Al día siguiente, a primera hora, el intrépido Tartarín y el no menos intrépido príncipe Grégory, seguidos de media docena de cargadores negros, salían de Milianah y bajaban hacia la llanura del Cheliff por un caminito delicioso, sombreado de jazmineros, tuyas, algarrobos y olivos silvestres, entre dos setos de jardincillos indígenas y millares de alegres fuentes vivas que caían de roca en roca cantando… Un paisaje del Líbano.
Tan cargado de armas como el gran Tartarín, el príncipe Grégory se había encasquetado además un quepis magnífico y extraño, con galones de oro y guarnición de hojas de roble bordadas con hilo de plata, que daba a su alteza falso aspecto de general mexicano o de jefe de estación de las orillas del Danubio.
Aquel diablo de quepis intrigaba mucho al tarasconés; y como pidiera tímidamente algunas explicaciones:
—Es prenda indispensable para viajar por África —respondió el príncipe con gravedad; y sacando el brillo a la visera con el revés de la manga, informó a su cándido compañero tocante a la importancia del quepis en nuestras relaciones con los árabes—: el terror que esta insignia militar tiene por sí sola el privilegio de inspirarles es tan grande, que la administración civil se ha visto obligada a imponer el quepis a todos los empleados, desde el peón caminero hasta el registrador. En suma, para gobernar Argelia —conste que es el príncipe quien lo dice—, no se necesita una gran cabeza, ni aun siquiera cabeza. Basta un quepis, un buen quepis galoneado, reluciente, en la punta de un garrote, como el birrete de Gessler.
Hablando y filosofando de esta suerte, la caravana seguía su camino. Los mozos, descalzos, saltaban de roca en roca con gritos de mono. Las cajas de armas metían ruido. Los fusiles echaban chispas. Los indígenas que pasaban inclinábanse hasta el suelo delante del mágico quepis… Arriba, en las murallas de Milianah, el gobernador de la plaza árabe, que estaba paseándose al fresco de la mañana con su señora, al oír aquellos ruidos insólitos y ver relucir armas entre las ramas, creyó que era un golpe de mano, mandó bajar el puente levadizo, tocar a generala, y puso inmediatamente la ciudad en estado de sitio.
¡Buen estreno para la caravana!
Desgraciadamente, antes de que acabara el día las cosas se echaron a perder. De los negros que llevaban los equipajes, uno se vio atacado de fuertes cólicos por haberse comido el esparadrapo del botiquín. Otro cayó en la cuneta de la carretera, borracho como una cuba por haberse bebido el aguardiente alcanforado. El tercero, que llevaba el álbum de viaje, seducido por los dorados de los cierres, y persuadido de que llevaba los tesoros de la Meca, la emprendió a correr por el Zaccar a toda carrera… Hubo que reflexionar… La caravana hizo alto y celebró consejo a la sombra horadada de una higuera vieja.
—Opino —dijo el príncipe, tratando inútilmente de disolver una pastilla de pemmican en una cacerola perfeccionada de triple fondo—, opino que desde esta noche prescindamos de los negros… Cabalmente, cerca de aquí hay un mercado árabe, y lo mejor que podríamos hacer sería detenernos allí y comprar algunos borriquillos…
—¡No!… ¡No!… ¡Borriquillos, no! —interrumpió vivamente el gran Tartarín, poniéndose colorado al acordarse de Negrillo.
Y añadió hipócritamente:
—¿Cómo quiere usted que unos animales tan chicos puedan llevar todos nuestros bártulos?
El príncipe sonrió.
—Se equivoca usted, ilustre amigo. Por flaco y endeble que le parezca, el borriquillo argelino tiene el lomo resistente… Y ya lo necesita el animal para soportar todo lo que soporta… Pregunte a los árabes… Vea usted cómo explican éstos nuestra organización colonial. Arriba, dicen, está el muci, o sea el gobernador, con un garrote muy grande, con el cual pega al estado mayor; el estado mayor, para vengarse, pega al soldado; el soldado pega al colono; el colono, al árabe; el árabe, al negro; el negro, al judío; el judío, al borriquillo, y el pobre borriquillo, como no tiene a quien pegar, presenta el espinazo y se lleva lo de todos. Ya ve que puede llevar las cajas.
—Lo mismo da —replicó Tartarín de Tarascón—; me parece que, con los burros, nuestra caravana no había de resultar favorecida en su aspecto… Me gustaría algo más oriental… Por ejemplo…, si pudiéramos encontrar un camello…
—Todos los que usted quiera —replicó su alteza, y echaron a andar hacia el mercado árabe.
El mercado se celebraba a pocos kilómetros, a orillas del Cheliff… Había allí cinco o seis mil árabes harapientos, hormigueando al sol y traficando ruidosamente entre tinajas de aceitunas negras, pucheros de miel, sacos de especias y cigarros a montones; grandes hogueras, en que estaban puestos a asar carneros enteros, chorreando manteca; carnicerías al aire libre, en donde los negros, desnudos, con los pies llenos de sangre y los brazos rojos, descuartizaban con cuchillos pequeños cabritos colgados de una pértiga.
En un rincón, bajo una tienda remendada de mil colores, un escribano moro, con un libro muy grande y gafas. Aquí un grupo y gritos de rabia: es una ruleta, instalada sobre una medida para trigo, y los cabileños, que se estrujan alrededor… Allá, pataleos, alegría, risa: miran a un mercader judío con su mula, que están ahogándose en el Cheliff. Luego, escorpiones, perros, cuervos… y ¡moscas!…, ¡qué de moscas! Camellos, no los había. Por fin pudieron descubrir uno, del que querían deshacerse unos morabitos. Era el acreditado camello del desierto, el camello clásico, calvo, de mirada triste, con su larga cabeza de beduino y su giba, que, aflojada por largos ayunos, se caía melancólicamente de un lado.
Tan hermoso lo encontró Tartarín, que quiso montar encima a la caravana entera… ¡Siempre la locura de lo oriental!
El animal se agachó y le ataron con cinchas todo el equipaje.
Sentose el príncipe en el cuello del animal. Tartarín, para mayor majestad, mandó que le izaran hasta lo alto de la giba, entre dos cajas; y allí, arrogante y bien embutido, saludando con noble ademán a todo el mercado, que acudía a verle, dio la señal de partida… ¡Truenos! ¡Si los de Tarascón hubiesen podido verle!…
El camello levantose, estiró las piernas nudosas y salió volando…
¡Oh, estupor! A las pocas zancadas, Tartarín se puso pálido, y la heroica chechia volvió a tomar, una tras otra, las antiguas posturas de los tiempos del Zuavo. Aquel demonio de camello cabeceaba como una fragata.
—Príncipe, príncipe —murmuró Tartarín, pálido como un muerto y agarrándose a la estopa seca de la giba—. Príncipe, apeémonos… Siento…, siento que voy a escarnecer a Francia…
Pero ¡que si quieres!…, el camello se había disparado y nada podía detenerle ya. Cuatro mil árabes corrían tras él, descalzos, gesticulando, riendo como locos y haciendo brillar al sol seiscientos mil dientes blancos…
El héroe de Tarascón tuvo que resignarse. Echose tristemente sobre la giba. La chechia tomó todas las posturas que quiso…, y Francia quedó escarnecida.