11
Lo más preciado que puede entregar un unicornio

Kimara no se había movido del lugar donde la habían dejado. Estaba encogida sobre sí misma, al pie de la roca, muy quieta, y eso no era habitual en ella, siempre tan activa y nerviosa. Alzó la cabeza al verlos aparecer entre las brumas.

Se quedó sin aliento. Victoria avanzaba hacia ella, seria y serena. Y junto a ella, caminando en silencio, despacio…

La semiyan se dejó caer de rodillas sobre el polvo, con los ojos llenos de lágrimas. Cuando la joven y el dragón llegaron frente a ella, bajó la cabeza, temblando, con reverencia.

—Kimara —dijo el dragón, con una voz profunda y cadenciosa, que sin embargo tenía la suavidad y el cariño de la voz de Jack—, por favor, no hagas eso. Levántate.

Kimara tardó un poco en alzar la cabeza. Pero siguió de rodillas ante él. Lágrimas de emoción surcaban sus mejillas.

—Sabía que eras tú —murmuró—. El dragón que volaba sobre las montañas. Pensé que lo había soñado, pero no, lo vi de verdad. Y cuando te vi con los limyati… supe que eras tú, aunque ya no parecieses un dragón. Me lo dijo el corazón.

Victoria la miró, extrañada.

—¿Qué quieres decir con que volaba sobre las montañas?

El dragón estiró el cuello y dejó escapar un suave sonido gutural. Entonces cerró los ojos y volvió a transformarse en Jack.

Fue sencillo, al menos al principio; pero, cuando regresó a su cuerpo humano, se vio preso de una extraña debilidad, se le doblaron las piernas y tuvo que apoyarse un momento en Victoria. Y se sintió oprimido, como si estuviese encarcelado en una celda demasiado pequeña. Respiró hondo y, poco a poco, aquella angustiosa sensación fue disipándose.

—Vi a un dragón volando sobre las montañas —estaba explicando Kimara—, un par de días antes de conoceros a vosotros.

Jack y Victoria cruzaron una mirada.

—Pero eso es imposible —dijo Victoria—. Jack nunca se había transformado en dragón, ésta es la primera vez… y no quedan más dragones en Idhún. Seguramente te confundiste con otra cosa, tal vez un shek.

—No, no, no —negó Kimara, moviendo la cabeza con nerviosismo—. Era un dragón. Lo sé. Era… era Jack —concluyó, mirándolo con cierta timidez.

Victoria iba a responder, cuando Jack dijo de pronto:

—Sí. Sí, es verdad, era yo. —Se volvió hacia Victoria, un poco desconcertado—. Era eso lo que no recordaba, Victoria. Así fue como escapamos del árbol. Me transformé en dragón y te llevé volando… y luego… luego perdí el sentido.

—¿Y lo olvidaste todo? —Victoria ladeó la cabeza, perpleja—. ¿Me estás diciendo que hace diez días que te transformaste en dragón por primera vez, y no lo recordaste? Y tú —añadió, volviéndose hacia Kimara— ¿por qué no nos lo dijiste?

—¿Cómo iba a saber que Jack nunca se había transformado?

Victoria no sabía si reír, llorar o enfadarse.

—Podríamos habernos ahorrado todo el viaje a través del desierto.

—Pero yo debía venir aquí, Victoria —dijo Jack entonces—. No me arrepiento de haber conocido el lugar donde nací.

Ella lo miró y sonrió, comprendiendo.

Buscaron refugio en las ruinas de la Torre de Awinor, debajo de los elegantes arcos que habían presidido la entrada. La mayoría se habían derrumbado ya hacía tiempo, pero las grandes piedras les proporcionaron cobijo en aquella tierra de hueso y ceniza.

Jack sabía que no sería fácil salir de allí; las gentes de Ashran los aguardarían en cada camino y cada senda que saliese de la tierra de los dragones, pero no quiso tocar el tema aquella noche: los tres necesitaban descansar. Al día siguiente decidirían qué hacer.

Le costó conciliar el sueño, sin embargo. Incluso cuando ya hacía rato que Victoria se había dormido entre sus brazos, como todas las noches, él seguía contemplando las pavesas de la hoguera, con gesto preocupado.

Tampoco Kimara se había dormido.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó ella. Jack sacudió la cabeza.

—No, es este lugar. Me recuerda constantemente que todos los dragones están muertos. Que soy el último de mi raza. Es… —intentó encontrar palabras para expresarlo— como si todo Awinor me susurrase que nuestro tiempo ya pasó, que yo estoy fuera de lugar, que no debería existir. Que debería ir… con todos los demás dragones, donde quiera que estén. En el cielo de los dragones, si es que existe algo así.

Kimara asintió, aunque no había entendido del todo sus Últimas palabras.

—Yo tengo un mal presentimiento —dijo—. Los vientos se mueven, las arenas cambian. Debemos estar alerta.

Jack la miró, interrogante, pero ella no dijo nada más.

Terminó por dormirse, sintiendo junto a él la cálida presencia de Victoria. Kimara, en cambio, permaneció despierta toda la noche, vigilante.

Se despertó de golpe horas más tarde, con el corazón latiéndole con fuerza, y miró a su alrededor, alerta. Todavía era de noche, pero una fina línea rosa empezaba a pintar el horizonte.

Se levantó de un salto, despertando a Victoria. Kimara estaba cerca; había trepado a una de las gigantescas losas que habían formado los arcos y desde allí, en cuclillas, escudriñaba el horizonte, escuchando con atención. Jack se reunió con ella.

—¿Oyes algo? —susurró.

—No, y tampoco veo nada. En apariencia no hay nada que temer, pero…

—Shek —cortó Jack, sombrío—. Hay un shek por aquí cerca, lo noto.

—Pero los sheks no se atreven a entrar en Awinor.

—Yo conozco a uno que se atreve a eso y a mucho más —masculló el chico.

—No es él —replicó Victoria, rozando su anillo con la yerna del dedo—. Christian está muy lejos de aquí.

Por toda respuesta, Jack desenfundó su espada y se volvió hacia todos lados, ceñudo.

—Huele a serpiente —insistió—. ¿No notáis el frío?

Victoria asintió. Lo percibía; quizá no con tanta claridad como Jack, pero sí sentía la presencia de un shek, como habría sentido la presencia de Christian sin necesidad de verle.

Kimara no, y por eso, tal vez, en lugar de mirar hacia todos lados, como hacían sus compañeros, clavó sus ojos en Jack, indecisa.

El muchacho había abandonado los restos del pórtico y caminaba al aire libre. Quizá tiempo atrás habría ido con más cuidado, habría intentado ocultarse; pero ahora era un dragón y lo que sentía hacia los sheks no era miedo, sino odio. Estaba deseando que la serpiente saliese de su escondite y plantara cara, para pelear y matarla, tal y como su instinto le exigía.

No contó con que un shek no atacaría de frente, sino por detrás. Y así no vio a la serpiente que se agazapaba sobre la bóveda, encima de él, y a la que acababa de dar la espalda.

Shissen se había cansado de esperar a que el dragón volviese a salir de Awinor. Sentía su presencia cerca, muy cerca, y deseaba hacerle pagar las heridas que había recibido. El odio y la sed de venganza habían sido más fuertes que el respeto hacia el cementerio de los enemigos ancestrales, de modo que había abandonado su puesto de vigilancia y se había deslizado hasta las ruinas de la torre, donde su instinto le decía que se escondía el dragón.

Lo vio salir de su refugio. Llevaba desenvainada aquella abominable espada de fuego, pero estaba de espaldas a ella, y Shissen no quería desaprovechar la oportunidad.

Se lanzó sobre él desde lo alto, silenciosa y letal, con las fauces abiertas, dispuesta a triturar aquel ridículo cuerpo humano que ocultaba al último dragón.

Kimara vio la sombra del shek recortándose sobre la ceniza que cubría el suelo, supo lo que iba a pasar. Sin pensar en lo que hacía gritó el nombre de Jack y echó a correr hacia él.

