Alexander recibió aquel día tres malas noticias.
La primera se la transmitió Tanawe, que acudió a verlo mientras él, Qaydar y Allegra supervisaban la construcción de catapultas en el patio. Al Archimago se le había ocurrido aplicar la idea de los proyectiles mágicos a las catapultas, y estaban fabricando un modelo que, en teoría, lanzaría al aire no solamente rocas, sino también esferas de energía mágica.
Era raro que Tanawe saliera de los sótanos donde había instalado su taller. Desde su llegada a Nurgon se había aplicado con entusiasmo a la construcción de más dragones, y lo único que era capaz de distraerla era su hijo Rawel, a quien, a pesar de todo, mantenía bajo estrecha vigilancia.
Alexander no estaba de buen humor aquel día. No sólo porque por la noche Ilea saldría llena; en realidad, llevaba varios días de muy mal humor. Desde la llegada y partida de Victoria, para ser más exactos.
Muy pocos conocían la noticia de la muerte de Jack. Los líderes de la rebelión habían acordado mantenerlo en secreto. Si se corría la voz de que la profecía ya no iba a cumplirse, muchos abandonarían, se rendirían. Necesitaban mantener viva aquella esperanza.
Sin embargo, Alexander no podía evitar sentirse culpable. A veces pensaba que debía dar a la gente la posibilidad de rendirse si así lo deseaban antes que morir por una causa perdida. Otras veces se decía a sí mismo que si se obsesionaban con la profecía sí sería una causa perdida. Seguía sin estar seguro de estar haciendo lo correcto. Aunque tuviera claro que él sí iba a luchar hasta la muerte, con o sin profecía.
Aquellos que sabían la verdad acerca de la muerte de Jack lo habían apoyado sin reservas. Incluso el hecho de que la visita de Victoria a Nurgon hubiera sido tan fugaz favorecía la continuidad de la leyenda y la fe en la profecía. Pocos habían visto a la doncella unicornio, pero ella se había mostrado tan distante y misteriosa durante su estancia en Nurgon como cabía esperar de una auténtica heroína. Allegra y Alexander habían hecho correr la voz de que Victoria se había marchado de nuevo para reunirse con el dragón de la profecía, y que ambos regresarían juntos para luchar en la batalla decisiva.
Como cada vez que pensaba en Jack, a Alexander se le encogió el corazón. Apretó los puños de rabia, y deseó, como tan tas otras veces, haber acompañado a Victoria para matar a Kirtash con sus propias manos.
Se esforzó por volver al presente cuando Tanawe se presentó ante él. Detectó enseguida su gesto preocupado.
—¿Qué ocurre?
—Hace tres días que debería haber llegado el cargamento de troncos de olenko, príncipe Alsan. No podemos esperar más. Tenemos un Escupefuego a medio terminar y nos hemos quedado sin reservas.
Alexander respiró hondo.
—De acuerdo —murmuró—. Los sheks habrán interceptado la barcaza que traía la madera, y seguramente no dejarán pasar ninguna más. Sabíamos que lo harían tarde o temprano.
—Pero no tan temprano —gimió Tanawe—. Yo contaba al menos con uno o dos cargamentos más. Tengo a cinco carpinteros cruzados de brazos.
—Veré qué se puede hacer —le aseguró Alexander—. Id fabricando entretanto dragones de los otros.
—Tampoco tenemos suficiente madera.
Tanawe dirigió una mirada ceñuda a las catapultas del patio, cuyos constructores se habían llevado parte de sus reservas.
Alexander frunció el ceño.
—Tenía entendido que los feéricos os proporcionaban madera del bosque.
—Pero no la suficiente. Se niegan a cortar un solo árbol, y la madera que recogen del suelo no basta para todo lo que queremos construir.
—Diré a Harel que hable con las hadas podadoras —intervino Allegra—. Hay muchos árboles que crecen descontroladamente en Awa, y sé que algunos feéricos se encargan de recortarles las ramas de vez en cuando para que crezcan más vigorosos. Tal vez podamos aprovecharlas nosotros.
—Te lo agradezco —sonrió Tanawe, un poco más animada—. Pero eso no soluciona el problema de los Escupefuegos.
Allegra se volvió hacia el Archimago.
—¿Madera inmune a las llamas?
Qaydar se detuvo un momento para pensar.
—Mmmm —dijo——. Hay conjuros protectores contra el fuego, pero su efecto es limitado. Tal vez… no sé —dijo finalmente, sacudiendo la cabeza—. Dejad que piense en ello.
Los primeros días, Qaydar había sido un estorbo, protestando por todo y metiendo prisa a todo el mundo. Pero cuando Denyal y Alexander habían puesto en marcha la recuperación de la Fortaleza y la organización de sus defensas, los magos rebeldes habían empezado a encontrarse con una serie de problemas que resolver.
Y Qaydar, que había dedicado gran parte de su vida al estudio de la magia, encontraba muy estimulantes aquellos retos que se iban presentando; se sentía en su elemento ideando nuevas formas de aplicar viejos conjuros al ataque y la defensa, hasta el punto de que casi se había olvidado de su obsesión por la Torre de Kazlunn. No cabía duda de que la actividad le sentaba bien.
Se había enfurecido, días atrás, al enterarse de la partida de Victoria. Los había acusado a todos de haber dejado escapar al último unicornio. Pero Allegra le había dicho, muy seria:
—¿Quién puede retener a un unicornio? ¿Acaso somos quiénes para decirle al último unicornio qué es lo que debe hacer?
Qaydar había desviado la mirada, incómodo. No había comentado con nadie el encuentro que había tenido con Victoria la noche antes de que ella abandonara Nurgon; pero las palabras de Allegra lo trajeron a su memoria, y también la inquietante mirada de la muchacha, que todavía lo acosaba en sueños algunas noches.
La presencia de Kimara había calmado un poco al Archimago. Ella le recordaba, por el simple hecho de estar allí, que Victoria, estuviera donde estuviese, podría seguir consagrando magos y enviándolos a Nurgon para que se unieran a la Resistencia.
—¿Cuántos dragones tenemos ahora mismo? —preguntó Alexander, mientras Qaydar seguía con sus cábalas.
—Cinco Escupefuegos y ocho de los otros. Hay que pedir también a los feéricos que dejen zonas de terreno despejadas, Los árboles en torno a la Fortaleza están creciendo y reproduciéndose tan deprisa que apenas nos dejan espacio para los dragones. No podrán alzar el vuelo tampoco si las ramas se extienden sobre ellos.
—Lo he visto —asintió Alexander—. Ya pedí a Harel que mantuviera despejada el área en torno al castillo. No me gusta tener los árboles tan pegados a las murallas exteriores.
—Volveré a hablar con él al respecto —dijo Allegra.
Alexander iba a responder cuando llegó Rawel a la carrera.
—Ha llegado un hombre que quiere hablar contigo, príncipe Alsan —jadeó—. Dice que viene de Shur-Ikail.
Alexander frunció el ceño. Hacía días que esperaban, también, que parte de las tropas del rey Kevanion abandonaran el asedio para acudir a la frontera oeste del reino, por donde supuestamente debían ser invadidos por los Nueve Clanes de Shur-Ikail. Pero los soldados continuaban allí, inamovibles. El campamento seguía apostado en los límites de la cúpula invisible que protegía Nurgon. Estaba pasando algo, y Alexander supo que no tardaría en enterarse de qué se trataba exactamente; de modo que, acompañado por Allegra, se apresuró a seguir al niño hasta el pórtico, donde Denyal se había reunido ya con el recién llegado. Ambos cruzaron una mirada de circunstancias. El mensajero estaba en un estado lamentable: sucio, herido, agotado y con la ropa hecha jirones.
—Me estaba diciendo que los bárbaros han cambiado de idea —informó Denyal, sombrío—. Hor-Dulkar no nos apoyará en la batalla.
—¡Qué! —estalló Alexander.
—Se han aliado con Ashran —explicó el mensajero con un hilo de voz—. Mataron a todos mis compañeros. Sólo yo escapé con vida, y sólo porque Hor-Dulkar quería que supieses que no va a aliarse con un príncipe de Nandelt. Dice que cada Shur-Ikaili vale por diez caballeros de Nurgon.
