea que controles qué hace Gerde en la Torre de Kazlunn. Averigua qué pasó exactamente con Aile, Kirtash. Vigílala de cerca.
Christian asintió. Dio media vuelta para marcharse; pero cuando estaba ya en la puerta, su padre llamó de nuevo su atención.
—La muchacha llegará a la torre mañana, después del segundo atardecer —dijo solamente.
Christian calló un momento, pensativo. Después alzó la cabeza y clavó su fría mirada en Ashran.
—La estaré esperando en la Torre de Kazlunn.
—Se lo diré —sonrió el Nigromante.
Le dio la espalda, dando a entender que la conversación había terminado, pero Christian no se movió.
—No quiero que nadie le haga daño —insistió.
—Lo sé —dijo Ashran con suavidad—. Tienes mi palabra de que llegará a ti sana y salva.
El joven asintió de nuevo y, esta vez sí, abandonó la sala.
—Aquí habitaron los unicornios —dijo Yaren aquella noche—. Docenas, tal vez cientos. Y murieron todos… de golpe. ¿Por qué no queda nada de ellos? ¿Y por qué se han desvanecido sin dejar ni rastro?
Victoria tardó un poco en responder. Cuando lo hizo, su voz sonó fría y sin emoción.
—La esencia del unicornio está hecha de luz pura. Cuando un unicornio muere, no tarda en transformarse en un rayo de luz, en parte de la luz que ilumina el mundo. No queda nada de él. Nada que pueda ser robado o profanado por los mortales. Ni siquiera el cuerno… si es lo que estabas pensando.
Yaren enrojeció y desvió la mirada, incómodo. Vaciló un momento y alzó entonces la cabeza para mirarla de nuevo, desafiante.
—Te lo he pedido muchas veces desde que te conozco —dijo—. Te he rogado, me he puesto a tus pies, te he suplicado de mil maneras diferentes que hagas un mago de mí. Comprendo que te negaras al principio, al fin y al cabo era un desconocido para ti… Pero por todos los dioses, hemos viajado mucho tiempo juntos, te he seguido sin vacilar, te he ayudado, te he traído hasta aquí… ya me conoces, y por otro lado… ¿no merezco una recompensa?
Victoria no respondió.
—Ahora estamos en pleno Alis Lithban, lo que fue la tierra de los unicornios —prosiguió Yaren—. Ya has comprobado que no queda ninguno, sólo tú puedes consagrar a más magos. Tu misión en la vida es entregar la magia a los mortales. Maldita sea, ¿por qué no puedes entregármela a mí?
Victoria se volvió hacia él. Sus ojos eran dos pozos repletos de la más profunda oscuridad. Yaren retrocedió, sin saber por qué, con el corazón latiéndole con fuerza.
—No sabes lo que me estás pidiendo —dijo ella con suavidad.
Yaren apretó los puños, con rabia, pero no respondió.
Al día siguiente comprobaron que el paisaje comenzaba cambiar.
La hierba verdeaba un poco, los árboles no parecían tan resecos y algunas ramas mostraban brotes tiernos. Era como si una tímida primavera estuviera llegando a Alis Lithban, una primavera joven e inexperta, que no tuviera la certeza de estar haciendo lo correcto.
Pero la vida reaparecía con más fuerza según iban avanzando.
—Es un milagro —dijo Yaren, maravillado—. La diosa Wina está resucitando Alis Lithban.
—No es obra de los dioses —respondió Victoria—. Nos acercamos a la Torre de Drackwen.
Yaren dejó escapar una carcajada escéptica.
—No puede ser la torre, Lunnaris —replicó—. Ese lugar está repleto del poder maligno de Ashran. Nada bueno puede salir de allí.
Victoria no lo contradijo. Pero sentía su propia esencia cada brote verde, en cada brizna de hierba que asomaba tímidamente entre las hojas secas. Una esencia que antaño había sido pura, clara y brillante como una estrella. Su propio poder había revitalizado la Torre de Drackwen tiempo atrás, y aunque le había sido arrebatado por la fuerza, seguía siendo suyo.