Jack se volvió, con la espada en alto, y vio la serpiente abalanzándose sobre él. Se dispuso a luchar, aun sabiendo que lo habían cogido por sorpresa, pero una veloz sombra se interpuso entre él y su atacante, en un intento desesperado por protegerlo. Aterrado, Jack vio cómo las fauces del shek se cerraban sobre el cuerpo de Kimara, cómo la criatura alzaba la cabeza s escupía a su presa a un lado, con desprecio, al darse cuenta de que no era el dragón que buscaba. Jack oyó a Victoria chillar el nombre de Kimara, percibió que echaba a correr hacia ella, pero de sus propios labios no salió ni una sola palabra. Temblando de cólera, de odio, de rabia y desesperación, el muchacho arrojó la espada a un lado. Shissen se lanzó sobre él, con un chillido de ira; Jack rugió, sintiendo que la fuerza del dragón se apoderaba de su cuerpo, y se abandonó a él, de buena gana.

Shissen se encontró de pronto luchando contra un furioso dragón dorado. La sorpresa duró sólo unos segundos; enseguida, la hembra shek enrolló su largo cuerpo anillado en torno al de su enemigo, intentando asfixiarlo con su abrazo, mientras sus letales colmillos buscaban un lugar donde clavarse entre las escamas doradas.

Jack estaba loco de rabia. No sabía si Kimara seguía viva o no, pero la simple posibilidad de que la valiente semiyan hubiera muerto por culpa de aquella serpiente, que ni siquiera la buscaba a ella, lo enfurecía hasta hacerle perder el control. Notó sus colmillos hincándose en su hombro, sabía que su veneno era mortal, pero no le importó. Hundió una garra en una de las alas de Shissen, desgarrándola. Sus ojos se encontraron un momento, y Jack sufrió un agudo y salvaje aguijonazo en el cerebro que le hizo rugir de dolor. Volvió la cabeza, sintiendo que le iba a estallar, y exhaló una violenta llamarada a la cara de la serpiente, que chilló agónicamente.

El shek aflojó un momento su presa. Jack no lo dudó: abrió las fauces y mordió con furia el esbelto cuello de su enemigo. Lo oyó chillar, pero eso sólo le hizo cerrar las mandíbulas con más fuerza. Sacudió la cabeza con furia. Notó que le rompía el cuello…

… Y la presión cedió de pronto. Jadeando, Jack se desembarazó del cuerpo del shek. Estaba agotado, y el veneno que la criatura le había inoculado se extendía por su cuerpo, agarrotándolo. Pero se sentía maravillosamente bien… porque había matado a un shek.

Si se paraba a pensarlo, resultaba espeluznante.

Pero no lo hizo. Se arrastró como pudo hasta el lugar donde Victoria trataba de curar a Kimara. La muchacha alzó hacia él sus ojos llenos de lágrimas.

—Se va a morir, Jack.

Jack se dejó caer sobre el suelo, sin fuerzas, pero batió la cola con furia.

—¡No! Victoria, cúrala, haz algo, no la dejes… no puedes dejarla morir. ¡No es justo!

Victoria contempló el rostro de la semiyan, su cuerpo roto por culpa de los colmillos de la serpiente, y sintió un nudo en la garganta. Apreciaba de veras a Kimara, y, además, ahora se sentía en deuda con ella. Y supo cómo podía ayudarla, y qué era lo que debía hacer.

—Apártate un poco, Jack —dijo—. Déjanos solas.

Jack la miró y abrió la boca para replicar, pero había algo en sus ojos que le hizo cambiar de idea. Asintió y se arrastró un poco más lejos, con el corazón encogido. El veneno del shek recorría sus venas; pero los dragones llevaban siglos luchando contra los sheks, y su cuerpo estaba preparado para soportar aquello, al menos durante unos minutos más.

Él tenía esos minutos; Kimara, probablemente, no. De modo que Jack dejó caer la cabeza entre las zarpas y esperó.

Victoria acunó a Kimara entre sus brazos. Algo en su frente lucía como una estrella cuando empezó a hablarle al oído:

—Lo has dado todo por nosotros, Kimara. Has perdido a Jack, y a pesar de ello has seguido a nuestro lado y le has salvado la vida. No te imaginas lo mucho que te debo. Podría curarte, podría devolverte la vida, pero eso no saldaría la deuda que tengo contigo, porque él es para mí mucho más importante que mi propia vida. Por eso quiero darte algo más, lo más valioso que puedo ofrecerte, lo más preciado que puede entregar un unicornio.

Cuando terminó de hablar, ya no era una muchacha de quince años, sino un unicornio de color perla, y sus largas crines acariciaban el rostro de la semiyan. Sintió que la vida se escapaba rápidamente de su cuerpo, pero también percibió que Kimara seguía peleando por cada gota de energía, por cada segundo de existencia, con valentía, con tesón. El unicornio sonrió e inclinó la cabeza sobre ella. La rozó con suavidad, deslizando su cuerno espiralado sobre la piel de ella. La energía fluyó a través del unicornio, a través de su cuerno, pura, limpia y vivaz como un arroyo de las altas montañas, llenando a Kimara por dentro, expulsando el veneno del shek y curando las heridas de la joven. Victoria cerró los ojos, aún sonriendo. Era hermoso, era una experiencia maravillosa la que estaban compartiendo las dos, y supo que en aquel momento se había creado un vínculo entre ambas que nada podría romper.

Se sentía agotada, porque aquel lugar estaba muerto y había tenido que poner en juego todo su poder para extraer el máximo de energía del aire, los restos de magia que flotaban en el ambiente, desprendidos de las ruinas de la torre, que no en vano había sido uno de los núcleos de poder de la Orden Mágica. Pero no quiso transformarse en humana de nuevo, aún no. Aguardó con paciencia hasta que Kimara abrió los ojos y la vio.

Los ojos de la semiyan se agrandaron de la sorpresa. Después, su mirada se dulcificó, y dos lágrimas de alegría rodaron por sus mejillas. Alzó la mano, vacilante, para acariciar el cuello del unicornio, pero se detuvo a medio camino. Se miró los dedos, asombrada. Había algo chispeante en ellos, algo nuevo, vibrante. Alzó la cabeza al darse cuenta de que ese cosquilleo la llenaba por dentro, haciéndola sentir maravillosamente viva.

—¿Qué… qué me pasa?

—Es la magia —dijo su compañera con suavidad—. Eres una maga, Kimara.

Ella se volvió para mirarla, pero el unicornio había desaparecido. A su lado sólo estaba Victoria.

Los ojos de las dos se encontraron. Y Kimara comprendió muchas cosas.

—Gracias —dijo simplemente.

—Gracias a ti —respondió Victoria con sencillez.

Algo se abalanzó sobre ellas, abrazándolas, y por un momento tuvieron la sensación de que se asfixiaban. Pero sólo era Jack, de nuevo transformado en humano, que las estrechaba, loco de alegría.

Victoria curó a Jack con sus últimas fuerzas y después durmió muchas horas seguidas. Jack la sostuvo todo aquel tiempo.

Mientras ella iba, lentamente, recuperando la energía que había perdido. Kimara se sentía todavía perpleja por todo lo que había sucedido.

—Soy una maga —dijo, maravillada—. Y ahora, ¿qué he de hacer?

—Lo poco que sé de los magos es que perfeccionan su arte en las torres de hechicería —dijo Jack, mientras descansaban todavía en el pórtico en ruinas, y Victoria dormía profundamente entre sus brazos—. Como esta en la que nos encontramos ahora, pero ya no quedan torres. Todas las que había fueron destruidas o conquistadas por Ashran.

Kimara contempló en silencio los restos de la Torre de Awinor.

—Algún día —se prometió a sí misma— reconstruiré esta torre. Para que vuelva a ser la puerta al reino de los dragones.

—La magia puede resucitar en el mundo —dijo Jack, contemplando a Victoria con cariño—, pero los dragones no, me temo.

—Tú puedes tener hijos —replicó Kimara con desenfado.

Jack enrojeció hasta la raíz del cabello. Pensó inmediatamente en Victoria, y por primera vez se preguntó qué clase de bebés nacerían de una pareja formada por un dragón y un unicornio. Sacudió la cabeza para rechazar aquellos pensamientos.

No pudo evitar pensar, con inquietud, que ya había empezado, que Victoria ya estaba consagrando a más magos en Idhún. Kimara era sólo la primera de una nueva generación de hechiceros en un mundo que no había visto nacer a ninguno en quince años, y que en el futuro sólo contaría con aquellos a los que Victoria entregara su don. Se preguntó si no sería demasiada responsabilidad para ella. De momento había elegido bien, pensó. Kimara se merecía el don de la magia. Pero en el fondo sabía que Victoria no la había escogido con la cabeza, sino con el corazón. Y el corazón muchas veces es ciego en sus elecciones.

Como el instinto.