—Ya empezamos —refunfuñó Alexander.
Se dio cuenta entonces de que al mensajero le faltaba la oreja izquierda, y apretó los puños con rabia. Jack había muerto, su gente iba a jugarse la vida por una causa perdida y aquel condenado bárbaro seguía cortando orejas.
—Pagarás por esto, mala bestia —gruñó.
—Los sheks lo han dejado pasar —dijo Denyal—. Quieren que sepamos que los bárbaros nos han fallado.
—Pero ¿por qué habrán cambiado de idea tan de repente? —se preguntó Allegra.
—La bruja está con ellos —musitó el mensajero—. La bruja de la Torre de Kazlunn.
Allegra entrecerró los ojos.
—Gerde —murmuró.
Miró a su alrededor, en busca de Kimara. Sabía que la encontraría en el patio; la joven semiyan no se sentía a gusto a cubierto, y mucho menos en el bosque que crecía en torno a la Fortaleza.
No se equivocó. Kimara estaba sentada en lo alto de la muralla; sostenía un libro de hechizos en el regazo, pero su mirada estaba perdida en el cielo idhunita. La muerte de Jack la había sumido en un estado de melancolía del que nadie había logrado sacarla hasta el momento.
—Ve a buscarla —le dijo a Rawel—. Dile que se ocupe de curar a este hombre.
Los hechizos de curación eran una de las primeras cosas que había aprendido la joven, y con todos los magos de la Resistencia trabajando en labores mucho más complejas, las tareas de sanación y atención a heridos y enfermos habían quedado a su cargo.
—Gracias por la información, amigo —le estaba diciendo Denyal al mensajero—. Tu sacrificio no será en vano.
El hombre sonrió con esfuerzo… y perdió el sentido.
—No voy a permitir que Gerde se cruce en nuestro camino nunca más —dijo Allegra—. Ya ha causado bastante daño.
—¿En qué estás pensando? —preguntó Alexander, frunciendo el ceño.
Allegra no tuvo ocasión de contestar, porque en aquel preciso instante llegó Zaisei. También parecía preocupada.
—Shail se va —dijo sin rodeos.
—¿Que se va? —repitieron Allegra y Alexander a la vez.
—A buscar a Victoria.
Alexander maldijo en voz baja.
—Yo lo mato —gruñó, de mal talante.
Hacía varios días que Shail y Alexander habían discutido seguían sin dirigirse la palabra. Al mago no le había sentado, nada bien la partida de Victoria; le había echado en cara a Alexander que la hubiera dejado marchar. El joven, que aún no había asimilado del todo la muerte de Jack, había contestado de malos modos que, si Kirtash la mataba, se lo tendría bien merecido.
—¡Si ella no hubiera coqueteado con esa serpiente, si no le hubiera abierto las puertas de la Resistencia, Jack estaría vivo todavía!
—¿Cuántas veces te salvó la vida cuando estabas herido, pedazo de desagradecido? —vociferó Shail—. ¡Es el último unicornio que queda en el mundo! ¡Pero, sobre todo, es Victoria nuestra pequeña Victoria! ¿Cómo has podido dejarla marchar?
—¡De la misma forma que la dejaste marchar tú en el bosque de Awa!
Shail palideció.
—Eso ha sido un golpe bajo, Alexander.
No habían hablado desde entonces. Shail se había encerrado en su cuarto, malhumorado, y sólo toleraba a su lado la presencia de Zaisei. Alexander se sentía demasiado torturado por el dolor, la culpa, las dudas y la responsabilidad como para dar el primer paso e intentar reconciliarse con él.
Tal vez fuera ahora el momento adecuado, se dijo mientras recorría las dependencias de la Fortaleza a grandes zancadas. El ala este estaba ya casi completamente restaurada, y era allí donde estaban instalados los líderes de la Resistencia. Alexander abrió la puerta de la habitación de Shail, con más violencia que la que quería.
El joven mago estaba recogiendo sus cosas con gesto decidido.
—¿Se puede saber qué estás haciendo?
Shail alzó la cabeza y le dirigió una fría mirada.
—Me voy a buscar a Victoria.
—¿Otra vez? ¿Vas a volver a seguirla por medio continente?
Los hombros de Shail temblaron un breve instante.
—Si es necesario, sí.
Alexander iba a replicar de malos modos, pero entonces miró mejor a su amigo, y se dio cuenta de que sus ojos estaban húmedos. Comprendió de pronto que Shail se sentía tan perdido y asustado como él mismo, como todos los que habían creído en la profecía durante años y tenían que encajar, de pronto, el hecho de que todo se había venido abajo. No era sencillo, y por eso todos se aferraban a cualquier cosa que les impidiera pensar: Kimara a sus estudios de magia, el Archimago a sus artefactos bélico-mágicos, Tanawe a sus dragones de madera… y Shail a Victoria. El último unicornio que quedaba. La criatura a la cual había consagrado su vida y su magia.
Pero no sólo estaba ella, pensó de pronto Alexander. Salí tenía algo más. Se aferró a eso para hacerle entrar en razón:
—¿Y qué pasa con Zaisei? ¿Vas a pedirle que te acompañe… hasta la Torre de Drackwen?
Shail se estremeció.
—Zaisei… —repitió.
—¿La vas a dejar aquí? ¿La vas a dejar para seguir a Victoria? El mago dudó.
—No puedes hacer eso —prosiguió Alexander—. Ya sabes lo que les pasa a aquellos que persiguen un unicornio contra la voluntad de éste.
Shail inclinó la cabeza. Las leyendas decían que todos los cazadores de unicornios terminaban mal, de una manera o de otra. Se volvían locos, se olvidaban de todo menos de su búsqueda… y nunca encontraban al unicornio.
—Me cuesta creer que no quisiera que nadie la acompañara —murmuró Shail.
—Quería que la acompañáramos —dijo Alexander—. A matar a Kirtash —vaciló—. Le dije que no, y pensé que lo hacía porque mi lugar estaba aquí, en Nurgon, con toda esta gente que cree en nosotros. Pero en el fondo… ¿no crees que es algo que deben solucionar ellos dos?
Shail se dejó caer sobre la cama, abatido.
—Es raro que seas tú quien diga esto.
—Ya lo sé. Pero siento que es lo justo. Victoria inició el problema de Kirtash, Victoria debe acabarlo. Es ella quien se equivocó, ella tiene que arreglarlo.
—La muerte de Kirtash no nos traerá a Jack de vuelta.
—No; pero nos libraremos por fin de esa serpiente traicionera, y con un poco de suerte Victoria recuperará la paz de espíritu que ha perdido.
Shail miró a su amigo, dudoso.
—¿Tú crees? Está tan extraña. No es la misma desde lo de Jack.
Alexander exhaló un suspiro de cansancio.
—Lo quería muchísimo. Lo sabes. No descansará hasta que vengue su muerte.
—Pero Kirtash… ¿qué hará él cuando estén frente a frente?
—No lo sé, Shail. Esa serpiente es tan imprevisible que no se qué pensar. Parece que todavía la protege, pero… No sé. Shail tragó saliva.
—¿En qué nos hemos equivocado, Alexander? —murmuró.
—Tal vez fuera una tarea demasiado grande para nosotros —respondió Alexander—, pero los dioses saben que hemos hecho todo lo que estaba en nuestra mano en todo momento. Y lo seguiremos haciéndolo.
Shail no dijo nada. Alexander se sentó junto a él y posó una mano en su antebrazo, tratando de consolarlo.
—Los dioses no permitirán que la magia muera en el mundo, —dijo—. Protegerán a Victoria.
—Eso espero —suspiró Shail—. Me siento tan inútil… No he servido de gran cosa a la Resistencia desde que llegamos a Idhún.
—Nunca es tarde para empezar —sonrió Alexander—. Por si no te habías dado cuenta, estamos preparando aquí una gran batalla. Y los magos son escasos hoy en día. No nos vendrá mal uno más.
Shail sonrió también.
Jamás tendrían que haberla atacado. Deberían haberlo sabido cuando ella los miró a los ojos.