Para ella estaba claro: al canalizar la magia del mundo a la torre, la energía que ésta había acumulado se había desparramado, resucitando el bosque. Los alrededores de la torre habían reverdecido…, gracias a ella, gracias a lo que Ashran le había hecho entonces.
Cerró los ojos un momento. En aquellos tiempos era luz, magia pura, lo que ella transmitía al mundo. Ahora, sólo podía entregarle una oscuridad tan negra como el velo de dolor que cubría su corazón.
Cuando el segundo de los soles comenzaba a declinar. El bosque se abrió para mostrarles la imponente figura de la Torre de Drackwen.
Los magos que la habían erigido, muchos siglos atrás, habían pretendido darle el aspecto de un enorme árbol cuyas ramas se alzaran hacia el firmamento. Así, los cimientos de la torre, a modo de raíces, se hundían profundamente en la tierra y bebían de la magia que nutría Alis Lithban.
Sin embargo, tal vez por el paso del tiempo, o quizá por lo que aquel lugar simbolizaba ahora, lo cierto era que la torre evocaba, más que un árbol, una oscura garra cuyos dedos se crisparan en un intento por atrapar las lunas.
Victoria se detuvo para contemplarla un instante. Le traía malos recuerdos, muy malos recuerdos, pero ni por un momento se planteó la posibilidad de volver atrás.
En torno a la torre había una muralla, y la puerta principal estaba guardada por cuatro szish. Victoria avanzó hacia ellos sin temor. Yaren la siguió, receloso.
—He venido a ver a Kirtash —dijo ella solamente.
Los hombres-serpiente se inclinaron ante ella. La puerta se abrió con lentitud, mostrándoles un camino que serpenteaba a través de un jardín descuidado y salvaje. Los szish se apartaron para dejarla pasar, y uno de ellos se ofreció a guiarla al interior de la torre.
Pero cuando Yaren se dispuso a seguirla, las lanzas de los szish le cerraron el paso.
—Tú no puedesss entrar, humano —siseó uno de ellos.
—Lunnaris… —empezó él, pero ella le puso un dedo sobre los labios, con suavidad.
—Espera aquí —dijo—. Volveré.
Yaren se removió, inquieto. Pareció recordar de pronto que ella había acudido allí a pelear.
—No, no, espera —protestó—. ¿Y si no vuelves?
Ella le dedicó una amarga sonrisa. Yaren tragó saliva.
—No se le hará ningún daño —dijo Victoria a los szish.
—Como dessseess, mi ssseñora —respondieron.
Victoria le dio la espalda al semimago y cruzó el umbral sin vacilar.
Yaren se quedó mirando, impotente, cómo la puerta se cerraba tras ella.
Victoria atravesó el jardín, indiferente a su indómita belleza. También sentía allí su propio poder. La magia que había resucitado la torre procedía del corazón del mundo, pero había pasado a través de ella.
Y las plantas lo sabían, y la reconocieron al instante.
Victoria se detuvo un momento para contemplar unas enormes flores acampanadas cuyos cálices, de color rojo jaspeado de naranja, se inclinaban delicadamente hacia ella. La joven alzó una mano, y las flores se movieron un poco, tratando de alcanzarla. Una de ellas rozó los dedos de Victoria…
… y retrocedió inmediatamente. Las otras flores también se alejaron de ella. Casi parecían temblar de miedo.
Victoria no dijo nada. Su rostro no dejó traslucir la menor emoción.
Los szish la guiaron al interior de la torre. Victoria subió, peldaño a peldaño, la gran escalera de caracol que la llevaría a los aposentos de Ashran, el Nigromante.
Apenas fue consciente del trayecto a través de la torre. No se fijó en las salas que atravesaban, antaño rebosantes de actividad, ahora abandonadas en su mayoría. Sólo tenía en mente su venganza, a pesar de que, mucho antes de poner un pie en el recinto, ya sabía que no encontraría allí a Christian.
Ashran no la recibió en el salón donde solía conceder audiencias, sino en las almenas, desde donde contemplaba el tercer atardecer. Se volvió para mirarla. Ella sostuvo su mirada, indiferente.