Los ojos de Jack se detuvieron un momento en la sombra del cuerpo del shek al que había matado… y se le ocurrió una idea, una idea descabellada pero que, si tenía éxito, podría sacarlos de allí a los tres.

El puente de Namre, tendido sobre el gran río Adir, que vertebraba la tierra de Nandelt, solía estar siempre vigilado. No sólo porque unía dos reinos importantes, como lo eran Dingra y Raheld, sino también porque era el único puente lo bastante amplio como para dejar pasar los grandes carromatos cargados de las armas que fabricaban los artesanos de Thalis para los estudiantes de la academia de Nurgon.

La fortaleza de Nurgon había sido destruida tiempo atrás por los sheks, pero los carros aún seguían cruzando el puente de cuando en citando, abasteciendo el gran ejército del rey Kevanion.

Aquella noche estaba previsto el paso de un nuevo cargamento. Pese a ello, la vigilancia en el puente era la habitual… al menos en apariencia. Porque, a pesar de que los guardias eran los de siempre, tres szish y dos humanos, en el agua se agazapaba un shek, enviado por Ziessel, la gobernante de Dingra, para controlar que las armas cruzaban la frontera sin contratiempos.

En el pasado habían tenido problemas con bandidos, ladrones y rebeldes. Los sheks no se sentían amenazados por ellos; pero, por si acaso, mantenían en secreto las fechas de entrega de las armas, y enviaban a uno de los suyos a vigilar el puente la noche en que cruzaba el carromato… también en secreto, puesto que su presencia habría puesto sobre aviso a los rebeldes.

De modo que allí estaba Kessh, agazapado bajo el puente, las alas replegadas en torno a su cuerpo de reptil, aguardando la llegada del cargamento. Los guardias humanos no lo habían detectado; los szish sí sabían que él estaba allí, pero no lo habían dejado traslucir.

El cargamento llegó a la hora prevista. Kessh oyó las ruedas en el camino mucho antes de que torcieran el recodo y la luz de los faroles del puente iluminara el carromato. Escuchó cómo la capitana, una hembra szish, pedía los datos del carro. Oyó al conductor, medio dormido, explicar que su destino era el palacio real de Aren.

El registro fue breve y rutinario. Kessh seguía en silencio bajo el puente, estudiando la escena con atención.

—¡Barcaza viene! —anunció entonces el vigía.

Kessh alzó la cabeza y siseó por lo bajo. La capitana también siseó, sorprendida y molesta. Las barcazas que recorrían el río estaban siempre amarradas por la noche.

El shek la vio enseguida. Era ciertamente grande, y parecía pesada, a juzgar por la forma en que se hundía en el agua. Tenía todo el aspecto de ser uno de los barcos que transportaban mercancías desde las ciudades gemelas de Les y Kes hasta Puerto Esmeralda, el centro portuario más importante de Nandelt.

Desconfió inmediatamente.

La capitana corrió al centro del puente.

—¡Essstad atentosss! —ordenó a su guardia.

Todos prepararon las armas y permanecieron alerta, mientras la barcaza se deslizaba río abajo indolentemente. La vieron aproximarse y esperaron que se detuviera. Si ellos no alzaban el puente, la barcaza no podría pasar.

—¿Quién va? —exigió saber el vigía.

Todos aguardaron a que el capitán de la embarcación, o algún otro oficial, saliera a la cubierta para dar explicaciones. Pero nadie dijo nada.

—No se para —avisó uno de los guardias humanos, inquieto.

—Puede ser que se haya soltado de su amarre y vaya a la deriva —dijo otro.

—¡Ssssilencio! —ordenó la capitana.

Kessh percibió en su mente que ella estaba esperando instrucciones. Los szish eran muy capaces de arreglárselas solos, pero estaban acostumbrados a obedecer ciegamente las órdenes del shek que tuvieran más cerca.

Y eso fue lo que perdió aquella noche a la guarnición del puente de Namre.

Porque Kessh no estaba en condiciones de asumir el mando.

Había alzado un poco la cabeza sobre las aguas y seguía con la vista clavada en la barcaza. Sabía que no era un barco a la deriva. Había gente dentro, percibía el calor de sus cuerpos. Pero había algo más, algo grande, que también emitía calor y que despertaba en él un sentimiento difícil de controlar.

Kessh trató de reprimir el odio ancestral que palpitaba en su interior, intentó pensar con claridad, pero no fue capaz. Aquello que se ocultaba en la barcaza lo volvía loco de ira, necesitaba ver qué era, necesitaba matarlo. Y, abandonando toda precaución, salió del agua con un furioso siseo y se lanzó contra la embarcación, dispuesto a triturarla entre sus anillos.

Antes de que se diera cuenta se había abierto una compuerta en la cubierta de la nave, y tina bola de fuego salía disparada de ella. Kessh siseó, aterrado, y quiso retroceder, pero era demasiado tarde. El fuego le dio de lleno, y el shek cayó pesadamente al agua, en una nube de vapor. Aún pudo alzar la cabeza hacia la barcaza antes de que un grupo de humanos salieran a cubierta, armados hasta los dientes, y empezaran a atacarlos. Lo último que pudo hacer, antes de que un hombre que olía como una bestia hundiese en su cráneo tina espada que relucía con el brillo de un arma legendaria, fue enviar un aviso telepático a Ziessel, alertándola de que un dragón viajaba río abajo oculto en una barcaza mercante.

La capitana szish contempló la muerte del shek sin dar crédito a sus ojos, pero reaccionó rápido.

—¡Rebeldesss! —gritó—. ¡Defended el puente!

«Y las armas», pensó. Pero en ningún momento se volvieron sus ojos hacia el carromato que había de cruzar el puente aquella noche. Sabía que los dos soldados humanos sí lo habían hecho, pero estaba acostumbrada a lidiar con su estupidez.

Los rebeldes estaban ya en la cubierta de la barcaza. Eran cinco, como ellos, pero los lideraba un hombre de aspecto extraño, cuyos ojos relucían como los de una bestia. Ilea, la luna mediana, estaba llena aquella noche, y la capitana pudo ver, bajo su pálida luz verdosa, que sus rasgos no parecían del todo humanos. Sus orejas eran más grandes, su rostro parecía más peludo de lo que era habitual entre los varones de su raza, incluso entre aquellos que llevaban barba, y unos colmillos animalescos asomaban de su boca, que gruñía con fiereza. Aquél era el hombre (si es que se trababa de un hombre) que había matado a Kessh, y la szish supo que debía tener cuidado con él.

Pero había otra cosa más urgente: la embarcación no se había detenido, y la corriente la arrastraba hacia ellos.

—¡Subid el puente! —gritó alguien—. ¡Van a chocar contra nosotros!

—¡No! —ordenó ella—. ¡Dejad el puente como essstá!

Si no se detenían, chocarían contra ellos y los daños serían considerables; pero entonces serían suyos. Se cargó la ballesta al hombro y disparó. Los otros dos szish la imitaron. Los humanos fueron un poco más lentos.

Una lluvia de proyectiles cayó sobre la barcaza. Los rebeldes se protegieron bajo sus escudos. Después, algunos de ellos respondieron con flechas.

—¡Preparad losss ganchosss! ¡Vamosss a abordar!

Sintió entonces una vibración en el suelo. Oyó el ruido de la polea. Se volvió con rapidez.

—¡Dejad essso, por la sssombra del Ssséptimo! —gritó, furiosa—. ¡He dicho que no sssubáisss el…!

Se interrumpió al ver que no eran sus hombres los que habían activado el mecanismo. Había alguien allí, una feérica, y junto a ella se encontraba uno de los rebeldes, empujando la enorme manivela que movía la polea. Habían matado al operario encargado de subir y bajar el puente.

«Una maga», comprendió la capitana al instante.

El suelo sufrió una nueva sacudida, y la szish estuvo a punto de perder el equilibrio. Saltó al pretil del puente y desde allí, desenvainando la espada, lanzó un grito para que sus hombres la siguieran.

Se impulsó con fuerza y saltó a la cubierta de la barcaza. Sólo la siguieron un soldado szish y tino humano. Los otros dos estaban muertos, tino abatido por una flecha y el otro por la magia de la hechicera feérica.

Los tres aterrizaron sobre la cubierta y se lanzaron a un ataque desesperado. Quedaban cuatro rebeldes en la barcaza, y uno de ellos era el hombre bestia. La capitana comprendió que, di no lo derrotaban a él, no tendrían ninguna posibilidad. Con un furioso siseo, se lanzó sobre él.

