Al día siguiente de aquella azarosa y trágica noche, cuando, al despuntar el día, nuestro héroe se despertó y adquirió la certidumbre de que el príncipe y los dineros se habían fugado… para no volver; cuando se vio solo en aquel pequeño sepulcro blanco, víctima de una traición, robado y abandonado en plena Argelia selvática, con un camello de una sola giba y algunas monedas en el bolsillo por todo recurso, entonces el tarasconés, por vez primera, dudó. Dudó de Montenegro, de la amistad, de la gloria, y hasta dudó de los leones; y, como Cristo en Getsemaní, el grande hombre se echó a llorar amargamente.
Ahora bien: mientras permanecía sentado a la puerta del marabú, pensativo, con la cabeza entre las manos, la carabina entre las piernas y el camello mirándole, la maleza se abrió de pronto frente a él, y Tartarín, estupefacto, vio surgir a diez pasos de distancia un león gigantesco, que avanzaba con la cabeza erguida, lanzando rugidos formidables, que hicieron temblar las paredes del marabú cargadas de oropeles, y hasta las babuchas del santo en su nicho.
El tarasconés fue el único que no tembló…
—¡Por fin! —exclamó dando un salto, apoyando la culata en el hombro…
¡Pim!… ¡Pam!… Se acabó… El león tenía dos balas explosivas en la cabeza…
Durante un minuto, bajo el fondo abrasado del cielo africano, hubo una especie de tremendos fuegos artificiales: sesos saltando, sangre humeante y vellones rojos desparramados. Después, todo cesó, y Tartarín distinguió… dos negrazos furiosos que corrían hacia él, con los garrotes levantados. ¡Los dos negros de Milianah!
¡Oh, miseria! Era el león domesticado, el pobre ciego del convento de Mohamed, lo que las balas tarasconesas acababan de matar.
¡De buena se libró Tartarín, por vida de Mahoma! Ebrios de furor fanático, los dos negros mendicantes lo hubieran hecho trizas de seguro si el Dios de los cristianos no hubiese enviado en su ayuda un ángel libertador, el guarda de campo del pueblo de Orleansville, que llegó, sable en mano, por un estrecho sendero.
La vista del quepis municipal calmó súbitamente la cólera de los negros. Apacible y majestuoso, el hombre de la placa levantó acta del asunto, ordenó a los querellantes y al delincuente que le siguieran, y se dirigió a Orleansville, donde el cuerpo del delito fue depositado en el juzgado.
El proceso fue largo y terrible. Después de la Argelia de las tribus, que acababa de recorrer, Tartarín de Tarascón conoció la otra Argelia, no menos ridícula y formidable: la Argelia de las ciudades, pleiteadora y leguleya. Conoció los enredos judiciales que se amañan en el fondo de los cafés, los curiales de baja estofa, los legajos que huelen a ajenjo, las corbatas blancas moteadas de champoreau; conoció los procuradores, los adjuntos, los agentes de negocios, todas aquellas langostas de papel sellado, hambrientas y flacas, que le comen al colono hasta las correas de las botas y lo desmenuzan hoja por hoja, como un plantío de maíz…
En primer lugar, se trataba de saber si el león había sido muerto en territorio civil o militar. En el primer caso, el asunto correspondía al tribunal de comercio; en el segundo, Tartarín sería sometido a consejo de guerra, y ante la idea de un consejo de guerra, el impresionable tarasconés se veía ya fusilado al pie de las murallas o pudriéndose en el fondo de un silo…
Lo terrible era que la delimitación de los dos territorios es muy vaga en Argelia… Por fin, al cabo de un mes de idas y venidas, intrigas y esperas al sol en los patios de las oficinas árabes, se llegó al acuerdo de que si, por una parte, el león había sido muerto en territorio militar, por otra parte Tartarín, cuando disparó, estaba en territorio civil. El asunto se juzgó, pues, por lo civil, y a nuestro héroe se le impusieron dos mil quinientos francos de indemnización y las costas.
¿Cómo pagar todo aquello? Los pocos duros que se libraron de la razzia del príncipe ya se le habían ido tiempo atrás en papel sellado y en ajenjos judiciales.
El desgraciado cazador de leones se vio, pues, reducido a vender la caja de armas al por menor, carabina por carabina. Vendió los puñales, los kris malayos, las llaves inglesas… Un tendero de comestibles le compró las conservas alimenticias. Un farmacéutico, lo que quedaba del esparadrapo. Hasta las botas de montar pasaron, detrás de la tienda de campaña perfeccionada, al puesto de un baratillero, que las elevó a la categoría de curiosidades cochinchinas… Pagado todo, no le quedó a Tartarín más que la piel del león y el camello. Embaló cuidadosamente la piel y la expidió a Tarascón, a nombre del bizarro comandante Bravida —luego veremos lo que fue de este fabuloso despojo—. Respecto al camello, contaba con él para regresar a Argel; pero no montándolo, sino vendiéndolo para pagar la diligencia. El animal, por desgracia, tenía difícil colocación, y nadie ofreció por él ni un ochavo.
Sin embargo, Tartarín quería regresar a Argel a toda costa. Tenía prisa por volver a ver el corselete azul de Baya, su casita y sus fuentes, por descansar en los tréboles blancos de su claustrillo, mientras le llegaba el dinero de Francia. Nuestro héroe no vaciló; consternado, pero no abatido, resolvió andar el camino a pie, sin dinero, a cortas jornadas.
El camello no le abandonó en tal circunstancia. Aquel extraño animal había tomado inexplicable cariño a su amo, y al verle salir de Orleansville, echó a andar religiosamente detrás de él, acomodando su paso al del héroe y sin separarse de éste ni una pulgada.
Al pronto, Tartarín llegó a enternecerse; aquella fidelidad y aquella abnegación a toda prueba le conmovían hasta lo más hondo. Luego, el pobre animal no exigía gasto alguno; se alimentaba con nada. Pero, al cabo de algunos días, el tarasconés empezó a cansarse de llevar siempre pegado a los talones un compañero melancólico que tantas desventuras le recordaba. A esto vino a añadirse el desabrimiento; le molestaba indeciblemente aquella tristeza, aquella giba, aquel andar de palomino atontado. En una palabra: le tomó tirria y no pensaba más que en la manera de deshacerse de él; pero el animal, terne que terne… Tartarín trató de perderle; pero el camello le volvía a encontrar; trató de correr, pero el camello corría más… Le gritaba «¡Vete!», tirándole piedras. El camello se detenía y le miraba con tristeza; después, al cabo de un rato, volvía a ponerse en marcha y acababa por alcanzarle. Tartarín tuvo que resignarse.
Cuando a los ocho días largos de marcha el tarasconés, lleno de polvo y rendido de fatiga, vio de lejos relumbrar las primeras terrazas de Argel entre el verdor de los campos; cuando se encontró a las puertas de la ciudad, en la ruidosa avenida de Mustafá, entre zuavos, biskris y mahoneses, todo bullendo alrededor de él y mirándole desfilar con su camello, se le acabó la paciencia. «¡No! ¡No! —dijo—. No es posible… Yo no puedo entrar en Argel con semejante animal»; y aprovechando una aglomeración de coches, dio un rodeo por el campo y se metió en una zanja.
Al poco rato vio encima de su cabeza, en la calzada de la carretera, al camello, que corría a grandes zancadas, alargando el cuello ansiosamente.
Entonces, aliviado de un gran peso, el héroe salió de su escondrijo y entró en la ciudad por un sendero apartado que corría a lo largo de las tapias de su huerto.