Había sucedido mientras Victoria atravesaba el desolado reino de Shia. Arrasado por los sheks, Shia no era un buen lugar para vivir. Las cosechas se habían agostado tiempo atrás bajo una capa de escarcha. Las ciudades, los pueblos… no eran ni la sombra de lo que habían sido.
Victoria avanzaba a través de los caminos, ajena a todo le, que lo rodeaba. Su instinto de unicornio la llevaba hasta los lugares donde aún quedaba algo de bosque, alguna raíz que pudiera servirle de alimento, algún árbol cuya fruta aún pendiera de las ramas más altas. Comía poco, pero no necesitaba mucho para subsistir. Una extraña fuerza interior la llevaba, paso a paso, hacia la Torre de Drackwen.
Por el camino se había topado con pocas personas, gente pobre que trataba de sobrevivir como podía. Algunos se la quedaban mirando. Probablemente no entendían que alguien quisiera adentrarse en Shia por propia voluntad. Todos sabían que en Shia no quedaba nada, por lo que todos los viajeros evitaban atravesar el reino.
Para Victoria, nada de todo eso era importante. El camino más corto y directo hacia la Torre de Drackwen pasaba por Shia. Sin más.
Tampoco se detenía a mirar los rostros de las personas con las que se cruzaba, las caritas sucias y cansadas de los niños, sus pies descalzos. En otro tiempo lo habría hecho. En otro tiempo habría visto la desolación del reino, y su corazón habría sangrado por ello.
Pero ese tiempo había quedado atrás. Ahora, sólo su viaje era importante.
Porque las personas eran sólo eso, personas, y vivían y morían en un tiempo demasiado corto. Y Victoria podía percibir, bajo la tierra herida de Shia, la fuerza de la naturaleza que no tardaría en volver a tomar posesión del reino. En un par de generaciones humanas la gentil mano de Wina, la diosa de la tierra, devolvería a aquel lugar el verdor y la fertilidad de antaño.
Un par de generaciones son mucho tiempo para un ser humano. Pero no para un unicornio.
De modo que Victoria seguía caminando, simplemente hacia delante. Más allá de Shia se alzaba la enorme cordillera que desgarraba la tierra entre Nandelt y Drackwen. No se planteó en ningún momento de qué manera iba a cruzarla, sola y a pie. Lo haría, y punto. Un raro instinto la guiaba, sin margen de error, hacia el lugar donde se alzaba Alis Lithban, el bosque de los unicornios… hacia la torre que albergaba su corazón… y hacia Christian.
Los bandidos la hallaron una noche dormida al pie de un árbol reseco, junto al camino, acurrucada sobre el suelo frío, ya en las estribaciones de la cordillera. Habían sido gente desesperada en el pasado, gente que lo había perdido todo; ahora eran sólo un grupo de canallas sin el más mínimo sentido del honor. No se preguntaron qué hacía ella allí, en aquel paraje sombrío, cubierto de neblinas fantasmales, ajena al frío, al estremecedor silbido del viento, al miedo y a la desolación. Tampoco vieron en ella a un unicornio, sino a una mujer joven dormida, y sola.
Victoria se despertó cuando el primero de ellos la agarró del brazo y la levantó con brutalidad.
—Mira qué cosa tan bonita —dijo, con una desagradable sonrisa—. ¿Te has perdido, pequeña? ¿Buscas compañía?
La zarandeó, mientras los otros reían groseramente.
Hubo uno que no se rió, un joven desgreñado que la miró con seriedad.
—Tiene una espada —hizo notar.
—Ya lo he visto —escupió el que parecía ser el líder.
Colocó un cuchillo bajo la barbilla de la muchacha.
—No te muevas, bonita —le advirtió.
Tanteó a Victoria con la otra mano, una mano grande y sucia. Ella ni siquiera parpadeó.
—No sabes lo que haces —dijo con suavidad.
Clavó sus enormes ojos en él. El bandido titubeó un momento, pero después estalló en carcajadas.
—La niña se cree muy valiente porque tiene una espada —s burló—. Pero ¿qué puede hacer una niña sola contra nueve hombres?
Agarró el pomo de Domivat y tiró de ella para arrebatársela.
—Ya te lo he advertido —dijo Victoria solamente, sin alzar la voz.
El báculo, que había estado sujeto a su espalda, desapareció de su funda y se materializó en sus manos, obedeciendo así a su llamada. Hubo una especie de zumbido, y un desagradable olor a carne quemada. El jefe de los bandidos dejó escapar un único aullido antes de desplomarse en el suelo, muerto, con un horrible boquete humeante en el pecho.
Victoria lo vio caer a sus pies, impasible. Los otros hombres contemplaron la macabra escena, la mueca de terror congelada en el rostro muerto de su jefe. Después miraron a Victoria como si fuera un fantasma.
Ella les devolvió una mirada serena. Los hombres dieron media vuelta y huyeron, deprisa, lejos de aquella extraña criatura que parecía una muchacha humana, pero no lo era.
Todos, salvo uno.
El joven que no se había reído con los demás permanecía de pie ante ella. En su expresión no había miedo, sino más bien una especie de respeto reverencial.
—Eres tú —dijo.
Victoria inclinó la cabeza, pero no dijo nada.
—He oído hablar de ti —prosiguió él—. Dicen que el último unicornio vaga por el mundo bajo la apariencia de una joven humana que porta un báculo legendario.
Victoria no vio necesidad de responder.
El joven avanzó hacia ella. La chica le dirigió una mirada de advertencia, pero él no se detuvo. Se dejó caer de rodillas ante la muchacha y agachó la cabeza en señal de sumisión.
—Por favor —imploró—. Llevo muchos años soñando con encontrar a alguien como tú. Por favor, entrégame tu don. Conviérteme en un mago completo.
Victoria lo miró un momento, comprendiendo. El bandido temblaba a sus pies.
—Eres un semimago —dijo ella con suavidad.
Él alzó la cabeza. No llegaría a los veinticinco años; llevaba el pelo, de color rubio oscuro, sucio y desgreñado, y su rostro moreno quedaba parcialmente oculto por una barba de varios días. Pero sus ojos grises estaban húmedos.
—Te lo ruego, conviérteme en un mago. Es lo que más deseo en el mundo, y si no lo haces tú, nadie más lo hará.
Victoria negó con la cabeza.
—No puedo hacer lo que me pides.
Él la miró un momento con semblante inexpresivo. Victoria recogió sus cosas y regresó al camino, dispuesta a continuar su viaje.
No le sorprendió ver que el bandido la seguía.
—Por favor —insistió él.
Victoria no dijo nada. El joven se quedó quieto un momento, pero ella siguió su camino. El titubeó, indeciso, y echó a correr para alcanzarla.
—¡Tú no lo entiendes! —le espetó—. Cuando era niño vi un unicornio en el bosque. Sé que no me buscaba a mí, porque desapareció entre la espesura en cuanto notó mi presencia. Pero yo ya lo había visto, y desde entonces… hay algo de magia en mí.
Victoria no respondió. El bandido caminaba a su lado, gesticulando mucho y hablando muy deprisa, como si temiera que ella también fuera a esfumarse en el aire en cualquier momento.
—Sólo algo de magia, ¿comprendes? Intuyo algunas cosas antes de que pasen. Mis sentidos son mejores que los de otras personas, puedo aliviar los dolores de los enfermos y los heridos… pero no puedo hacer nada más. Creí volverme loco de angustia cuando murieron todos los unicornios, y aun así muchas noches sueño con aquel que vi, sueño con volverlo a ver… aunque sé que está muerto. Y lo añoro, pero al mismo tiempo querría no haberlo visto nunca. Es como si hubiera estado vagando por un desierto y se me hubiera dado a probar sólo una gota de agua antes de apartarme de la fuente. Antes de ver al unicornio no sabía que tenía sed, ¿comprendes? Ahora llevo dieciséis años sediento.
—Comprendo —dijo Victoria—. Pero no puedo hacer lo que me pides.
El joven la miró un momento, tratando de asimilar sus palabras.
—¡Maldita sea toda tu raza! —estalló por fin, furioso—. ¡No tienes ni la menor idea de lo que significa ser un semimago! ¡No soy un humano cualquiera, pero tampoco soy un mago! ¡No, niña, no me comprendes!
Victoria se detuvo de pronto y le dirigió una mirada tan intensa que el bandido enmudeció, intimidado.
