Al llegar delante de su casa morisca, Tartarín se detuvo asombrado. Caía la tarde; la calle estaba desierta. Por la puerta baja en forma de ojiva, que la negra había olvidado cerrar, oíanse risas, ruido de copas, detonaciones de botellas de champaña, y dominando todo aquel escándalo, una voz de mujer, que cantaba alegre y clara:
¿Te gusta, Marco la Bella,
danzar en salón florido?…
—¡Trueno de Dios! —exclamó el tarasconés, palideciendo y entrando precipitadamente en el patio.
¡Desdichado Tartarín! ¡Qué espectáculo le esperaba!… Bajo los arcos de aquel gracioso claustro, entre botellas, pasteles, almohadones esparcidos, pipas, tamboriles y guitarras, Baya, de pie, sin chaqueta azul ni corselete, sin más que una camisola de gasa plateada y un ancho pantalón de color rosa tierno, cantaba «Marco la Bella», con una gorra de oficial de marina en la oreja… A sus pies, tendido en una esterilla, atracado de amor y de pasteles, Barbassou, el infame capitán Barbassou, reventaba de risa escuchándola.
La aparición de Tartarín, demacrado, polvoriento, echando chispas por los ojos y con la chechia erizada, cortó en seco la amable orgía turcomarsellesa. Baya lanzó un grito de galguita asustada y corrió a esconderse en la casa. Barbassou no se inmutó, sino que, riendo a más y mejor, le dijo:
—¡Hombre, señor Tartarín! ¿Qué le parece a usted todo esto? ¿Se convence de que Baya sabe francés?
Tartarín de Tarascón dio un paso adelante, furioso:
—¡Capitán!
—Digo-li que ven gue, moun bon! —exclamó la mora, asomándose a la galería del primer piso, con lindo mohín canallesco.
El pobre hombre, aterrado, se dejó caer sobre un tambor. ¡Su mora sabía hasta el marsellés!
—¡Cuando yo le decía que desconfiara usted de las argelinas! —dijo sentenciosamente el capitán Barbassou—. ¡Lo mismo que su príncipe montenegrino!…
Tartarín levantó la cabeza.
—¿Sabe usted dónde está el príncipe? —preguntó.
—No está muy lejos. Reside por cinco años en la hermosa prisión de Mustafá. El bribón se ha dejado coger con las manos en la masa… Por lo demás, no es ésta la primera vez que le ponen a la sombra… Su alteza cumplió otra vez tres años de presidio en otra parte… ¡Hombre, creo que fue en Tarascón!
—¡En Tarascón! —exclamó Tartarín, súbitamente iluminado—. Por eso no conocía más que una parte de la ciudad…
—¡Claro!… Tarascón visto desde el presidio… ¡Ah, pobre señor Tartarín!… Hay que abrir mucho el ojo en este país endemoniado; si no, se expone uno a cosas muy desagradables… Por ejemplo, el asunto de usted con el almuédano…
—¿Qué asunto?… ¿Qué almuédano?…
—¡Toma!… El almuédano de enfrente, que hacía el amor a Baya… El Akbar lo contaba el otro día, y todo Argel se ríe aún… Es tan gracioso ese almuédano, que desde lo alto del alminar, cantando sus oraciones, hacía declaraciones amorosas a la pequeña en las propias narices de usted y le daba citas invocando el nombre de Alá…
—Pero ¿en este país son todos unos bribones? —aulló el desventurado Tartarín.
Barbassou hizo un gesto de filósofo.
—Amigo, ya lo sabe usted, en los países nuevos… Pero no haga usted caso… Si quiere usted creerme, vuélvase pronto a Tarascón.
—¡Volver!… Fácil es decirlo… ¿Y el dinero?… ¿No sabe usted que me han desplumado allá…, en el desierto?
—¡No ha de quedar por eso! —respondió el capitán riendo—. El Zuavo sale mañana, y si usted quiere, yo le repatrio… ¿Le parece a usted bien, colega?… Pues ya no hay más que una cosa que hacer… Aún quedan algunas botellitas de champaña, media empanada…; siéntese ahí, y ¡fuera rencores!…
Después de un minuto de vacilación, impuesta por su dignidad, el tarasconés se decidió. Sentose y brindaron; Baya volvió a bajar al oír el ruido de las copas; cantó el final de «Marco la Bella», y la fiesta se prolongó hasta hora avanzada de la noche.
A eso de las tres de la mañana, el buen Tartarín, con la cabeza ligera y los pies pesados, volvía de acompañar a su amigo el capitán, cuando, al pasar por delante de la mezquita, el recuerdo del almuédano y de sus bromas le hizo reír, y de pronto cruzó por su mente una extraña idea de venganza. La puerta estaba abierta. Entró, siguió largos corredores alfombrados con esterillas, subió, subió más y acabó por llegar a un reducido oratorio turco: una lámpara de hierro, pendiente del techo, se balanceaba, bordando las blancas paredes de sombras caprichosas.
Allí estaba el almuédano, sentado en un diván, con su gran turbante, su pelliza blanca y su pipa de Mostaganem, con su vaso grande de ajenjo fresco, bebiendo religiosamente, mientras llegaba la hora de llamar a los creyentes a la oración… Al ver a Tartarín, soltó la pipa, lleno de espanto.
—Ni una palabra, señor cura —dijo el tarasconés, que tenía una idea…—. ¡Ea, pronto! ¡Dame el turbante, la pelliza!…
Y el cura turco, temblando de pies a cabeza, le dio el turbante, la pelliza y todo lo que quiso. Tartarín se disfrazó y salió gravemente a la terraza del alminar.
El mar relucía a lo lejos. Las blancas azoteas centelleaban a la luz de la luna. Oíanse en la brisa marina melancólicos sones de guitarras trasnochadoras… El almuédano de Tarascón se recogió un momento, y después, levantando los brazos, empezó a salmodiar con voz sobreaguda:
—La Alá il Alá… Mahoma es un embustero… El Oriente, el Corán, las bachagas, los leones, las moras. ¡Nada hay que valga un pito!… Ya no hay teurs… No hay más que tramposos… ¡Viva Tarascón!
Y mientras en caprichosa jerigonza, mezcla de árabe y provenzal, el ilustre Tartarín lanzaba a las cuatro esquinas del horizonte, al mar, a la ciudad, al llano y a la montaña, su chistosa maldición tarasconesa, la voz clara y grave de los demás almuédanos le contestaba, perdiéndose de alminar en alminar, y los últimos creyentes de la ciudad alta se daban devotamente golpes de pecho.