La última vez que se habían encontrado también había sido en aquella torre. Entonces el Nigromante la había torturado cruelmente, le había arrebatado su magia por la fuerza, la había obligado a resucitar la Torre de Drackwen. Victoria había sufrido mucho, había sido maltratada, avasallada por aquel hombre, había estado a punto de morir.
Pero ahora lo contemplaba impasible, como si nada de aquello hubiera tenido la menor importancia.
Ashran sonrió fríamente y saludó a Victoria con una cortés inclinación de cabeza.
—Lunnaris —dijo—. Así te llaman, ¿no es cierto?
—He venido a buscar a Christian —dijo ella.
—Se ha ido. Dijo que te esperaría en la Torre de Kazlunn.
—Bien —asintió Victoria.
Iba a dar media vuelta para marcharse, pero él la retuvo.
—Contaba con que me permitirías ofrecerte mi hospitalidad, aunque sólo sea por esta noche —dijo—. Ya se está poniendo el último de los soles. Mañana podrás reemprender tu viaje.
Victoria se volvió hacia él y lo miró, pero no dijo nada.
—Sé que nuestro primer encuentro no fue muy agradable para ti —prosiguió Ashran—. Pero no vale la pena pensar en el pasado.
»Quiero hablar de tu futuro, Victoria. Puedo llamarte Victoria, ¿verdad?
Ella no respondió.
—Eres el último unicornio que queda en el mundo —continuó él, sin aguardar respuesta—. Has perdido a tu dragón. La misión para la que fuiste creada ya no puede llevarse a cabo. Pero mi hijo te ama.
Victoria seguía sin hablar. Ashran sonrió.
—Sé lo que pretendes. Sé que deseas morir, deseas abandonar este mundo, seguir a tu dragón porque sientes que no vale la pena vivir sin él. Pero lo has intentado y no puedes. Porque hay algo que todavía te ata a la vida… y ese algo es Kirtash.
»Todavía lo amas, ¿verdad? Y te odias a ti misma por ello, por amar a aquel que le arrebató la vida a tu dragón, aquel que te dejó herida de muerte. Y querrías morir, pero no puedes, no mientras él siga vivo para que tú puedas amarlo. Por eso quieres enfrentarte a él, quieres morir a sus manos o matarlo tú misma para que ya no haya nada que te ate a este mundo, y puedas morir en paz.
»Kirtash cree que no te conozco. Pero te conozco, oh, sí, y te comprendo, mucho mejor de lo que ambos creéis. Pobre criatura desamparada… Ya no perteneces a este mundo, Victoria. Eres la última de tu raza, y tu dragón te ha dejado sola. ¿Qué será de ti?
Victoria le dio la espalda, sin una palabra, y se dispuso a entrar de nuevo en la torre. Pero algo invisible la detuvo y le impidió avanzar. Se volvió de nuevo hacia Ashran.
—No he terminado de hablar —dijo él con suavidad—. Te ofrezco otra alternativa, Victoria. Un futuro. Si estás dispuesta a escucharme.
Se asomó a las almenas y alzó las manos ante él. Algo se estremeció en el aire, entre sus dedos, y Victoria vio cómo se formaba una burbuja que parecía una gran gota de agua. Cuando Ashran bajó las manos, la burbuja quedó flotando en el aire, temblando como una perla de rocío, frente a él.
—Mira a través de ella —la invitó.
Victoria se acercó y miró.
Descubrió que la burbuja mágica actuaba en realidad como una especie de catalejo que enfocaba a un sector del bosque.
Y apreció, entre las últimas luces del atardecer y las prime ras brumas de la noche, a un grupo de hadas que recorrían el bosque, rozando los árboles con las puntas de los dedos, cantando a las flores y acariciando las hojas de las plantas, curando con su magia feerica las heridas de Alis Lithban. Por allí cerca, entre los troncos de los árboles, se deslizaba el cuerpo ondulante de un shek.