—No eres ni una cosa ni la otra —simplificó ella—. Pero eres ambas cosas. ¿Dices que no sé cómo te sientes? Te equivocas, semimago. Sé exactamente cómo te sientes.
El joven calló. Victoria reanudó la marcha. Oyó la voz de él junto a ella.
—Entonces, ¿es cierto que eres en parte humana?
—Sí —respondió ella con sencillez.
Caminaron durante un rato uno junto al otro, en silencio. Una ráfaga de aire helado sacudió sus ropas, y el bandido se estremeció. Pero Victoria no se inmutó.
—Me gustaría acompañarte —dijo él por fin—. A donde quiera que vayas. ¿Me lo permitirás?
—No puedo impedírtelo —respondió ella—. El camino es de todos.
—Me llamo Yaren.
—Yo soy Lunnaris —dijo ella simplemente.
Victoria sólo se detuvo cuando la cordillera le cerró el paso. Los tres soles brillaban ya en lo alto del cielo y llevaban horas caminando, pero ella no había dado muestras de cansancio. Yaren la vio contemplar las montañas, pensativa.
—¿Quieres cruzar al otro lado?
Ella no respondió.
—Ya, claro, es evidente —dijo Yaren—. Pues no es un buen lugar para cruzar. Al otro lado está Drackwen. Si seguimos las montañas hacia el este llegaremos al desfiladero que comunica Nandelt con Celestia.
—Es por aquí por donde quiero cruzar.
Yaren se la quedó mirando un momento.
—¿Vas a Drackwen? Claro, a Alis Lithban, es lógico. Pero el bosque de los unicornios ya no es lo que era. Allí está la Torre de Drackwen, donde vive Ashran el Nigromante, que los dioses se lleven su alma.
—Lo sé.
Yaren abrió la boca para preguntar algo más, pero sacudió la cabeza y optó por callar. Victoria reanudó la marcha, dispuesta a trepar por los riscos.
—¡Espera! —la llamó el bandido—. Si vas por ahí te matarás.
Victoria se detuvo y lo miró.
—Cuando los sheks invadieron Shia —explicó él—, mi familia corrió a ocultarse en las montañas, igual que muchas otras. Crecí aquí. Conozco algunos caminos… bueno, en realidad muchos de los pasos no merecen llamarse caminos, pero pueden llevarnos al otro lado. Si estás dispuesta a correr el riesgo, claro. En algunos lugares, la senda se vuelve difícil y peligrosa. Podríamos despeñarnos si no vamos con cuidado.
Victoria asintió.
Christian respiró hondo y cerró los ojos. Envió su conciencia hacia Victoria, estuviera donde estuviese. La sintió. Percibió su dolor, tan intenso, tan lacerante.
«Ella todavía lleva puesto el anillo», pensó.
Se recostó contra la fría pared de piedra.
Se había sentado en las almenas, en el mismo lugar desde donde, semanas atrás, había dirigido la defensa de la Torre de Drackwen mientras Victoria sufría a manos de su padre. Cuando, apenas un rato más tarde, había escapado de allí, moribundo, había estado convencido de que jamás volvería a aquella torre.
Parecía haber pasado una eternidad desde entonces.
Se miró las manos, pensativo. La muerte de Jack le pesaba como una losa. Se arrepentía profundamente de haberlo matado en los Picos de Fuego.
Aquélla era una sensación nueva para él. Jamás había sentido remordimientos. Siempre había hecho exactamente lo que quería hacer. Sabía que a lo largo de su vida había matado a muchas personas, pero, al fin y al cabo, sólo eran gente. Pero Jack era otra cosa. Jack era… como él. Su igual. Por mucho que lo odiara, Christian no podía negar que siempre lo había respetado.
Y además, estaba Victoria.
Sabía que había estado en Nandelt y se había entrevistado con Alexander. Sabía que había abandonado Nurgon… sola. Sabía que sus pasos la dirigían, lenta pero inexorablemente, hacia la Torre de Drackwen. Y sabía para qué.
«Fuimos parte de una profecía —pensó—. Nosotros tres. Pero ahora sólo quedamos dos. Y estamos solos».
No pudo soportarlo más. Se levantó y clavó sus ojos azules en el horizonte, por donde Evanor, uno de los soles gemelos, comenzaba a declinar.
«Volveré a buscar aquello que es mío —le había dicho a Victoria, apenas unos días atrás—. Mientras siga ahí».
Tenía que comprobarlo. Necesitaba mirarla a los ojos otra vez, y saber…
En lo alto de la vieja muralla había un lugar donde las almenas todavía seguían en pie. Desde allí, la vista era magnífica. Se veía el bosque más allá del río, y las tierras de Nurgon, que ahora estaban cubiertas de un manto de vegetación. Y más allá… las tropas enemigas, apostadas en torno a la Fortaleza. Soldados humanos y szish, fundamentalmente, habían extendido su campamento al otro lado del escudo feérico que protegía a los rebeldes. Varios sheks patrullaban los cielos sin descanso. Y cada día llegaban más.
A Kimara le gustaba subirse a la muralla y contemplar el paisaje desde allí. Se asfixiaba en el recinto cerrado de la Fortaleza, y el inmenso bosque la atemorizaba. Pero en lo alto de la muralla el cielo seguía abierto sobre ella. En lo alto de la muralla podía alzar el rostro hacia los soles y soñar con que Jack regresaría volando, transformado en un magnífico dragón.
O, al menos, eso había hecho, hasta que Victoria y sus compañeros habían destrozado ese sueño, con las noticias que trajeron desde los Picos de Fuego.
A pesar de todo, Kimara seguía subiendo a la muralla todos los días. Pero ahora, al levantar la mirada hacia el cielo, sólo soñaba con regresar a su tierra, con volver a ver las eternas arenas de Kash-Tar y alejarse por fin de aquella pesadilla.
Aquella mañana, cuando trepó hasta las almenas, como solía hacer, se topó con una desagradable sorpresa.
Ya había alguien allí.
Kimara la miró con cara de pocos amigos.
—¿Qué haces tú aquí?
—¿Qué te importa? —replicó Kestra de malos modos.
Kimara trató de dominarse. Bueno, pensó, qué le vamos a hacer; la muralla es de todos. De modo que trepó hasta arriba y ocupó el lugar que solía, a una prudente distancia de Kestra.
Ella no la miró. Sus ojos oscuros escudriñaban el bosque, pensativos.
Kimara la ignoró también. Aunque las dos tenían una edad similar, se habían llevado mal desde el principio.
La semiyan se sentó entre dos de las almenas, abrió su manual de hechizos y trató de concentrarse. Pero no tardó en alzar la mirada hacia el cielo, que nunca se cansaba de contemplar… aunque estuviera lleno de sheks.
—Ya sabes que no va a volver —dijo entonces Kestra, sobresaltándola—. ¿Para qué lo esperas?
—Métete en tus asuntos —replicó Kimara, sorprendida y molesta por su descaro.
—Estos son mis asuntos —contestó Kestra, montando en cólera—. Me pone enferma verte aquí todos los días, perdiendo el tiempo mientras los demás nos esforzamos por sacar la rebelión adelante. ¿Por qué no dejas de mirar el cielo y haces algo útil para variar?
—¿Y de qué serviría? Jack está muerto, la profecía no va a cumplirse. Vamos a morir todos.
—El no era el único dragón del mundo.
—Sí que lo era. Y no te atrevas a decirme que esa cosa de madera que pilotas es un dragón. No tienes ni la más remota idea de lo que significa montar a lomos de un dragón de verdad.
Kestra se puso en pie, colérica. Pareció que iba a lanzarse contra ella, pero se contuvo a tiempo y se limitó a replicar, con frialdad:
—No sé qué haces aquí. Está claro que tú no perteneces a la Resistencia.
—¿Que yo qué? —soltó Kimara, boquiabierta—. ¡He hecho por la Resistencia mucho más de lo que has hecho tú!
—No crees en la profecía, semiyan. Sólo creías en ese dragón tuyo. Y ahora que él está muerto, ya no te queda nada en que creer.
Kimara no supo qué responder. Las palabras de Kestra le habían dolido, pero en el fondo de su alma sabía que eran verdad.