Las estocadas de la szish eran rápidas, pero pronto se dio cuenta de que aquel hombre era mucho más de lo que parecía. Había dado por supuesto que su manejo de la espada se basaría en la fuerza bruta, y, sin embargo, el humano semibestial luchaba con una técnica extraordinaria, una técnica que sólo habría podido aprender en Nurgon. Pero hacía quince años que la Academia había sido destruida, y aquel humano, o lo que fuera, no aparentaba tener más de veinticinco.

No se entretuvo en resolver aquel misterio. Siguió embistiendo, poniendo a juego toda su velocidad y su rapidez de pensamiento. Tuvo que agacharse en una ocasión porque la espada de su contrincante estuvo a punto de cortarle la cabeza.

—No passsaréisss essste puente —siseó la szish, furiosa.

Llegó a ver, por el rabillo del ojo, cómo caía su soldado humano, pero no se rindió. Veloz como un relámpago, extrajo una daga del cinto y la lanzó contra su enemigo. El rebelde aulló cuando el puñal se hundió en su carne, y la capitana giró sobre sí misma para dar una última estocada.

Para su desgracia, en aquel momento la barcaza pasaba bajo el puente, que no se había retirado por completo. El casco rozó la estructura y se bamboleó peligrosamente.

La szish perdió el equilibrio un momento.

Apenas lo había recuperado cuando la espada de su enemigo se hundió en su corazón.

Habían conquistado el puente de Namre.

Alexander estaba herido y agotado, pero eufórico. Extrajo a Sumlaris del cuerpo de la szish y corrió hasta la proa, que ya asomaba por el otro lado del puente.

—¡Daos prisa! —grito a Allegra y a Denyal, que, tras izar el puente, se habían apoderado del carromato de las armas. ¡Pronto tendremos aquí a media ciudad!

Ayudados por la magia de Allegra, no tardaron en cargar en la barcaza el contenido del carro. Aún tuvieron que librar otra pequeña escaramuza un poco más abajo, pero momentos después ya dejaban atrás Namre.

—Un shek —masculló Denyal—. ¡Maldita sea, un shek! ¿Quién iba a decirnos que habría uno de esos monstruos guardando el puente? ¡Por poco nos mata!

Alexander no dijo nada. Se había aplicado un paño a la herida sangrante. Denyal lo miró, inquieto. Aunque el joven les había advertido de los cambios que se operarían en él aquella noche, aún le costaba ver al príncipe Alsan bajo aquellos rasgos, bestiales.

Sin embargo, no cabía duda de que su transformación le había ayudado a pelear mejor en el puente; lo había visto matar nada menos que a un shek, y no podía evitar mirarlo ahora con un profundo respeto.

Suspiró. Pese a todo, aquella empresa seguía pareciéndole una locura.

Habían salido de las montañas varios días atrás, descendiendo en aquella barcaza a lo largo del río Raisar, primero y por el Adir, después. Llevaban en la bodega de la embarcación uno de los dragones de madera, un Escupefuego. A la vez que ellos, otras dos barcazas habían partido de la base rebelde, desde puntos diferentes, cada una con un dragón en su interior. Una de ellas descendía por el río Estehin. La otra bajaría por el mismo río Adir, entre Les y Kes, las ciudades gemelas, y acabaría por llegar también a Namre. Tenían que reunirse las tres más o menos a la altura de Even, donde los tres grandes ríos se untaban. Al principio, Denyal había dado por supuesto que Alexander llevaba los dragones al bosque de Awa, la morada de los feéricos, que todavía resistía al imperio de los sheks. Sin embargo, las intenciones de Alexander eran otras.

—¡Nurgon! —había gritado al enterarse el líder de los Nuevos Dragones—. ¿Quieres llevar mis dragones a Nurgon?

—Quiero que la fortaleza de Nurgon sea nuestra base, sí —había replicado Alexander con calma.

—¡Nurgon ya no es una fortaleza! Antaño fue un gran castillo, sí, pero hoy día sólo es un montón de ruinas. ¡Y además en tierra enemiga!

Kevanion de Dingra había sido el único rey de Nandelt que se había aliado con los sheks sin reservas. Se decía incluso que había ido a rendir pleitesía al mismo Ashran a la Torre de Drackwen. No era, como Amrin de Vanissar, un vasallo por obligación. Tampoco era un vasallo por miedo, como la reina Erive de Raheld. Era leal a las serpientes hasta el punto de haberse negado a apoyar a los caballeros de Nurgon en los primeros días de la rebelión… con el resultado de que la Fortaleza había sido destruida, y la Orden de Nurgon podía darse por desaparecida.

—Nurgon puede ser reconstruida —repuso Alexander—. Y está muy cerca del bosque de Awa. Estableciendo allí nuestra base, toda la Resistencia estará unida en un solo sector. No tiene sentido que estemos divididos.

Denyal había acabado por confiar en él, una vez más. Pero no podía evitar sentirse inquieto. Los Nuevos Dragones nunca habían salido de las montañas, y aquella arriesgada excursión por el río los dejaba mucho más al descubierto de lo que él habría deseado.

Una figura salió a cubierta, pero no se reunió con ellos, sino que se quedó junto a la borda, adusta. Se trataba de una joven de poco más de veinte años, de cabello negro ensortijado, que llevaba siempre recogido. Vestía ropas oscuras, cómodas, que se colocaba de cualquier manera, como si su aspecto físico no le importara en absoluto. Tampoco parecía sentir un especial interés por caer bien a los demás. En aquellos momentos estaba seria y fruncía levemente el ceño, como si se sintiera molesta por algo; pero los que la conocían sabían que aquélla era su expresión habitual. Era muy raro verla sonreír.

Denyal la miró.

—¿Está bien el Escupefuego, Kestra?

—Ningún desperfecto —dijo ella con voz neutra—. Pero ese maldito shek estuvo a punto de alcanzarlo.

Dirigió a Alexander una mirada llena de antipatía. El no se inmutó.

Kestra era una joven extraña, solitaria y a veces huraña. Pero también era la mejor piloto de dragones con que contaban los rebeldes. Estaba a cargo de aquel Escupefuego, al que había bautizado como Fagnor, «Centella», y lo quería casi como a una persona.

Sin embargo, había chocado con Alexander prácticamente desde el principio. No sólo había cuestionado que estuviera al mando junto con Denyal, sino que se las había arreglado para demostrar desde el primer momento que, por alguna razón que sólo ella conocía, el líder de la Resistencia no le caía bien. Y la transformación a medias que él había sufrido aquella noche, bajo el plenilunio de Ilea, no había contribuido a mejorar las cosas.

Alexander sentía curiosidad hacia Kestra. Estaba seguro de que no la conocía de nada. Y, no obstante, había algo en ella que le resultaba familiar.

Había preguntado a Denyal al respecto. Pero de los orígenes de Kestra nadie sabía nada. Sólo se sabía que se había unido a los rebeldes varios años atrás, que no tenía familia, y que en sus ojos ardía un odio hacia el imperio de Ashran tan intenso y profundo como su orgullo. No le gustaba hablar de sí misma, pero se rumoreaba que era shiana. Sólo los shianos, cuyo reino había sido totalmente devastado por los sheks, eran capaces de acumular tanto odio hacia ellos.

Alexander tampoco sabía qué edad tenía Kestra. Pero le calculaba poco más de veinte, lo cual significaba que era apenas una niña de no más de siete cuando Shail y él habían abandonado Idhún para viajar a la Tierra. No podía conocerla de entonces, y sin embargo…

La joven alzó la cabeza y encontró los ojos de Alexander fijos en ella.

—¿Qué estás mirando? —le espetó.

—Háblale con más respeto, Kestra —intervino Denyal, muy serio—. Es el príncipe Alsan de Vanissar.

—Vanissar —escupió Kestra—. Pueblo de traidores.

—¡Kestra!

Ella dirigió a Denyal una breve mirada, y después clavó sus ojos, repletos de desprecio, en Alexander.

«La conozco —pensó él, de nuevo—. Pero ¿de qué?».

La joven no dijo más. Desapareció en el interior del barco, en dirección a la bodega donde dormía Fagnor, el dragón artificial.

Jack tardó todo el día en aprender a volar.

