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Sidi Tart’ri ben Tart’ri

Si a la hora de las veladas entrarais alguna noche en los cafés argelinos de la ciudad alta, oiríais todavía hoy a los moros hablar entre sí, con guiños y risitas, de cierto Sidi Tart’ri ben Tart’ri, europeo amable y rico que, hace ya algunos años, vivía en los barrios altos con una señoritinga de la tierra llamada Baya.

El Sidi Tart’ri en cuestión, que tan gratos recuerdos ha dejado en los alrededores de la Casbah, bien se adivina, es nuestro Tartarín.

¡Qué queréis! En la vida de los héroes, como en la de los santos, hay siempre horas de ceguedad, desconcierto y desmayo. El ilustre tarasconés no había de ser una excepción, y por eso, durante dos meses, olvidado de los leones y de la gloria, se embriagó de amor oriental, y, como Aníbal en Capua, se durmió en las delicias de Argel la blanca.

El buen hombre había alquilado, en el corazón de la ciudad árabe, una linda casita indígena, con patio interior, plátanos, frescas galerías y fuentes. Allí vivía, lejos de todo ruido, en compañía de su mora. Moro él también de pies a cabeza, se pasaba el día fumando el narguile y comiendo dulces almizclados.

Tendida en un diván enfrente de él, Baya, guitarra en mano, gangueaba tonadillas monótonas, o bien, para distraer al señor, se zarandeaba en la danza del vientre, con un espejo en la mano para mirarse los blancos dientes y hacerse visajes.

Como la dama no sabía una palabra de francés, ni Tartarín una palabra de árabe, la conversación languidecía algunas veces, y el charlatán tarasconés se vio reducido a hacer penitencia por las intemperancias de lenguaje de que fue culpable en la botica de Bézuquet y en casa de Costecalde el armero.

Pero aun aquella penitencia no carecía de encanto; era como un esplín voluptuoso lo que experimentaba, permaneciendo todo el día sin hablar, escuchando el gluglú del narguile, el rasgueo de la guitarra y el leve ruido de la fuente en los mosaicos del patio.

El narguile, el baño y el amor llenaban toda su vida. Salían poco. Algunas veces Sidi Tart’ri, y su dama a la grupa, íbanse, montados en fogosa mula, a comer granadas a un jardincito que el tarasconés había comprado por aquellos alrededores… Pero nunca, lo que se dice nunca, bajaban a la ciudad europea. Con sus zuavos siempre borrachos, sus alcázares atiborrados de oficiales y su eterno ruido de sables bajo los porches, aquella Argel le parecía insoportable y fea como un cuerpo de guardia de Occidente.

En resumidas cuentas, el tarasconés era feliz. Sobre todo, Tartarín-Sancho, muy aficionado a las golosinas turcas, se declaraba eternamente satisfecho de su nueva existencia… Tartarín-Quijote solía sentir algún remordimiento cada vez que pensaba en Tarascón y en las pieles prometidas… Pero aquello duraba poco, y para alejar tan tristes ideas bastábale una mirada de Baya o una cucharadita de sus endiabladas confituras aromáticas y trastornadoras como los brebajes de Circe.

El príncipe Grégory iba todas las noches a hablar un poco de Montenegro libre… Con su infatigable complacencia, aquel amable señor desempeñaba en la casa las funciones de intérprete, y aun en ocasiones las de intendente, si era preciso, y todo ello por nada, por gusto… Fuera del príncipe, Tartarín no recibía más que teurs.

Aquellos piratas de siniestras cabezas, que en otro tiempo le daban tanto miedo desde el fondo de sus negros tenduchos, ahora, después de conocerlos, le parecían buenos comerciantes, inofensivos bordadores, especieros, torneadores de tubos de pipas, gente bien educada, humildes, bromistas, discretos y puntos fuertes en los naipes. Aquellos señores iban cuatro o cinco veces por semana a pasar la velada en casa de Sidi Tart’ri, le ganaban los cuartos, le comían las golosinas, y a las diez en punto se retiraban discretamente dando gracias al Profeta.

Después que se iban, Sidi Tart’ri y su fiel esposa acababan la velada en la azotea blanca, que dominaba la ciudad. Alrededor veíanse otras mil azoteas, también blancas, tranquilas, alumbradas por la claridad de la luna, que bajaban escalonándose hasta el mar. Llegaban rasgueos de guitarra llevados por la brisa.

De pronto, como ramillete de estrellas, una melodía clara desgranábase suavemente en el cielo, y en el alminar de la mezquita próxima aparecía un gallardo almuédano, perfilando su sombra blanca en el intenso azul de la noche y cantando las glorias de Alá, con voz maravillosa, que llenaba el horizonte.

Baya dejaba al punto la guitarra, y con sus ojazos vueltos hacia el almuédano, parecía beber la oración con delicia. Mientras duraba el canto, permanecía allí, trémula, extasiada, como una Santa Teresa de Oriente… Tartarín, conmovido, la veía orar, y pensaba para sí que debía de ser muy bella y grande aquella religión que causaba semejantes embriagueces de fe.

¡Tarascón, tápate la cara! Tu Tartarín pensaba en hacerse renegado.