—Yo sí creo en la profecía —prosiguió la shiana—. No me importa que haya muerto el último dragón. Nosotros somos los Nuevos Dragones. Pelearemos contra los sheks y venceremos allí donde los Viejos Dragones fueron derrotados.
—No era sólo un dragón, Kestra —replicó ella con frialdad—. Era una persona. Te agradecería que no hablaras de su muerte con tanta frivolidad.
Hubo un breve silencio.
—¿De qué te sirve torturarte? —dijo entonces Kestra—. Dicen por ahí que el dragón estaba con la chica unicornio. La versión oficial es que ella se ha marchado a reunirse con él… pero tú y yo sabemos que se ha ido a vengar su muerte, a matar a su asesino. Como debe ser. Es ella quien ha de llorarle, no tú. ¿O es que erais algo más que amigos?
Kimara se volvió hacia ella, con sus ojos rojizos llameando de furia.
—Mi vida privada no es asunto tuyo, norteña. ¿Acaso yo te he preguntado de dónde sale toda esa rabia, a quién quieres vengar peleando en la Resistencia, o por qué quieres más a un dragón de madera que a toda la gente que te rodea?
Kestra enrojeció de ira, pero no respondió. Kimara volvió a sentarse en las almenas y centró su mirada en el libro de hechizos, hosca y malhumorada.
Hubo un largo silencio.
—Quiero vengar a mi hermana —dijo entonces Kestra, con suavidad.
Kimara alzó la mirada del libro para fijarla en ella. Pero los ojos de Kestra estaban clavados en algún punto del bosque que se alzaba ante ambas.
—También yo tenía alguien en quien creer. También yo tenía una fe ciega en una persona. Y esa persona se fue, ya no está. Y no volverá.
—¿Murió, pues? —preguntó Kimara en voz baja.
Kestra no contestó a la pregunta. Se volvió hacia ella, y Kimara vio que tenía los ojos húmedos.
—Ya ves —dijo—. Por lo menos yo deposité mi fe en los dragones de madera, en Fagnor, en la profecía. ¿En qué crees tú? ¿Por qué luchas?
Kimara no supo qué responder.
Oyeron entonces que alguien subía por las escaleras. Kimara se volvió para ver quién era, y descubrió que se trataba de Allegra; Kestra se asomó bruscamente al exterior, para darle la espalda.
La maga llegó junto a ellas.
—Te estaba buscando, Kimara —dijo con suavidad—. Hola, Kestra.
—Hola —respondió ella, cortante—. Ya me iba.
—No es necesario que… —empezó Allegra, pero Kestra ya estaba en las escaleras.
Kimara suspiró, y cerró el libro. Esperaba que Allegra le preguntara algo acerca de sus estudios, y por eso se sorprendió cuando la oyó decir:
—Voy a marcharme, Kimara. Sólo estaré fuera por un tiempo, pero ya le he pedido a Qaydar que sea tu tutor, y ha accedido.
La semiyan calló un momento, asimilando sus palabras.
—¿Vas a ir a buscar a Victoria? —preguntó con suavidad.
—No. Victoria ya no es responsabilidad mía. Hay otros asuntos que he de resolver, lejos de aquí.
—¿Asuntos de la Resistencia?
—Así es.
Kimara asintió. Allegra la contempló, pensativa.
—¿Hay algo que te preocupe?
«Muchas cosas», quiso decir ella. Pero se contuvo.
—¿Por qué nadie quiere responsabilizarse de Victoria ahora? ¿Por qué la dejasteis marchar? Es poco más que una niña. Si Jack y yo no hubiéramos cuidado de ella, habría muerto en el desierto. Varias veces.
—Lo sé. Y no creas que no me cuesta. La he criado yo, la he visto crecer. Pero tú, mejor que nadie, deberías saber porque he dejado que se fuera. Piénsalo.
Kimara reflexionó. Cerró los ojos un momento, y recordó el instante en que el último unicornio la había rozado con su cuerno, el instante en que la magia la había llenado por dentro, haciéndola sentir mucho más viva de lo que había estado jamás.
«Vamos a morir todos», le había dicho a Kestra momentos antes. Se avergonzó de sus propias palabras.
—Es un unicornio —murmuró.
Allegra asintió.
—Ya no podemos retenerla. Desde que su espíritu de unicornio despertó, sus motivos ya no son los nuestros, su forma de pensar y de actuar es diferente de la de cualquier otra persona. Ya no podemos comprenderla. Ya no podemos interferir en sus decisiones. Y, sobre todo, ya no podemos retenerla contra su voluntad. Ni debemos. Porque los unicornios han de ser libres para que la magia sea libre. ¿Entiendes?
Kimara asintió.
—Pero hay algo más —prosiguió Allegra—. Desde la muerte de Jack, la luz de sus ojos se ha apagado. Victoria está herida de muerte, y ninguno de nosotros tiene poder para curarla. Ha de enfrentarse a Kirtash. Así se lo exige su instinto.
»No sé muy bien qué sucederá cuando llegue ese momento. Es posible que no sea capaz de matarlo; tal vez entonces el amor vuelva a inundar su alma, tal vez vuelva a ser la Victoria que conocimos. Quizá sólo se salve matando al asesino de Jack. O quizá necesite matarlo para poder morir por fin. O puede que simplemente busque respuestas en los ojos de él. No lo sé, Kimara. Antes, Victoria era mi niña, la conocía, la comprendía. Ahora es un unicornio, y, como bien sabes, nadie puede entender las razones de un unicornio.
Kimara tragó saliva.
—Espero que vuelva —musitó—. Oh, espero que vuelva. Allegra sonrió y pasó un brazo por los hombros de la semiyan.
—Yo también, hija. Yo también.
Los días siguientes fueron largos y complicados. Escalaron la cordillera con dificultad, poco a poco, siguiendo veredas que los animales de las montañas habían abierto tiempo atrás. A veces tenían que trepar por riscos que parecían intransitables. Pero Yaren siempre encontraba un lugar donde poner el pie, un matorral al cual agarrarse. Victoria tenía buen cuidado de pisar sólo donde él pisaba, y seguir sus movimientos con total exactitud.
Según fueron escalando las montañas, cada vez hacía más frío. Victoria usaba la magia del báculo para templar el ambiente a su alrededor, cosa que Yaren agradecía.
El bandido, por su parte, se encargaba de traer comida. Sabía qué animales podían encontrarse en aquellos parajes, y de qué manera atraparlos. Aun así, la caza no era muy abundante. Por las paredes rocosas podían verse a veces colonias de washdans, unos animalillos de pelaje gris que no tenían problemas en trepar por los riscos con gran rapidez, ya que se aferraban a la roca con manos y pies; sus dedos se adherían a la húmeda piedra, de la que era muy difícil separarlos.
Yaren tenía un talento especial para descubrir las colonias de washdans. No podía trepar por las paredes montañosas de la misma forma que ellos, pero sabía utilizar muy bien la honda y era capaz de derribar a uno o dos a pedradas.
Con todo, la carne de washdan no era ni muy sabrosa, ni muy nutritiva. Incluso asada permanecía dura y correosa, y estaba claro que no iba a resultar un buen alimento.
Victoria se negó a probarla, al principio. Mientras le fue posible, siguió alimentándose de frutos, setas y bayas. Su instinto le decía cuáles eran comestibles y cuáles no, aunque nunca hubiera visto las variedades que crecían en las espesuras idhunitas.
Pero llegó un momento en que dejó de encontrar alimento con facilidad, y fue entonces cuando se avino a probar la carne, ya fuera de washdan o de cualquier otra cosa, que encontraba Yaren.
Tras varios días escalando por los riscos de la cordillera, las sendas empezaron a descender. Lentamente, la temperatura fue subiendo, la nieve volvió a dejar paso a los arroyos de montaña, y las peñas se abrieron para mostrar un paisaje llano, brumoso y ceniciento.
—Nangal, la Tierra Gris —dijo Yaren—. No está muy poblada pero sí encontraremos algunas aldeas por el camino. En cualquier caso, será mejor que las montañas… o lo sería, si no estuviera tan condenadamente cerca de la Torre de Drackwen.
Victoria no respondió. Yaren la miró de reojo.
