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Un convento de leones

Apeose Tartarín de Tarascón en Milianah, dejando que la diligencia siguiese su camino hacia el sur.

Dos días de tumbos y dos noches sin pegar los ojos para mirar por la portezuela y ver si en los campos o en las cunetas de la carretera aparecía la sombra formidable del león, tantos insomnios, bien merecían algunas horas de descanso. Además, ¿por qué no decirlo?, desde el contratiempo habido con Bombonnel, el leal tarasconés, a pesar de sus armas, su gesto terrible y su gorro encarnado, sentíase molesto ante el fotógrafo de Orleansville y de las dos señoritas del 3.º de húsares.

Atravesó, pues, las anchas calles de Milianah, llenas de hermosos árboles y de fuentes; pero mientras buscaba hotel adecuado a sus gustos, el pobre no podía quitarse de la memoria las palabras de Bombonnel… ¡Si fuese cierto que ya no había leones en Argelia!… ¿A qué, entonces, tantas carreras, tantas fatigas?…

De pronto, al volver una esquina, nuestro héroe se encontró cara a cara… ¿con quién? Adivinadlo… Con un soberbio león, situado ante la puerta de un café regiamente sentado sobre sus cuartos traseros, dando al sol la bermeja melena.

—¿Pues no decían que ya no los hay? —exclamó el tarasconés echándose atrás de un salto…

Bajó el león la cabeza al oír esta exclamación y cogiendo con la boca una escudilla de madera puesta en la acera delante de él, la tendió humildemente hacia Tartarín, que estaba inmóvil de estupor. Un árabe que pasaba por allí echó una moneda de cobre en el platillo; el león movió la cola… Entonces, Tartarín lo comprendió todo. Vio lo que la emoción le había impedido ver al principio, esto es, la multitud agrupada alrededor del pobre león, ciego y domesticado, y dos negrazos armados de garrotes, que lo paseaban por la ciudad como un saboyano pasea su marmota.

Al tarasconés se le subió la sangre a la cabeza.

—¡Miserables! —exclamó con voz de trueno—. ¡Rebajar de ese modo a un animal tan noble!

Y, lanzándose sobre el león, le arrancó el inmundo platillo de las reales mandíbulas… Los dos negros, tomándole por un ladrón, se precipitaron sobre el tarasconés, con los garrotes en alto… Aquello fue terrible… Los negros pegaban, las mujeres chillaban, los niños reían. Un viejo zapatero judío gritaba desde el fondo de su tugurio: «¡Al juez de paz! ¡Al juez de paz!». Hasta el león, en las tinieblas de su noche, trató de lanzar un rugido, y el desgraciado Tartarín, después de lucha desesperada, rodó por el suelo sobre monedas y barreduras.

En aquel momento, un hombre atravesó la multitud, separó a los negros con una palabra, a las mujeres y a los chicos con un ademán, levantó a Tartarín, le cepilló, le quitó el polvo y le sentó, falto de aliento, en un poyo.

—¿Qué es esto, príncipe?… ¿Usted aquí?… —exclamó el buen tarasconés, frotándose las costillas.

—Sí, valiente amigo, aquí estoy… En cuanto recibí su carta, dejé a Baya al cuidado de su hermano, alquilé una silla de postas, y después de recorrer cincuenta leguas a mata caballo, llego aquí en momento oportuno para librar a usted de la brutalidad de estos rústicos… ¿Qué ha hecho usted, ¡santo Dios!, para meterse en semejante barullo?

—¡Qué quiere usted, príncipe!… Al ver a este desventurado león con el platillo en los dientes, vencido, humillado, escarnecido, sirviendo de chacota a esta pordiosería musulmana…

—Se equivoca usted, noble amigo. Este león es para ellos objeto de respeto y veneración. Es un animal sagrado que forma parte de un gran convento de leones, fundado hace trescientos años por Mahomed-ban-Auda, una especie de Trapa formidable y feroz, llena de rugidos y olores de fiera, donde unos monjes extraños crían y domestican cientos de leones y los envían por toda el África septentrional, en compañía de hermanos mendicantes… Con las limosnas que los hermanos reciben se sostienen el convento y su mezquita; y si los dos negros han mostrado tanto furor hace un instante, es porque están convencidos de que por una moneda, por una sola moneda de la cuestación robada o perdida por culpa de ellos, el león que conducen los devoraría inmediatamente.

Al oír este relato inverosímil y, no obstante, verídico, Tartarín de Tarascón se deleitaba y sorbía aire ruidosamente.

—De todo esto, lo que me interesa —dijo a modo de conclusión— es que, con permiso del señor Bombonnel, aún quedan leones en Argelia…

—¡Que si quedan!… —confirmó el príncipe con entusiasmo—. Mañana iremos a dar una batida a la llanura del Cheliff, y ya verá usted…

—¡Cómo, príncipe!… ¿También usted se propone cazar?

—¡Pardiez! ¿Se figura que le voy a dejar solo en medio de África, rodeado de tribus feroces, cuya lengua y costumbres desconoce usted?… ¡No, no, ilustre Tartarín; yo no le abandono!… Allí donde usted vaya iré yo.

—¡Oh, príncipe, príncipe!…

Y Tartarín, radiante, estrechó contra su corazón al valiente Grégory, pensando con orgullo que, a ejemplo de Jules Gérard, Bombonnel y demás famosos cazadores de leones, iba a tener un príncipe extranjero que le acompañara en sus cacerías.