Al principio incluso dudó que pudiera elevarse en el aire. A pesar de que sus alas eran inmensas cuando las extendía del todo, su flexible cuerpo escamoso era demasiado grande como para poder alzarse del suelo. O, al menos, eso le parecía. Porque pronto descubrió que era algo muy fácil en realidad. Le bastaba con batir las alas para que sus garras se despegasen a un metro del suelo; era como si algo en su interior fuera tan ligero como una pluma, como si su propio espíritu, que deseaba volar hasta las nubes, tirara de su cuerpo. Y se elevaba, se elevaba como las llamas de una hoguera, con tanta facilidad como si hubiera nacido para ello.

Mantenerse en el aire y maniobrar una vez en lo alto ya era algo más complicado. Tuvo que sufrir varias caídas, algunas muy dolorosas; pero cuando el tercero de los soles empezó a declinar anunció que ya estaba preparado para reemprender el viaje… por el aire.

Cuando expuso sus intenciones, Victoria y Kimara cruzaron una mirada dubitativa.

—Estoy segura de que podrías llevarnos por el aire sin dejarnos caer —dijo Victoria—, pero ¿qué me dices de los sheks? Nos esperan fuera, en la frontera. Se abalanzarán sobre nosotros en cuanto te vean en el cielo.

—Ya he pensado en eso —repuso el dragón—. Me las arreglaré para que no me vean, ni me perciban… al menos, no directamente.

Era descabellado. Era una locura, pensaron los tres mientras discutían el plan de Jack. Pero era la única posibilidad que tenían.

Las tres lunas ya estaban altas en el cielo cuando Victoria y Kimara subieron al lomo de Jack… o Yandrak (Victoria no estaba muy segura de cómo debía llamarle cuando presentaba aquel aspecto). El dragón se aseguró de que las dos estaban bien sujetas entre sus alas, y entonces avanzó hasta el cadáver del shek hembra que había matado aquella mañana. Bajó la cabeza y la pasó por debajo del cuerpo de la serpiente, colgándoselo en torno al cuello. Lo aferró entre sus garras y enrolló su cola con la del shek.

Victoria alargó la mano para rozar la piel escamosa de la serpiente. La notó muy fría al tacto, y desvió la mirada, con tristeza. Aquella hembra shek había estado a punto de matar a Jack y a Kimara y, sin embargo, la muchacha no podía dejar de lamentar su muerte. Porque le recordaba a alguien a quien quería mucho, y por un momento, al contemplar el cadáver de la shek, había tenido una breve visión de Christian corriendo la misma suerte. Trató de no pensar en ello.

—¿Podrás cargar con ella? —preguntó—. Es muy grande.

—Me las arreglaré —dijo Jack, aunque no estaba muy seguro.

Batió las alas y se elevó en el aire, con un poderoso impulso. Como Victoria se temía, el peso del shek que cargaba lo desequilibró un poco. Cayeron de nuevo a tierra, pero el dragón volvió a mover las alas, y se elevaron otra vez. Avanzaron por el aire, en un vuelo inestable, hasta que, poco a poco, Jack consiguió equilibrarse. Tenía que hacer un gran esfuerzo para volar cargando con los tres: con Kimara, con Victoria y con aquel shek, cuyo contacto además le provocaba una profunda repugnancia. Pero se esforzó por seguir adelante.

Victoria contenía la respiración. Vio que el suelo quedaba abajo, cada vez más lejos, y se aferró con fuerza al lomo del dragón. Kimara, en cambio, temblaba de miedo. No sabía lo que era volar.

—Tranquila —susurró Victoria, tratando de calmarla—. No tengas miedo. Jack no nos dejará caer.

—Victoria, nos acercamos a la frontera —avisó entonces él.

Ella asintió, comprendiendo. Alzó el báculo y dejó que su magia fluyera a través de los cuerpos de todos para esconderlos bajo el camuflaje mágico.

La idea de, Jack no era del todo mala. Tanto Victoria como Kimara se habían cubierto con las capas de banalidad, con lo que era muy posible que las serpientes no detectaran su presencia. Los sheks percibirían entonces a un dragón y a un shek. Pero, gracias al hechizo que Victoria había aplicado sobre ambos, el dragón presentaba ahora la apariencia de un shek, y el shek, la de un dragón… de manera que, desde tierra, lo que se veía era una serpiente alada cargando con el cuerpo inerte de un dragón.

Era muy posible que los otros sheks acudieran a felicitar a su compañera por haber capturado al último dragón; también era posible que trataran de establecer contacto telepático con ella y sólo recibieran el silencio por respuesta, lo cual los pondría sobre aviso. Tal vez incluso ya hubieran percibido su muerte aquella misma mañana.

Pero Victoria lo dudaba. Aquella hembra shek no actuaba como los demás, se había adentrado en la tierra de los dragones cuando ninguna otra serpiente lo había hecho. Tal vez había desobedecido órdenes directas, órdenes que la obligaban a permanecer en la frontera.

Por tanto, habría sido ella la primera en romper el vínculo telepático. De haber seguido en contacto con sus compañeros, ellos no le habrían permitido acudir sola a luchar contra el dragón.

Y ahora la dejarían que se enfrentase sola al juicio de sus superiores. Había desobedecido, pero, aparentemente y contra todo pronóstico, había tenido éxito en su empresa. Los sheks dejarían que fuera su señor quien juzgase si debía ser castigada o recompensada.

Victoria deseaba haber comprendido lo bastante de las costumbres de los sheks como para poder prever su comportamiento. Si no…

Sobrevolaron las últimas montañas de Awinor, aquellas montañas rojizas de los límites del desierto que de lejos parecían envueltas en sangre. Los tres vieron desde lo alto las tropas que Ashran había concentrado en la frontera. Patrullas de szish vigilaban todos los pasos. Los sinuosos cuerpos de los sheks se deslizaban entre ellas, trazando ondas sobre la arena. Todos ellos alzaron la cabeza al verlos pasar. Victoria casi pudo oír sus siseos al reconocer al dragón y a la hembra shek. Aferró su báculo, en tensión, esperando que las serpientes levantaran el vuelo en cualquier momento para ir tras ellos. Junto a ella, Kimara temblaba, pero se las arreglaba para mantener una expresión resuelta. Jack hervía de odio al sentir a los sheks tan cerca. Victoria acarició su cuello escamoso, tratando de calmarlo.

—Piensa en otra cosa —le dijo—. Por lo que más quieras, piensa en otra cosa.

Poco a poco fueron avanzando hacia el norte, y la frontera quedó atrás. Pero sintieron los ojos de los sheks clavados en ellos durante todo aquel tiempo.

Victoria respiró profundamente, sin terminar de creerse que aquello hubiera funcionado.

Pero entonces, Kimara dio la voz de alarma.

—¡Nos siguen!

Victoria se volvió sobre el lomo del dragón, y se le congeló la sangre en las venas al comprobar que algunos sheks habían alzado el vuelo y los seguían a cierta distancia.

—¡Más rápido, Jack!

—¡No puedo! ¡Está condenada serpiente pesa demasiado!

Las serpientes estaban cada vez más cerca, y no cabía duda de que no tardarían en alcanzarlos. La chica se preguntó si valía la pena deshacerse del cadáver del shek para que así Jack pudiera volar más ligero, y desbaratar el engaño, para aprovechar la ventaja que llevaban para huir de los sheks… o arriesgarse y seguir fingiendo un poco más, con la esperanza de que sus perseguidores se limitaran a escoltarlos desde lejos.

Jack decidió por ella. Abrió las garras, bajó la cabeza y dejó caer el cuerpo del shek.

Victoria ahogó una exclamación al ver el cadáver de la serpiente precipitarse hacia el suelo. El engaño se había roto, los sheks sabían ya lo que había sucedido. No tardó en oírlos chillar de ira a sus espaldas.

Pero Jack volaba ahora con mucha más facilidad, y se dirigía, raudo, hacia el norte. Victoria miró a su alrededor, en busca de un lugar donde ocultarse de sus perseguidores. Pero ante ellos sólo se abría el eterno desierto de Kash-Tar.

—¡Allí! —dijo Kimara entonces, señalando hacia el oeste.

Jack y Victoria lo vieron también: un pequeño macizo rocoso que se alzaba a lo lejos en medio del desierto. No era gran cosa, pero si tenían que descender en alguna parte, mejor que fuera en un lugar donde pudieran guarecerse. Jack viró con Cierta torpeza en aquella dirección.

Los sheks estaban cada vez más cerca. Victoria podía sentir el aliento helado que su presencia provocaba en el ambiente, y se encogió sobre el lomo del dragón, preocupada.