No habían hablado mucho durante el viaje a través de las montañas. A veces, el joven dudaba de que su compañera fuera realmente un unicornio. Pero había algunas noches en las que Victoria se agitaba en sueños, como tratando de escapar de alguna angustiosa pesadilla. Yaren la contemplaba entonces, dormida bajo las tres lunas, y en tales ocasiones veía con claridad un punto de luz que brillaba en su frente como una estrella.
—¿Por qué quieres ir a Drackwen? —le preguntó en una ocasión.
Las pesadillas de la noche anterior habían sido especialmente intensas, Yaren lo veía en los cercos oscuros que rodeaban los ojos de la muchacha. Con todo, ella nunca hablaba del tema y actuaba como si nada la perturbara, avanzando con una voluntad inquebrantable.
Victoria permaneció un momento en silencio antes de responder:
—Voy a encontrarme con alguien.
—¿Quién puede haber en Drackwen lo bastante importante como para interesar a un unicornio? —preguntó Yaren, desconfiado—. ¿Vas a entregar la magia a ese alguien? —añadió de pronto, celoso.
—No —respondió ella, con una suavidad y una sencillez que le dio escalofríos—. Voy a matarlo.
El joven no preguntó nada más.
Pero mientras descendían por los peñascos de la cordillera en dirección a Nangal, recordó una historia que había oído contar desde niño, una leyenda a la que, con el tiempo, la gente había dejado de dar crédito.
—¿Vas a matar a Ashran? —le preguntó de golpe—. Se dice que tina profecía anuncia la caída de Ashran a manos de un dragón y mi unicornio.
Nada había logrado perturbar a Victoria en todo el viaje, pero aquellas palabras parecieron golpearla en lo más hondo.
—Hubo una profecía —dijo, despacio—. Pero no puede cumplirse, porque ya no quedan dragones.
Habló con calma; y, sin embargo, Yaren percibió algo en su voz, un timbre que le transmitió, de alguna misteriosa manera, un atisbo de la inmensa soledad, tristeza y desesperación que arrasaban el alma de Victoria.
Quiso preguntar más cosas, quiso penetrar en el misterio de la enigmática joven a la que escoltaba, pero no se atrevió. Había algo en ella, una regia dignidad, que lo intimidaba, lo atraía y lo desconcertaba al mismo tiempo.
«Es un unicornio —se recordaba a sí mismo constantemente—. Es normal que me resulte extraña».
Era mejor pensar aquello que admitir que, en el fondo, había algo en Victoria que le daba miedo. Mucho miedo.
Por fin, una noche acamparon a los pies de la cordillera. Al abrigo de los grandes bloques de piedra, contemplaron la región que se abría ante ellos, hacia el sur.
Drackwen.
—Debo de estar loco —murmuró Yaren—. Te estoy acompañando hasta el mismo corazón del imperio de los sheks…, y todo porque tengo la remota esperanza de que un día te apiades de mí y me conviertas en un mago. Sólo los humanos somos capaces de darlo todo por un sueño, por estúpido que sea; dicen que es la propia diosa Irial quien nos insufla los sueños a través de la luz de las estrellas, pero yo creo que es, simplemente, que los humanos somos un poco más idiotas que cualquiera de las otras razas inteligentes. ¿Los unicornios tienen sueños? —le preguntó de pronto—. No me refiero a los sueños que nos visitan cuando estamos dormidos, sino al tipo de sueño, de deseo… por el que luchas toda tu vida. Ese sin el cual tu existencia parece que no tiene sentido. ¿Has tenido alguna vez ese tipo de sueño?
Por la mente de Victoria cruzaron, por un fugaz instante, dos imágenes que se superpusieron y por un momento parecieron formar una sola.
Jack. Christian.
—Creo que sí —dijo por fin, cuando Yaren creía que ella ya no iba a responder.
—¿Se hizo realidad? —preguntó el semimago con curiosidad.
—No —respondió ella tras un instante de silencio—. Se hizo pedazos.
No hablaron más aquella noche.
Pero cuando el sueño selló los párpados de Victoria, las pesadillas regresaron.
En ellas volvía a ver a Jack cayendo a la sima de fuego, una y otra vez; la espada de Christian atravesándole el pecho; el dragón y el shek enfrascados en una pelea a muerte, tan irrevocable como lo era la salida de los soles por el horizonte cada mañana.
Aquella noche, sin embargo, hubo algo distinto. Él le habló a través del anillo.
Victoria lo supo al instante. Sus sueños se interrumpieron y su mente se llenó con la imagen de Christian, sus ojos azules mirándola con seriedad, tan misteriosos y sugerentes como la primera vez que se había contemplado en ellos.
«Victoria —dijo él—. Vienes a mí. ¿Por qué?».
«Ya lo sabes —respondió ella en sueños—. He de matarte».
«¿Es preciso?».
«No hay otra salida».
«Sí la hay. No puedo borrar lo que hice, pero sí puedo ofrecerte un futuro. Victoria, no te pido que me perdones. Te pido que no me obligues a enfrentarme a ti. Te pido que te quedes conmigo».
«No puedo darte lo que me pides. Lo sabes».
«Pero aún tengo esperanzas de que sí exista otro modo, Victoria. He venido a buscarte. Abre los ojos».
Victoria despertó de su sueño, bruscamente. Sintió una fresca presencia junto a ella, unos brazos que la rodeaban. Su cabeza reposaba sobre un hombro que ella conocía muy bien.
Yaren se despertó de golpe. Tenía mucho frío de pronto. Se volvió hacia Victoria y se quedó paralizado.
La chica yacía en brazos de un joven desconocido, vestido de negro.
Yaren no tenía ni idea de quién era aquel individuo, cómo había llegado hasta allí ni qué quería de ellos, pero se estremeció sin saber por qué. Y aunque quiso correr a defender a su compañera, no fue capaz de moverse del sitio.
Ninguno de los dos parecía haber reparado en su presencia. Victoria tenía los ojos abiertos, pero no se movía. Si no hubiera sido porque parecía imposible, Yaren habría asegurado que ambos se estaban comunicando de alguna manera, sin palabras. Y tuvo la sensación de que él mismo sobraba allí y que no debía interrumpir lo que quiera que estuviera sucediendo entre ellos.
Se quedó mirándolos, temblando, sin atreverse a intervenir.
Victoria trató de moverse, pero no pudo.
«Me has paralizado —pensó—. ¿Por qué?».
La mano de Christian acarició su cabello. Victoria se sintió sacudida por un océano de sentimientos contradictorios. Por un lado, odiaba al asesino de Jack, deseaba hundir a Domivat en su corazón y vengar la muerte de su amigo. Pero una parte de ella quería volver a abrazar a Christian, dejar que su presencia la inundara por dentro, marcharse con él, como le había pedido, y nunca más separarse de su lado.
«Quería hablar contigo».
«No hay nada de qué hablar», respondió ella en voz baja; se sintió indefensa en brazos de Christian, pero no tuvo miedo.
«Si me matas —prosiguió él—, ¿qué harás después?».
«No habrá un después —afirmó ella—. Es por eso por lo que debo matarte».
«No quiero luchar contra ti. Si supiera que eso va a arreglar las cosas, me dejaría matar, lo sabes. Pero no lo haré. ¿Y qué sucederá a continuación? Victoria, lo que está hecho no puede deshacerse, pero si me dejas, dedicaré el resto de mi vida a tratar de aliviar el dolor que te he causado».
Victoria no respondió. Sintió que Christian le tendía la mano. Lo oyó susurrar en su oído:
—Ven conmigo…
Ella se separó de él, lentamente. Fue entonces cuando descubrió que, a pesar de que el poder mental de Christian seguía activo, a ella ya no podía afectarle. El shek ya no tenía poder sobre ella.
Lo miró a los ojos, con seriedad. El joven titubeó un momento. Parecía intimidado de pronto, pero no retiró la mano.
—¿Qué ha sido de la luz de tus ojos? —dijo en voz baja—. Solo veo oscuridad en ellos.
—Es lo que tú mismo has creado —respondió Victoria sin inmutarse.
Se incorporó un poco y aferró el pomo de Domivat, de la que nunca se separaba. Christian retiró la mano, retrocedió un poco y sacudió la cabeza.