—Se han propuesto resucitar el bosque —dijo Ashran con suavidad—. Son pocas las hadas que han decidido dejar de luchar en una guerra que ya han perdido, para unirse a nosotros, y lo han hecho sólo porque les ofrecimos la posibilidad de cuidar lo que queda de Alis Lithban. No trabajan para mí, trabajan para el bosque. En realidad, la idea fue de Zeshak. —Se encogió de hombros—. Cuando le pregunté por qué tenía tanto interés en curar al bosque, me dijo, simplemente, «porque una vez fue bello».
»Así son los sheks, Victoria. Los humanos los ven como a monstruos, pero ellos aprecian la belleza más que ninguna otra criatura en Idhún. Quedan cautivados por ella… donde quiera que ésta se encuentre. Aunque sea en el fondo de la mirada de un unicornio.
Clavó en ella sus ojos plateados. Victoria no hizo el menor gesto.
Pero algo se agitó en su corazón.
—No podrán hacerlo solos —añadió Ashran, señalando el bosque—. Pero tal vez sí lo consigan si tú los ayudas.
Victoria no contestó, pero desvió la mirada hacia la lente mágica que le mostraba aquella escena tan sorprendente.
—Los dioses decidieron para ti un destino lleno de dolor, odio y muerte. Te crearon para matar, para destruir. «Matarás a Ashran el Nigromante», ésas fueron las palabras que susurraron en tu oído cuando te salvaron de la conjunción de los seis astros.
»Yo te ofrezco otro futuro muy distinto, Victoria. Un futuro lleno de paz, de vida… de amor, si quieres. Ya no vais a ganar esta guerra. Y tampoco puedo devolverte lo que has perdido. Pero, si te unes a nosotros, podrás dedicar tu vida a algo hermoso, a devolver a Alis Lithban la belleza y la vida que poseyó antaño.
»Y te ofrezco amor también. Te ofrezco a Kirtash, mi hijo, que dio su vida por ti y volvería a hacerlo, una y otra vez, mientras tú existas. No puede amar a ninguna otra mujer en el mundo, porque no es un shek, pero tampoco es humano. Es como tú, un híbrido. Y ahora que el dragón ya no existe, él es la única persona a la que puedes amar.
»Únete a nosotros, y heredarás mi imperio, lo gobernarás junto a Kirtash.
Victoria lo miró un momento.
—No sabes lo que dices —murmuró.
—Sé exactamente lo que digo —sonrió Ashran—. Hace tiempo quise matarte, porque los Seis te hicieron parte de la profecía que iba a destruirme. Pero esa profecía ya no existe. Ya no eres una amenaza. Eres una criatura única, y sería una lástima que desaparecieras del mundo.
»Y estoy seguro de que Kirtash lo lamentaría más que nadie.
—Ya lo está lamentando —respondió ella en voz baja—. Fue él quien, al matar a Jack, acabó también con mi vida.
—Y él es el único que puede devolvértela.
Victoria negó con la cabeza.
—Es demasiado tarde.
—Nunca es demasiado tarde. ¿Qué vas a hacer con esa espada, Victoria? ¿Clavársela a mi hijo en el corazón? ¿Hundirla en el pecho del hombre al que amas? Ni siquiera tú serías capaz de hacer eso por venganza.
—Sin embargo, voy a hacerlo.
—Pero no por venganza. Lo harás porque en el momento en que mates a Kirtash te estarás matando a ti misma. Y lo sabes perfectamente. Lo que quieres hacer no es un asesinato, Victoria. Es un suicidio.
Victoria desvió la vista, pero Ashran la tomó de la barbilla y le hizo alzar la cabeza para mirarla a los ojos.
—Ya veo. La luz de tus ojos se ha apagado —murmuró—. Ahora sólo irradian tinieblas. Sin embargo, solo aquel que ha apagado tus ojos puede iluminarlos de nuevo. Kirtash es la luz que estás buscando. Si la extingues, todo habrá acabado, no sólo para vosotros dos, sino también para Idhún.
Victoria reaccionó por fin. Se separó de él con un movimiento brusco.
—No es posible que puedas ver eso en mis ojos —dijo, temblando.
Los humanos no podían ver la luz del unicornio. Ni siquiera los hechiceros poderosos como Ashran. Era un privilegio que sólo poseían los dragones, los sheks y los feéricos.