—¡Se acercan! —dijo Kimara.

Victoria vio los cuerpos de los sheks ondulando en el aire, reluciendo bajo las lunas como relámpagos de metal líquido, las alas membranosas batiendo el aire, sus hipnóticos ojos clavados en ellos, centelleando de ira. Trató de liberarse de la fascinación que producían en ella y alzó el báculo, cuyo extremo había empezado a palpitar tenuemente. Una de las serpientes silbó, furiosa. Victoria dejó escapar una centella de energía hacia los sheks más adelantados, pero ellos esquivaron el ataque con elegancia, rizando sus cuerpos anillados. Retrocedieron un tanto y estudiaron el báculo con cautela, evaluando el poder de aquel nuevo contratiempo.

No tardaron en lanzarse de nuevo hacia ellos, sin embargo. El dragón volaba con desesperación hacia las montañas, que aún parecían muy lejanas. Los sheks los seguían a una prudente distancia, y cada vez que se acercaban un poco más, Victoria los hacía recular con la magia que generaba su báculo.

Pero si llegó a pensar en algún momento que lograrían escapar de las serpientes, se equivocaba de medio a medio.

Jack empezaba a descender hacia las montañas, cuando Kimara dijo:

—Ya sólo nos siguen tres; ¿dónde están los demás?

Victoria miró a su alrededor, inquieta. Y entonces vio que el grupo de serpientes se había dividido, y que, sin que ella supiera muy bien cómo, había logrado rodearlos. Había cuatro sheks a su derecha y otros tres a su izquierda, y todos se lanzaban sobre ellos, conscientes de que el dragón no podía luchar contra tantos adversarios a la vez. Victoria hizo funcionar su báculo y consiguió herir en un ala al más adelantado, pero eso no arredró a los demás.

—¡Jack! —exclamó la muchacha.

El dragón no pudo contestarle. De pronto un shek lo atacó desde abajo, arremetiendo contra él con las fauces abiertas y Jack se detuvo bruscamente para recibirlo con las garras por delante y un rugido de ira. Victoria y Kimara estuvieron a punto de perder el equilibrio y gritaron, asustadas. Jack recuperó la posición horizontal, habiendo desgarrado la piel escamosa del shek; pero se había detenido, y en ese breve instante, el grupo que lo perseguía lo alcanzó.

El dragón se volvió hacia ellos, furioso, y vomitó una violenta llamarada que alcanzó a las dos primeras serpientes. Victoria vio, turbada, cómo los sheks chillaban mientras sus cuerpos eran devorados por las llamas.

El fuego atemorizó a las serpientes al principio, pero también inflamó su odio hacia el dragón. Jack se vio rodeado por todas partes de sheks que, suspendidos en el aire, hacían vibrar sus cuerpos ondulantes, siseando de furia. Victoria alzó el báculo y lanzó un nuevo ataque en dirección al oeste. La barrera de sheks se abrió por allí para esquivar su magia ofensiva, y Jack no desaprovechó la oportunidad; voló con desesperación hacia la brecha abierta por Victoria. Aún sintieron el frío contacto de la cola de uno de los sheks, que había llegado a rozarlos.

La persecución se prolongó durante un buen rato más. Los sheks acosaron al dragón, rodeándolo por todas partes, sin lograr acercarse a él lo bastante como para abatirlo, pero consiguiendo herirlo más de una vez, e impidiéndole descender. Cuando el primero de los soles ya asomaba por el horizonte, Victoria empezó a ver con claridad cuál sería el resultado de aquella carrera, porque las montañas habían quedado atrás, Jack estaba agotado y los sheks eran unos perseguidores implacables.

Uno de ellos logró burlar la vigilancia de Victoria y lanzó la cabeza hacia delante, en un movimiento rapidísimo La muchacha dio la voz de alarma, pero era demasiado tarde: los colmillos de la serpiente se habían cerrado sobre una de las patas traseras del dragón.

Jack rugió de dolor, y aunque Victoria consiguió hacer retroceder al shek, el dragón había perdido el equilibrio y, herido y exhausto, se precipitó a tierra.

Kimara gritó, aterrada. Los sheks chillaron, triunfantes, y persiguieron a su víctima, dispuestos a abatirla del todo.

—¡Jack, delante de ti! —le gritó entonces Victoria—. ¡Jack, un esfuerzo más!

Jack alzó la mirada y vio una mancha azul y brillante ante él. «Agua», pensó con sus últimas fuerzas. Batió las alas un poco más. Aquello era un lago inmenso, tal vez un mar interior, y si lograba llegar hasta allí y caer al agua, tal vez tuvieran alguna posibilidad de salvarse.

Los sheks se percataron de sus intenciones y trataron de alejarlo de aquella dirección. Pero Victoria consiguió mantenerlos a distancia.

Aquel trayecto fue para Jack el más largo y difícil de su vida. Cuando su cuerpo de dragón se precipitó sobre la superficie del agua, produciendo un violento chapoteo, sus últimos pensamientos, antes de perder el sentido, fueron para Victoria.

Shail y Zaisei llegaron a los límites de Awinor aquella misma mañana. Habían rodeado el bosque de los trasgos, atravesando para ello una incómoda región pantanosa, pero ahora las rojizas montañas que rodeaban la tierra de los dragones se alzaban ante ellos, en el horizonte.

Los pájaros le contaron a Zaisei que las serpientes habían acordonado Awinor, pero que la noche anterior habían partido en persecución de un shek que había salido volando por encima de las montañas, que había atrapado a algo igualmente grande y con alas, pero que no era un shek. Los pájaros no eran muy fiables como informadores porque, si bien recordaban con bastante detalle todo lo que veían, no entendían la mitad de su significado. Además, vivían demasiado poco tiempo como para haber conocido a los dragones, por tanto no podían asegurar que aquella inmensa criatura a la que habían visto fuera uno de ellos. Pero, por la descripción, ambos supieron enseguida que los pájaros estaban hablando de un dragón.

El corazón de Shail dio un vuelco. ¿Significaba eso que los sheks habían capturado a Jack? No, no podía ser cierto. No quería creerlo.

Siguieron avanzando de todas formas, bordeando la tierra de los dragones, eludiendo a los grupos de hombres-serpiente que todavía patrullaban por los márgenes, conforme se iban acercando al desierto resultaba cada vez más difícil obtener información, porque ni siquiera los pájaros sobrevolaban Kash-Tar.

Un par de días después se encontraron con un explorador limyati. Este les contó que, por lo visto, el dragón que había sobrevolado aquellas tierras seguía vivo. Una tribu de yan lo había visto volar días atrás en dirección a Kosh, acosado por un grupo de sheks. Decían que lo habían visto precipitarse en las agua, del mar de Raden; pero debía de habérselas arreglado para salir de allí, puesto que los szish estaban registrando todas las caravanas que salían de la ciudad.

—Como si un dragón pudiera ocultarse en una caravana —concluyó el limyati, sonriendo ampliamente—. Además, todo el inundo sabe que ya no quedan dragones. En mi opinión, todos esos rumores son falsos, y lo que sobrevoló el sur de Kash-Tar hace tres días no fue sino otra de esas espantosas serpientes.

Shail y Zaisei no dijeron nada, pero intercambiaron una mirada llena de entendimiento.

—Tenemos que llegar a Kosh cuanto antes —dijo el mago cuando se alejaron del explorador—. Cada día estoy más convencido de que no debimos dejarlos marchar solos.

La sacerdotisa trató de calmarlo colocando la mano sobre su brazo, con suavidad.

—Ten fe —dijo solamente.

Jack se despertó en un sótano oscuro, tendido sobre una especie de lona de un material muy grueso y basto al tacto. Tardó un poco en recordar qué había sucedido, pero eso no hizo más que sumirlo en un mar de confusión. Se acordaba de la persecución de los sheks, recordaba haber caído al agua, ¿y después, qué? Alzó una mano y la contempló un momento. Volvía a ser humano, y Victoria…

Victoria.

Se levantó de un salto. Se mareó, pero no le importó. Miró a su alrededor y no vio a la muchacha en ninguna parte. Sí que descubrió en un rincón, doblado de cualquier manera, el manto color arena de Minara.

La propia semiyan entró en aquel momento en la estancia.

Traía un cuenco con algo que olía a hierbas, y algo en el subconsciente de Jack encontró aquel olor ligeramente familiar. «¿Cuánto tiempo llevo aquí?», se preguntó.