—No voy a luchar contra ti.
—No importa adónde vayas, te seguiré hasta encontrarte. No podrás evitarme eternamente.
—Si es necesario, lo haré.
Victoria se levantó de un salto y desenvainó la espada. Christian le dirigió una larga mirada, movió la cabeza, dio unos pasos atrás…
… y desapareció en la oscuridad.
Sólo entonces se atrevió Yaren a moverse.
—¿Quién… quién era ese tipo? —preguntó; se dio cuenta de que tenía la garganta seca.
Había esperado que ella respondiera con un nombre. Pero Victoria dijo, solamente:
—El hombre al que he de matar.
Yaren quiso preguntar algo, pero la mirada de Victoria, una vez más, le dio escalofríos, y permaneció callado. Sin embargo, no pudo evitar pensar, inquieto, que al verlos abrazados, compartiendo aquella extraña comunicación silenciosa, le había parecido ver en ellos más ternura que odio o rencor.
—¿Sabes usar esa espada? —preguntó Yaren al día siguiente.
—No —reconoció Victoria—. Nunca me han enseñado a pelear con espada.
—Lo suponía —asintió él—. No puedes luchar con el báculo y la espada a la vez. Cuando te enfrentaste a nosotros usaste el báculo; está claro que esa espada no es tuya.
—Ahora lo es —repuso ella con suavidad.
Yaren la miró un momento, pensativo.
—Puedo enseñarte a manejarla. No soy un gran experto, pero algo he aprendido en mis años con los bandidos.
Victoria lo miró.
—A cambio, sería todo un detalle por tu parte que me convirtieras en un mago completo —añadió él como si tal cosa.
Victoria siguió mirándolo. Yaren se removió, incómodo.
—Vale, no he dicho nada —se rindió—. Pero te enseñaré de todas formas. No sé quién es el tipo de negro, pero sí sé que es un asesino. Sabrá usar todo tipo de armas. Si vas a enfrentarte a él, más vale que sepas lo que haces.
Victoria no le preguntó cómo lo había averiguado. Sabía que entre los humanos de Nandelt era costumbre que sólo los asesinos vistieran de negro.
El viaje a través de Nangal fue lento e incómodo. Las nieblas cubrían la tierra durante gran parte de la mañana y de la tarde, y sólo en la hora más calurosa del día lograban los tres soles despejar la bruma que cubría el camino. Victoria habría seguido de todos modos, con niebla o sin ella, pero Yaren se las arregló para convencerla de que avanzaran sólo con tiempo despejado. Así aprovechaban la mañana y la tarde para practicar con la espada.
El arma de Yaren era una espada vieja y ya algo herrumbrosa, nada en comparación con la magnífica Domivat, pero no tenían nada mejor, por el momento.
Victoria no era tan torpe como él había supuesto. Se movía ágil y segura, y parecía saber muy bien cómo y cuándo descargar los golpes. Sin embargo, era inevitable que al principio manejara la espada como lo habría hecho con el báculo, y Yaren tuvo que enseñarle cómo sostenerla, corregirle posturas y movimientos.
La forma de luchar del bandido no era ni mucho menos tan noble y elegante como la de un caballero de Nurgon. Nada de fintas, movimientos complejos ni florituras. Fuerte y directo, y si se podía hacer trampa y aprovechar una desventaja del rival, mejor. Victoria no hizo ningún comentario al respecto. Se limitó a tomar nota y a aprender todo lo que Yaren le enseñaba.
Pasaron por varias aldeas a lo largo del camino. La primera de ellas contaba con una pequeña posada, y Victoria se dirigió a ella sin vacilar.
—No tenemos dinero —le recordó Yaren, incómodo, pero ella no lo escuchó.
El comedor no estaba muy concurrido. Había un grupo de aldeanos bebiendo junto al fuego, un abuelo que dormitaba en un rincón y un muchacho que trataba de llamar la atención de la camarera. Todos ellos vestían ropas de tonos grises, como era costumbre en Nangal.
Yaren se fijó en una mesa semioculta entre las sombras, en un rincón. Tres szish estaban allí sentados, acabando su cena. Cogió del brazo a Victoria.
—Tenemos que marcharnos de aquí —susurró; ella le dirigió una breve mirada, y Yaren se apresuró a soltarla.
Los szish se volvieron hacia ellos, los tres a una. Los habían visto.
Yaren retrocedió un par de pasos, tenso. Victoria se quedo quieta y los miró con calma.
Lentamente, los tres hombres-serpiente se levantaron y se aproximaron. Yaren se llevó la mano al pomo de su espada, con el corazón latiéndole con fuerza, presintiendo un peligro pero sin saber si debían huir, luchar o esperar. Victoria no se movió.
Los szish hicieron entonces algo sorprendente. Inclinaron la cabeza ante Victoria, en señal de respeto, y el que parecía ser el líder siseó:
—Sssed bienvenida a esssta casssa, dama Lunnaris. Victoria no dijo nada. Siguió mirándolos, serena. El posadero acudió corriendo ante ella.
—¿Señora? —preguntó, inseguro.
El szish lo miró con cierto desprecio.
—El príncipe Kirtasssh ha ordenado que ssse honre a esssta mujer como a la futura emperatriz de Idhún —dijo—. Harásss bien en ofrecerle tu mejor habitación y una cena digna de ella. El posadero inclinó la cabeza, temblando. Yaren miró a Victoria con sorpresa, pero ella no dijo nada.
Inclinó la cabeza con gentileza y los tres szish correspondieron a su saludo. La joven se aposentó en una mesa junto al fuego. Tras un breve instante de duda, Yaren la siguió. Los hombres-serpiente terminaron de cenar, pagaron y subieron a sus habitaciones. Cuando los perdieron de vista, Yaren se inclinó hacia delante para preguntar en voz baja:
—¿Futura emperatriz de Idhún? ¿Qué relación tienes tú con Kirtash?
Ella tardó un poco en responder.
—Mi destino era otro bien distinto —dijo—. Pero ese destino ya no se cumplirá. De modo que ahora quiere que ocupe el lugar que, según él, le corresponde al último unicornio del mundo.
—Señora de todos nosotros —comprendió Yaren, sobrecogido—. ¿Qué otra podría estar a la altura del hijo del Nigromante? —Apretó los puños, furioso—. Maldita sea su estampa. El hijo del hombre que exterminó a los unicornios pretende tomar como compañera al último de ellos.
Victoria no vio la necesidad de contestar.
—¿No te molesta? —preguntó él, un poco sorprendido—. ¿No tienes miedo de que te obligue a cumplir su voluntad?
—No —replicó Victoria—. En otro tiempo, incluso habría aceptado de buena gana —reconoció, para sorpresa de Yaren—. Pero eso acabó. De todas formas, no me importa volver a encontrarme con él. Al fin y al cabo, Kirtash es la persona a quien he de matar.
Yaren se echó hacia atrás, estupefacto. Recordó al joven de negro que había acudido a hablar con la muchacha, varias noches atrás. Como todos los idhunitas, Yaren había oído hablar de Kirtash, el hijo del Nigromante. Pero jamás lo había visto.
La revelación de que aquel misterioso joven era el mismísimo Kirtash lo dejó sin aliento. Y recordó de nuevo la extraña escena que había contemplado aquella noche.
—No lo entiendo —murmuró—. Él sabe que quieres matarlo, ¿verdad? ¿Por qué ha ordenado a todos que te honren y te respeten?
Victoria lo miró un momento y esbozó una breve y amarga sonrisa. Yaren se estremeció. Nunca antes la había visto sonreír, pero aquella sonrisa no era mucho mejor que el gesto serio que ella mostraba habitualmente.
Ató cabos y comprendió muchas cosas, y aunque las piezas de aquel rompecabezas empezaban a encajar, lo que le revelaban parecía demasiado absurdo para ser real.
«El la ama —pensó—. Por todos los dioses, ese miserable se ha enamorado de ella».
Quiso preguntarle a Victoria acerca de sus propios sentimientos, pero algo en su expresión le dijo que era mejor mantener la boca cerrada.