Clavó su mirada en los iris argénteos de Ashran, buscando en ellos la respuesta a su extraño poder.
Y descubrió entonces cuál era el secreto de sus ojos.
Aquellos iris plateados no eran naturales. Eran una especie de lentes metálicas que ocultaban su auténtica mirada, una barrera entre el alma de Ashran y el resto del mundo, tal vez una coraza, o tal vez un disfraz. Más allá de aquellos iris argentados, más allá de los sorprendentes ojos de Ashran, Victoria percibió el poder de aquel hombre, y hasta la más ínfima fibra de su ser se estremeció de terror. Se apartó de él con brusquedad.
—Tú… ¿quién eres tú? —susurró.
Ashran sonrió. Retrocedió un paso. Sus ojos brillaron un momento, y después el espejismo cesó, y Victoria los vio de nuevo como siempre, unos extraños ojos de plata.
—Ve a ver a mi hijo —dijo él—. Míralo a los ojos, como me has mirado a mí, y busca en ellos la luz que has perdido.
Victoria no dijo nada más. Dio media vuelta y se internó ti< nuevo en la torre, y en esta ocasión Ashran la dejó marchar.
La joven no se quedó a dormir en la Torre de Drackwen. Se reunió con el semimago, que la esperaba en la entrada, y ambos se perdieron de nuevo en las sombras del bosque de Alis Lithban.
Ashran los vio marchar desde las almenas.
Permaneció allí un buen rato más. Cuando las tres lunas ya brillaban en el firmamento, una forma sinuosa y ondulante recortó contra ellas en su vuelo de regreso a la torre.
Ashran aguardó a que Zeshak se posara junto a él.
«El unicornio ha estado aquí», dijo el shek.
—Sí, y se ha marchado. Se reunirá con Kirtash en la Torre de Kazlunn.
«Van a enfrentarse por fin».
—Sí. Kirtash ya no va a eludirla más. Ha llegado la hora de saber si Victoria es capaz de llevar a cabo su venganza… o su inmolación, según se mire.
«Confieso que no le deseo ningún mal a esa muchacha, no es una amenaza para nosotros y, aunque esté tan contaminada de humanidad, es lo único que queda de la raza de los unicornios».
—Lo sé, Zeshak. Aún abrigo la esperanza de que se una a Kirtash. Si lo hace, no sólo habremos salvado lo que queda de la magia, sino que también habremos vencido definitivamente esta guerra. Los Seis ya no tendrán ningún poder en Idhún. Y la rebelión se rendirá en cuanto vean entre nosotros a su adorada doncella unicornio.
El shek entornó los ojos.
«¿Qué ocurrirá si ella lo mata?».
—Que morirá con él —Ashran alzó hacia Zeshak sus pupilas plateadas—. Y si es él quien finalmente acaba con ella, tampoco la sobrevivirá. Y así ha de ser. Kirtash sólo nos será útil si tiene a *u lado a Victoria. Sin ella…, puede convertirse en un problema y en una amenaza.
«Es inestable, imprevisible. Demasiado independiente».
—Sí. Pero lo daría todo por esa muchacha, como ya ha demostrado en más de una ocasión. Si la ganamos a ella, los ganamos a los dos. Si la perdemos… los perderemos a los dos.
Zeshak siseó con suavidad, mostrando su asentimiento.
Tres días después, Christian llegó a la Torre de Kazlunn.
La torre se protegía sola, y no necesitaba mucha vigilancia. Gerde había dejado allí un destacamento de soldados szish y un reducido grupo de hechiceros, suficientes para mantenerla, mientras estuvo con los Shur-Ikaili.
Ahora que estaba de vuelta, Ashran le había anunciado que su hijo se dirigía hacia allá, y el hada lo aguardaba con impaciencia. Después de la experiencia con los bárbaros y la derrota a manos de Allegra, la perspectiva de ver de nuevo a Kirtash la ponía de buen humor.
No se habían visto desde aquella noche en el bosque de Awa, aquella noche en que él le había dado un beso a cambio de su espada. Habían pasado muchas cosas desde entonces.