Kimara le dedicó una radiante sonrisa.

—Ya has despertado —dijo—. Temía que no sobrevivieras al veneno del shek, pero no en vano eres un dragón. Tu cuerpo se cura muy rápido.

—¿Donde está Victoria? —preguntó Jack enseguida.

—Ten, tómate el caldo —le dijo Kimara—. Te sentará bien.

—¿Donde está Victoria? —repitió Jack, utilizando esta vez una voz más alta.

Kimara lo miró un momento y depositó el cuenco en una repisa.

—Caímos en el mar de Raden —dijo—, hace tres días. Cuando escapábamos de los sheks. ¿Te acuerdas de eso? Bien, pues… recuperaste tu forma humana nada más caer al agua, lo cual fue una suerte, porque así los sheks no consiguieron localizarnos. Gracias, también, a dos varu que nos vieron caer y nos remolcaron hasta la orilla. A nosotros dos nada más. De Victoria no sabían nada. —Jack fue a decir algo, pero Kimara alzó una mano para indicarle que no había terminado de hablar—. Ahora estamos en la ciudad de Kosh, en casa de un amigo mío. Por el momento estamos a salvo, pero los szish están peinando toda la ciudad en vuestra busca. Bueno…, en realidad te buscan a ti nada más. Todos piensan que Victoria está muerta. Pero hoy he averiguado que no es así. He hablado con un pescador que dice que hace tres días vio cómo subían a una joven inconsciente a la barcaza de Brajdu.

—¿Brajdu? —repitió Jack.

—Es el dueño de más de media ciudad —explicó Minara a media voz—. Era un estafador de tres al cuarto hace poco más de una década, pero en este tiempo se ha hecho rico traficando con restos de dragones.

Jack se quedó de una pieza.

—¿Qué?

Kimara temblaba de rabia.

—Es un ser sucio y rastrero. Jamás ha respetado la tierra de Awinor, y fue el primero en adentrarse allí para saquearla tras la tragedia de la conjunción astral. Colmillos, cuernos, escamas, huesos, cáscaras de huevo… siempre se han pagado muy caros, pero después de la extinción de los dragones, todavía más. El no tuvo ningún reparo en profanar la tumba de los dragones para enriquecerse a su costa. Así fue amasando su fortuna, y ahora gran parte de Kosh le pertenece. Tiene a sus órdenes a los mejores guerreros y mercenarios de este lado del continente, y todo el mundo sabe que no conviene desafiarle.

—¿Está aliado con las serpientes?

—A veces sí, y a veces no. Si Brajdu cayera, la economía de Kosh caería también, porque controla todo el negocio caravanero. A los sheks les conviene que siga en el poder. Así que Sussh, el shek que gobierna Awinor en nombre de Ashran, lo tolera mientras le sea útil.

»Pero ni siquiera Brajdu podrá ocultar por mucho tiempo que tiene prisionera a Victoria. Las serpientes no tardarán en averiguarlo.

Jack se levantó de un salto.

—Llévame a hablar con él.

—Jack, no sabes lo que dices. Brajdu no es un tipo con el que se pueda bromear.

—Me da igual. No voy a permitir que nadie le ponga las manos encima a Victoria, ¿me oyes? Ni las serpientes ni esa rata de Brajdu.

Kosh era una populosa ciudad fronteriza, de donde partían todas las caravanas que cruzaban el desierto, pero también aquellas que se adentraban en Drackwen, la gran región que ocupaba toda la parte oeste del continente.

Con todo, a Jack le pareció sucia, polvorienta y muy poco recomendable. Las casas eran todas del color de aquella arena rosácea de Kash-Tar, o quizás un poco más oscuro, y tenían forma cilíndrica, con tejados en cúpula que las hacía asemejarse a extraños hongos gigantes. Las calles no estaban empedradas, o tal vez lo estuvieron tiempo atrás, pensó Jack, pero ahora habían quedado sepultadas bajo una capa de arena.

De todas formas, no pasaron mucho tiempo en la calle. Kimara guió a Jack a una tienda de comestibles cuya dueña, una mujer van, era también amiga suya. En la trastienda había un sótano muy parecido al que acababan de abandonar, y Jack comprobó, con sorpresa, que comunicaba con el sótano de la casa de al lado por una puerta oculta… y lo mismo sucedía con la mayoría de los sótanos de las casas de Kosh. Así, las viviendas de la ciudad estaban unidas por una red subterránea que, según le contó Kimara, nadie conocía en profundidad. Porque aquel acceso que la mujer yan les acababa de mostrar era, seguramente, uno de los dos o tres con que contaba su sótano. Y al menos la mitad de aquellas puertas eran secretas.

—Es la naturaleza de los yan —dijo Kimara—. Son desconfiados y les gusta tener siempre una puerta trasera por donde escapar y un agujero donde ocultar las cosas de valor, o bien a ellos mismos, en momentos de peligro.

A través de los sótanos llegaron a las afueras de la ciudad, y no tardaron en divisar a lo lejos el palacio de Brajdu.

Jack sintió un ramalazo de nostalgia cuando lo vio. La arquitectura de suaves cúpulas, como un conglomerado de medias burbujas blancas, le recordó a la casa de Limbhad. Sólo que aquel palacio había sido reforzado con murallas y torretas de vigilancia que eran, a todas luces, mi añadido posterior.

—¿Quién levantó el palacio de Brajdu? —le preguntó a Kimara.

—Es una antigua construcción celeste —respondió ella—. Antiguamente, en Kosh había varias comunidades celestes, pero fueron poco a poco abandonando la ciudad. Al fin y al cabo, esto se está convirtiendo en un nido de ladrones, asesinos y estafadores —suspiró—. No es un lugar apropiado para los celestes.

Para sorpresa de, Jack, los dejaron pasar enseguida. Incluso le permitieron conservar su espada. Estaba empezando a pensar que Kimara había exagerado con respecto a Brajdu, cuando los guardias les abrieron la puerta de la sala donde los esperaba el cacique local.

No había allí nada parecido a una corte, que era, tal vez, lo que Jack había esperado encontrar. El ambiente era tenso, y el camino que llevaba hasta Brajdu, sentado al fondo de la sala, estaba bordeado de guardias armados.

Jack avanzó, sin dudarlo. Hasta el momento había conseguido mantener la cabeza fría, pero ahora estaba furioso. Aquél era el individuo que tenía prisionera a Victoria. Si le había hecho daño, lo pagaría muy, muy caro.

Nadie le impidió llegar hasta el fondo de la sala. Se detuvo a pocos pasos del lugar donde lo esperaba Brajdu y lo miró, ceñudo.

Brajdu era un humano de piel morena, surcada de cicatrices, y constitución fuerte. Vestía ropas caras, cubiertas de joyas y ocupaba una especie de trono alzado sobre tres escalones. Había varios guardias en torno a él, y a su lado se erguía también un hombre de cabello cano que vestía la túnica de los magos.

Brajdu estudió a Jack con atención, esbozando una taimada sonrisa.

—Me preguntaba cuánto tardarías en aparecer por aquí —comentó.

—¿Dónde está Victoria? —demandó Jack.

Los ojos de Brajdu brillaron de manera extraña.

—Ah, la chica. Entonces no me he equivocado con respecto, a ti. Eres el dragón del que todos hablan.

Jack llevó la mano a la empuñadura de Domivat, dispuesto, a desenvainarla, pero Brajdu añadió con calma:

—Ella no está aquí. Está prisionera en una cámara subterranea en el desierto, un lugar al que ni yo mismo sé llegar sin mi guía yan… que, por cierto, no se encuentra tampoco en el palacio en estos momentos. Si a mí me sucede algo, jamás volverás a verla.

—¿Una cámara subterránea? —repitió Jack, aterrado—. ¿En pleno desierto? ¡Pero eso la matará!

—Sí, ya he notado que no le está sentando muy bien. Jack apretó los dientes, furioso.

—¿Qué es lo que quieres de ella? ¿Vas a entregarla a lo, sheks?

—Tal vez lo haga —sonrió Brajdu—. Sussh se ha vuelto muy insistente. Hasta el momento he conseguido eludirlo, pero tarde o temprano averiguará lo que tú has descubierto tan pronto, y entonces, lo quiera o no, tendré que entregarle a la muchacha. Y no es algo que me apetezca, créeme. Es una prisionera muy valiosa. Sé quién es en realidad: la única criatura en el mundo capaz de otorgar el don de la magia. Un don que ahora se ha vuelto muy escaso… y muy codiciado.

