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 ¡Tarascón! ¡Tarascón! 

Las doce del día. El Zuavo se dispone a salir. Arriba, en el balcón del café Valentín, los señores oficiales de la guarnición asestan el catalejo, y por orden de grados, el coronel a la cabeza, lo cogen para mirar el barco feliz que va a Francia. Es la mejor distracción del estado mayor… Abajo relumbra la rada. Las culatas de los viejos cañones turcos enterrados a lo largo del muelle brillan al sol. Los pasajeros se apresuran. Biskris y mahoneses amontonan equipajes en las barcas.

Tartarín de Tarascón no lleva equipaje. Vedle ahí, que baja por la calle de la Marina y atraviesa el mercado chico, lleno de plátanos y sandías, acompañado por su amigo Barbassou. El desdichado tarasconés dejó en tierra de moros su caja de armas y sus ilusiones, y ahora se dispone a bogar hacia Tarascón, con las manos en los bolsillos… Apenas ha saltado a la chalupa del capitán, un animal se precipita, sin aliento, desde lo alto de la plaza, y se dirige hacia él, galopando. Es el camello, el camello fiel, que lleva veinticuatro horas buscando a su amo por toda Argel.

Tartarín, al verle, cambia de color y finge no conocerle; pero el camello sigue en sus trece. Bulle a lo largo del muelle. Llama a su amigo y le mira con ternura: «Llévame», parece decirle con sus tristes ojos. «Llévame en la barca, lejos, muy lejos de esta Arabia de cartón pintarrajeado, de este Oriente ridículo, lleno de locomotoras y diligencias, donde, dromedario venido a menos, no sé qué será de mí. Tú eres el último turco; yo soy el último camello… ¡No nos separaremos jamás, oh gran Tartarín!».

—¿Es de usted ese camello? —preguntó el capitán.

—No, señor —contesta Tartarín, temblando ante la idea de entrar en su pueblo con aquella escolta ridícula; y, renegando impúdicamente del compañero de sus infortunios, rechaza con el pie el suelo africano y da a la barca el impulso de salida…

El camello husmea el agua, alarga el cuello, hace crujir sus coyunturas, y lanzándose detrás de la barca a cuerpo descubierto, nada en conserva hacia el Zuavo, con su giba combada, que flota como una calabaza seca, y su largo cuello levantado por encima del agua a manera de espolón de trirreme.

Barca y camello se colocan al costado del paquebote.

—¡Me da lástima ese dromedario! —dijo el capitán Barbassou, conmovido—. Estoy por subirlo a bordo… Sí; y en llegando a Marsella lo regalaré al parque zoológico.

Con grandes esfuerzos de palancas y cuerdas izaron sobre el puente el camello, más pesado con el agua del mar, y el Zuavo se puso en marcha.

Los dos días que duró la travesía los pasó Tartarín solo en su camarote, y no porque la mar estuviese mala, ni la chechia tuviese mucho que padecer, sino porque el diablo de camello, en cuanto aparecía su amo en el puente, tenía para con él asiduidades ridículas. Nunca se vio a un camello que de tal manera comprometiese a una persona.

De hora en hora, por las portillas del camarote por donde Tartarín sacaba las narices algunas veces, el tarasconés veía palidecer el azul del cielo argelino. Por fin, una mañana, entre una bruma plateada, oyó cantar con indecible gozo todas las campanas de Marsella. Habían llegado… El Zuavo echó anclas.

Nuestro hombre, que no tenía equipaje, bajó sin decir nada, atravesó Marsella de prisa, siempre temeroso de que le siguiera el camello, y no respiró hasta que se encontró instalado en un departamento de tercera, corriendo a buena marcha hacia Tarascón… ¡Engañadora seguridad! A unas dos leguas de Marsella, todas las cabezas en las ventanillas. Gritos y manifestaciones de asombro… Tartarín mira también y ve… ¿Qué ve?… El camello, señores, el inevitable camello, corriendo por los rieles, en plena Crau, detrás del tren. Tartarín, consternado, se acurrucó en un rincón y cerró los ojos.

Después de tan desastrosa expedición, había hecho el propósito de entrar de incógnito en su pueblo; pero la presencia de aquel modesto cuadrúpedo se lo impedía. ¡Qué manera de volver, Dios mío! ¡Sin un céntimo, sin leones, sin más que… un camello!

—¡Tarascón!… ¡Tarascón!…

No hubo más remedio que bajar.

¡Oh, estupor!… Apenas asomó la chechia del héroe por la portezuela, un grito: «¡Viva Tartarín!», hizo temblar los cristales de la montera de la estación.

—¡Viva Tartarín! ¡Viva el cazador de leones!…

Y acordes de charanga, coros de orfeones, llenaron el aire… Tartarín se sintió morir; creía que se trataba de una burla. Pero, no: allí estaba todo Tarascón, alegre y simpático, con los sombreros en alto. Allí estaban el bizarro comandante Bravida, Costecalde el armero, el presidente, el boticario y todo el noble cuerpo de cazadores de gorras, estrujándose alrededor de su jefe y sacándole en triunfo hasta la escalera…

¡Singulares efectos del espejismo! La piel del león ciego, enviada a Bravida, era causa de todo aquel ruido. Con aquel modesto despojo, expuesto en el casino de los tarasconeses y, tras ellos, a todo el Mediodía de Francia, se le había vuelto el seso. El Semáforo había hablado. Llegó a inventarse un drama. No era un león lo que Tartarín había matado, sino diez, veinte leones, una mermelada de leones… Así, pues, cuando Tartarín desembarcó en Marsella, ya era ilustre sin saberlo, y un telegrama entusiasta dirigido a su ciudad natal se le había adelantado en dos horas.

Pero lo que elevó al colmo la alegría popular fue la presencia de un animal fantástico, cubierto de polvo y sudor, que apareció detrás del héroe y bajó a la pata coja la escalera de la estación. Por un instante, Tarascón creyó que volvía su Tarasca.

Pero Tartarín tranquilizó a sus compatriotas.

—Es mi camello —dijo.

Y por el influjo del sol tarasconés, aquel sol tan hermoso que hace mentir ingenuamente, añadió, acariciando la giba del dromedario:

—¡Es un noble animal!… Él me ha visto matar todos mis leones.

Dicho esto, cogió familiarmente el brazo del comandante, ebrio de felicidad, y seguido de su camello, rodeado de los cazadores de gorras y aclamado por todo el pueblo, se dirigió apaciblemente a la casa del baobab. Por el camino empezó a referir sus grandes cacerías:

—Figúrense ustedes —dijo— que cierta noche, en mitad del Sahara…

* * *