Kirtash había matado a Jack, aquel irritante muchacho contra el que Gerde se había enfrentado en alguna ocasión. Y eso había vuelto loca de dolor a Victoria.
Kirtash se había quedado solo. Su dama lo buscaba para matarlo. Ella, que tanto decía amarlo, lo había traicionado.
Mientras se preparaba en sus aposentos para la llegada de Kirtash, peinando su largo y suave cabello aceitunado, Gerde se preguntó cuáles serían las intenciones del hijo de señor.
Tiempo atrás, ambos habían pasado una noche juntos. Gerde había conocido a otros hombres, antes y después, pero no había podido olvidar aquella noche. En la Torre de Drackwen mientras Victoria agonizaba, prisionera de Ashran, Kirtash había buscado su calor.
Después había huido de la torre, llevándose a la chica consigo, traicionando a los suyos definitivamente. Pero por una gloriosa noche, Kirtash había sido suyo.
Había sido muy claro al respecto. Para él no era importante, sólo placer, le advirtió con antelación. Y sólo por aquella noche. No habría ninguna más.
Gerde había entendido enseguida lo que quería decir. Kirtash podía tener deseos humanos, y de vez en cuando los satisfacía. Pero no podría llegar a amarla jamás, porque su parte shek le impedía sentir amor por nadie que no fuera como él.
Aun así, ella había aceptado sus condiciones. La decisión había sido suya. Kirtash no la había presionado en ningún momento, lo había dejado a su elección, le había dejado bien claro lo que podía esperar de él.
Cerró los ojos y se estremeció profundamente al evocar, de nuevo, lo que ambos habían compartido aquella noche. Incluso a pesar de saber que él no sentía nada por ella y, por tanto, no repetiría la experiencia para que Gerde no se acostumbrara a su presencia, el hada comprendió que ella no se conformaría con eso.
Sabía lo que era Kirtash, sabía que era un shek y que jamás podría verla como a una igual. Se preguntó una vez más, de dónde procedía su obsesión por él. Al principio le había impresionado por ser el heredero de Ashran, un joven interesante y atractivo. Después se había sentido cada vez más y más fascinada… se había enfurecido al descubrir su relación con Victoria, que daba al traste con su deseo de ocupar el puesto de reina de Idhún Junto a Kirtash…, ¿o era algo más? Cuanto más crecía su atracción hacia Kirtash, más celosa se sentía y odiaba a Victoria.
Y aquella noche, cuando él la había mirado a los ojos y le había dicho, con total frialdad, que compartiría su lecho, si ella lo deseaba, pero que no la amaría nunca, Gerde había aceptado. No necesitaba su amor, pensó entonces, sólo lo quería a él, y de todas formas, si era incapaz de amar, le daría igual elegirla a ella por compañera que a cualquier otra.
Pero en el fondo de su corazón, una parte de ella se estremeció de pena.
Había tratado de reprimir aquel sentimiento. Sin embargo, tiempo después, en el bosque de Awa, él se había rendido a su hechizo. Gerde lo sabía, sabía que lo había tenido en sus manos, que podría haber habido una segunda vez, una tercera vez, que podría haber sido suyo. Si Victoria no los hubiera interrumpido…
Los dedos de Gerde se crisparon sobre el peine. Le gustaba el Kirtash frío y despiadado. Kirtash, el shek. Lo admiraba, por ser tan poderoso, tan indomable, por estar por encima de casi todas las cosas. Pero sólo el ser a quien Victoria llamaba «Christian», con sus debilidades humanas, se había rendido a ella.
Movió la cabeza, pensativa. Llevaba semanas pensando en ello. Estaba al tanto de que Kirtash había recuperado a Haiass, que había despertado su parte shek en Nanhai, y que ésta se había reforzado al matar al dragón.
Pero también tenía noticias de que Kirtash ya no estaba con Victoria, que ella no lo había perdonado.
Ignoraba qué clase de criatura se presentaría aquella noche en su torre. Ignoraba si todavía podría rendirse a ella. Si, ahora que Victoria se había convertido en su enemiga, Gerde podría llegar a ocupar su puesto.