Cruzaron otros pueblos en su camino hacia Alis Lithban. En todos ellos fueron recibidos de manera similar. Se había corrido la voz de que Lunnaris, la doncella unicornio, estaba atravesando aquellas tierras. Probablemente muchos dudaran de que ella fuera en verdad un unicornio; pero se había ordenado que fuera bien tratada, de modo que en todas partes encontraban cobijo y alimento.
En una de las casas donde fueron acogidos, Victoria pudo cambiar por fin sus gastadas ropas. Los pantalones todavía le servían, pero la camisa, aunque se las había arreglado para lavarla a menudo en arroyos y manantiales, estaba deshilachada y tenía las mangas desgarradas. La dueña de la casa le proporcionó otras botas, y una túnica corta de color gris, que ella se puso por encima de los pantalones y se ajustó a la cintura.
Yaren también cambió de aspecto. Se lavó a conciencia, se recortó el pelo y se afeitó, y consiguió que le dieran algo de ropa. Dos días antes, en el pueblo anterior, habían tratado de separarlo de la dama Lunnaris y llevarlo ante la justicia. Le había costado mucho convencerlos de que era el acompañante de la muchacha, y sólo cuando Victoria intervino, con serenidad pero con firmeza, se avinieron a soltarlo. Yaren había comprendido que, si quería seguir junto a Victoria, tendría que parecer un poco menos rufián de lo que era.
Para su decepción, la chica no hizo ningún comentario cuando lo vio con su nuevo aspecto. De todas formas, Yaren había comenzado a acostumbrarse a su mirada vacía, a aquellos grandes ojos oscuros que antaño, sospechaba, habían estado llenos de calidez y expresividad, pero que ahora no eran más que dos pozos sin fondo que miraban casi sin ver.
Sí, la mirada de Victoria le había dado escalofríos desde el primer día, desde el momento en que ella había matado al jefe de la cuadrilla de bandidos sin pestañear siquiera. Yaren no entendía del todo qué había en aquella mirada, pero estaba empezando a intuir que se trataba de una extraña indiferencia casi inhumana. A Victoria no parecía importarle nada de lo que sucediera a su alrededor. Se movía casi como en un sueño, como si nada de lo que viviera fuera real. Para ella sólo existían dos cosas: su voluntad de matar a Kirtash y lo que quiera que le sucediera por dentro. Yaren ignoraba qué diablos le había pasado a Victoria antes de que él la conociera, pero sí sabía que había algo en su interior, un dolor profundo que no compartía con nadie, y que era lo que, de alguna manera, había erigido una muralla entre ella y el resto del mundo.
Pero aún tardó varios días más en descubrir algo sobre la naturaleza de aquel dolor.
Fue cuando ya dejaban atrás la Tierra Gris y empezaban a abrirse las brumas en el horizonte. El paisaje llano comenzó a verse salpicado por bosquecillos de árboles raros y delicados, cuyas ramas, troncos y raíces formaban curiosas figuras, casi como si hubieran sido modelados por un artista de gusto exquisito.
—Alis Lithban está cerca —dijo Yaren cuando Victoria se detuvo un momento a contemplar los árboles—. Se dice que el bosque entero parece un capricho de los dioses. Que es como si cada árbol hubiera sido cincelado por la propia Wina en persona.
A pesar de ello, no se sorprendieron cuando encontraron la cabaña de un leñador. Aquellos bosques eran el único lugar donde las gentes del sur de Nangal podían obtener madera.
El leñador era un hombre tosco y desagradable, pero los acogió en su casa aquella noche. Mientras tomaban la sopa, y el leñador se quejaba del mal tiempo que habían sufrido en los últimos días, su hijo, un chiquillo que no pasaría de los siete años, iba y venía entre la cocina y el comedor, llevándose platos y trayendo más cosas. Yaren se fijó en que caminaba con la cabeza gacha y no se atrevía a mirar a su padre.
Y entonces sucedió. El niño tropezó con algo y dejó caer el plato con la comida de Victoria. El recipiente se estrelló contra el suelo y se rompió.
Su padre lanzó un juramento.
—¡Serás torpe! ¡No vales para nada, estúpido!
Disparó su manaza contra el rostro del pequeño, con tanta fuerza que lo lanzó hacia atrás. El niño jadeó, aterrorizado, y trató de retroceder, a gatas, pero el leñador lo golpeó de nuevo.
No hubo una tercera vez.
Victoria se interpuso entre ambos. El hombre fue a apartarla, furioso, pero la mirada de ella no admitía réplica.
—Basta ya —dijo Victoria solamente.
No levantó la voz. No era una amenaza, ni tampoco un ruego, ni siquiera una orden. Pero el enorme leñador se sintió bardado ante ella, y retrocedió, temblando.
Victoria se inclinó junto al niño. Tenía la mejilla hinchada y el labio partido, pero se esforzaba por no llorar. La chica alzó los dedos para rozarle el golpe, y el chiquillo se encogió sobo sí mismo.
—No tengas miedo —dijo ella.
Temblando, el niño tragó saliva y se quedó donde estaba. Victoria posó las yemas de los dedos sobre el rostro del pequeño y dejó que su magia fluyera hacia él.
Lo había hecho docenas de veces, con heridas mucho más graves. La energía pasaba a través de ella y regeneraba los tejidos, cicatrizaba las heridas, desterraba la ponzoña y sanaba infecciones.
Pero en aquella ocasión, la magia actuó de forma muy distinta.
Todo estaba saliendo bien, en apariencia. Pero el niño se mostraba cada vez más nervioso; temblaba, y respiraba agitadamente, y llegó un momento en que no pudo soportarlo más y retrocedió, con un grito y lágrimas en los ojos.
—No quiero —suplicó—. Por favor, no sigas. No me lo hagas otra vez.
Victoria lo miró un momento, desconcertada. Los ojos del chiquillo estaban llenos de miedo. La miraba como si fuera un monstruo… un monstruo aún más aterrador que su propio padre.
Se oyó una exclamación ahogada, y la madre del niño corrió junto a él y lo estrechó entre sus brazos. Yaren se preguntó dónde había estado ella todo aquel tiempo, y comprendió que no se atrevía a enfrentarse a su marido. Pero, por alguna razón, le parecía mucho más fácil plantar cara a Victoria.
«Eso es porque no la ha mirado a los ojos», pensó el semimago.
La madre se volvió hacia ellos, aún abrazando a su hijo.
—Por favor, marchaos —suplicó.
Yaren iba a replicar, airado, pero Victoria asintió, sin una palabra, y fue a recoger sus cosas. El joven no tuvo más remedio que seguirla.
No se despidieron.
Aquella noche tuvieron que dormir al raso, pero a Victoria no parecía importarle. Cuando ya llevaban un rato en silencio, contemplando las llamas de la hoguera, Yaren se arriesgó a preguntar:
—¿Qué le has hecho al niño?
—Lo estaba curando —respondió ella con voz neutra.
—¿Curando? —repitió Yaren—. Pues parecía que le estabas haciendo aún más daño que el bestia de su padre. ¿Qué clase de magia estabas usando?
—No es la magia —replicó ella—. Soy yo.
No dijo nada más, y Yaren no preguntó.
Pero Victoria no pudo dormir aquella noche. Por primera vez desde la muerte de Jack le preocupaba algo que no tenía que ver con él, ni con Christian.
Sabía exactamente qué era lo que había sucedido aquella noche. La magia que Victoria recogía del ambiente era pura, pero tenía que pasar a través de ella cuando la transmitía a otras personas. Y sin querer arrastraba parte de lo que ella llevaba dentro. Hasta hacía poco, la magia de Victoria había estado impregnada de dulzura, cariño, amor…
«Ahora sólo hay dolor —pensó ella—. Vacío. Y oscuridad».
Eso era lo que había transmitido al hijo del leñador al tratar de curarlo. Eso era lo que el niño no había sido capaz de soportar.
«Si ya no puedo entregar la magia, si sólo puedo proporcionar sufrimiento… ¿qué me queda? —se preguntó—. ¿Qué sentido tiene mi vida?».
Recordó lo que Christian le había dicho varias noches atrás. «Si me matas, ¿qué harás después?».
«No habrá un después —había respondido ella—. Es por eso por lo que debo matarte».
Se durmió poco antes del primer amanecer, con una siniestra sonrisa en los labios.