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Pasa un señor bajito

Vagamente, a través de los cristales empañados, Tartarín de Tarascón entrevió una plaza de linda subprefectura, regular, con soportales y naranjos, en medio de la cual unos soldaditos de plomo hacían el ejercicio a la clara bruma rósea de la mañana. Los cafés abrían sus puertas. En un rincón, un mercado con hortalizas… Era encantador; pero allí nada había que oliese aún a león.

—¡Al sur!… ¡Más al sur! —murmuró el buen Tartarín, acurrucándose en un rincón.

En aquel momento se abrió la portezuela. Entró una bocanada de aire fresco, trayendo en sus alas, con el perfume de los naranjos floridos, a un señor muy bajito, con levita color de avellana, viejo, seco, arrugado, acompasado, con una cara como el puño de grande, una corbata de seda negra de cinco dedos de alta, una cartera de cuero y un paraguas: el perfecto notario de aldea.

Al ver el material de guerra del tarasconés, el caballero, que se había sentado enfrente, mostrose excesivamente sorprendido y se puso a mirar a Tartarín con insistencia molesta.

Cambiaron el tiro, y la diligencia se puso en marcha. El caballero no dejaba de mirar a Tartarín… Por fin, el tarasconés se amoscó.

—¿Le asombra esto? —preguntó, mirando también cara a cara al caballero.

—No, señor… Me molesta —respondió el otro con toda calma.

Y lo cierto es que con su tienda de campaña, el revólver, los dos fusiles enfundados y el cuchillo de monte —sin contar su natural corpulencia—, Tartarín de Tarascón ocupaba mucho sitio.

La contestación del caballero le disgustó.

—¿Se imagina usted, por ventura, que voy a cazar leones con su paraguas? —preguntó arrogantemente el grande hombre.

El caballero echó una mirada a su paraguas, sonrió dulcemente, y siempre con la misma flema, dijo:

—Entonces, caballero, usted es…

—¡Tartarín de Tarascón, cazador de leones!

Al pronunciar estas palabras, el intrépido tarasconés sacudió la borla de la chechia como una melena.

En la diligencia hubo un movimiento de estupor.

El fraile trapense se persignó, las cocottes lanzaron chillidos de espanto y el fotógrafo de Orleansville acercose al cazador de leones soñando con el honor insigne de retratarle.

Pero el señor bajito no se inmutó:

—¿Y ha matado usted ya muchos leones, señor Tartarín? —preguntó tranquilamente.

El tarasconés echó a mala parte la pregunta.

—¡Si he matado muchos!… ¡Ya quisiera usted tener en la cabeza tantos cabellos como leones he matado!

Y toda la diligencia se echó a reír, fijándose en los tres pelos amarillos erizados en el cráneo del señor bajito.

El fotógrafo de Orleansville tomó la palabra:

—Terrible profesión la de usted, señor Tartarín… A veces suelen pasarse malos ratos… Por eso aquel pobre señor Bombonnel…

—¡Ah, sí!… El cazador de panteras… —interrumpió Tartarín harto desdeñosamente.

—Pero ¿le conoce usted? —preguntó el caballero.

—¡Anda, si le conozco!… Hemos ido de caza juntos más de veinte veces.

El caballero se sonrió.

—¿De modo que usted también caza panteras, señor Tartarín? —le preguntó.

—Algunas veces…, por pasatiempo… —respondió el tarasconés, rabioso.

Y levantando la cabeza, añadió con heroico ademán, que inflamó los corazones de ambas cocottes:

—Eso no puede compararse con el león.

—Al fin y al cabo —insinuó el fotógrafo de Orleansville—, una pantera no es más que un gato grande…

—¡Cabal! —afirmó Tartarín, sin que le disgustara rebajar un poco la gloria de Bombonnel, especialmente delante de las señoras.

En aquel momento la diligencia se detuvo; el conductor abrió la portezuela y, dirigiéndose al viejecito, le indicó respetuosamente:

—Ya ha llegado usted.

Levantose el señor bajito, bajó y, antes de cerrar la portezuela, dijo:

—¿Me permite que le dé un consejo, señor Tartarín?

—¿Cuál, señor mío?

—Escuche. Me parece usted una buena persona y voy a decirle la verdad. Vuélvase inmediatamente a Tarascón, señor Tartarín… Aquí va usted a perder el tiempo… Panteras, todavía quedan algunas en la provincia; pero, ¡vaya!, ésa es caza demasiado pequeña para usted… Los leones se acabaron. En Argelia ya no queda ni uno… El último acaba de matarlo mi amigo Chasaing.

Dicho esto, el señor bajito saludó, cerró la portezuela y se fue riendo, con su cartera y su paraguas.

—Conductor —preguntó Tartarín haciendo un gesto—. ¿Quién es ese tipo?

—¡Cómo! ¿No le conoce?… Es el señor Bombonnel.