El hada sintió un escalofrío. Sabía quién era Victoria. Jamás habría soñado poder compararse con un unicornio. Aún recordaba al unicornio que le había entregado la magia, mucho tiempo atrás. Ni siquiera ella habría sido capaz de acabar con la vida de uno de ellos.
Pero Victoria era tan humana… tan insoportablemente humana… que Gerde no podía comprender por qué Kirtash podía amarla a ella, y no a un hada.
Decidió que, pasara lo que pasase, y a pesar de las órdenes de Ashran con respecto a Victoria, la mataría en cuanto tuviera ocasión.
Terminó de arreglarse y se asomó a la ventana.
Vio la elegante figura de un shek volando hacia la torre desde el sur, y supo que él ya había llegado.
Cuando Christian entró en la torre, Gerde ya lo aguardaba al pie de la escalera.
El hada estaba bellísima. Sus ojos negros relucían bajo largas y sedosas pestañas. Su cabello verde, tan suave y ligero como el diente de león, se desparramaba sobre sus hombros, que había dejado al descubierto. Sus ropas, vaporosas, como todas las prendas que ella solía llevar, se adaptaban a su esbelta figura, cuyas formas se adivinaban bajo la tela.
No llevaba joyas; no le gustaban. Como la mayoría de las de su raza, Gerde opinaba que las joyas eran un invento humano, un inútil esfuerzo de las mujeres humanas por tratar de igualar sin éxito, la belleza de las hadas.
Gerde alzó la cabeza. Ninguna alhaja podía rivalizar con la pureza de su rostro.
—Bienvenido a la Torre de Kazlunn, mi señor —dijo con voz aterciopelada—. Es un honor.
—El honor es mío, Señora de la Torre de Kazlunn —respondió él con una fría sonrisa.
Gerde le correspondió y avanzó, grácil como una gata. Christian no se movió. Percibió, como tantas otras veces, la magia seductora que envolvía al hada.
Ella se detuvo ante él, todavía sonriente. Lo miró a los ojos. Christian le devolvió la mirada, pero no dijo nada. Gerde se puso de puntillas y lo besó.
Fue un beso salvaje y embriagador, un beso feérico, tan profundo como el corazón de un bosque. Christian sonrió para sí, pero no la rechazó.
Cuando Gerde se separó de él y volvió a mirarlo a los ojos con una dulce sonrisa, el shek también sonreía. Pero la suya era una fría media sonrisa, y en sus ojos azules brillaba el aliento de la muerte.
Un terror irracional invadió a Gerde.
«No…», quiso decir, pero estaba paralizada. Trató de dar media vuelta y salir huyendo… pero la gélida mirada del shek se había clavado en su mente y no podía escapar de ella.
Cerró los ojos, sumiéndose en una mortífera oscuridad de hielo y escarcha.
Cuando cavó, Christian la sostuvo entre sus brazos, indiferente. La contempló durante unos instantes.
—Eras hermosa —le dijo a su cuerpo sin vida—. Pero no podía permitir que le hicieras daño a Victoria. Nunca fui tuyo, y no lo habría sido jamás. Es algo que nunca comprendiste.
Se inclinó sobre ella y rozó su frente con la yema de los dedos. Entornó los ojos un momento…
… y el cuerpo del hada desapareció de allí, como si jamás hubiera existido.
Christian se levantó con calma, y se dedicó a explorar la torre. Cuando los magos preguntaron por Gerde, él dijo, simplemente, que se había ido. Redistribuyó a los guardias a su manera y eligió un aposento austero, pero estratégicamente situado, para sí mismo.
Recorría los pasillos de la torre cuando, tal y como esperaba, su padre reclamó su atención.
Se detuvo ante la imagen que Ashran, el Nigromante, había enviado desde la Torre de Drackwen para hablar con él.
—Exijo una explicación —dijo Ashran.
Christian alzó la cabeza con orgullo. No levantó la voz al hablar, pero sus palabras sonaron claras y firmes:
—Reclamo este lugar como recompensa por haber matado al último dragón y haber acabado con la amenaza de la profecía. A partir de ahora, yo seré el Señor de la Torre de Kazlunn.