Jack se quedó sin respiración.

—¡Bastardo! ¡Como te hayas atrevido a ponerle la mano encima…!

—Sé que eres poderoso… si es cierto lo que he oído decir de ti —sonrió Brajdu—. Pero eso no te servirá de nada aquí, no, mientras quieras mantener con vida a la chica.

Jack cerró los ojos un momento, agotado y loco de rabia e impotencia.

—¿Qué es lo que pretendes? —preguntó—. Sabes quién soy, me has dejado llegar hasta aquí. ¿Por qué? ¿Vas a delatarme a los sheks?

Brajdu se rascó la barbilla, pensativo.

—Sabes, muchacho, podría hacerlo, y estoy seguro de que me reportaría grandes beneficios. Pero, verás, la chica no está muy dispuesta a colaborar, y he pensado que quizá podamos llegar a un acuerdo. Si me traes algo que me interese más que lo que ella puede ofrecerme, podemos hacer un intercambio.

Jack lo miró con desconfianza.

—Yo en tu lugar no me lo pensaría mucho —sonrió Brajdu—. La chica agoniza en algún lugar del desierto, y los sheks la están buscando. No tienes mucho tiempo.

Jack respiró hondo. Sospechaba que se estaba metiendo en una trampa, pero no veía el modo de solucionar aquello sin abandonar a Victoria a su suerte.

—¿De qué estamos hablando exactamente?

—De un caparazón de swanit.

El semblante de Jack permaneció inexpresivo, pero Kimara lanzó una pequeña exclamación de horror.

—Oh, no sabes lo que es un swanit —comprendió Brajdu—. Tu amiga mestiza te lo explicará con detalle; de momento te adelantaré que son los señores del desierto, venerados por los yan desde el principio de los tiempos. Pero a mí lo que más me interesa de ellos son sus caparazones. Nada puede atravesarlos; puedes imaginar, por tanto, lo eficaces que son las armaduras y las corazas fabricadas con las placas del caparazón de un swanit. Además, corren rumores de que se prepara una guerra en el norte; es buena época para comerciar con armas. La mala noticia es que los caparazones de los swanit se reblandecen con la edad, por lo que no sirve de nada esperar a que mueran de viejos; hay que matarlos cuando aún son jóvenes. Y, como supongo que ya habrás adivinado, son muy difíciles de matar. Por eso Un caparazón de swanit es algo tan valioso… tanto, que yo lo intercambiaría por la vida de tu amiga.

Jack lo miró un momento, temblando de rabia. Después, sin una palabra, dio media vuelta y echó a andar en dirección a la salida. Se detuvo un momento en la puerta.

—Tendrás ese caparazón, Brajdu —dijo, con gesto torvo—. Pero si le ha pasado algo a Victoria, te juro que te arrancaré la piel a tiras.

Brajdu lo vio salir, con tina sonrisa en los labios.

—Lo has enviado a la muerte —dijo el mago.

—Lo sé —respondió Brajdu—. Y pronto la chica lo sabrá también. Seguro que entonces se mostrará mucho más razonable.

—¿Te has vuelto loco? —estalló Kimara—. ¡Es un suicidio!

Jack no le hizo caso. Siguió preparando su macuto con gesto torvo, seleccionando las cosas que necesitaría para internarse de nuevo en el desierto.

—¡Jack, escúchame! —insistió la semiyan—. Brajdu te ha engañado. Se ha aprovechado de que eres forastero y no conoces a los habitantes del desierto. Te ha enviado a una muerte segura: ¡no se puede matar a un swanit!

—También me dijeron, no hace mucho, que no se podía matar a un shek —respondió Jack con calma—. Y yo lo he hecho.

—No es lo mismo. —Los ojos rojizos de Kimara estaban llenos de lágrimas—. Jack, Jack, no lo entiendes. Nadie ha cazado nunca un swanit Jamás.

Jack titubeó sólo un breve instante. Kimara le había descrito a los swanits, insectos gigantescos y espantosamente voraces que resultaban indestructibles debajo de sus caparazones coriáceos. Pero pensó en Victoria, pensó en lo mucho que le dolía el alma desde que se había separado de ella, y comprendió que no tenía otra salida.

—Me da igual —dijo—. Voy a ir a buscar a esa cosa, y volveré con el caparazón.

Kimara desvió la mirada.

—No sé mucho de unicornios —dijo ella con suavidad—. Pero sí creo que lo que ella y yo compartimos, aquello que me entregó, jamás debe ser arrebatado por la fuerza. Y es lo que Brajdu pretende.

—Comprenderás ahora que no debo permitir que la toque —respondió él, muy serio—. Tanto si obtiene lo que quiere de Victoria como si no lo hace… será terrible para ella. Pero —añadió, mirándola con cariño— no quiero que tú vengas conmigo. Ya te has arriesgado demasiado por mi causa.

Kimara lo miró, comida por la angustia.

—Pero no puedo dejarte solo —gimió—. Quiero… quiero ayudarte.

—Hay algo que puedes hacer por mí, si de verdad quieres ayudarme: vete al norte, a Vanissar, y busca a Alexander. Cuéntale lo que ha pasado, todo lo que has visto a mi lado. Dile… dile que ya puedo volar, y que Victoria ya sabe cómo entregar la magia. Se sentirá muy contento y orgulloso, y así, pase lo que pase…, por lo menos sabrá que valió la pena el esfuerzo.

Kimara asintió, aun sin comprender del todo sus palabras.

—Con Alexander —prosiguió Jack— está la maga Aile. Ella te enseñará a usar tu poder. Si no vuelvo —añadió—, Victoria morirá, y entonces su magia se habrá perdido con ella. Por eso… por eso es importante que aproveches el don que te ha regalado, que lo desarrolles para que ella siga viva en ti. Porque no tiene sentido que mueras conmigo, ¿entiendes?

Kimara se lanzó a sus brazos y lo estrecho con fuerza.

—No quiero perderte —le dijo al oído.

—¿Qué harías si fuera yo el que estuviera en poder de Brajdu?

—Yo… —Kimara se separó un poco de él para mirarlo a los ojos—. ¿Morirías por ella? —dijo, sin contestar a la pregunta.

—Sin dudarlo un momento —respondió Jack, muy serio.

Kimara asintió en silencio. Entonces se puso de puntillas y le dio un suave beso de despedida en los labios; fue apenas un roce, pero Jack sintió el sabor embriagador del desierto, y todo el poder del fuego que ambos compartían.

Dio unos pasos atrás, echándose la bolsa al hombro. Se miraron, quizá por Última vez.

—Vuelve vivo, Jack —dijo ella—. Quiero verte volar otra vez.

—Descuida —dijo el muchacho, sonriendo. Y le guiñó un ojo con cariño.

Y después dio media vuelta, salió de la casa y se alejó en busca del corazón del desierto.

Christian ya sobrevolaba Nandelt cuando sintió que Victoria estaba en peligro. Se detuvo un momento, suspendido en el aire, y trato de descifrar la información que le llegaba a través de Shiskatchegg. Percibió cómo la vida se escapaba de la joven, gota a gota, como los granos de un reloj de arena. Estaba herida, o tal vez enferma, o quizá se estaba quedando sin energía.

En cualquier caso, no resistiría mucho tiempo.

El shek entornó los ojos y siguió su camino hacia el sur.

Hacía tres días que había abandonado Nanhai, y dejado atrás a Ydeon, el fabricante de espadas. La despedida había sido breve y sin emoción. Ambos tenían cosas que hacer y sabían que el tiempo de Christian en Nanhai ya había terminado.

Ahora viajaba hacia el sur para reunirse con Victoria… o para matar a Jack. No estaba muy seguro de cuáles eran sus verdaderas motivaciones. Ambas posibilidades lo atraían por igual, aunque por razones bien diferentes. A veces se preguntaba si no sería mejor abandonar y dejar que ellos dos se las arreglaran solos. Jack cuidaría de Victoria, y si él mismo se mantenía alejado, no se enfrentaría al dragón, como Ashran y su instinto le exigían.

Pero en aquel momento supo que continuaría con su viaje, hasta el final, con todas sus consecuencias, y que debía llegar hasta la muchacha cuanto antes. No sabía dónde andaba Jack ni por qué Victoria se estaba muriendo; pero, si existía la más mínima posibilidad de llegar a tiempo para salvarla, debía hacerlo.