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Nos escriben de Tarascón

Una hermosa tarde, de cielo azul y brisa tibia, Sidi Tart’ri, a horcajadas en su mula, volvía solito de su huerta… Muy despatarrado, a causa de los anchos zurrones de esparto, henchidos de cidras y sandías, arrullado por el rumor de sus altas estriberas y marcando con todo el cuerpo el balán-balán de la cabalgadura, el hombre, en medio de un paisaje adorable, con las manos cruzadas sobre el vientre, iba casi amodorrado por el bienestar y el calor.

De pronto, al entrar en la ciudad, una llamada formidable lo despertó:

—¡Eh! ¡Qué sorpresa! ¡Juraría que es el señor Tartarín!

Al escuchar el nombre de Tartarín, al oír aquel acento meridional tan alegre, el tarasconés levantó la cabeza, y a dos pasos vio el noble rostro atezado del señor Barbassou, el capitán del Zuavo, que tomaba un ajenjo y fumaba su pipa a la puerta de un cafetín.

—¡Hola, Barbassou! —dijo Tartarín, parando la mula.

En lugar de responderle, Barbassou le miró un momento, abriendo mucho los ojos, y luego se echó a reír; pero de tal manera, que Sidi Tart’ri quedó aturdido.

—¡Qué turbante, pobre señor Tartarín! ¿De modo que es verdad lo que dicen, que se ha hecho teur?… ¿Y esa chiquilla, Baya, sigue cantando «Marco la Bella»?

—¡«Marco la Bella»! —dijo Tartarín indignado—. Sepa, capitán, que la persona de que habla usted es una mora honrada que no sabe ni una palabra de francés.

—¿Que Baya no sabe francés?… Pero ¿de dónde se ha caído usted?…

Y el bravo capitán se echó a reír con más fuerza.

Después, viendo la cara que ponía el pobre Sidi Tart’ri, cambió de sistema.

—Quizá no sea la misma… Demos por hecho que estoy confundido… Pero es el caso…, ¡ea!, señor Tartarín, creo que, a pesar de todo, le convendría desconfiar de las moras argelinas y de los príncipes de Montenegro.

Tartarín se puso de pie en los estribos, haciendo su gesto.

—El príncipe es amigo mío, capitán.

—¡Bueno, bueno! No nos enfademos… ¿Quiere tomar un ajenjo?… ¿No? ¿Quiere algo para la tierra?… ¿Tampoco?… Pues, entonces, buen viaje… A propósito, amigo, aquí tengo buen tabaco de Francia; si quisiera usted llenar algunas pipas… ¡Tome! ¡Tome! Le sentará muy bien… Estos tabacos de Oriente suelen embrollar las ideas.

Y dicho esto, el capitán volvió a su ajenjo, y Tartarín, muy pensativo, emprendió a trote corto el camino de su casita… Aunque su alma generosa se negaba a creerlo, las insinuaciones de Barbassou le habían entristecido. Además, aquellos juramentos de la tierra, el acento de su pueblo, todo despertaba en él remordimientos vagos.

En casa no encontró a nadie. Baya se había ido al baño… La negra le pareció fea; la casa, triste… Poseído de indefinible melancolía, fue a sentarse cerca de la fuente y llenó una pipa con el tabaco de Barbassou. Aquel tabaco iba envuelto en un trozo de El Semáforo. Al desdoblar el periódico le saltó a la vista el nombre de su ciudad natal:

NOS ESCRIBEN DE TARASCÓN

La ciudad está consternada. Tartarín, el matador de leones, que partió a la caza de los grandes felinos de África, no ha dado noticias suyas hace varios meses… ¿Qué ha sido de nuestro heroico compatriota?… Apenas se atreve a preguntárselo ninguno que, como nosotros, haya conocido aquella inteligencia ardorosa, aquella audacia, aquella necesidad de aventuras… ¿Ha sido sepultado en la arena, como tantos otros, o bien ha caído bajo el diente mortífero de uno de esos monstruos del Atlas, cuyas pieles prometió al Municipio?… ¡Terrible incertidumbre! Sin embargo, unos comerciantes negros, que han venido a la feria de Beaucaire, pretenden haber encontrado en pleno desierto a un europeo, cuyas señas coinciden con las de nuestro héroe, y que se dirigía hacia Tombuctú… ¡Dios nos conserve a nuestro Tartarín!

Cuando el tarasconés leyó aquello, se sonrojó, palideció, tembló. Tarascón entero se le aparecía: el casino, los cazadores de gorras, el sillón verde de la tienda de Costecalde, y dominándolo todo, como águila con las alas abiertas, el formidable bigote del bizarro Bravida.

Entonces, al ver cómo estaba cobardemente acurrucado en la alfombra mientras le creían cazando fieras, Tartarín de Tarascón se avergonzó de sí mismo y lloró.

De pronto, el héroe dio un salto.

—¡Al león! ¡Al león!

Y lanzándose al escondrijo en que, llenas de polvo, dormían la tienda de campaña, el botiquín, las conservas y la caja de armas, las sacó arrastrando al centro del patio.

Tartarín-Sancho acababa de expirar; ya no quedaba más que Tartarín-Quijote.

El tiempo necesario para inspeccionar sus pertrechos, armarse, ataviarse, ponerse aquellas botazas, escribir cuatro letras al príncipe confiándole a Baya; el tiempo necesario para meter en el sobre algunos billetes azules, mojados en lágrimas, y el intrépido tarasconés rodaba en diligencia por la carretera de Blidah, dejando en la casa a su negra estupefacta, delante del narguile, del turbante, de las babuchas y de toda la vestimenta musulmana de Sidi Tart’ri, que yacía lamentablemente bajo los tréboles blancos que adornaban la galería…